03/04/2024

Holi,

Resumiendo: sigo sin saber qué estoy haciendo, pero aquí sigo. Escribiendo Fanfiction para huir de mis problemas, me encanta. Aún así, esta historia está en mi cabeza y me gusta pensar en ella, algo que no me pasaba desde Wicked Game, así que eso siempre es bueno. Ya estáis viendo que los capítulos son muchísimo más cortos, para alivio supongo que de casi todes, y sobre todo para mí pese a que una parte de mí siente que son demasiado cortos para lo que os tengo acostumbrades. De igual manera, dado que esta historia es diferente a la de Wicked Game y estoy creando un concepto desde cero, cosa que no hice con Wicked Game dado que se basaba en parte en el canon, prefiero ir con calma, asimilando toda la información poco a poco. El mundo mágico que tengo en mi cabeza es complejo, muchos conceptos se me ocurren cuando estoy trabajando, haciendo la compra o incluso conduciendo, así que tengo que andarme con cuidado para no entrar en incoherencias. Puede, solo puede, que encontréis ciertas similitudes con Wicked Game en algunas cosas, sobre todo en lo que respecta la magia, pero creo que algunos de los conceptos que usé en este fanfic son demasiado buenos como para ignorarlos.

Como siempre os digo, toda review es bienvenida, sobre todo porque son motivación para seguir escribiendo y saber que hay alguien más al otro lado de la pantalla.

Espero que disfrutéis del capítulo.

Os mando un abrazo.

Xx.


Desde tiempos antiguos, han existido diferentes variantes de magia. Según el talento del hechicero o bruja en cuestión, se puede usar una u otra rama. Sin embargo, solo aquellos privilegiados que cuentan con una unión sólida con un familiar son capaces de canalizar magias tan poderosas como las elementales o, incluso, una tan extraordinaria y única como la de las tormentas.

Teoría de la magia I de Lady Elizabeth Winstead.

Xx.

Astrid no recordaba la primera vez que vio a Tormenta.

Su madre siempre contaba que la cuerva ya estaba allí poco después de que naciera. Al principio, pensaba que tal vez había instalado su nido cerca de la ventana y, como sabía que los cuervos eran una especie muy inteligente, sencillamente le gustaba observar lo que hacían dentro de casa. Una vez, cuando Eyra la dejó durmiendo la siesta, al regresar a la habitación se encontró con la cuerva posada sobre la cuna de Astrid. Se llevó un susto de muerte y agarró una escoba para echarla. No obstante, el animal la sorprendió por su falta de miedo y casi la mató del susto cuando la saludó educadamente con una voz propia de una niña pequeña.

—Buenos días, señora, ¿puedo preguntar como se llama su bebé?

—Puedes… puedes hablar —balbuceó Eyra Andersen aterrada.

—Solo hablo con mi alma fraternal, pero creo que todavía no puede comunicarse conmigo —la cuerva contempló al bebé con un gesto que la joven madre interpretó como ternura, algo que no tenía el menor sentido—. ¿Sabe si tardará mucho en hablar?

—Pues… bueno, aún es muy pequeña —argumentó Eyra acercándose con cautela hasta la cuna—. Necesitará al menos unos meses para decir una palabra siquiera.

—Ya veo —comentó la cuerva con cierta tristeza—. ¿Puedo saber su nombre?

—Astrid —respondió Eyra.

—Astrid —repitió la cuerva fascinada, como si le hubiera dado una gran revelación, y se volvió a la bebé—. Hola, Astrid.

Eyra Andersen lo comprendió tan pronto la bebé abrió los ojos y soltó una carcajada antes de extender sus bracitos hacia la cuerva. Desde ese mismo instante, Tormenta se hizo miembro oficial del pequeño núcleo familiar de las Andersen. Astrid siempre había entendido que lo que le unía a Tormenta no era normal, que el término «almas afines» no era un simple canto a la amistad que compartían. La existencia de Tormenta complicaba su situación como Corriente, pero Astrid siempre tuvo claro que su familiar jamás se separaría de ella. Antes preferiría estar muerta que no tener a Tormenta a su lado. La cuerva era su mejor amiga, su mayor confidente y aquella que le había ofrecido consuelo cuando ni siquiera su madre había sido capaz de hacerlo.

Eran almas afines. El conjunto de un todo.

Astrid siempre había tenido dificultad para relacionarse con los demás, no importaba si eran mágicos o no. Demasiado mágica y temperamental para los gizati —aunque no supieran que fuera una bruja—, demasiado Corriente y arrogante para los Ilustres y demasiado talentosa y pasional con la magia para los otros Corrientes. Su seguridad en sí misma era más vista como un signo de arrogancia que una virtud y no conectaba con la gente a pesar de que se esforzaba en mostrarse amable con todo el mundo. Por triste que pareciera, solo había labrado amistades con las señoras de los clubs de lectura que había organizado para la casa de jubilados de su pueblo y con sus compañeros de Crossfit, pero no había desarrollado un vínculo tan fuerte como el que compartía con Tormenta o con su madre.

Al final, Astrid siempre se sentía fuera de lugar, como que no había espacio para alguien como ella estuviera donde estuviera. Quizás, por esa razón, era tan sobreprotectora con Tormenta y con su madre, pues ellas eran la única razón de su existencia, las únicas que la habían querido por lo que era pese a no encajar en ninguna parte. Y, quizás, por esa misma razón, a pesar de que Henry Haddock le había advertido que podían ser descubiertos y asesinados por una criatura de tamaño considerable a pocos metros de donde se encontraban, no dudo ni por un instante en zafarse del hechicero para rescatar a su familiar.

—¡¿Estás loca?! —reclamó Henry en un furioso susurro mientras la empujaba contra el suelo.

—¡Suéltame! —exclamó ella en voz baja.

—Estate quieta, ¿quieres? ¡Nos va a ver!

—¿Qué nos va a ver? —cuestionó ella zarandeándose furiosa, pero Haddock no respondió—. ¡Que me sueltes, coño!

Astrid consiguió apartarlo de un empujón dándole un rodillazo en la ingle y un golpe en el hombro que sabía que todavía debía dolerle. Henry jadeó de dolor ante el sorpresivo golpe, pero la bruja le ignoró. Se incorporó y se predispuso a subir al árbol para coger a Tormenta cuando, de repente, se dio cuenta de que no se oía nada.

