20/03/2024:
Sigo haciéndome la misma pregunta de hace unos días: no sé qué estoy haciendo, pero aquí estoy y está esta historia que me tiene enganchada, aunque sigo sin tener claro hacia dónde va exactamente.
Aprovecho para comentaros que al primer capítulo se le ha añadido una introducción similar al que encontraréis en este y que mi idea es replicarlo de cara a los siguientes. La idea la cogí de la saga del Empíreo, que introduce los capítulos de forma similar, y creo que da cierta amplitud al universo que planteo en este fic. Tampoco os conté que este fic tiene este nombre por la canción que Zendaya cantó para Euphoria. Si no la habéis escuchado deberíais, aunque la serie ya no la recomendaría tanto. Tiene cierto sentido, al menos en mi cabeza.
También quería recordaros que las reviews siempre son bienvenidas. Soy consciente de que esto tiene poco de Cómo entrenar a tu dragón, que siempre me focalizo más en Astrid que en Hipo y que los hago muy Out of Canon, pero es que una quiere escribir, quiere evolucionar como escritora y vuestras reviews ayudan siempre siempre siempre. Siempre os digo que es el único salario que recibimos les autoras, que siempre os contesto (porque me encanta hablar con vosotres) y que jamás voy a juzgaros por la longitud de la review o por su contenido.
Espero que podáis disfrutar del capítulo.
Os mando un abrazo.
Xx.
Los hechiceros y brujas Corrientes jamás deberán entrar en disputas físicas o mágicas con hechiceros y brujas Ilustres. Ante tal agresión y según la gravedad del mismo, la pena puede llegar a ser sancionada con la prisión o incluso con la pena mayor de muerte.
Artículo 237 del Código de Penal Mágico.
Xx.
El amor por los libros de Astrid venía de muy lejos.
Aunque, en realidad, fue un amor que surgió más bien por accidente.
Cuando tenía cuatro años, su día de la semana preferido eran los miércoles. Aquella era la única jornada en la que su madre acudía al colegio a buscarla. Llevaba su larga melena castaña recogida en una corona trenzada, aunque los mechones cortos y rebeldes sobresalían despeinados tras un intenso día de trabajo. Su madre apenas había tenido tiempo para llegar a casa, ducharse a toda prisa y cambiarse para ir a recogerla, Astrid lo sabía por sus uñas llenas de tierra y su blusa arrugada que recién había sacado de la secadora sin planchar. Aún así, su madre la esperaba cada miércoles por la tarde a la salida del colegio, con una sonrisa radiante en sus labios que se esforzaba en esconder su expresión de cansancio y la falta de horas de sueño.
Cada miércoles su madre le preguntaba qué quería hacer y Astrid, tan inteligente y protectora que era con su progenitora, pedía siempre lo mismo:
—Quiero ir a la biblioteca.
No era normal que una niña de su edad quisiera ir a la biblioteca cuando había otras actividades lúdicas que pudieran satisfacer su entusiasmo infantil, pero Astrid nunca pensaba en sí misma cuando escogía ir a la biblioteca, al menos al principio. Se sentaban en un rincón apartado del lugar, lejos de los ojos de los bibliotecarios que vigilaban que el silencio gobernara entre los estantes de melamina y deformados por el peso del conocimiento. Su madre siempre cogía libros relacionados con flores y plantas y Astrid sacaba sus pinturas de la mochila del colegio y se ponía a pintar en su cuaderno. La mayoría de las veces, su madre se quedaba dormida sobre el libro y Astrid cuidaba su sueño hasta que ya era hora de volver a su casa.
Un día, sin embargo, su madre no cogió un libro de plantas y flores, sino uno lleno de dibujos y letras enormes que Astrid todavía no había aprendido a interpretar.
—Si vas a insistir en que vengamos aquí, al menos vamos a hacer algo que merezca la pena.
Su madre quizás no fuera la mejor profesora del mundo, pero fue ella la que le enseñó a leer. Le contaba cuentos sobre las vocales y el resto de las letras y le ayudaba a trazar sus líneas hasta que ella conseguía hacerlo sola. Para cuando empezaron a enseñarle el abecedario en el colegio, Astrid ya había devorado más de la mitad de los libros de la sección infantil. Su amor por los libros siempre se mantuvo como un refugio al que nadie más podía acceder y fueron los libros su principal fuente de conocimiento cuando necesitó comprender cómo funcionaba la magia.
¡Ah, sí! La magia.
No hubo un momento en especial en el que ésta hiciera acto de presencia.
No hubo un gran descubrimiento o un evento traumático que despertaran sus poderes. Ni gigantes que se aparecieran en su puerta para decirle: «eres una bruja, Astrid» y la invitaba a acudir a un colegio de brujas y magos para estudiar magia.
No.
En verdad, su magia siempre estuvo ahí, como Tormenta; y su madre, aún siendo humana, comprendía lo que era y la animaba a explorar sus capacidades dentro de la seguridad de su casa. Astrid sabía que era una bruja desde que tenía memoria y, a diferencia de los niños Ilustres pudientes y como Corriente, Astrid no podía contar con tutores que le enseñaran magia y, como era demasiado orgullosa para pedir ayuda y sabía que no iba a recibirla aunque la pidiera, estaba decidida a demostrar que podía aprender magia por su cuenta.
Aún así, bajo aquella fachada de control y calma que mostraba al mundo se escondía una mujer con un temperamento fuerte y orgulloso. La magia era voluble ante las emociones fuertes y Astrid era consciente que, si algo le sobraba, eran emociones fuertes. La paciencia no era virtud de la que pudiera presumir, mucho menos cuando la hacían enfadar. Y aquel chico de la biblioteca de deslumbrantes ojos verdes consiguió sacarla de sus casillas en cuestión de pocos segundos.
—¿Eres muda o qué te pasa? —bramó el hombre con impaciencia—. ¿Qué quién eres? ¿Qué haces en mi casa y con mis libros?
Astrid apretó los puños para contener la magia que vibraba en sus dedos.
—Hasta donde yo sé, tú no eres Estoico Haddock, así que no te debo ninguna explicación.
El gato volvió a bufar como respuesta y el chico posó su mano contra el cuello del animal para calmarlo.
