Holi,
Sí, estoy viva. Sí, os pido perdón. No, no voy abandonar esta historia.
La vida es... complicada. En verdad, no tengo una excusa real que daros, sencillamente no me encontraba con la cabeza enfocada para escribir todo lo que me gustaría. Tenía esperanzas de haber terminado este capítulo antes de agosto, pero me resultó imposible. El trabajo ocupa demasiado de mi tiempo y, cuando no es el trabajo, es la pareja (sí, mágicamente apareció cuando estaba terminando el último capítulo de Wicked Game y ahí sigue). Ardo en deseos de escribir, tanto este fic como otras historias mías, pero mi problema es el tiempo, que no dispongo de él. A veces incluso me veo abordada por mis inseguridades, todas ellas horribles: ¿qué haces escribiendo fanfiction otra vez, Itsasne? ¿no sabes que ya has escrito lo mejor que vas a escribir nunca? Soy muy dura conmigo misma, a veces diría que soy hasta injusta, y he pensado en más de una ocasión de borrar esta historia, pero me he parado a mí misma todas esas veces.
All for Us tiene potencial. No, no tengo claro hacia donde va. Sí, tiene cosas que recuerdan a Wicked Game, pero es una historia distinta también. Sé que lo estoy escribiendo en un fandom que, por desgracia, no pasa sus mejores momentos, que esta historia tiene la relevancia de una patata. Pero aquí estamos, ¿no? Seguiré escribiendo, aunque sea para mí, porque creo que, por fortuna y por desgracia, es lo mejor que sé hacer.
Y, después de este speech tan penoso, quería dar las gracias a todas las personas que os habéis parado a leer y más si me habéis dejado alguna review. Muches me leeis de hace tiempo y agradezco de corazón que sigáis haciéndola, significa mucho para mí, que lo sepáis. Si os animáis a dejarme alguna review en este capítulo sería maravillosa, más ahora que Fanfiction ha arreglado la incidencia de las notificaciones, sobre todo porque ya sabéis que vuestros comentarios es el único que recibo por publicar esto.
Sin liarme mucho más, os deseo un maravilloso día y espero que disfrutéis del capítulo.
Xx.
Son muchos los debates en los que enuncian cual es el problema de la crisis mágica, pero los últimos datos son apabullantes. Antes, los niños nacían con magia por doquier, pero hoy en día, la pureza de sangre mágica es casi una rareza. Desde el comienzo del siglo XXI, el índice de nacimientos de niños no mágicos —popularmente conocidos como Arruntas— en familias Ilustres ha sido un problema en aumento. A esto se le añade la proliferación de niños nacidos de un progenitor o ambos progenitores gizati, el cual supone un agravio a la pureza de la magia y es muy posible que los poseedores de magia banal conocidos como Corrientes sean la verdadera causa por la que la magia esté desapareciendo de nuestro mundo.
¿Es el fin de la magia? Corrientes y Arruntas: la epidemia del siglo XXI de la doctora Joanne Galbraith.
Xx.
Brusca le hizo el favor de recoger el paquete de Amazon a los dos días de hacer el pedido.
Como no quería esperar más de una semana hasta que un repartidor se atreviera a adentrarse a las enrevesadas carreteras de las Highlands, pidió una entrega en el punto de recogida más cercano en Inverness. Brusca tuvo el detalle de traer el paquete hasta la biblioteca, donde Astrid estaba subida en lo más alto de una estantería colocando unos volúmenes de Física de la Magia.
—¿No tienes vértigo? —preguntó Brusca.
—Para nada —respondió Astrid deslizándose por la escalera—. ¿Cómo estás?
—Aburrida de limpiar y ni siquiera he empezado —respondió la bruja malhumorada—. Estoico viene este fin de semana y tengo jornada intensiva para dejar esta casa como los chorros de oro.