Absolutamente nada.

Astrid, por lo que más quieras, contén la respiración, que no te oiga —le suplicó Tormenta en su mente.

La bruja iba a replicar, pero una mano posó contra su boca y sintió un brazo rodear su cintura para empujarla contra un cuerpo fuerte y sólido.

—No hables —suplicó Henry a su oído en un tono tan bajito que casi no podía oírle—. Contén la respiración, Andersen, y deja de irradiar tanta magia o la olerá.

Si Astrid emanaba magia de sus poros se debía a que ésta había reaccionado a su miedo y a la adrenalina por encontrar a Tormenta. Además, la presencia de su familiar sólo contribuía a que su poder se amplificara, por lo que era muy difícil bloquear el flujo de magia que circulaba entre ellas. Astrid quería comprender qué estaba pasando, qué era esa criatura del páramo y por qué podía oler su magia. No conocía a Henry Haddock, pero no parecía de esos que se doblegaran al miedo con facilidad y era evidente que estaba aterrado. Fuera lo que fuera, si su familiar y el tonto del bote de Haddock coincidían que debían mantenerse quietos y callados para sobrevivir, a Astrid no le quedaba otro remedio más que obedecer.

Por lo general, para contener su magia, Astrid solo tenía que concentrarse en otra cosa. En aquella circunstancia, lo más inteligente no era echarse a correr, hacer flexiones o coger un libro, por lo que se vio obligada a focalizarse en lo que le pillaba más a mano: Henry Haddock. Su cuerpo se sentía inusualmente caliente contra el suyo y, pese a su aspecto desgarbado, era lo bastante ancho como para abarcarla perfectamente entre sus brazos, los cuales se sentían fuertes y fibrosos. Le molestaba que fuera tan alto, porque podría posar su barbilla perfectamente sobre su cabeza, y su olor era embriagador. Sabía que él también se esforzaba en bloquear su magia, pero la fina nariz de Astrid podía percibir los aromas suaves a mandarina, romero y madera con un toque ahumado, característicos de su magia. Esos deliciosos aromas a magia se mezclaban con el olor a jabón de melocotón de su pelo y a un desodorante básico masculino. Sus manos se sentían grandes contra su boca y su cintura y tenían una textura áspera y callosa, algo raro en un ricachón como él. ¿Quizás en el cuerpo de élite le habían obligado a mancharse las manos? Eso hubiera sido divertido verlo, la verdad.

Henry la estrechó con más fuerza contra su cuerpo cuando la criatura se ubicó sobre sus cabezas. ¿Acaso estaba volando? La bruja temió que aquella cosa, enorme y con una respiración tan profunda y abrasadora que deshizo su moño de un resoplido, pudiera oír su corazón galopando contra su pecho. Pese al terror que la albergó, Astrid quería mirar, pero Haddock la tenía inmovilizada contra su cuerpo y no podía moverse sin llamar la atención de aquella cosa. Debía tener ojos, porque sentía su mirada puesta en ellos dos, expectante de que dieran un movimiento en falso para atacar. De repente, sintió una fuerte succión en el hueco de su cuello y reparó que Haddock tenía sus labios posados en él. Astrid se alarmó por el repentino acto y, en su intento de quitárselo de encima, supuso que el hechicero intensificara el chupetón enorme que le debía estar dejando en su cuello. La bruja quería gritar y romperle la cara, convencida de que aquel bochornoso espectáculo solo conseguiría convencer al monstruo para matarlos.

No obstante, una fuerte corriente de aire los sacudió. Henry despegó sus labios de su cuello por fin, la empujó contra el suelo y se colocó sobre ella. Astrid no entendía qué estaba pasando, ni el origen de aquel fuerte vendaval que la dejó sorda ni mucho menos la forma de comportarse de Henry, pero tan pronto la corriente se disipó, la bruja le dio tal codazo en el pecho que le dejó sin aire. Se colocó sobre él y le fue arremeter con un puñetazo cuando Haddock, sin estar muy segura cómo, cogió de su brazo en plena oscuridad:

—Cálmate —le ordenó.

—¡Una puta mierda me voy a calmar! —gritó ella furiosa haciendo fuerza contra él. Haddock soltó un quejido de sorpresa ante su fuerza—. ¿Quién coño te crees que eres para tocarme de esa manera?

—¡No me ha quedado otro remedio! —respondió él entre dientes—. Esa cosa te estaba oliendo, así que no se me ha ocurrido otra forma de distraer su atención.

—¿Dejándome un chupetón en el cuello? ¿En serio? —chilló Astrid rabiosa.

—¡Era la única forma que tenía para que no percibiera tu olor! —gritó él con la misma rabia, aunque respiró hondo para tranquilizarse—. Mira, Astrid, de verdad, siento haberte besado de esa forma sin tu consentimiento, pero esa… esa criatura se había acercado hasta aquí atraído por el aroma de tu magia. Si no hacía algo, se iba a sentir amenazado.

—¿Amenazado? —replicó ella sin comprender y relajó la presión de su brazo—. ¿De qué demonios estás hablando? ¿Qué era esa cosa y por qué se sentía amenazado por… mí? ¡Y eso no explica lo del chupetón!

—¿Puedes antes quitarte de encima, por favor? Por si no te has dado cuenta, pesas un montón y todavía me duele el hombro.

Astrid no se movió y Henry suspiró frustrado.

—¿Te han dicho alguna vez que eres más terca que una mula?

—¿Y a ti que eres un imbécil? —resaltó Astrid en cólera—. ¡No solo tienes la cara dura de meterme mano, sino que encima me insultas!

—No estoy diciendo ninguna mentira, Andersen, pesas un huevo.

Astrid se inclinó hacia él hasta que sintió su aliento contra su cara.

—Es increíble que, con lo flojo que eres, seas miembro del cuerpo de élite.

Aquello pareció cabrearle, porque la sorprendió cogiéndola de la cadera y empujarla sin ninguna delicadeza contra el suelo. Astrid intentó zafarse de él, pero Haddock la atrapó con sus piernas y cogió de sus muñecas con tanta fuerza que le hizo daño.