—Esta casa es propiedad de la familia Haddock, mi familia, y tú no tienes pinta de serlo. No pienso volver a repetirlo, ¿quién demonios eres?
La bruja sostuvo su mirada con el mismo desafío que el desconocido. Aunque le sacara una cabeza, no se sentía en absoluto intimidada. El hombre, aunque no era musculoso, parecía fibroso y su magia era poderosa, no cabía duda; pero Astrid estaba segura de que podía noquearlo si se le ocurría hacer cualquier tontería. Sintió su magia vibrar dentro de ella, deseosa de salir y expandirse por toda la sala, pero respiró hondo para calmarse y miró a la ventana de reojo para asegurarse de que Tormenta se hubiera marchado.
—No se te ocurra entrar en la casa —advirtió Astrid mentalmente a la cuerva.
—¡¿Y dejarte sola con ese y su bestia?! —chilló su familiar en su cabeza.
—¡Tú escóndete y que ni te sientan! —le suplicó la bruja.
—¿Y bien? Ni que el gato te hubiera comido la lengua —se burló el desconocido con el ceño fruncido.
—El gato, tu familiar, pretendía atacarme —se defendió Astrid.
—No es mi familiar —se apresuró a decir el extraño para la sorpresa de Astrid—. Y solo ataca cuando se siente amenazado.
Astrid estrechó los ojos.
—Osea, que es un gato mágico malcriado —cuestionó la bruja.
—No es mágico.
—Ya, y yo soy la reina de Escocia —replicó la bruja cruzando los brazos bajo su pecho.
El hombre sacudió la cabeza y el gato se removió en sus brazos, como si fuera sensible a la evidente frustración del hechicero.
—¿Eres alguna ladrona de reliquias o algo así?
Astrid no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Y quién dice que tú no eres el ladrón?
—Porque ya te he dicho que esta es mi casa y estos son mis libros —repuso el hechicero con frialdad.
La bruja puso los ojos en blanco.
—Esta es la casa de Estoico Haddock y, hasta donde yo sé, la biblioteca es suya.
—Mi padre no ha pisado esta biblioteca en su vida —escupió el hechicero.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
—¿Eres el hijo de Lord Haddock? —¿Cómo era su nombre? Le había sonado bastante ridículo cuando Bocón se lo había dicho… ¡Ah, sí!—. ¿Hipo?
—Henry —le corrigió el hombre malhumorado—. Y ahora que sabes quién soy, ¿harías el favor de decirme quién eres tú?
—Soy… —Madre mía, menudo bochorno, pensó espantada—. Soy Astrid Andersen. Me manda el Ministerio de Archivos Mágicos para realizar el inventario y la restauración de esta biblioteca.
—Un poco joven e inmadura para ser funcionaria, ¿no?
Astrid sabía que tenía que callarse la boca, pero aquel hombre estaba eligiendo el camino de la violencia y su paciencia era muy limitada.
—Podría decir lo mismo de ti, ¿no? —replicó ella—. Un poco tirillas para el cuerpo de élite.
El colofón de magia rabiosa que emitió Henry la mareó. Tal vez fuera un poco flaco y larguirucho para el cuerpo de élite, pero no cabía duda que lo que le faltaba de músculo lo compensaba con magia. Se maldijo a sí misma por no haber mantenido su bocaza cerrada.
—Tal vez sería mejor que te largaras de mi casa —le advirtió el hombre.
—Insisto: quien me ha contratado es tu padre, no tú —le recordó Astrid sin perder la calma.
Sintió una corriente de magia empujarla contra la estantería, no lo bastante fuerte como para hacerla daño, pero si lo suficiente como para dejarla sin aire. La respuesta de Astrid fue automática y, casi sin pensarlo, replicó su movimiento solo que con más fuerza y éste soltó una exclamación cuando cayó de espaldas contra el suelo. El gato saltó de los brazos del hombre en su dirección, pero la bruja estaba tan furiosa que no dudó en dormirlo con su magia. El animal se quedó tumbado sobre el parqué, profundamente dormido, y Astrid se puso en guardia, a la espera de que el hechicero fuera a contraatacar, pero éste se había hecho un ovillo en el suelo. La bruja se alarmó cuando escuchó un quejido por el dolor y fue en ese momento cuándo cayó en su error.
¿Estaba tonta o qué le pasaba?
¡Había atacado a un Ilustre!
Si la denunciaba ya podía despedirse de todo lo bueno en la vida, porque si encima aquel era el hijo de Estoico Haddock no cabía duda de que la mandarían a la prisión de Gibraltar por lo menos una década.
—¿Qué…? ¿Estás bien? —preguntó ella sin atravesarse a mover un pelo.
—¡¿Tú qué crees?! —exclamó él—. ¡Me has roto el brazo!
—¡No… no digas tonterías! —replicó ella con el corazón en un puño—. ¡Habrás caído mal!
—¡Claro! ¡Porque puedo elegir cómo caerme después de que me empujaras como una bestia con tu magia! —musitó el hombre intentando incorporarse.
—Te recuerdo que el primero que se puso gallito con su magia fuiste tú, no yo. Yo solo he actuado en defensa propia.
Astrid se arrodilló a su lado y enseguida reparó que el problema poco tenía que ver con el brazo, sino con el hombro. El bulto enorme que se había formado a causa del hueso salido le puso la piel de gallina. Henry ahogó un grito de dolor cuando hizo el amago de apartarse de ella y Astrid solo pudo imaginarse cuán dolorosa debía ser la lesión.
—No te muevas —le ordenó ella—. Tienes el hombro dislocado. Voy a recolocarlo.
—No necesito que me lances más hechizos, gracias —dijo Henry con sarcasmo intentando incorporarse, aunque enseguida se rindió por el terrible dolor que debía sentir en su hombro.
—No voy a usar magia —le prometió ella conteniendo su irritación—. ¿Puedes quitarte el jersey?
El hombre la contempló pasmado.
—¿Primero me atacas y ahora quieres que me desnude?
Astrid alzó una ceja.
—¿Es en serio? —cuestionó la bruja molesta—. Sé de primeros auxilios y puedo volver a colocar tu hombro en su sitio.
Henry le lanzó una mirada de desconfianza.