Astrid dio un respingo e inevitablemente miró a su alrededor. La biblioteca todavía daba pena y estaba muy desordenada por su proceso de catalogación. Llevaba un buen ritmo, pero era un trabajo laborioso y lento si se quería hacer bien. Además, se esforzaba en restaurar los libros que se encontraban en peor estado y, desafortunadamente, debía hacerlo de forma manual, porque eran tan antiguos que la magia que contenían fácilmente podían reaccionar contra la suya y destruirlos en cuestión de pocos segundos. Apenas podía apreciarse el acabado en roble de la enorme mesa de la biblioteca, el cual estaba cubierto de libros, restos de cartón y papel y su portátil.
—Dudo mucho que Estoico le dé especial importancia al estado de la biblioteca —le advirtió Brusca—. Seguramente se quede todo el fin de semana encerrado en su despacho, pero siempre que viene hay que limpiar la casa de arriba a abajo.
—Además yo no estoy el fin de semana —alegó Astrid preocupada—. Va a pensar que soy una vaga.
—Se supone que tienes un horario flexible, ¿no? —le recordó Brusca—. Además, ¿no me dijiste ayer que ya habías avisado a Bocón y no te puso ninguna pega? Si Bocón no te ha dicho nada, será porque tu presencia no es imprescindible. No le dés más vueltas.
En verdad, Astrid estaba segura que Bocón no se lo había dicho a propósito. Es más, se había mostrado demasiado contento al comentarle de que aquel fin de semana iba a estar fuera y le instó incluso a que volviera el lunes en lugar del domingo para que pudiera aprovechar aquel par de días libres. Ahora entendía por qué. Era muy probable que Bocón no quisiera que Astrid se cruzara en el camino de Estoico y, honestamente, estaba agradecida por ello. Bastante insoportable le resultaba el hijo como para encima tener que aguantar al padre.
—Gracias por recogerme el paquete —dijo Astrid.
—No hay de qué, ¿quieres que comamos luego juntas? —preguntó Brusca—. Mi madre está por aquí, así que puede hacernos algo para comer.
—Vale, perfecto —aceptó Astrid encantada.
Brusca le regaló esa sonrisa pícara que tanto la caracterizaba. Le gustaba Brusca, no podía negarlo. Era escandalosa y ruidosa, pero también muy divertida. Abordaba a Astrid a reels por Instagram, le mandaba un montón de fotos de sus diseños y audios quejándose sobre todo de su hermano gemelo. Astrid y Brusca no podían ser más dispares, pero ambas se habían encontrado en el momento perfecto en el que fácilmente podrían formar una amistad sólida basada en memes, cotilleos y reels.
Astrid no podía pedir más.
Brusca estaba cerca de convertirse en su primera amiga bruja y estaba encantada de que se le olvidara cada dos por tres de que ella era Corriente. Por una vez, podía sentirse normal, lo cual era de agradecer.
Cuando Brusca se marchó a trabajar, Astrid cerró la puerta de la biblioteca y abrió el paquete de Amazon. Astrid odiaba admitir que, en ocasiones, perdía demasiado tiempo en Instagram, pero nunca pensó que esa red podía darle solución sencilla a una cuestión tan compleja. Ya había visto vídeos de los perros que pulsaban botones con voces pregrabadas para hablar con sus dueños. No sabía hasta qué punto eran eficaces y si los animales realmente entendían lo que querían decir cuando pulsaban esos pulsadores, pero Astrid no dudaba de que Desdentao, siendo un familiar, era lo bastante inteligente como para entenderla y responder a preguntas simples. Si Desdentao no podía hablar por la razón que fuera y Astrid tenía que enseñarle, debía empezar por la forma más sencilla. Como no sabía si Desdentao sabía leer o no, ella misma le "prestaría" su voz a través de los pulsadores para que pudieran contestar a sus preguntas con dos respuestas simples: sí o no. Una vez que comprendiera la dimensión del problema del habla del familiar, quizás pudiera buscar una solución más eficaz para ayudar al gato a hablar.
Astrid se detuvo cuando fue a poner las pilas a los pulsadores.
¿Qué estaba haciendo?
