Lavellan
Lavellan giró su rostro hacia la lluvia.
Se sentía refrescante. Puro. Pero no la distraía del último sueño que había tenido con Solas.
Ese sueño, en el que lo encontraba una vez más. El sueño donde lo abrazaba, solo para descubrir que había preferido morir a estar con ella.
Una vez más.
La voz que tanto le gustaba, profunda, antigua, empezó a sonar en su cabeza, llevándola a los recuerdos, sin remedio.
"Vhenan"
"Vhenan"
"VHENAN"
— ¿Inquisidora?
Lavellan pegó un respingo, llevándose una mano al pecho, asustada, mientras salía de sus ensoñaciones. Se giró bruscamente en su caballo hacia Cullen, quién le había acompañado todo el camino desde Feudo Celestial, la base de la Inquisición. La miraba preocupado, su pelo rubio alrededor de su rostro por la lluvia. Su tez, con más arrugas, por los años, parecía más oscura, más bronceada, por todo el tiempo que había pasado en estos tiempos cruentos de la guerra. Sus ojos, acaramelados, casi con un toque dorado, no apartaban la vista de ella, analizando si se encontraba en condiciones para continuar en esta búsqueda infructuosa, según él.
Lavellan no pudo evitar sonreír levemente, con cierta amargura. Su viejo amigo y general se preocupaba demasiado por ella, pensó, aunque al mirarlo endulzó un poco su mirada.
— ¿Sí, Cullen? — respondió, con la voz un poco carrasposa, en parte por el poco uso que había tenido durante el viaje, y, en parte, porque pensar en esa palabra, esa que una vez había sido todo su mundo, siempre hacía que un bucle de tristeza se asentase en su corazón, pesado, como un invierno que nunca se acababa.
Como en el invierno que ella llevaba viviendo desde hace ocho años.
Tensó las riendas en sus manos, enguatadas. Cullen desvió la mirada al frente, donde les esperaba su destino final.
—Casi hemos llegado a Minrathous, Inquisidora —Cullen señaló hacia su frente, ya se podía vislumbrar el puente principal de la ciudad, que les daría acceso a la zona que ellos buscaban. Lavellan asintió, pero frunció el ceño, a medida que se acercaban.
Algo era extraño. Si sus fuentes le habían dado la información correcta, la ciudad debía estar más alterada. Más frenética. Pero el Palacio del Arconte flotaba sobre ella, tranquilo, y el sonido de las calles era el habitual, acompañado del ligero golpeteo de la lluvia, que repicaba contra los adoquines de las calles.
Lavellan analizó lo que veía y escuchaba, con ojo avizor, mientras atravesaban los pocos árboles que quedaban en su camino.
—Parece… tranquilo —no pudo evitar comentar, con cierta duda, girándose hacia su amigo, que parecía igual de confuso que ella.
Cullen frunció el ceño, desconcertado ante lo que veía o, más bien, lo que no veía.
— ¿Estás segura de que él está aquí? No parece haber… nada diferente —titubeó, como si no quisiese herir sin querer a su amiga, al mencionarlo.
Lavellan asintió, apretando los labios, un poco molesta ante esa delicadeza, aunque sabía que su amigo lo hacía con toda la buena intención del mundo. Pero, aun así…
Ella no era de cristal, joder.
—Sí —le contestó, un poco más brusca de lo que pretendía. Inspiró, calmándose —. Gracias a la ayuda de Leliana y sus espías, sabemos que fue visto aquí por última vez hace unos días— le dijo, más suavemente. Apretó las riendas de su caballo, inconscientemente, otra vez, haciendo que el animal se alterase un poco. Ella acarició su cuello, calmándolo—. Su poder… es muy reconocible.
Los ojos de Lavellan se fijaron en la ciudad, cada vez más cerca, recorriéndola como si pudiese llegar a ver a Solas a esa distancia.
Lo cual, sabía, era imposible. Pero, en su pecho, en su corazón, siempre albergaba la esperanza.
La esperanza de volverlo a ver, de ver esa sonrisa, algo ladeada, que hacía que sus pecas se alzasen, un poco. De ver sus ojos, con ese color violeta brillante, que se endulzaba siempre al mirarla, como si fuese su mundo entero.
Sus caballos llegaron al puente principal, el ambiente aún tranquilo, como si realmente no fuese a pasar nada.
Pero Lavellan sabía que esto no era más que la calma antes de la tormenta.
Cullen se aferró aún más a la espada de su costado, que iba dando pequeños tumbos por los bamboleos del caballo. Miró hacia el frente, dirigiéndose a los guardias del portón de más adelante, que parecían ligeramente aburridos en esta noche tan serena. Hinchó su pecho, para que su voz, áspera, llegase a quién debiese llegar.
—¡Solicito paso a la Inquisidora Lavellan, líder de la Inquisición y protectora de la Santa Divina Victoria! —exclamó, utilizando los títulos que Lavellan lucía como insignia personal. Ella alzó la barbilla, acompañando a las palabras de su general, con orgullo.
En ese momento, se extendió un murmullo en el portón, como si fuera una mecha encendida, mientras los soldados de la puerta se miraban, sin saber qué hacer.
Las voces se hicieron más ruidosas, a medida que los minutos pasaban, y nadie salía a recibirlos, haciendo que Lavellan frunciese el ceño, impaciente.
— ¿La Inquisidora? ¿ESA Inquisidora?