—Es increíble que, para ser una simple bibliotecaria que dice ser una Corriente, emanes tantísima magia y ni siquiera te molestes en fingirlo —le acusó con voz envenenada—. ¿Quién eres?

—Ya te he dicho quién soy.

—No has dicho una mierda, Astrid —le acusó Henry—. No me creo que seas una Corriente.

—¿Qué pasa? ¿Tan frágil es tu ego que te sientes intimidado por mí o qué?

Henry apretó con más fuerza sus muñecas y Astrid contuvo un quejido de dolor. Sin embargo, el dolor pasó a un segundo plano cuando sintió un fuerte olor a romero inundar sus fosas nasales y algo serpenteó en el fondo de su cabeza. Astrid levantó una barrera mental al instante, impidiendo el paso a su magia inquisitiva.

—¡Sal de mi cabeza! —le ordenó ella.

Entre el esfuerzo de zafarse de él y el impedir que Henry entrara en su mente, Astrid sintió que un sudor frío empapaba su cuerpo. Se había equivocado al prejuzgar a Haddock y considerarlo un floja, pues una magia inquisitiva mental era muy difícil de soportar si se ejercía un esfuerzo físico y daba la sensación de que Henry ni siquiera se había despeinado para inmovilizarla. ¡Y eso que tenía el hombro lesionado!

—Cede —dijo él con voz sosegada, centrado en buscar alguna grieta en su barrera.

—¡Tu puta madre va a ceder! —musitó ella.

Pudo definir una sonrisa socarrona en la oscuridad.

—Tienes una barrera mental única y jodidamente difícil de penetrar, Andersen. ¿Por qué una Corriente iba a necesitar una barrera como esta en su cabeza? ¿Qué pretendes esconder?

El corazón de Astrid iba tan rápido que temió que iba a salirse por la boca, sobre todo cuando sintió a Tormenta prepararse para atacar a Haddock. La bruja entró en pánico en ese instante, consciente de que si Henry descubría a su familiar sería el fin.

—¡No! —gritó la bruja.

Cuando una bruja tenía un familiar, su magia funcionaba de forma diferente. Las brujas y hechiceros que contaban con uno, no precisaban de sus familiares para hacer magia de forma habitual, pero resultaban muy útiles ante cualquier peligro o a la hora de exhibir habilidades mágicas muy por encima de la media. Es más, Astrid rara vez canalizaba su magia a través de Tormenta, pero era consciente de hasta qué punto se ampliaba si usaba ese canal.

Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.

La bruja apartó esa voz a lo más hondo de su mente y, por una vez, se dejó llevar por su instinto. Su magia fluyó libre por sus venas y salió de sus manos con una facilidad sorprendente. Henry la soltó de forma instantánea, a la vez que un alarido de dolor salió desde su pecho y un fuerte olor a carne quemada alcanzó a sus fosas nasales.

—¿Qué coño…? ¡Joder!

Astrid se apartó violentamente de él y se volvió a Tormenta.

¡Sal cagando leches de aquí!

La cuerva no titubeó en alzar al vuelo y Astrid se incorporó con rapidez. Iba a echar a correr cuando reparó que la lejana tormenta que había percibido momentos antes a kilómetros se cernía ahora sobre ellos.

—Mierda —escupió Astrid.

Estaba demasiado alterada y eso había atraído la tormenta hasta allí. Se volvió a Henry, que jadeaba de dolor a causa de sus manos quemadas y Astrid no pudo evitar un sentimiento de remordimiento. Quizás, solo quizás, se había pasado con él por mucho que se lo hubiera merecido y lo que estaba claro era que no podía dejarlo a su suerte en plena tormenta eléctrica. Corrió hacia él y se aseguró de agarrar su brazo sano para ayudarle a incorporarse.

—¡No me toques! —exclamó él sacudiendo su brazo para que lo soltara.

Astrid tuvo que contener un bufido y respiró hondo antes de arrodillarse ante él.

—¿Vamos a ser siempre así? ¿Tú me atacas, luego yo te ataco y acabas peor?

Pese a la oscuridad, podía sentir a Henry fulminarla con la mirada.

—La verdad es que no me esperaba que fueras a electrocutarme —le achacó molesto—. No siento las manos de lo mucho que me arden.

—Normal, creo que me he pasado con el voltaje —admitió ella avergonzada y cogió de sus manos con delicadeza—. Puedo curarte, pero necesitamos salir de aquí antes y también tienes que responder a mis preguntas, empezando por lo que era esa cosa.

—¿Y responderás tú a las mías? —cuestionó él—. Porque después de esto es obvio que me debes una explicación.

—¿Una explicación? —repitió ella exhausta.

—¿Magia de las tormentas? —preguntó Henry como si fuera la cosa más obvia del mundo.

Astrid sintió sus mejillas arder y soltó una risita nerviosa.

—No es ese poder, más bien la llamaría «magia de voltaje».

Un trueno resonó sobre sus cabezas, como si no estuviera en absoluto de acuerdo con ese nombre.

—Hagamos un trato —dijo Henry dejándose ayudar esta vez—. Tú me curas las manos, tendremos una conversación y…

—Y me darás una disculpa —terminó ella por él.

Henry carraspeó incómodo, pero no replicó. Para suerte de ambos hechiceros, la tormenta vomitaba rayos, pero no los suficientes como para entorpecer el paso. Astrid habló mentalmente con Tormenta y le indicó que se escondiera en la biblioteca hasta que pudiera quitarse a Haddock de encima. Su familiar, prudente como siempre, no cuestionó sus indicaciones y casi le pareció oír su aleteo cerca. Una vez que regresaron a la mansión, Astrid llevó a Henry hasta el baño contiguo a su dormitorio y le sentó en el retrete antes de correr hasta su habitación y coger del último de los cajones de la cómoda un neceser que escondía al fondo. Las manos de Henry estaban llenas de ampollas, el tono de su piel era purpúreo tirando a negro y estaba cubierta por unas heridas alargadas rojas y cauterizadas. Astrid abrió el neceser y buscó entre los botecitos que reutilizaba de sus kits de skincare y maquillaje la solución que guardaba para circunstancias como aquella.