Aquel no era su problema. No lo era. Era Henry Haddock el que debía encargarse de su familiar y no ella. Es más, en el poco tiempo que llevaba en Escocia había mentido a Tormenta más veces de lo que había hecho en toda su vida. Su familiar, además, la evadía, como si hubiera adivinado que la estaba engañando o estaba obrando a sus espaldas a favor de un familiar que no era de ella. Astrid se sentía terriblemente culpable, pero a su vez pensaba que no podía negarle la ayuda a Desdentao. No. Se había comprometido con él y algo le decía que no podía echarse atrás.
La caja traía dos botones en diferentes colores, así que Astrid grabó con su voz y pintó dos palabras sencillas: Sí y No. Astrid dejó los pulsadores en el suelo y continuó trabajando a sabiendas que el gato no tardaría en hacer acto de presencia. Desdentao, sin embargo, no apareció en toda la mañana. Ni tampoco se presentó después de comer. Además, Henry tampoco parecía estar en la casa. ¿Quizás se habían vuelto a marchar? No cabía duda que la marcha de Henry suponía un enorme alivio para ella, pero le desconcertaba su propia decepción al no poder comprobar ese mismo día si su experimento iba a funcionar o no.
Sin embargo, cuando Astrid se dirigió hacia la cocina para comer con Brusca, escuchó a Henry discutir con Bocón cuando pasó por delante de su despacho. No se detuvo a escuchar la conversación, quizás porque se sintió abrumada por el intenso aroma de la magia del hechicero, que había pasado de su característico olor a madera ahumada a brasas de carbón. El olor de la magia podía variar según el estado de ánimo del hechicero o la bruja, por lo que entendió que Henry debía estar realmente enfadado. Quizás tuviera que ver con la inminente visita de su padre, con quien era evidente que mantenía una relación muy complicada y tumultuosa.
Fuera lo que fuera, Astrid prefería mantenerse lejos de Henry Haddock.
Ya no solo por lo que había sucedido en la biblioteca, sino porque estaba claro que Henry Haddock tenía demasiada curiosidad y, pese a que no habían vuelto a encontrarse desde su casi beso, Astrid no podía arriesgarse de que un hechicero del cuerpo de élite pusiera su interés en ella. Si descubría que Astrid contaba con un familiar, lo más seguro —y lógico— era que la delatara a las autoridades. Era su responsabilidad, al fin y al cabo. Pese a que no existiera una ley que lo dictaminara, los Corrientes no se les consideraba dignos de poseer un familiar y Astrid no quería arriesgarse a que Tormenta le pasara nada.
Su familiar primaba por encima de todo, incluso de sí misma si hacía falta.
Brusca la estaba esperando en la cocina mientras conservaba con su madre. Madre e hija no mostraban un gran parecido físico, es más, si Brusca no hubiera presentado a Sigrid Thorston como su madre, quizás hubiera dudado siquiera que fueran madre e hija. Brusca era flaca, rubia y tenía una tez nívea, mientras que Sigrid tenía una cabellera pelirroja, la cara cubierta de pecas y era de complexión fuerte. Al principio, le costó entender a la mujer por su fuerte acento escocés del norte y a Astrid no le pasó por alto que había ignorado su mano cuando se la tendió al presentarse, posiblemente porque le incomodaba tratar con una Corriente. Aún así, la mujer se mostró cortés, pero se dirigió mayormente a su hija y no tardó en excusarse de que tenía que marcharse a la despensa para comprobar las fechas de la caducidad de las conservas.
—Perdona —se disculpó Brusca avergonzada tan pronto salió su madre de la cocina.
Astrid la contempló con simpatía.
—No ha tratado con muchas Corrientes, ¿no?
—Tampoco le gustan los gizatis —explicó la bruja con resquemor—. Les guarda rencor desde que supo que varias de sus antepasadas murieron en la hoguera por la caza de brujas en Escocia, pero creo que no es excusa para que te trate así.
—Está bien, Brusca —insistió Astrid revolviendo su plato de pasta—. No puedo evitar ser lo que soy y tampoco estoy aquí para gustar a nadie.
—¿Pero no te molesta que te traten como…? —Brusca titubeó un segundo.