— ¿Qué está haciendo aquí, en nuestra ciudad?
—Pero… Ese cabello, esa tez… blancos. Prístinos. Sin duda, es ella.
Una voz, más potente, más autoritaria, se alzó por encima de las otras, mandándolas a callar. El portón se abrió, lentamente, mientras una figura lo atravesaba, a paso lento, pero seguro. Cullen y Lavellan se miraron, asintiendo. Se apearon de sus caballos, conscientes de que en la ciudad iba a ser difícil mantenerse en ellos, además de que, seguramente, no les dejarían mantenerlos. Un guardia, que parecía de rango alto, probablemente un comandante, se dirigió a ellos. Al llegar a su altura, realizó una reverencia profunda, su rostro cubierto por un casco, que lucía las mismas insignias que su armadura.
—Perdone la rudeza, Inquisidora —dijo, enderezándose, mientras sus ojos la miraban a través del casco—. Le damos la bienvenida a Minrathous — Se apartó hacia un lado, dejándoles a la vista el protón, abierto de par en par—. Les ruego que nos dejen sus caballos, ya que…
De repente, un ruido estruendoso se alzó en el cielo, como si una tela enorme se hubiese rajado.
El sudor frío empezó a recorrer la espalda de la Inquisidora. Ese sonido… lo había escuchado antes.
Lavellan miró hacia arriba, asustada, con los ojos como platos, en parte sabiendo lo que iba a ver. Una enorme raja empezó a abrirse, poco a poco, en el cielo nocturno, que empezaba a iluminarse por la luz verde fantasmal, espiritual, que se colaba de esa abertura. Lavellan inspiró, sus recuerdos mezclándose con el presente.
El Velo. El Velo tenía una brecha.
Cientos de demonios empezaron a salir de esa herida en el cielo, como si fueran gotas de la lluvia que aún seguía cayendo, pero mucho, mucho más mortales, abalanzándose contra la ciudad, en la que se empezaron a elevar lo gritos asustados de los ciudadanos.
—¿Qué demonios has hecho, Solas? — susurró Lavellan, aterrada por esos gritos, su corazón sin creerse que, realmente, el elfo había cumplido parte de su palabra que le había dado años atrás. Sus puños se cerraron a su lado, mientras ella negaba, incrédula.
Por Mythal, Solas. De verdad que no te creía capaz, pensó, apenada, su corazón rompiéndose en dos, igualando a la herida del cielo nocturno.
Rápidamente, se acercó a su caballo, y se enfundó sus dagas y su bolsa, con presteza y habilidad, demostrando que no era la primera, ni la última vez , que hacía una maniobra parecida. Se giró y empezó a dirigirse hacia la puerta, con largas zancadas, pero una mano la detuvo, haciendo que tuviese que recuperar el equilibrio, para no caerse. Giró su cabeza hacia atrás, su cabello flotando de la inercia, como una cortina de nieve puro. Cullen la miraba, con el ceño fruncido, tenso, con la preocupación repartida por todo su rostro.
—¡No puede ir, Inquisidora! ¡Es peligroso! —Cullen la observó con fiereza, con esos ojos acaramelados llenos de preocupación y algo más. Lavellan negó con la cabeza, sin molestarse en adivinar en que estaba pensando su general ahora.
Ella era, probablemente, la única que podría detener el ritual y salvar a todos los ciudadanos de la ciudad. La única que, quizás, podría razonar con ese elfo cabezota que había ocupado su corazón, todos estos años.
—Cullen, vuelve e informa a la Divina Victoria. Necesitarán los máximos refuerzos posibles. Toma. —De su bolsa sacó una bola de cristal, un dispositivo élfico de comunicación a gran distancia. Abrió su mano, tendiéndoselo y la cerró, acariciando levemente sus dedos enguantados, mientras los apretaba, dándole ánimos—. Con esto, podrás ir adelantando, pero necesitan a su general lo antes posible —recalcó, mientras lo miraba y soltaba sus manos, dando un paso atrás.
Cullen cogió la esfera entre sus manos. Cerró los ojos, por un momento, pero los abrió, a los pocos segundos. La observó, fijamente, con ese brillo tan tozudo que tanto caracterizaba a su amigo.
—Lavellan, ten cuidado. Solas…—se detuvo, sacudiendo la cabeza— No, Fen'harel ya no es el de antes —murmuró, entre dientes, como si quisiese meterle la idea en la cabeza a la fuerza.
Lavellan soltó una risa amarga, casi sin quererlo. Si alguien le diese una moneda por cada vez que sus amigos le habían escrito o dicho algo similar…
—Y yo tampoco, viejo amigo. Yo tampoco— le respondió ella a su vez, bajando el tono de voz, amenazante. Sus ojos brillaron ligeramente, de un color verdoso, resaltando el rosa y el azulado, casi plateado, que se mezclaban entre sí, dándole un aspecto único a sus iris. Se giró y se enfundó la capucha, tapando su pelo blanco y dejando a la vista solo esos ojos, mortales. Una dureza se asentó en ellos, volviéndolos una gema reluciente bajo la lluvia.
—Ten cuidado, Cullen.
Acto seguido, empezó a correr hacia la ciudad, rogando al dios que la quisiese escuchar de llegar a tiempo para detener a Solas.
Para detener a quién una vez compartió su corazón.
A su Vhenan.
Términos élficos usados: Vhenan: Corazón; a menudo usado como término cariñoso, habitualmente, entre amantes.