—Oye, mira, no hemos empezado con buen pie —afirmó la bruja—, pero de verdad que ahora mismo solo quiero ayudarte.
El hechicero chasqueó la lengua.
—Pues tendrás que echarme una mano, porque no voy a ser capaz de quitármelo solo.
Astrid retiró su jersey con sumo cuidado mientras Henry contenía un gemido de dolor. El bulto era más notorio solo con la camiseta negra de manga corta que tenía debajo. Apreció la tinta negra de un tatuaje sobre su piel, aunque no podía definir bien su ilustración ya que comenzaba en su antebrazo y continuaba por dentro de la camiseta. Subió la manga del hombro dislocado con delicadeza y palpó con mucho cuidado para relajar el músculo. Henry contenía la respiración y sus ganas de gritar de dolor.
—¿Qué le has hecho al gato? —preguntó de repente.
Astrid no se volvió al animal.
—Solo está dormido —contestó sin más.
—¿Y cómo demonios le has podido dormir? —cuestionó el hombre asombrado.
—¿Con un simple conjuro del sueño? —replicó ella irritada sin dejar de masajear el músculo del hombro—. ¿Qué? ¿Por qué te sorprende tanto? Tu familiar está asalvajado, me sorprende que no lo durmieras tú a la vista de que no eres capaz de controlarlo.
—Ya te he dicho que no es mi familiar —insistió Henry con una mueca de dolor—. ¿Crees de verdad que así vas a hacer algo? Solo vas a conseguir hacerme más daño.
—Si estás quejándote todo el rato no voy a relajarte el músculo nunca —le acusó Astrid—. Si te lo coloco ahora, con lo tenso que estás, te va a doler como mil demonios.
—¿Y cómo pretendes que me relaje? Hasta donde yo sé, han metido a una bruja desconocida en mi biblioteca, que encima me trata de extraño y tiene la osadía de atacarme a mí y a un gato en mi propia casa.
—En defensa propia —le recordó Astrid molesta—. Te recuerdo que tú me atacaste primero.
—Solo te di un empujoncito para bajarte los humos, tú en cambio me has arrollado como un puto huracán.
—Deja de ser tan llorica —espetó Astrid molesta—. He visto a niños menos llorones que tú.
—Y ahora encima con insultos.
La bruja se sintió tentada entre golpearle el hombro o retorcerle el cuello, pero contuvo su ira y la magia que amenazaba con salir por sus poros. El hechicero se quedó callado, soltando algún que otro quejido de dolor de vez en cuando.
—¿Te gusta leer?
Henry se volvió a ella confundido, pero Astrid no se detuvo a la vista de que empezaba a relajar el músculo.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, presumes que estos son tus libros…
—Lo son —se apresuró a confirmar.
—Así que me imagino que te gustará leer —continuó Astrid—. ¿Estás leyendo algo ahora?
Astrid evadió su intensa e inquisitiva mirada, pero estaba aliviada de que el músculo fuera cediendo a sus masajes gracias a su maniobra de distracción.
—Últimamente no tengo tiempo para leer —confesó él.
—Vaya, qué lástima.
—¿Y tú? —Astrid se volvió a él con el ceño fruncido—. Eres bibliotecaria, ¿no? Seguro que estás leyendo algo.
Astrid dudaba muchísimo que aquel hechicero Ilustre conociera algo de literatura publicada por gente no mágica, pero supuso que no tenía sentido mentirle.
—La maldición de Hill House.
—¿Lees literatura gizati? —preguntó asombrado.
A Astrid le sorprendía todavía más que un Ilustre como él conociera el libro.
—Técnicamente, Shirley Jackson era una bruja Corriente.
—Que terminó por perder sus poderes —matizó Henry—. Algo muy común entre los Corrientes que no usan su magia.
Me lo dices o me lo cuentas, quiso responder Astrid, pero se mordió la lengua, consciente de que Henry todavía no se había dado cuenta que ella era una Corriente. Quizás iba a tener suerte y todo, aunque no las tenía todas a su favor. A la vista de que el músculo del brazo no iba a relajarse más, Astrid cogió de su mano y de su codo. Sentía las manos frías por el sudor y que la piel de Henry ardía contra sus palmas.
—¿Cuántas veces dices que has hecho esto? —preguntó Henry nervioso.
—Esta es la primera.
—¡¿Qué…?! —Astrid tiró del brazo sin pensárselo dos veces—. ¡JODER!
El hombro regresó a su sitio y la bruja respiró tranquila al ver que lo había colocado con éxito. Además, estaba convencida de que no le había dolido ni una cuarta parte de lo que habría dolido si no hubiera relajado el músculo. Cogió el jersey de Henry y se lo colocó a modo de cabestrillo provisional hasta que un médico lo pudiera ver.
—¿Cómo puede ser que una bibliotecaria sepa de esto?
Astrid no pudo contener una sonrisa azorada.
—Soy instructora de Crossfit —explicó ella—. Estoy obligada a tener nociones básicas de primeros auxilios.
—¿Crossfit? —preguntó él confundido.
Astrid terminó por atar su jersey al cuello y le ayudó a levantarse.
—Es una combinación de disciplinas deportivas —explicó ella sin entrar en detalle—. Tenemos que llamar a un médico para que te curen el brazo, quizás Bocón...
—No será necesario —le interrumpió él en tono cortante mientras se acercaba al gato que roncaba a pocos metros.
La bruja arrugó la nariz.
—Yo creo que sí —insistió ella—. Un hombro dislocado no es una lesión tonta. Tienes que ver a un médico.
El hombre cogió el animal con el brazo sano y se volvió ella.
—Ya te he dicho que no hace falta —concluyó el hombre malhumorado—. Y no vuelvas a hechizar al gato, por favor.
—Mientras no me vuelva a atacar…
Henry la fulminó con la mirada.
—¿Tienes la acreditación del Ministerio de Archivos Mágicos?
Astrid no había caído hasta ese momento que iba vestida solamente con el pantalón de pijama estampado de Barbie y su vieja sudadera de la universidad que aún tenía manchas de tomate frito que no había sido capaz de quitar. Por supuesto que no llevaba la acreditación del Ministerio ni la documentación que certificaba su situación de Corriente.
—Está todo en mi dormitorio.
—¿Bocón te ha dejado que te quedes aquí? —preguntó Henry irritado.