—¿Como si fuera una apestada? —adivinó Astrid—. Como te dije, me crié con los gizatis, pero no es la primera vez que me tratan así en la sociedad mágica. Es mucho más normal de lo que te piensas.
Brusca parecía muy desconcertada ante su indiferencia, pero por suerte no la presionó más. Además, ¿qué le iba a decir? La discriminación de los Corrientes era, por desgracia, muy comú en la sociedad mágica. Había quienes pensaban que eran seres enfermos por la sangre gizati y que esa enfermedad era tan contagiosa que, ante el simple contacto, podían enfermar y perder su magia. Ese rumor tan espantoso se había difundido en los años setenta y llegó a su punto más álgido entre los ochenta y los noventa. Pese a que el Ministerio de Sanidad Mágica sabía que todo aquello no era más que un cruel rumor que salió de alguno de los ministerios —probablemente del Interior—, nunca movió un dedo para realizar los estudios pertinentes para demostrar que todo aquello no eran más que habladurías. Finalmente, unos pocos Corrientes, hartos de sufrir esa discriminación, se movilizaron para reivindicar sus derechos y uno de sus pocos logros fue, precisamente, que el Ministerio de Sanidad Mágica sacara un discreto comunicado que aclarara que los Corrientes no eran personas enfermas ni absorbían la magia ajena de nadie. El rumor se detuvo, pero el mensaje había calado a las generaciones de entonces, sobre todo a los adultos Ilustres que habían recibido una educación muy limitada en casa. Por esa razón, no le extrañaba que Sigrid Thorston fuera reticente a tratar con ella y lo más seguro era que hubiera advertido a Brusca de no tocarla bajo ningún concepto.
Por suerte, Brusca era dada a hacer lo que le viniera en gana y lo bastante inteligente como para adivinar que Astrid sufría ninguna clase de enfermedad contagiosa. Durante el rato que estuvieron comiendo juntas, Brusca la entretuvo con sus planes de cómo iba contar a sus padres que quería irse a Londres, del grado de estupidez que podía alcanzar su hermano gemelo y de que no entendía las webs de búsqueda de piso de los gizatis.
—¿Mil cien libras por una habitación abuhardillada con acceso a baño compartido? —cuestionó Astrid al ver el anuncio en el móvil de la otra bruja—. ¿En Brixton? Uf, no, ni hablar. Busca más opciones.
—Esto es una pesadilla —se quejó la bruja frustrada—. ¿Cómo lo hiciste tú?
—En su día dormía en hostales hasta que encontré una habitación decente a través de una agencia —respondió Astrid con desgana—. Honestamente, no lo echo en falta. Dudo mucho que vuelva a Londres una vez que termine aquí.
Brusca alzó las cejas sorprendida.
—¿Y adónde tienes pensado ir?
Lo más lógico era volver a Londres, pero Astrid estaba planteándose regresar una temporada a Hampshire y trabajar como profesora en algún colegio gizati hasta que le saliera un nuevo trabajo por parte del Ministerio de Archivos. Vivir con su madre equivalía a ahorrarse el alquiler y encontrarse en una circunstancia menos precaria, además podría ayudarla en la floristería y quizás volver a Crossfit sin tener que ser ella la profesora.
También podría volver a España e intentar conseguir trabajo en la Biblioteca Nacional de Magia en Granada. Veía como un sueño dedicarse el resto de su vida a vivir en Andalucía, con la piel bronceada y desayunando tortilla de patata con un delicioso café todas las mañanas mientras veía la Alhambra desde su ventana. Si no hubiera sido por su madre, quizás se hubiera quedado en Granada de manera indefinida, pero su conciencia le impedía tomar tamaña decisión.
Maldita fuera la razón de Eyra Andersen para que no quisiera irse a vivir a España con ella.
Y tonta de ella por no ser tan egoísta como para anteponer su propios deseos a los de su madre.
