Lavellan
Paso tras paso, Lavellan fue dirigiéndose por el bosque hacia el ritual. Siguió de lejos al equipo, parándose lo suficientemente lejos para que no la sintieran, pero ayudándoles de lejos con alguna ráfaga ocasional de magia. Tan concentrados como estaban, no se daban cuentan de esa ayuda externa.
Mejor para ella, pensó Lavellan.
Reconoció al Demonio del Orgullo que Rook (nombre que había escuchado a Varric llamarla), abatió tan limpiamente.
Esos demonios venían tentados del Orgullo de Solas, se dio cuenta, con la certeza en su interior.
Cuando llegaron al ritual, ella se detuvo cerca, moviéndose entre el alboroto, para que no la viesen. Se escondió detrás de una pared, con los nervios a flor de piel.
Tenía miedo de asomarse, se dijo, con los ojos cerrados fuertemente.
Solas estaba tan, tan cerca. Casi tan cerca que ella podría rozarlo, con solo acercarse unos pasos. Entonces, se concentró, escuchando las voces de los demás, que estaban también cerca de Fen'harel, pero ocultos, en otro muro, como hacía ella.
—Solas solo necesita otro motivo, un motivo lo suficientemente válido para justificar su cambio de opinión —escuchó comentar a Varric, intentando convencer a su equipo, justificando el porqué de su decisión.
—Venga, Varric, no venimos aquí solo para hablar con él —le contestó Rook, molesta, sin entender al enano.
Se notaba que no compartía los recuerdos que compartían Lavellan y Varric con Solas, pensó Lavellan, triste.
—Era mi amigo, Rook. Tengo que intentar convencerlo. Y no solo por mí — Lavellan cerró los ojos con dolor, sabiendo que se refería a ella—. Y si no consigo convencerlo… Responderá ante Bianca.
No, pensó el corazón de ella con dolor, pero su cabeza desechó ese sentimiento, rápidamente.
Sabía que debía de hacerse. Pero no por ello era más fácil.
Vio como Varric se dirigió a las escaleras, mientras que las demás se quedaron luchando, evitando que el torrente de demonios lo siguieran y lo interrumpiesen. Ella se asomó, lentamente, curiosa de lo que iba a hacer su amigo enano.
Varric se acercó a la figura, en lo alto del altar, y , con tensión en su cuerpo, habló, como quién no quiere la cosa.
—Espero no estar interrumpiéndote, Risitas.
En ese momento, Solas se giró bruscamente hacia él, sin percatarse en la presencia de Lavellan.
Pero ella lo sintió como un golpe directo a su corazón, cuando vio esos ojos violetas, que tanto le gustaban. El aliento quedó retenido en su pecho y empezó a temblar, tapándose la boca, y evitando gritar lo que quería decir, mordiéndose incluso la mano.
Solas.
Solas. SOLAS.
Su corazón gritaba de dolor, un dolor viejo, profundo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, sin poder evitarlo y corrieron por sus mejillas, libres.
Dios mío, era real. Después de tanto tiempo, era real.
Solas estaba ahí.
La mirada de Solas se ablandó de esa manera que ella sabía que iba a hacer al mirar a su amigo enano, tan cerca de él, como si los recuerdos lo abrumasen, por un momento.
—Varric— su voz, algo profunda, más profunda de la que tenía en sus recuerdos, soltó esa palabra en un suspiro, agotado, como si supiese lo que iba a pasar.
Entonces, Lavellan ahogo un sollozó, mientras lo observaba, como si hubiera descubierto un oasis en medio del desierto.
Ocho años. Ocho años habían pasado desde la última vez que lo vio. Su mirada parecía más cansada, tenía arrugas nuevas alrededor de los ojos. Más ojeras. Incluso parecía algo más alto, aunque quizás era la diferencia de altura, que la engañaba. Con un gruñido de desesperación, se limpió las lágrimas y agarró su prótesis, con un dolor ligero, ese dolor fantasma que le venía acompañando en los últimos años cada vez que lo recordaba.
Entonces, Solas habló. Y Lavellan lo escuchó atentamente, sin perderse una palabra.
—El velo es una herida que debe ser sanada, Varric. Es un error que hace que el mundo sufra —dijo, eludiendo las presentaciones, y justificándose, sabiendo a qué venía el enano.
Con un giro, volvió a dirigirse hacia donde estaba realizando el ritual, levantando el arma, con una expresión seria, decidida. Sus manos aferraron la daga de lirio firmemente, como si fuese conocida ya para él.
—¿Llenando el mundo de demonios y destrozándolo, Solas? — le cuestionó Varric, con sarcasmo, negando ligeramente con la cabeza, sin creerse las palabras que salían de la boca de su antiguo amigo elfo.
—He tomado precauciones para minimizar el daño, Varric —contestó Solas, indiferente, mientras sus ojos no dejaban de moverse, mirando la brecha que estaba causando en el Velo, como si de un puzzle sin resolver se tratase, encajando las piezas en su mente.
— ¿Minimizar el…? — Varric se atragantó con sus palabras, incrédulo. Aferrando a Bianca, le gritó— ¡Hay gente muriendo ahora mismo, Solas!
Sin otra opción, apuntó a Bianca hacia su viejo amigo. Su rostro contenía determinación, pero Lavellan podía ver algo de desesperación también. Tragó saliva al apuntar de mejor manera a Solas, sus ojos entrecerrándose.
—Tienes que escucharme, maldita sea —le suplicó, con la angustia reflejada en su voz.
Solas se giró lentamente hacia él, bajando las manos y la daga, con la mandíbula tensa, apretando los dientes, con molestia en sus ojos al clavarlos en el enano. Varric tensó el agarre de Bianca, al ver su expresión, pero no retrocedió.
—Por favor —volvió a suplicarle, esta vez casi en un susurro, que por poco no escucha la elfa.
Lavellan retuvo el aire desde donde estaba observando. Vio como los ojos de Solas se iluminaron, de verde, con la magia antigua fluyendo de ellos, anticipando lo que iba a pasar. Lavellan sostuvo el aire, con angustia.
No, no, no. Varric. Sal de ahí.
Se quedó congelada en el sitio, como si sus pies no supiesen como era andar, con un profundo miedo. De repente, tras un momento de tensión, Solas emitió un gruñido, casi un rugido y arrebató de las manos de Varric a Bianca, destrozándola y haciendo que cayese al piso, desparramándose en trozos. Varric se tambaleó, ligeramente, al ver su ballesta rota, cerrando los ojos por un momento, con dolor.
Lavellan jadeó, angustiada. Bianca, la ballesta de Varric, quedó inservible, sin reparación posible ante tal destrozo. La querida ballesta del enano, que le venía acompañándolo desde siempre, como su fiel compañera. Solas lo miró, fríamente, pero una sombra cruzó su rostro, como si se arrepintiese de haberlo hecho. Entonces, apretó la daga, sus nudillos poniéndose blancos de la presión. Inspiró, cogiendo aire, y mirando hacia otro lado, con la tez sombría.
—Muere gente todos los días, Varric —le dijo al enano, firme. Se giró hacia el ritual, volviendo a alzar ese arma, mortal para su mundo. Y habló, con la frialdad de un dios que sabía lo que tenía que hacer.
Como Fen'harel, no como Solas.
—Es ley de vida — declaró, autoritario, como el dios élfico que era.
Y, con esas palabras, Lavellan supo que no podía esperar más.
Supo que no había más remedio que pararlo, fuese como fuese, antes de que su mundo cayese, con él como su ejecutor.
