CXIX
—¿Quieres tomar algo? —le ofrece Angela con una sonrisa que apunta a ser seductora.
Henry le devuelve una sonrisa que no le llega a los ojos.
—No, gracias, estoy bien. —Cuanta menos evidencia deje de su presencia, mejor—. Entonces, ¿tus padres no están?
—No, viajaron —corrobora ella, sirviéndose una copa de vino que apoya su punto—. Nadie sabe que estás aquí.
Bueno, al menos puede seguir instrucciones: Henry le había indicado que prefería mantener su «relación» en secreto ya hacía un tiempo.
—Ya veo —comenta, fingiendo que observa los cuadros de las paredes—. Si bien ya la he visto antes, debo decir que tu casa es verdaderamente bonita.
La muchacha sonríe y toma un sorbo de la copa. Si bien quiere lucir refinada, desde el punto de vista de Henry no hace más que dar la impresión de una niña jugando a calzar los zapatos de su madre.
—¿Te gustaría que te muestre el piso de arriba? —La expresión en el rostro femenino poco y nada hace por ocultar sus verdaderas intenciones.
La invitación sirve bien a sus planes, y es por eso por lo que responde:
—Me encantaría.
La muchacha no dilata el asunto: abandona la copa de vino y lo guía directamente a su habitación, y hasta cierra la puerta tras de sí. Las paredes son ridículamente rosadas, mas supone que esto es de esperarse de una adolescente común y corriente.
O de una narcisista disfrazada como tal, al menos.
—Puedes sentarte en la cama si quieres —lo invita.
Henry así lo hace. Angela va a sentarse a su lado.
—Entonces, Henry, ¿qué hay de nuevo? —Suelta una risita boba mientras se acerca a él sin ningún disimulo.
—Nada nuevo, a decir verdad. Siempre lo mismo: cuidando de Jane, asegurándome de que nada le falte.
La mención de ese nombre tiene un efecto inmediato en la joven, cuyos hombros se tensan.
—¿Ah, sí? Es afortunada por tenerte en su vida… —Henry deja escapar un leve «hm» para darle a entender que coincide con ella—. Debe ser difícil cuidar de una persona con tantos… problemas.
—Yo no lo veo así —replica Henry, enarcando una ceja y cruzando una pierna sobre la otra—. Para mí, ocuparme de ella es un placer. Incluso cuando se trata de lidiar con sus problemas.
—¿No es eso… demasiado? —inquiere ella con una mueca—. Quiero decir, sé que te importa, pero Jane debería ocuparse de sí mism…
Henry lleva una mano a la barbilla ajena; esto es más que suficiente para hacerla callar.
—Oh, no —responde entonces, inclinándose levemente hacia ella—. Como dije, es un placer ocuparme de ella y de sus problemas.
Angela no emite palabra, su mirada fija en su boca. Henry se acerca aún más, y ella cierra los ojos, labios pintados entreabiertos, esperando un beso que nunca llegará.
En su lugar, Henry mueve ligeramente la cabeza hacia un costado, desviando limpiamente la venus atrapamoscas que es su boca, y le susurra al oído:
—Por eso me aseguraré de disfrutar de esto inmensamente.
Pese a su apariencia e intereses tradicionalmente femeninos, un pasatiempo de Angela siempre ha sido ver películas de terror. De alguna manera, siempre le ha parecido exhilarante observar a los pobres protagonistas atrapados en una pesadilla inescapable, sus vidas en juego. Es consciente de que esto choca con la imagen de «niña buena» que desea proyectar, y es por eso por lo que nunca se lo ha mencionado ni a sus padres.
…
Nunca pensó, en sus quince años de vida, que se encontraría frente a frente con un monstruo mucho peor que el de las películas.
—¿Sabes? —menciona Henry casualmente, aún sentado sobre su cama, observando sus uñas como si fuesen lo más interesante del mundo—. Al principio planeaba matarte.
Se ve a sí misma en el espejo, lágrimas en sus ojos. El reflejo se rompe en añicos ante el impacto del palo de golf de su padre contra el vidrio.
Sus manos tiemblan, pero no sueltan el instrumento.
—P… Por favor… —farfulla inútilmente, pues su cuerpo, ajeno a ella, ha encontrado su siguiente objetivo: su computadora de escritorio—. Hen… ry…
—Ah, ¿aún puedes hablar? —Él chasquea los dedos y la lengua de Angela se pega a su paladar—. Un descuido de mi parte, disculpa.
La pantalla se quiebra en forma de telaraña, los parlantes y la CPU quedan abollados sin esperanza de arreglo. Las teclas se desperdigan por el suelo alfombrado.
—Hm, creo que esto es suficiente —comenta Henry de pronto, poniéndose de pie—. ¿Pasamos a remodelar la habitación de tus padres?
Ella lo observa espantada por el rabillo del ojo, mas él tan solo camina hacia la puerta con las manos en los bolsillos. Como una marioneta, ella lo sigue en silencio.
Una vez en la habitación de sus padres, Henry se para detrás de ella y coloca una mano sobre su hombro con una expresión casi alegre:
—No te demores demasiado: aún tenemos que redecorar varios cuartos más.