—Dado que este lugar está en mitad de ninguna parte y a treinta kilómetros de Inverness, parecía la opción más factible —defendió ella—. Además, hay mucho trabajo que hacer aquí. Esta biblioteca se encuentra en un estado lamentable.
—Sigo sin comprender la necesidad del gobierno en mandar a gente a husmear donde no les llaman —apuntó el hechicero molesto.
—No vengo a husmear —le recordó Astrid sin poder ocultar el enfado en su voz—. Mi trabajo es realizar un inventario de lo que tenéis aquí para ponerlo a disposición del gobierno si fuera preciso.
—¿Y tú estás de acuerdo con eso?
Astrid podía enumerar que, para ella, era mucho más importante reivindicar la mejora de las condiciones de los hechiceros y brujas Corrientes a que los Ilustres ricos dieran acceso al contenido de sus bibliotecas, pero no era una argumentación que quisiera disputar con aquel hechicero, más a sabiendas que pertenecía al cuerpo de élite.
—Mi opinión poco importa aquí —concluyó ella—. Si estoy aquí es porque Lord Haddock ha dispuesto con el ministerio que tengo que estar aquí para realizar el inventario, así que mi intención es cumplir con mi trabajo.
—Eso está por ver —musitó el hechicero por lo bajo, quizás con intención de que ella no le escuchara, pero Astrid tenía sus dudas—. ¿Sabes si el gato tardará mucho en despertarse?
—Un par de horas a lo sumo.
—Al menos me dejará dormir tranquilo —repuso el hombre aliviado—. Espero ver mañana tu documentación, señorita…
—Andersen —le recordó Astrid con fastidio.
—Eso. Señorita Andersen —repitió Henry con cierto retintín—. Hasta mañana.
El hechicero se retiró sin dedicarle una segunda mirada y Astrid se quedó con la terrible sensación de que su tiempo en Escocia quizás fuera a ser mucho más corto de lo que había previsto. Recorrió con la mirada las altas estanterías de la biblioteca y simplemente se dijo a sí misma:
—Mierda.
Xx.
A la mañana siguiente, Astrid bajó a desayunar con la vaga esperanza de que lo sucedido la noche anterior hubiera sido producto de una pesadilla, pero encontrarse con Henry Haddock en la cocina discutiendo con Bocón sobre ella fue un duro golpe de realidad. Por suerte, ninguno de los dos hombres pareció percatarse en un principio de su presencia.
—No quiero a nadie del ministerio aquí, Bocón, ya os lo dije a ti y a papá.
—La obligatoriedad de tener un inventario registrado por el Ministerio de Archivos Mágicos está aprobado por ley desde el verano pasado, Hipo. Tu padre, siendo alguien tan importante en el gobierno, debe dar más ejemplo que nadie en esa cuestión.
—Claro, porque a la señora presidenta del gobierno también le han hecho inventario de sus cosas en su casa —reclamó Henry con fastidio—. Además, esa chica, Astrid, es una…
El estribillo de Karma de Taylor Swift que usaba como tono de llamada interrumpió la conversación y los dos hombres se sobresaltaron, volviéndose a ella al instante. Astrid se apuró en sacar su teléfono y lo colgó tan pronto leyó el nombre de la llamada entrante. ¡Qué vergüenza!, pensó. Sintió sus mejillas arder, al igual que las de Henry, aunque dudaba si las de él era por vergüenza por haberle pillado in fraganti hablando mal de ella o por el cabreo que parecía llevar encima precisamente por haberle pillado in fraganti hablando mal de ella.
—Buenos días, Astrid —saludó Bocón levantándose con cierta torpeza—. Veo que eres madrugadora, ¿quieres té, café…?
—Me serviré yo misma un café, gracias —se apresuró a decir ella mientras se acercaba hasta la cafetera que se ubicaba junto a la ventana.
Henry murmuró algo y Bocón le chistó al instante. Astrid, rabiosa por la actitud maleducada del hechicero, sacó de su bolsillo su acreditación del ministerio y su documento nacional de identidad mágica y lo tiró ante Henry a la vez que se sentaba junto al abogado. Hipo se había colocado un cabestrillo mejor que el que ella le había elaborado la noche anterior y llevaba puesta una camisa de cuadros rojos cuyas mangas estaban subidas hasta los codos. Tenía el pelo despeinado y unas ojeras marcadas bajo sus relucientes ojos verdes. Astrid no pudo evitar pensar que si no tuviera esa cara de amargado, Henry Haddock le parecería guapísimo. El hechicero leyó la acreditación del ministerio por encima y cogió su documento de identidad con el mismo poco interés. Sin embargo, su ceño se frunció y levantó la mirada hacia ella con expresión confundida.
Astrid intentó no entrar en pánico. Parecía que Henry no le había contado a Bocón que su hombro se había dislocado por su encontronazo de anoche, pero ahora que se había descubierto el pastel era probable que interpusiera una denuncia en ese mismo instante. El teléfono vibró en su bolsillo y Astrid rezó para no tener que llamar a la persona que sabía que le acababa de escribir un mensaje.
—Aquí dice que eres Corriente.
—Lo soy —afirmó Astrid antes de darle un sorbo largo a su café.
Fingir indiferencia, esa era la clave. Quizás de esa manera Haddock se sintiera intimidado, aunque dada su actitud déspota y arrogante lo dudaba.
—Eso es imposible —señaló Henry atónito y miró el reverso de la tarjeta—. ¿Tu madre no es una bruja? ¿Y tu padre? ¿Por qué no está registrado?
—Hipo —intervino Bocón muy serio—. Creo que no nos concierne preguntar esas cosas.
Henry contempló al abogado todavía sin entrar en su asombro.
—Esta bruja no es Corriente.
—Soy Corriente —clamó Astrid—. Como bien indica el carné, mi madre es gizati.
—¿Y qué hay de tu padre?
La bruja sostuvo su mirada inquisitiva con un nudo en la boca de su estómago.
—Si no sale identificado será porque no tengo padre —remarcó la bruja con frialdad—. Y no creo que mi vida personal sea un impedimento para realizar mi trabajo.
Henry abrió la boca, pero Bocón se adelantó en responder.