Cuando terminaron de comer, cada bruja se fue con sus quehaceres. Antes de regresar a la biblioteca, Astrid pasó por su cuarto para dejarle a Tormenta un plato con trozos de sandía que había encontrado en la nevera y se anotó mentalmente en preparar un bizcocho de semillas cuando volviera de Edimburgo.
—¿No has salido a volar? —preguntó Astrid sorprendida de encontrarse a la cuerva posada junto a la ventana y con la mirada perdida en el paisaje.
La cuerva tragó un cacho de sandía de un bocado.
—Había demasiada niebla y me he quedado dormida —argumentó su familiar—. ¿Vuelves a la biblioteca?
—Sí, ¿quieres venir? Me vendría bien algo de compañía.
La sandía que había agarrado resbaló de su pico de nuevo al plato.
—Creo que sería demasiado arriesgado —señaló Tormenta reticente—. Será mejor que me quede aquí. Además, la niebla se levantará en algún momento y creo que me vendría muy bien salir a volar.
Astrid tenía la terrible sensación de que Tormenta le estaba ocultando algo. No le gustaba sentirse así, como si la desconfianza hubiera marcado distancia entre ellas. Se sentó junto a la mesa para quedar a la altura de la cuerva y buscó su mirada.
—Sabes que te quiero más que nada en el mundo, ¿verdad?
No era la primera vez que se lo decía en voz alta, aunque no acostumbraban a demostrar su afecto a través de las palabras. Astrid percibió con alivio la ternura en los ojos azabaches de la cuerva, aunque la notó más tensa de lo normal.
—Yo también te quiero, Astrid —jugó con su pico con una semilla de sandía—. Yo no hubiera elegido a nadie que no fueras tú. Lo sabes, ¿verdad?
Astrid sintió que su corazón daba un pequeño vuelco. ¿Acaso Tormenta pensaba que…? No, no era posible.
—Ni yo querría a nadie que no fueras tú —agregó la bruja preocupada—. Tormenta, ¿seguro que estás bien? Llevas unos días muy rara.
Su familiar sostuvo su mirada con esa tensión tan inusual en ella y Astrid se temió lo peor. ¿Quizás hubiera descubierto lo de Desdentao? ¡Sabía que tenía que habérselo dicho! Seguro que estaba furiosa con ella por haberla traicionado de esa forma, quizás hasta hubiera entendido que Astrid prefería a Desdentao como familiar en lugar de ella y…
Toc, toc.
Alguien había tocado a su puerta. Astrid se volvió angustiada hacia Tormenta, pero su familiar ya había salido volando por la ventana, perdiéndose en la densa niebla. La bruja hundió sus hombros, sintiéndose de repente muy cansada, y se levantó para abrir la puerta. No se esperaba encontrarse de bruces con la cara de pocos amigos de Henry Haddock.
—Mi padre viene este fin de semana —sentenció Henry sin muchos rodeos—. Convendría que no anduvieras por aquí.
—¿Tan molesta te resulta mi presencia que me invitas a marcharme cuando viene tu padre? —cuestionó Astrid molesta.
Henry soltó un largo suspiro antes de pellizcarse la nariz.
—¿Puedes, por favor, no ponerte a la defensiva por tan solo cinco minutos? —le pidió con voz contenida—. Te lo digo de verdad, no te conviene estar por aquí.
—¿Por qué? —insistió en saber ella.
Henry frunció los labios, como si estuviera conteniendo su opinión, y Astrid puso los ojos en blanco.
—No iba a estar aquí este fin de semana —comunicó ella de mala gana—. Tengo planes.
—Vale… vale, genial —dijo él sin poder ocultar su alivio—. ¿Esos planes conllevan a que estés fuera? ¿O solo te vas a Inverness?
Astrid estrechó los ojos irritada.
—No creo que sea de tu incumbencia, pero me voy a Edimburgo —respondió la bruja—. Mi madre viene a verme y vamos a pasar allí el fin de semana.
A Astrid no sabía qué le frustraba más, si lo aliviado que se veía ante su marcha o que tuviera que esforzarse por no mirar a su boca. ¡Qué molesto resultaba sentirse atraída por aquel imbécil! Sintió el calor acumularse en sus mejillas y chasqueó la lengua, enfadada consigo misma por su propia debilidad.