—Esto te va a doler.

—Contigo ya no espero que no vaya a dolerme, Andersen —advirtió Henry en un susurro marcado por el dolor.

Astrid encontró un botecito azul con inscripción coreana que pertenecía a un serum para hidratar la piel. Dentro fluía un líquido blanquecino muy denso.

—Quejica —se burló la bruja para aligerar la tensión en el aire.

—Perdona por quejarme cuando me has electrocutado y destrozado las manos —clamó él con un amargo sarcasmo—. Y porque me hubieras dislocado un hombro, aunque me duelen tanto las manos que casi ya ni noto el dolor.

Astrid abrió el bote, le pidió que pusiera sus manos sobre el lavamanos y vertió el contenido del gotero sin pensárselo dos veces. Henry contuvo un grito de dolor cuando sus manos se pusieron a humear y la piel muerta y cubierta de ampollas resbaló por sus dedos para regenerarse por una nueva. Astrid cerró el botecito satisfecha y volvió a guardarlo en el neceser mientras esperaba que la poción terminara de surtir efecto. El gesto agónico de Henry se transformó en una de clara sorpresa cuando encontró bajo la piel destrozada sus manos en perfecto estado, sin ni siquiera marcas de las heridas cauterizadas por la electricidad.

—¿Cómo…?

Pociones revitalizantes de la doctora Grandes: volúmen tres —recitó Astrid el título en español—. La doctora Grandes fue una médica española del siglo XVIII que desarrolló una barbaridad de pociones curativas. Su especialidad eran las quemaduras, aunque yo he hecho una pequeña modificación adaptándola a las heridas causadas por la electricidad.

—¿Y tú…? ¿Tú la has replicado y luego la has modificado? —preguntó Henry sin entrar en su asombro.

Astrid sacudió sus hombros. Para ella, replicar pociones de los libros era un pasatiempo que desarrolló durante su estancia en Granada. Cuando descubrió que podía electrocutar a la gente consideró prudente contar con una poción que curase las quemaduras y, por suerte, aquella poción no dejaba ni una sola cicatriz.

—Las pócimas para prevenir el acné sí que son complicadas, así que espero que no precises de ninguna.

Henry contempló sus manos fascinado y enseguida alzó la mirada hacia ella, observándola como si la estuviera viendo por primera vez.

—¿Quién eres?

Astrid chasqueó su lengua.

—Ya te he dicho quien soy.

—¿Una Corriente que desarrolla pociones avanzadas y que las esconde en un neceser con dibujitos de Snoopy?

La bruja sacudió los hombros y abrazó su neceser preferido contra su pecho.

—Soy autodidacta, mi currículo educativo está diseñado por y para mí —explicó ella con las mejillas encendidas—. Tengo muy buena memoria y me quedo fácilmente con las cosas que leo.

—¿Una Corriente… autodidacta? —repitió aún sin dar crédito.

—A los Corrientes no nos dejan estudiar magia —le recordó irritada.

Henry no entraba en su asombro y pareció querer preguntar algo cuando su boca se cerró. Movió la cabeza a un lado, como si hubiera oído algo y la sobresaltó levantándose de un salto del váter. No le pasó por alto la mueca de dolor que se dibujó en su rostro ante el brusco movimiento de su brazo, no llevaba el cabestrillo y el movimiento repentino de su hombro debía resultar muy doloroso.

—Tengo que irme.

Astrid le bloqueó el paso.

—¡Ah no! Tú no te vas sin responder antes a mis preguntas.

Henry la contempló indignado.

—¿Me vas a impedir moverme por mi propia casa?

—No cambies de tema, teníamos un trato —le advirtió Astrid levantando el dedo anular de forma amenazante—. ¿Qué era esa cosa?

—Nada de lo que debas preocuparte —le aseguró él intentando evadirla—. ¿No te han enseñado nunca que es peligroso salir de casa en mitad de la noche y más si te encuentras en medio de la nada? Me imagino que te has dado cuenta que este lugar rebosa magia, por lo que es normal que toda clase de criaturas se sientan atraídas por ella.

Astrid puso los ojos en blanco.

—Henry…

—No sé lo que es —le cortó el hechicero con impaciencia—. De verdad que no lo sé.

Mentía. No sabía cómo ni porqué, pero Astrid estaba convencida de que la estaba mintiendo. Aún así, no quería enrocarse en una única cuestión, quería respuestas.

—Dijiste que el chupetón era para ocultar mi olor porque esa cosa se podía sentir amenazada. ¿Por qué iba a sentirse amenazada por mí? ¿Y por qué esa cosa no iba a sentirse amenazada por ti?

Haddock la contempló muy sorprendido.

—Es que creo que no eres consciente de la cantidad de magia que emanas cuando te alteras, Andersen —le aseguró Henry—. Me he dado cuenta que se te da maravillosamente ocultarte, ¿por qué si no Bocón iba a contratarte? A primera vista, pasas por una Ilustre normalita o, como dices que eres, una Corriente. No llamas la atención y te ajustas a la imagen que quieres presentar.

—¿Estás realizando un análisis de mi persona? —preguntó Astrid indignada.

Henry sacudió los hombros.

—Analizar a la gente es parte de mi trabajo —le recordó—. Sin embargo, no eres capaz de ocultar tu magia cuando algo se escapa de tu control. La primera vez fue en la biblioteca, cuando te ataqué.

Astrid iba a replicar, pero Henry alzó esta vez su dedo para silenciarla.

—Y la segunda vez fue esta noche y estabas muchísimo más nerviosa que ayer, hasta el punto que podía oler tu magia desde mi dormitorio. ¿Por qué fuiste al bosque, Astrid? No me creo que no sintieras a… a la criatura. Lo lógico hubiera sido volver, ¿por qué entraste entonces?

Joder, el tío era muy bueno, pensó Astrid frustada. La estaba acorralando casi sin esfuerzo. Sin embargo, Astrid no podía darse el lujo de flaquear. No cuando todo lo que había tardado en construir podía desaparecer si daba un paso falso.

—Te lo diré si tú me dices que era esa cosa del páramo y por qué no se siente amenazada por ti.