—Por supuesto que no lo es. Perdona a Hipo, Astrid, se ha vuelto muy impertinente desde que está en el cuerpo de élite y a veces olvida que no todo el mundo le debe explicaciones.
—Me debe explicaciones alguien que va a vivir bajo el techo de mi casa durante los próximos meses para revolver en mis cosas —advirtió el hechicero de mala gana.
Astrid se levantó bruscamente de la mesa, asustando a los otros dos comensales. Dejó su taza de café vacía en el fregadero y se volvió a los dos hechiceros.
—Si tenéis cualquier réplica respecto a mi presencia aquí, por favor, no dudéis en hablar con el ministerio —alegó Astrid esforzándose en mantenerse calmada e ignorando la magia rabiosa que crecía en su estómago—. Si ellos están a favor de que me marche, regresaré hoy mismo a Londres; pero, en el caso contrario, necesitaría tomarme la tarde para ir a buscarme un piso en Inverness. Ahora, si no os importa y si al señor Haddock hijo no le supone una enorme molestia, voy a salir a correr.
No esperó a las réplicas, pero sí le pareció escuchar a Bocón reprender a Henry al salir de la cocina. La jornada había amanecido con menos niebla, pero más gris y desagradable que el día anterior. Se acercaba una tormenta y Astrid se alegró de haberse puesto su chubasquero para correr. Tomó un ritmo quizás demasiado rápido para comenzar su rutina, pero estaba demasiado alterada y necesitaba calmar tanto sus nervios como la magia que caldeaba furiosa en su interior. Desde muy pequeña, el deporte había sido un gran canalizador para ella. Su madre siempre había sido avispada para esas cosas y, consciente de que a Astrid le sobraba temperamento y mala leche, consideró oportuno apuntar a su hija a diferentes deportes para calmar su fuerte carácter y, sobre todo, su magia, la cual ocasionalmente se mostraba impredecible. Había practicado fútbol, baloncesto y lacrosse en los equipos del colegio y del instituto, pero desde pequeña había aprendido diferentes disciplinas de artes marciales y entrada en la universidad se apuntó al equipo de atletismo. El impartir clases de Crossfit y ser entrenadora personal de niños ricos supuso un alivio económico en sus últimos años de universidad y fue lo que le pagó el máster y sus residencias en Granada y París. Es más, antes de recibir la oferta del Ministerio de Archivos Mágicos, Astrid se estaba viendo obligada a retomar su carrera como entrenadora personal para llegar a fin de mes, algo que no la había motivado especialmente. Desde que había vuelto de su estancia en Granada, Astrid se había dedicado a cubrir bajas en colegios privados gizati para impartir clases de inglés, francés o castellano, pero sin una plaza fija era difícil cubrir todos los gastos de lo que suponía vivir en Londres y realizar oposiciones para trabajar para la educación pública gizati, aunque factible, no era su máxima aspiración en la vida.
Astrid quería trabajar para el Ministerio de Archivos Mágicos desde su formación cinco años atrás y estaba temiendo que Henry Haddock fuera la piedra en su camino de alcanzar su sueño de trabajar en la biblioteca nacional de magia del Reino Unido. Si la denunciaba por la agresión de anoche, podía despedirse de todo y, si el ministerio accedía a sus quejas, adiós a su sueño.
Decidió coger una senda que parecía bajar hasta la costa. La zona donde se ubicaba el hogar de los Haddock era tan hostil y solitario que, por un instante, Astrid sintió que era la única habitante del lugar. Aún así, para la bruja aquel era un lugar perfecto en el que vivir. Lejos del mundanal ruido, con un aire tan puro como la magia que fluía bajo sus pies. Aunque la mayoría de brujas y hechiceros residían en grandes ciclos urbanos por la comodidad y los servicios que brindaban, la magia estaba mucho más presente en parajes naturales y salvajes como aquel.
La senda era rocosa e incómoda para correr, pero llevaba a una hermosa playa que se ocultaba entre los acantilados. Se sintió tentada a bajar por la ladera rocosa que formaba un camino pedregoso, pero su calzado no era el más adecuado y temía que si se echaba a llover pudiera resbalarse con la goma de sus zapatillas de correr. Aún así, el paisaje era impresionante. El mar estaba picado, el viento soplaba con fuerza, pero Astrid cerró los ojos e inspiró el delicioso aroma a sal, tormenta y magia. Podría quedarse ahí para siempre, lejos de los problemas de la vida y de Henry Haddock, aunque fuera una fantasía imposible de cumplir.
Karma de Taylor Swift volvió a sonar. Astrid soltó un suspiro largo ante la interrupción y abrió los ojos para leer el nombre que salía en la pantalla. Tal y como había hecho antes, colgó y esta vez recibió una notificación de un mensaje en el buzón de voz que Astrid borraría según regresara a casa de los Haddock.
Consciente de que debía volver o se le haría tarde, y no quería dar la impresión de que no cumplía con su trabajo, si es que lo conservaba, Astrid decidió que ya era hora de volver. Sin embargo, cuando iba a tomar el camino rocoso de vuelta a la casa de los Haddock, una sombra enorme entre las nubes la detuvo. La sombra había aparecido tan rápido como había desaparecido, como si hubiera sido un pestañeo, y Astrid dudó si se hubiera tratado de un problema por la falta de sueño o una simple sombra del viento.
Fuera lo que fuera, había desaparecido, aunque Astrid regresó con una extraña sensación en su estómago, como una advertencia de que un peligro se cernía sobre ella. Cuando regresó a la mansión, la tormenta ya la había alcanzado. Las gotas de lluvia se entremezclaban con el sudor que resbalaba por sus sienes, pero Astrid se sentía mucho más ligera cuando subió la escalinata de piedra de la entrada de la casa de los Haddock. Su respiración era acelerada y notaba sus piernas resentidas por la carrera, pero no había estado más relajada desde que había llegado a Escocia.