No queda nada en pie: ni la cama de sus padres, ni los espejos del baño, ni los floreros de la sala, ni el cristalero de la cocina, ni las cortinas del vestíbulo.
Ella lo destroza todo como un arma de destrucción masiva en las manos equivocadas.
Henry, no obstante, no parece contento con esto.
—Hm, faltan las luces —señala con un gesto de su mano—. Déjame ayudarte.
Angela no entiende qué sucede: primeramente, todas las lámparas y fluorescentes empiezan a parpadear, el zumbido de la electricidad como un grito de auxilio de otra dimensión.
Y luego, con un aterrador estruendo, todas las fuentes de luz se hacen trizas, pedazos de vidrio roto desparramándose por el suelo.
—Ahí estamos: mucho mejor —opina Henry con una sonrisa—. Ah, qué sensación tan placentera la de un trabajo bien hecho, ¿no estás de acuerdo?
De pronto, el hombre levanta un brazo hacia ella y Angela siente que no puede respirar. Lo siguiente que nota es que sus pies ya no tocan el suelo. El estrépito del palo de golf estrellándose contra el piso retumba por la sala.
—Como estaba diciendo antes de que me interrumpieses, al principio pensé en matarte. —Aunque intenta con todas sus fuerzas llevar sus manos a su cuello y sacudirse, su cuerpo no se mueve ni un ápice—. Como ves, no es algo que me hubiese resultado siquiera difícil. —No cree poder llamar «sonrisa» a la curva de sus labios, sus caninos a la vista recordándole a un depredador que juguetea con su presa—. No obstante, luego pensé: «Eso no la haría feliz».
No necesita preguntar a quién se refiere; aunque hubiese podido, no cree que se hubiese atrevido a provocarlo de esa manera.
—Entonces, me decidí por esto. ¿No crees que soy benevolente? —inquiere él con una expresión beatifica en su rostro—. Es decir, podría haberte quebrado las piernas y los brazos; podría haberte dejado hecha una pulpa irreconocible de vísceras en el medio de un bosque, un manjar para los animales salvajes, pero no, aquí estamos, redecorando. ¿No soy amable, acaso? —Apenas lo dice, Henry parece reconsiderar sus palabras, pues agrega con expresión contrariada—: No, supongo que no, ¿verdad? Ni la benevolencia ni la amabilidad son lo mío.
Ni siquiera el hechizo o lo que sea que le esté haciendo puede detener sus temblores crónicos. Él enarca una ceja.
—¿En serio, Angela? —Con un gesto de su mano libre y una expresión de patente disgusto, señala la mancha de humedad en su entrepierna, aquella que ella no puede ver, pero sí que puede sentir—. Ya eres una niña grande. Se supone que puedes hacerte cargo de tus acciones, ¿o no? —Suspira y observa el reloj colgado sobre el marco de la puerta que da al vestíbulo, posiblemente el único artefacto que aún funciona—. Se está haciendo tarde, así que supongo que deberíamos ir cerrando esto, ¿no estás de acuerdo?
Sus rodillas se estrellan contra el suelo y sus muñecas apenas pueden soportar el impacto de la caída: aun sin aliento, el golpe le arranca un sollozo.
Henry se agacha hasta quedar en cuclillas y la toma de la barbilla para obligarla a mirarlo.
—Después de esta noche, no me recordarás —le promete—. Pero hay algo que comprenderás a un nivel instintivo.
El reloj se estrella limpiamente contra el suelo sin que ni ella ni él muevan un dedo.
Y entonces, un susurro contra su oído como una caricia:
—Si sigues viva, es solo gracias a Jane. Es a ella a quien le debes tu vida.
Angela no comprende lo que sucede. Está apenas protegida del frío de la noche con su camisón de dormir, sus rodillas hundidas en el césped del jardín frontal de su casa.
Frente a ella, una pila humeante de ropa —su ropa— arde, el humo como una torre negra que parece erigirse hasta el infinito.
Cuando levanta la vista, a lo lejos, ve a la señora Sheppard, su vecina, corriendo hacia ella, una expresión horrorizada en su rostro y una manta entre sus manos.
—Angela, cariño —la llama con preocupación mientras coloca el cobertor sobre sus hombros—. Llamé a tus padres: ya están volviendo. ¿Qué pasó aquí? Te vi quemando… Quemando tus… ¿Por qué?
Ella no responde, sus ojos fijos en la llama que consume sus vestidos.
No entiende cómo ha ocurrido esto, mas las memorias están frescas en su mente: con el palo de golf de su padre y un encendedor, ha destrozado todo lo que ha encontrado a su paso.
—¿Quién te hizo hacer esto, mi cielo? —La señora Sheppard nunca ha sabido guardar silencio—. ¿Hm? ¿Quién te obligó? No habrías hecho esto sin buena razón…
Angela sabe que habla de las ropas, pues la mujer desconoce el estado deplorable en que ha dejado su hogar.
Algo —un algo como una urgencia enterrada en lo recóndito de su cerebro—, sin embargo, la impele a decir la verdad:
—Nadie me obligó: todo lo hice yo.