Ni de coña iba a revelar nada de Tormenta, pero Astrid estaba segura de que Henry tampoco iba a decirle nada y, por su cara, él parecía tener claro que ella tampoco iba a cantar nada. Sus secretos eran demasiado grandes para revelarse ante cualquier extraño y era evidente que Henry se fiaba de Astrid tanto como ella de él.

Es decir, nada de nada.

—No vuelvas a salir sola de noche —dijo sin más y Astrid hizo un mohín—. Te lo digo en serio, es peligroso.

—¿Y tú sí puedes salir? —replicó Astrid indignada.

—Mi circunstancia no tiene nada que ver con la tuya, yo soy diferente.

Por alguna razón, Astrid se sintió ofendida por ese comentario y Henry pareció darse cuenta.

—No me refiero a lo de…

—Por supuesto que sí —le cortó Astrid—. Tú eres Ilustre y yo una Corriente, por supuesto que piensas que eres superior a mí.

—Yo jamás he dicho eso —se defendió Henry—. Sigo pensando que eres poderosa para ser una simple Corriente.

Aunque no habían sido pocas las veces que Astrid había querido golpearle, aquel último comentario despertó una ira que hacía tiempo que no la embargaba. Siempre la habían considerado inferior por ser Corriente, pero nunca había soportado que se lo dijeran tan abiertamente.

—Me debes una disculpa —dijo ella con tono cortante.

Henry frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Intentaste entrar en mi mente —le achacó ella—. No solo me has tocado de forma indebida, sino que has intentado violar mi intimidad.

Para su sorpresa, Henry evadió su mirada, como si estuviera avergonzado, aunque Astrid no se tragó el cuento.

—Admito que me sobrepasé, no quería llegar a ese punto, pero me pusiste nervioso y…

—Eres un capullo —dijo Astrid casi sin pensarlo.

Henry se volvió a ella sorprendido por su insulto.

—¿Disculpa?

—No solo te crees superior a mí, sino que encima tienes la puta cara dura de echarme a mí la culpa por querer entrar en mi cabeza sin mi permiso.

Henry abrió mucho los ojos y toda su cara se enrojeció.

—Eso no es…

—¿No es qué? —le cortó Astrid furiosa—. Tienes una potra enorme de que tú eres un Ilustre con un apellido importante y yo no soy más que una Corriente, por lo que aunque pusiera una queja por acoso al Ministerio probablemente me despedirían antes de abrir un expediente contra tu familia. ¿Pero sabes una cosa? Que aunque esta mierda de sistema esté creado en base a que las Corrientes como yo no seamos tratadas como seres humanos, no voy a consentir que nadie me trate de menos. No me avergüenza ser una Corriente, me siento muy orgullosa de ser hija de mi madre gizati y ten por seguro que, por mucho que se piense lo contrario, sé que soy una gran bruja. Con saberlo yo misma me basta y me sobra.

Astrid regresó a su cuarto antes de que pudiera darle la oportunidad para replicar. Se apoyó contra la puerta tras cerrarla con demasiado fuerza y se deslizó hasta sentarse en el suelo. Escondió la cabeza en sus rodillas entre sus rodillas y se concentró en su respiración para calmarse. Escuchó un aleteo familiar desde la ventana y Tormenta aterrizó a sus pies, expectante y dándole tiempo y espacio para que se desahogara.

—Lo siento, Astrid —dijo su familiar cuando por fin rompió a llorar—. Lo siento mucho.

Xx.

Tormenta tampoco estaba segura de qué era la criatura de la noche anterior.

Astrid la había lanzado toda clase de preguntas, pero su familiar no había sido capaz de responderlas. Se había escondido en el bosque tan pronto sintió el abrumador poder de aquella cosa, por miedo, porque temía que aquella cosa pudiera verla y devorarla. Sin embargo, había estado demasiado oscuro para que ella pudiera ver nada y el miedo la había obligado a cerrar los ojos, como si ello hubiera contribuido a tornarla invisible a ojos de criaturas extrañas y monstruosas.

Fuera lo que fuera esa cosa, por muy grande que hubiera sido, había desaparecido sin dejar rastro. La propia Astrid había ido a comprobarlo a la mañana siguiente cuando salió a correr. No había huellas de ninguna criatura gigante ni se percibía ningún resquicio de magia inusual en el páramo. La bruja metió sus dedos en la tierra del lugar, en un esfuerzo de encontrar alguna pista, pero fuere lo que fuere, se había preocupado de borrar cualquier indicio de su presencia.

O puede que alguien en su lugar se hubiera preocupado de borrar sus huellas.

Henry tampoco parecía estar en casa cuando Astrid regresó de su carrera matutina. La bruja no podía estar más contenta, sobre todo porque no estaba de humor para otra confrontación con el Ilustre. Llevaba dos noches durmiendo fatal y se había despertado demasiado temprano a causa de las llamadas que le habían vuelto a entrar desde las siete y media de la mañana y los tropecientos mil whatsapps que su madre le había mandado desde las seis.

No, Astrid no estaba para nadie, así que no solo estaba decidida a pasar de su teléfono sino que además, si le veía el jeto a Henry Haddock, iba a pasar de él como la mierda. Es más, su ira hacia el hechicero acrecentó cuando vio la marca morada del chupetón que había dejado en su cuello. No recordaba tener chupetones desde que era una adolescente y ya entonces no soportaba que le dejaran marcas de ese tipo.

Quería matarlo.

Destrozar esa sonrisa socarrona y arrogante y bajarle los humos de Ilustre creído.

Quizás fuera hacerlo, porque el muy cabrón se lo merecía.

Aquella mañana necesitó al menos tres cafés para ser algo eficiente en su trabajo, pero cuanto más se adentraba en la biblioteca de los Haddock, más complicada se volvía su tarea. Le sorprendió la cantidad de los libros gizati que había en las estanterías, algo que no hubiera esperado de una familia Ilustre tan importante, y también que se entremezclaban entre los libros de hechizos, herboristería, medicina… No tenía ningún sentido. Era como si nunca nadie se hubiera preocupado de poner un orden en aquel lugar, ni dedicarle un momento de aprecio a todos esos maravillosos libros que tenían un valor incalculable en conocimiento y, al parecer, en sentimiento. Muchos de aquellos volúmenes contaban con dedicatorias y anotaciones de miembros de la familia Haddock de diferentes generaciones. Es más, le conmovió que algunos de los volúmenes de los autores gizati estuvieran dedicados. Encontró una edición de los noventa de Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl que venía dedicada.