De haber estado en su casa, Astrid habría ido directamente a desayunar, pero no le apetecía encontrarse de nuevo con Henry con las pintas que llevaba y mucho menos darle más razones para soltar alguno de sus ridículos comentarios. Fue a su cuarto a coger su neceser y observó que Tormenta no estaba, quizás porque había ido a volar un rato para despejarse después del disgusto de anoche. Su familiar era mucho más sensible que ella y estaba muy disgustada después del encontronazo de Astrid con el gato y Henry Haddock. La presencia de un hechicero del cuerpo de élite dificultaba la presencia de su familiar en la casa y Astrid no tenía dudas de que, por mucho que dijera lo contrario, el gato tenía que ser el familiar de Haddock. El riesgo a que Tormenta pudiera ser descubierta había pasado de poco a mucho y no había dudas de que si Henry Haddock o el familiar se cruzaran con ella se darían cuenta de lo que era enseguida.
Aún así, ¿por qué insistía Henry en negar la identidad de su familiar? Era evidente que Bocón no tenía constancia de que Henry tuviera un familiar, porque se lo habría mencionado al igual que había hecho con el de Lord Haddock. En esos días, la obtención de un familiar en una misma familia ya era un hecho de por sí extraordinario, pero la adquisición de dos era un auténtico hito del que fácilmente se podía presumir y facilitaba la escalada social entre las familias Ilustres del país. No era que los Haddock necesitaran fardar de riqueza, poder y propiedades, ya que a pesar de que Henry Haddock no era conocido, su padre sí que era un reputado político y un antiguo y muy destacado miembro del cuerpo de élite internacional de hechiceros y brujas. Después de retirarse, había trabajado varios años en Bruselas como representante de la comunidad mágica británica en la Unión Europea Mágica y su familiar era un amplificador muy poderoso. Que su hijo tuviera otro familiar tan poderoso como el que Astrid había percibido la noche anterior significaba que Henry Haddock estaba destinado a ser un hechicero tan destacado como su padre —si no más— dentro de la comunidad mágica.
¿Por qué entonces ocultarlo?
Astrid tenía razones de sobra para esconder a Tormenta del mundo, pero Henry Haddock no.
Aquel hombre era un misterio.
Un misterio con cara de imbécil, cabía decir; pero un misterio al fin y al cabo.
Y, desafortunadamente, la insaciable curiosidad de Astrid no iba a complacerse, pues no tenía la menor intención de intimar con Henry Haddock y mucho menos de acercarse a esa bestia salvaje con forma de gato que tenía —o no— por familiar.
No.
Si no la echaban, cumpliría con su trabajo y para antes de que terminara el verano ya habría terminado con su cometido.
Pan comido.
Después de la ducha y de un buen desayuno, Astrid tenía el ánimo por las nubes y estaba dispuesta a ponerse manos a la obra. La noche anterior ya había avistado un montón de libros que esperaban a ser leídos y era consciente de que aquella era posiblemente una oportunidad única en la vida. Muchos de aquellos volúmenes no estaban en la lista de la biblioteca nacional, por lo que Astrid iba a leer un contenido que muchos hechiceros y brujas no habían leído antes, al menos en el siglo actual. Henry Haddock podía decir lo que quisiera, pero la bruja dudaba mucho que hubiera sido capaz de leer siquiera una cuarta parte de lo que tenía en esa biblioteca. Sin embargo, su euforia se disipó cuando se encontró con Henry Haddock sentado en la preciosa mesa de roble de la biblioteca, con una sonrisa burlona que reclamaba a gritos que se la borrara a base de golpes.
—Yo también me alegro de verte, Andersen —saludó Henry, pero Astrid solo respondió frunciendo los labios—. Relájate, Andersen, vengo en son de paz.
—Cualquiera diría que conoces ese concepto —apuntó ella con reticencia.
Henry ladeó la cabeza, pero no replicó a su comentario.
—He hablado con el ministerio y, tal y como expusiste a Bocón, hay serios problemas con el personal por las bajas y están contratando Corrientes de forma provisional para cubrirlas.
Astrid se acercó hasta la mesa para dejar su ordenador y el resto de su cosas. Se alegraba de no haber perdido el trabajo, aunque iba a ser un gasto importante tener que alquilar un piso en Inverness. Durante el desayuno había mirado en su móvil la disponibilidad de los alquileres y los precios eran similares a los de Londres. Eso por no mencionar el gasto de gasolina que supondría coger el coche y recorrer sesenta kilómetros todos los días. Si cobrara como el salario de una Ilustre no habría problema, pero como Corriente, Astrid cobraba apenas la mitad.
—Tendré que coger la tarde libre para buscar un piso en Inverness entonces.
—No será necesario —dijo Henry sin titubear—. Puedes quedarte aquí.
Astrid le contempló desconfiada por su repentino cambio de parecer.
—Hace dos horas estabas más que dispuesto a sacarme a patadas de aquí.
—Hace dos horas no me habían concedido la baja por parte del Ministerio de Defensa y tampoco sabía que eras Corriente, ¿crees que no sé que cobras una miseria? —argumentó Henry con calma y Astrid sintió un nudo en su estómago—. No me hacía ni puñetera gracia tener a una desconocida revolviendo en mi biblioteca, pero ahora que voy a estar aquí podré vigilarte.
Astrid se apoyó contra la mesa y se inclinó hacia delante a la vez que apretaba sus dedos contra la madera para contener la rabia.
—No necesito un supervisor.
—Eso está por ver —replicó él echándose hacia delante con aire desafiante. Astrid sintió su aliento caliente y mentolado demasiado cerca de su boca—. Piensa que todo esto lo has causado tú sola. Si ayer no me hubieras dislocado el hombro no habría tenido que coger la baja y por tanto te habrías quedado pululando por aquí a tu aire.
Astrid cerró sus puños con tanta fuerza que sus nudillos se quedaron blancos.
—¿Tan flojo eres que ni siquiera aguantas una intervención para terminar de arreglarte el hombro? Me sorprende siquiera que acepten bajas en el cuerpo de élite cuando, siendo miembro de la familia que eres e hijo de tu padre, te pueden curar el hombro en cuestión de minutos con el mejor equipo médico del país.
El rostro de satisfacción del hechicero se deformó en una mueca de indignación.
—¿Disculpa? ¿Quién te has creído que eres tú para hablarme así?
—¿Y tú? —replicó ella rabiosa—. Que seas un Ilustre y tengas el apellido que tienes no te da el derecho de tratarme como me estás tratando. Lo de ayer fue un accidente lamentable, pero un accidente que tú causaste por haberme atacado antes y que yo, a pesar de todo, te socorrí sin dudarlo por un segundo. Perdona si no soy de esas Corrientes que agachan la cabeza ante los grandes Ilustres que se creen superiores a nosotros, pero te recuerdo que yo soy tan bruja como tú y que he venido aquí a trabajar ¿Que tienes quejas? Pues vete a quejarte a tu padre, al ministerio o a quien coño te dé la gana; pero créeme, como me sigas tocando las narices y tratándome como me estás tratando, me aseguraré de que cada una de los libros que están en esta biblioteca acaben en otra de Londres por vuestra irresponsabilidad en su mantenimiento.
Por primera vez desde que lo había conocido, Henry Haddock lució asustado.
—No te atreverás a hacer semejante salvajada.
—Créeme, tengo poder para hacerlo si quiero.
—¿Igual que hablarás del gato? —cuestionó Henry con furia.
Astrid no iba a sacar la cuestión del gato sobre la mesa, quizás por temor a que Henry pudiera hacer lo mismo si descubriera a Tormenta.
—¿Vamos hablar por fin de tu familiar? —preguntó de todos modos.
—Ya te he dicho una y mil veces que Desdentao no es mi familiar.
—No sé que es peor, si tu gusto terrible por los nombres o tu insistencia en negar que ese gato es tu familiar.
Henry la sorprendió cogiendo de su brazo con fuerza y Astrid estaba dispuesta a darle un manotazo cuando leyó algo en sus orbes verdes.
Miedo.
Henry tenía miedo.
—Nadie puede saber de Desdentao. Ni siquiera Bocón, ¿vale? Te prometo que no volverá a molestarte, pero te suplico que, por favor, no digas nada.
Astrid quería preguntar por qué, pero aquello no era asunto suyo. Ella era la primera en guardar secretos y descubrir los de Haddock conllevaba a arriesgarse a descubrir los suyos propios.
—No contaré nada a nadie —prometió ella con sinceridad y tragó saliva—, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que no le digas a nadie que te ataqué con mi magia.
Henry suavizó el agarre de su brazo, pero no la soltó.
—No iba a decir nada.
Su tono era de indignación, como si le ofendiera la sola insinuación de que él pudiera denunciarla.
—Hablo en serio.
—Yo también —insistió Henry—. Sé cómo funciona el sistema, Andersen. Que una Corriente ataque a un Ilustre supondría meterte en un buen lío y no voy a negar que a veces soy un verdadero capullo.
—Me alegra que al menos tengas la decencia de admitir que te has comportado como un capullo.
Henry chasqueó la lengua y la soltó por fin del brazo. Astrid sintió su piel arder bajo la tela de su jersey.
—Tú no eres precisamente la persona más simpática del mundo, ¿lo sabías?
—No me has dado razones para serlo —replicó Astrid.
Henry soltó una pequeña carcajada.
—Te dejo trabajar, Andersen, luego me paso a saludarte.
—No hará falta.
—Créeme, necesito cerciorarme de que vas a cuidar mis libros.
Astrid le fulminó con la mirada.
—Probablemente soy la única persona capaz de tratarlos como se merecen.
Henry puso los ojos en blanco por la indirecta, pero sonrió con vacile.
—Touché.
El hechicero cerró la puerta tras él y Astrid contempló la puerta con una mezcla de ira y frustración. Pasó su mano por el brazo donde le había sujetado, quizás en un ademán de quitar el rastro de magia que había dejado sobre la tela de su jersey. Y, aún así, su brazo seguía ardiendo por el tacto del hechicero y el nudo en su estómago se apretó más.
Hacía mucho que un hombre no la ponía tan nerviosa.
Problemas.
Henry Haddock no iba a traerle más que problemas.
—Menudo gilipollas —dijo por lo bajo, inconsciente de si estaba hablando de Henry Haddock o de sí misma.
Y en ese instante, el estribillo de Karma de Taylor Swift volvió a sonar desde su teléfono. Sin leer el nombre de quien la llamaba, tiró el teléfono sobre la mesa y se puso a trabajar a la vez que dejó que Taylor cantara una y otra vez hasta que le llegó la notificación de que el buzón de voz estaba lleno.
Xx.
—Estás enfadada, dime por qué lo estás.
Astrid contempló el teléfono con recelo y ahogó un suspiro de frustración. Había evitado la videollamada de su madre con la excusa de que tenía poca batería en el teléfono. Su madre, que no tenía ni un pelo de tonta y sabía que Astrid podía cargar su teléfono sin necesidad de enchufarlo a la corriente, aceptó, pero no cabía duda de que iba a interrogarla hasta descubrir por qué su única hija no estaba dispuesta a mostrarle su cara. Por lo general, Astrid era muy buena ocultando sus emociones, pero su madre la conocía demasiado bien y sabía que al instante que viera su cara a través de la pantalla iba a adivinar que algo no iba bien.
—No estoy enfadada.
—Astrid, por favor, que nos conocemos —insistió su madre—. ¿Te están tratando mal? Pensaba que ese tal Bocón era simpático y había sido amable contigo.
Astrid no podía contarle sobre su encontronazo con Henry Haddock la noche anterior, sobre todo porque no quería preocuparla. Puede que su madre fuera una gizati y no formara parte del mundo mágico, pero sabía las repercusiones que podía acarrear el hecho de haber agredido a un Ilustre, por mucho accidente que hubiera sido.
Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.
La bruja sacudió la cabeza en un intento vago de apartar esa voz y su recuerdo.
—El hijo de Lord Haddock está aquí.
—Oh, ¿y es guapo? —preguntó Eyra Andersen con entusiasmo.
Astrid no pudo evitar una mueca.
—No, mamá, es un orco salido de Mordor —apuntó la bruja en tono burlón.
—Mentirosa —replicó su madre—. Seguro que es guapo.
—Y rico, Ilustre, pertenece al cuerpo de élite y es un tonto de remate —añadió Astrid con resquemor—. Un llorica, más bien. No nos hemos caído precisamente bien.
—¿Y eso?
—Tuve un encontronazo con su gato —explicó Astrid tumbándose sobre la cama y miró hacia la ventana. Tormenta no había regresado todavía de su vuelo nocturno—. Creo que es su familiar.
—¿Como Tormenta?