"Para mi Hipo de mamá, que tus sueños estén repletos de dulces, caramelos y mucho mucho chocolate"

El libro estaba muy usado, con manchas precisamente de chocolate con formas de dedos, pero Astrid comprendió que aquella era una de las razones por las que Henry insistía que aquellos eran sus libros. Bocón no había mencionado a ninguna Lady Haddock y Henry tampoco había hecho ninguna alusión a su madre, por lo que Astrid supuso que o bien había fallecido o no ya no convivía con ellos. Aún así, le resultaba curioso que una madre Ilustre le regalara a su hijo libros gizati, pero Astrid no era quién para cuestionar la lectura de nadie, por muy imbécil que fuera. A la vista de que no iba a conseguir nada mirando estantería por estantería, decidió que, para darle cierta lógica y seguir las directrices marcadas, tendría que separar los libros de magia de los gizati y, a partir de ahí, separar cada tomo por su género correspondiente. Eso conllevaba a que, por mucho que le pesara, tendría que sacar todos los libros de las estanterías y la mesa de roble no era ni por asomo lo bastante grande para acogerlos a todos.

Consciente de que tendría que dejar muchos de esos tomos en el suelo y que Astrid tendría que aprovechar y asegurarse de que los estantes estaban en un estado adecuado para su conservación, debía buscar sábanas sobre las que colocaría los libros en el suelo y productos de limpieza para madera. Sin embargo, la bruja no tenía muy claro donde adquirir nada de eso, ya que no había visto a nadie del servicio si es que lo había. Solo había estado allí dos días y, además de Henry, Bocón y el familiar psicópata con forma de gato, no se había topado con nadie más. Tras buscar sin éxito por los armarios de la cocina, Astrid decidió recurrir a Bocón, aunque no le gustaba tener que molestar al abogado con peticiones tan superficiales.

Aún así, cuando encontró la puerta del despacho entreabierta y a una mujer canturrear al otro lado, Astrid se asomó con discreción. Bocón no estaba en su despacho, pero una chica flaca, de largo cabello rubio paja recogido en trenzas, bailaba por el despacho con la música de sus auriculares a punto de reventar sus tímpanos a la vez que sacudía arrítmicamente un plumero por los muebles, más bien para mover el polvo que para retirarlo. Vestía con un chándal estampado de leopardo y una sudadera a juego que le quedaba por encima del ombligo. La bruja no supo si sería oportuno interrumpir su baile marcado por la voz de Beyoncé o marcharse de allí, pero si esa chica tenía un plumero en su mano significaba que era parte del personal de limpieza de la casa. No podía darse el lujo de perder más tiempo, así que Astrid entró en el despacho con un nudo en su estómago. Sacudió su mano para hacerse notar y dijo:

—¿Hola?

La chica, sin embargo, se puso a cantar una versión muy desafinada de Single Ladies que le dio bastante vergüenza ajena. Sin embargo, cabía admitir que le daba cierta envidia que se lo estuviera pasando tan bien y que no contara con el menor sentido del ridículo. Es más, en cuanto la chica la vio por fin, en lugar de achicarse por la vergüenza, la saludó con la cabeza y se quitó un auricular.

—Tú eres nueva.

—Sí, soy la bibliotecaria, Astrid —la bruja no sintió que fuera correcto extender su mano a modo de saludo. No quería parecer demasiado formal ante esa chica—. ¿Tú eres?

—Rachel, la de la limpieza, pero puedes llamarme Brusca —se presentó a la vez que se quitaba el otro auricular y la miraba de arriba a abajo—. No tienes pinta de bibliotecaria.

Astrid no supo qué responder. Esa mañana se había recogido el pelo en dos trenzas al estilo boxeador porque, tras el chispazo que le dio la noche anterior a Henry, todo su cuerpo emanaba electricidad estática y su pelo estaba encrespado. Llevaba sus Converse, unos vaqueros que le quedaba holgados a la altura del tobillo y una camiseta holgada de color verde que tenía una cita y un estampado de El Hobbit, pero supuso que la tal Brusca no había pillado la referencia y Astrid no tenía intención de hacer ninguna alusión al respecto.

—Ni tú de chica de la limpieza —replicó Astrid.

Brusca sonrió y posó sus manos sobre sus delgadas caderas.

—Es que la bata de limpiadora me parece muy antiestético —explicó la chica—. Y no le tengo especial apego a este chándal tan hortera de mi madre, pero me viene de perlas para limpiar. ¿Buscas a Bocón? Se ha marchado esta mañana a Edimburgo, volverá mañana.

—Ah —respondió Astrid—. En verdad, buscaba a alguien que pudiera facilitarme sábanas y productos de limpieza para limpiar a fondo las estanterías de la biblioteca.

—¿Vas a limpiar la biblioteca tú sola? —cuestionó Brusca con una sonrisa burlona—. ¿Tú sabes el curro que lleva eso?

La bruja sacudió los hombros con resignación.

—La biblioteca tiene que estar hecha unos zorros —añadió Brusca haciéndole un gesto para que la siguiera—. Estoico no deja que nadie entre ahí y las puertas siempre están cerradas bajo un hechizo. Bocón dijo que vendría alguien del Ministerio de Archivos, pero me esperaba a una señora estirada, no a una tipa de mi quinta. ¿Eres inglesa?

—De Hampshire —contestó Astrid—, pero en los últimos años he vivido de aquí para allá. Hasta hace dos días estaba residiendo en Londres.

Brusca se volvió a Astrid muy sorprendida, casi podía decirse que indignada.

—¿Renunciaste a vivir en Londres por venirte en el quinto coño?

Astrid tuvo que contener una carcajada por su expresión.

—La biblioteca de la familia Haddock es una de las más valiosas del norte del país —argumentó Astrid—. Trabajar aquí es el sueño de toda bibliotecaria.

—¿Te refieres a esa sala repleta de humedad, polvo y moho y libros más viejos que Matusalén? —cuestionó Brusca mientras se paraba ante una puerta en mitad del pasillo y sacudió su mano para abrir con su magia la cerradura del cuarto de la limpieza—. A mí me parece que te han timado.

Brusca entró en el minúsculo cuarto y cogió un cubo, trapos y un bote con líquido anaranjado. Abrió también un armario que se encontraba justo al frente y salieron flotando un par de sábanas algo amarillentas y raídas que emitían un fuerte olor a naftalina.

—Yo mataría por largarme de aquí e irme a vivir a Londres —confesó Brusca saliendo del cuarto de limpieza—. Siempre he querido ir a Saint Martins.

—¿La escuela gizati de arte? —preguntó Astrid desconcertada.

—Y de moda —añadió Brusca un tanto a la defensiva—. Ya sé que es un centro gizati, pero la moda no entiende de especies, de magia o de razas.

—En eso tienes toda la razón —concordó Astrid.

—¿No te parece mal? —preguntó Brusca frunciendo el ceño.

La bruja alzó una ceja.

—¿Por qué me iba a parecer mal? Apenas te conozco y sé que Saint Martins es un gran centro de estudios —se excusó la bruja.

—¿Y no te parece escandaloso que una bruja quiera meterse en una universidad gizati? —cuestionó Brusca extrañada.

—¿Eres Ilustre?

A Brusca le pareció todavía más extraña su pregunta, pero asintió. Astrid suspiró, entendiéndolo por fin todo. El sistema mágico no contaba con un sistema educativo público y reglado. La existencia de colegios de magia era impensable, ya que no había nada más inestable y peligroso que juntar a un montón de niños y adolescentes en un centro donde el cúmulo de magia sería imposible de controlar. Por esa razón, la educación mágica se recibía desde casa, de la mano de tutores muy caros que llevaban su propio programa o de los padres que no podían permitirse pagar a alguien mejor que ellos para enseñar a sus hijos. No había que ser especialmente lista para adivinar que Brusca, por desgracia, pertenecía al segundo grupo. Su magia estaba presente, pero no era tan poderosa como la que había percibido, por ejemplo, en Henry u otros hechiceros. Era una mierda de sistema, sumamente injusto, pues solo se formaba debidamente a las brujas y a los hechiceros de gran poder adquisitivo y no había becas ni ayudas por parte del gobierno mágico que ayudaran a las familias Ilustres menos pudientes para que sus hijos accedieran a una educación mágica básica. Luego se leen noticias de por qué el sistema mágico estaba en crisis, pensó Astrid con acritud. Entre la discriminación a los Corriente y había que ser rico para poder estudiar, no le extrañaba en absoluto que, más pronto que tarde, el sistema de magia acabara por quebrarse.

—No me parece escandaloso porque mi educación ha sido gizati —aclaró Astrid ante la confusión de Brusca—. Estudié en el sistema educativo público gizati y luego conseguí una beca para estudiar Filología en Oxford.

—¡Anda ya! —exclamó la bruja con una risotada—. ¿Me dices que una bruja de tu nivel no ha tenido un tutor y que tus padres prefirieron llevarte a estudiar con los gizati?

—Aunque mi madre hubiera podido pagar a un tutor, que no ha sido el caso, no habría querido educarme —explicó Astrid, pero Brusca no pareció captar de lo que estaba hablando—. Soy Corriente.

La boca de la bruja se entreabrió y sus mejillas se tornaron ligeramente rojas.

—Ostras, per… perdona —se disculpó apurada—. No sabía… es que yo… bueno, no había tratado nunca con una Corriente.

Astrid sonrió con tristeza. Brusca le había caído bien, pero quedaba claro que ahora descubierto el pastel poco querría saber de ella. Corrientes e Ilustres rara vez se mezclaban, sobre todo porque la gente como ella era una apestada para muchos Ilustres. Solo había que ver el ejemplo de Henry Haddock.

—No te preocupes, es raro que los Corrientes y los Ilustres coincidamos —dijo la bruja—. Pero ya ves que soy una bruja normal y que no tengo cuernos en la cabeza ni una enfermedad contagiosa —Astrid cogió el cubo con los productos de limpieza que Brusca había dejado en el suelo—. Muchas gracias por esto, si te apetece… bueno, estaré por la biblioteca. Y oye, no dejes que los demás decidan por ti, si quieres irte a Saint Martins y puedes permitirtelo, adelante con ello. El sistema gizati no es tan malo como suelen pintarlo y existen becas de estudios. Si estás interesada, dime, estoy muy familiarizada con todo lo relacionado con las becas.

La bruja se retiró despidiéndose con la mano y Brusca apenas fue capaz de responder. Regresó a la biblioteca algo apesadumbrada, consciente de que Brusca le había caído bien a pesar de que era posible que no volviera a dirigirle la palabra. Así era su vida con otros hechiceros y brujas, tan pronto descubrían que era Corriente pasaban completamente de ella, como si su persona y su amistad no valieran nada. No era que su experiencia con otros Corrientes fuera mejor, ya que la mayoría prefería integrarse de lleno con los gizati y desvincularse de un sistema que no les daba más que disgustos. La magia de los Corrientes tendía a desaparecer con el paso de los años si no se le daba uso y la gran mayoría temían sus poderes, puesto que nunca habían recibido formación alguna para controlarlos. Astrid parecía la única Corriente lo bastante tonta y cabezona como para querer hacerse un hueco en el sistema, pero al tener un familiar y tener una magia tan presente y activa dentro de ella, no podía —ni quería— perderla bajo ninguna circunstancia.

Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.

De ahí que se decidiera a aprender todo lo que pudiera por su cuenta. Tenía facilidad para memorizar y ejecutar hechizos e incluso había desarrollado unos cuantos que apuntaba en su agenda sobre la marcha. Le encantaba elaborar pociones y los amplios conocimientos de botánica de su madre le habían ayudado a crear las suyas propias. Era consciente de su talento, de cómo Tormenta amplificaba su magia de una forma poco común en una Corriente y sabía que habría sido considerada como una gran bruja si no fuera por el puñetero sistema que insistía en señalar que era todo lo contrario.