—Algo así, pero Tormenta al menos es educada y no ataca por atacar.
—¿El gato intentó atacarte? —preguntó su madre alarmada—. Astrid, ¿no me explicaste que los familiares no agreden a otras brujas a menos que sus amos lo permitan? Quizás deberías denunciarlo, podrías hablar con…
—No.
Su madre suspiró al otro lado de la línea.
—Mira que eres cabezota, hija.
—Según cuentan, la cabezonería la saqué de ti —le recordó Astrid—. Respecto al gato, no te preocupes, quedó todo en un susto y Haddock me ha dicho que no debería volver a atacarme.
—Me alegro —su madre se quedó unos segundos en silencio y Astrid se temió lo peor—. Me ha dicho que no le coges el teléfono.
—Estoy muy ocupada.
—Astrid…
—Tú tampoco deberías… —Astrid se obligó a interrumpirse así misma. Su madre ya era mayorcita para tomar decisiones por sí misma, por muy malas que fueran, y ella no era quien para juzgarlas—. Mira, es tarde y Tormenta no ha vuelto, así que voy a salir a buscarla. Hablamos mañana.
—Astrid, no se te ocurra colgarme, tenemos que hablar de…
La bruja colgó de igual manera. Adoraba a su madre con todo su ser y se sentía fatal por colgarla de esa forma, pero no estaba de humor para mantener conversaciones profundas y su madre era experta en sacarla de sus casillas cuando se lo proponía. Se incorporó y miró de nuevo hacia la ventana. La verdad era que Tormenta ya tenía que haber vuelto y, aunque su familiar podía darse las licencias que quisiera para salir a volar sin pedirle permiso alguno y contar con su propio espacio, Astrid empezaba a preocuparse por su tardanza. Dejó su copia de Dune sobre la mesilla que justo había empezado esa tarde, se calzó unas deportivas viejas y se puso una chaqueta encima del pijama. Se recogió su cabello todavía húmedo de su segunda ducha en un moño y agarró el móvil por si acaso.
La noche era oscura, húmeda y, ante todo, fría. La contaminación lumínica era tan inexistente que, cuando adivinó que Tormenta estaba fuera de los límites de la propiedad de los Haddock, sintió un escalofrío. Astrid había escuchado suficientes podcasts de true crime para adivinar que aquella ruta boscosa que llevaba hasta un inhóspito páramo escocés era el escenario perfecto para ejecutar un asesinato y, pese a que confiaba en sus capacidades de supervivencia ante un posible crimen contra su vida, no le apetecía enfrentarse a tal extrema situación.
—Tormenta —la llamó mentalmente—. ¿Te importaría volver a casa? Hace frío.
Su cuerva respondía siempre al instante, quizás por eso se alarmó tanto cuando esa vez no lo hizo. Su familiar estaba cerca, Astrid podía sentir su latido coordinado con el suyo, pero había algo que no cuadraba. La bruja respiró hondo, intentando calmar su ansiedad y se concentró en las presencias que podían habitar en ese bosque. Una vez leyó que las brujas tenían el poder de percibir magia de otras eras e incluso seres y personas que una vez habitaron en un lugar. Lo que los humanos entendían como fantasmas en muchas ocasiones solo eran retazos de tiempos lejanos. Magia antigua que poco más sirve que para recordar lo que una vez ya fue, pero ya no es. A Astrid siempre le había parecido algo muy triste y se dio cuenta de que la casa de los Haddock, tan dejada y decadente, estaba habitada por una magia que se agarraba a ese lugar como un clavo ardiendo con tal de no desaparecer.
En aquel bosque, sin embargo, la presencia mágica era muy distinta.
Más antigua.
Más peligrosa.
El miedo la hubiera paralizado si no fuera porque Tormenta estaba muy cerca del ser que emanaba ese poder. Sin embargo, el bienestar de su familiar primaba por encima de cualquier cosa, por lo que corrió hacia el bosque sin pensárselo dos veces. Estaba demasiado oscuro para ver nada y Astrid sabía que si Tormenta no decía nada era porque no deseaba ser vista, por lo que ni se le pasó por la cabeza iluminar el camino con su magia o con la linterna del móvil.
—Tormenta, ¿dónde estás? —preguntó Astrid angustiada.
—No camines más —le ordenó su familiar en voz muy baja dentro de su mente, como si temiera ser escuchado, aunque nadie la oyera cuando se hablaban con la mente—. Si te mueves, te verá.
—¿Quién me verá?
—Calla.
La bruja no entendía nada, aunque sí que era cierto que la presencia se sentía mucho más cerca. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de la noche y sus pasos se volvieron titubeantes y cautos. El aire estaba cargado por la humedad y el salitre del mar y casi podía oler la electricidad de una tormenta que se aproximaba a pocos kilómetros de allí. Se apoyó contra uno de los últimos árboles del sendero boscoso que daba a un páramo inundado por una densa neblina, donde Tormenta estaba apoyada en alguna rama sobre su cabeza.
—Baja —le suplicó Astrid.
Tormenta ni respondió ni mucho menos se movió. Era como si la cuerva estuviera conteniendo su propia respiración para que no se la oyera. Astrid estaba tentada a subir ella misma al árbol cuando escuchó algo en el páramo. No se parecía a nada que hubiera oído antes, pero fuera lo que fuera era grande.
No.
Era enorme.
Astrid estrechó los ojos para intentar definir qué era aquella cosa, pero la oscuridad era demasiado densa y el miedo estaba empezando a nublar su razón. De repente, la criatura que abordaba el páramo soltó un alarido tan atronador que Astrid tuvo que taparse los oídos y contener uno suyo de terror.
Tenía que salir de allí.
Se cernió sobre el árbol para coger ella misma a Tormenta y salir pitando a casa de los Haddock para coger el coche y largarse de allí. Sin embargo, algo la empujó hacia atrás con fuerza y Astrid cayó sobre algo… no, alguien blando. Ni siquiera tuvo tiempo a reaccionar cuando quien fuera que estaba debajo de ella, la empujó contra el suelo y puso una mano contra su boca para que no gritara. Reconoció el aliento mentolado y el tacto de la mano de Henry Haddock contra sus labios.
—No se te ocurra gritar, Andersen, o estamos muertos.
Xx.