Llenó el cubo de agua en un baño que quedaba cerca de la biblioteca y le echó el producto de limpieza que tenía un intenso olor a naranja. Extendió las sábanas viejas en el suelo y con un gesto delicado con sus manos empezó a sacar con su magia los libros que se ubicaban en lo más alto de la estantería que se ubicaba a su izquierda. Los libros salieron uno a uno de los estantes y se posaban con sumo cuidado sobre el suelo. Cuando se despejaron las dos primeras baldas, Astrid se dispuso a limpiar ella misma la estantería mientras su magia seguía sacando los libros con cuidado. La biblioteca contaba con varias escaleras con raíles para alcanzar los estantes más altos, por lo que cuando fue a por la correspondiente a la estantería que estaba limpiando, se encontró con un viejo conocido del color del azabache en su último escalón.

—¿Oh? ¿Tú otra vez? —preguntó Astrid con cierto fastidio—. Deberías bajarte de ahí, gato, está alto y es peligroso, incluso para un pequeño psicópata como tú.

El gato sacudió su cola con cierta arrogancia, pero no lucía en absoluto agresivo. Es más, la contempló casi con el mismo fastidio que ella, como si le molestara que le hubiera interrumpido su siesta.

—¿Al menos ya estás más tranquilo? —cuestionó la bruja extrañada por la poca agresividad del animal—. Menos mal, pensaba que solo sabías enseñar los dientes. Te llamabas Desdentao, ¿no?

El gato alzó la cabeza ante la mención de su ridículo nombre y la bruja cruzó las miradas con el animal. Sus ojos eran de un verde intenso muy bonito, tan expresivos que Astrid podía leer su reticencia y, a su vez, su curiosidad.

—Soy Astrid —se presentó ella—. Eres el familiar de Henry, ¿verdad?

El felino ladeó la cabeza, como si estuviera empleando un pequeño esfuerzo en entenderla, pero pareció perder enseguida su interés en ella, puesto que sus enormes ojos verdes se volvieron hacia la estantería que se estaba vaciando con su magia. Sus bigotes se agitaron y sus ojos se dilataron antes de dar un salto desde lo más alto de la escalera hasta el suelo. El gato se acercó cauteloso hasta la estantería y se quedó sentado a una distancia prudencial, observando cómo su magia sacaba cada libro de las baldas. El corazón de Astrid dio un vuelco cuando escuchó el aleteo de su cuerva entrar en la biblioteca y se apresuró en hacerle un gesto a Tormenta para que saliera de allí. Tormenta, sin embargo, se posó en lo más alto de una de las estanterías centrales de la sala, observando la escena con atención.

Tienes que irte, si el familiar de Henry detecta que estás aquí…

Espera —le pidió ella con amabilidad.

—¿Qué…?

Astrid sintió algo contra sus piernas y contuvo un grito en su garganta. El familiar de Henry se acariciaba ahora contra sus tobillos mientras ronroneaba de forma apacible. Astrid no daba crédito a lo que estaba pasando. ¿Por qué el familiar de Henry se estaba mostrando ahora cariñoso con ella? Un familiar nunca tocaba a nadie que fuera su alma afín y aquel gato, Desdentao, se pegaba ahora a ella como si ahora ella fuera su alma afín.

—No, no, no —dijo la bruja apurada y se alejó del animal para no tocarlo—. Mira, no sé por qué te encanto ahora, pero te estás equivocando, gato.

Desdentao maulló y seguido abrió la boca como si intentara decir algo, cosa inaudita, dado que ningún familiar se dirigía a nadie que no fuera su alma afín.

—Tu familiar es Henry —insistió Astrid escandalizada, pero el gato no pareció importarle ya que parecía dispuesto a restregarse de nuevo contra sus piernas—. Henry Haddock —repitió ella desesperada y se volvió a Tormenta, pero su familiar había desaparecido de su vista pese a que todavía la sentía dentro de la biblioteca—. ¿Tormenta? ¡Haz algo, por favor! ¡Este familiar tiene que estar senil o algo! ¡No puede reclamarme él también cuando ya tiene un alma afín!

Tormenta, sin embargo, no respondió y Astrid entendió enseguida por qué. Se volvió rápidamente hacia la puerta y allí se encontraba Henry Haddock. Lucía alterado, con las mejillas cubiertas de pecas ligeramente ruborizadas y su respiración era errática, como si se hubiera dado una buena carrera. Tenía el brazo lesionado recogido de nuevo en un cabestrillo y tenía el pelo convenientemente despeinado, como si fuera consciente que así le quedaba bien. Astrid quería excusarse de inmediato, consciente de la violación a la intimidad que suponía para un hechicero que otra bruja tocara a su familiar. En el propio caso de Astrid, ni siquiera su madre podía tocar a Tormenta, pues era como si estuviera tocando su alma con sus manos desnudas. El gato, sin embargo, parecía ignorante de cómo funcionaban las cosas, pues persistía en restregarse contra ella, por lo que Astrid saltó sobre la mesa de roble para detener aquella horrible locura. Desdentao, sin embargo, no parecía contento y, de un salto, cayó sobre su regazo como si nada. El primer impulso de Astrid fue empujarlo, pero consciente de que no debía cometer el menor acto de agresión contra el familiar de un Ilustre extendió sus manos temblorosas hacia arriba y se volvió a un ojiplático Henry, quien tampoco parecía dar crédito a lo que estaba pasando.

Nunca había visto a un familiar comportarse así.

Aquello no era normal.

Era… era como si el familiar no supiera cómo debía comportarse. El animal emanaba magia, una magia que ella ya conocía: mandarina, romero y madera con un toque ahumado, casi a quemado.

La magia de Henry.

El familiar era de Henry y, sin embargo, actuaba como si ahora la estuviera reclamando a ella también, inconsciente de que Astrid ya contaba con su propio familiar.

Contempló a Henry necesitada de respuestas y esperanzada de que le quitara al animal encima, pero el hechicero seguía congelado en la puerta, como si su cuerpo se hubiera clavado allí y su mente se hubiera ido lejos. Muy, muy lejos. Sin embargo, cuando el gato ronroneó contra su pecho, buscando su mano para que le acariciara la cabeza, Astrid le oyó decir:

Mierda.

Xx.