—¿Algo más? —cuestionó ella—. Tengo cosas que hacer.
—No, es solo que…
Mierda, ahora era él el que estaba mirando su boca, ¿por qué? ¿No estará pensando en…? No, imposible, Astrid no podía permitirlo. Hizo un amago de cerrar la puerta, pero Henry la detuvo antes de que ella pudiera cerrarla del todo.
—Espera —dijo él en un susurro mientras la contemplaba con una intensidad que la abrumaba—. Solo espera, por favor.
Aquel «por favor» sonaba tan suplicante y tan fuera de lugar, que Astrid se vio obligada a detenerse.
—¿Qué pasa? —reclamó ella con impaciencia.
—Yo… —Henry tragó saliva y a Astrid le extrañó verle tan dubitativo e inseguro. El día anterior no había parecido dudar en querer besarla y nunca había titubeado en molestarla con tal de divertirse—. Espero que lo pases bien en Edimburgo.
A Astrid le parecía tan rara la situación y sus palabras que ni siquiera pudo darle las gracias. Es más, sus ojos volvieron de nuevo a su boca entreabierta y notó que su respiración estaba tan entrecortada como la suya. ¿En serio, Haddock? ¿Tú también?, escuchó en el fondo de su mente, aunque la parte más consciente no pudo evitar pensar si su boca sabría también a mandarina.
Quería probarlo.
Era una teoría que necesitaba comprobar que era cierta.
Solo tenía que ponerse un poquito de puntillas, ya que aunque ella presumía de ser alta, Henry le sacaba casi una cabeza. El hechicero se inclinó levemente, algo dubitativo, quizás porque aún le quedaba algo de cordura o por temor que ella aún la mantuviera. Ya sentía su aliento contra su boca y Astrid casi podía saborearlo en su lengua.
Un poquito más, pensó.
Solo un poco.
Entonces, tal y como solía presumir siempre su suerte, Karma de Taylor Swift empezó a sonar desde su cama.
Henry soltó un respingo y dio un rápido paso hacia atrás. Su cara había adquirido un fuerte tono bermellón y, antes de que Astrid pudiera decir nada, salió disparado de allí. La bruja quiso que le tragara la tierra. Sentía su cara arder y era consciente de que ella también había metido la pata y había sido tonta de remate por pensar que un beso era factible entre ellos.
¡Si lo detestaba, por Dios!
No podía tener ganas de besarlo y, a su vez, vivir con la idea de golpearlo a la mínima que la sacara de quicio. Aquello no era una comedia romántica, ni un fanfic de enemies to lovers o una triste fantasía reservada para sus noches en soledad. Astrid no quería nada con Henry Haddock y dudaba muchísimo que un niñato rico e Ilustre como él pudiera tener siquiera el pensamiento de besar a una Corriente.
Aún así, Astrid sabía que el problema no podía ser solo suyo. Henry Haddock había intentado besarla, no una, sino dos veces. Y sí, puede que ella estuviera a favor de hacerlo, pero Astrid se conocía bien a sí misma. Sabía a quién quería besar y a quién no y si algo la impulsaba a besar a Henry Haddock no era por una atracción mágica que había surgido de la nada.
No.
Astrid Andersen sabía que había algo más.
Y no dudaba que ese "algo" tenía forma de gato.
Xx.
—Sí.
Astrid levantó la mirada de su ordenador al escuchar su propia voz a su espalda.
—No.
Se giró con rapidez y observó que Desdentao pisaba los botones con aire curioso. El gato había estado desaparecido desde hacía un par de días y Astrid había empezado a preocuparse. Henry, para su enorme alivio, también había estado ausente, por lo que la bruja había podido trabajar con calma y había conseguido adelantar bastante sin tener a la mosca cojonera de Haddock tocándole las narices, ya sea para molestarla o intentar besarla. Aún así, pese a no comprender lo que le ataba a Desdentao y que aún sentía cierto distanciamiento con su propio familiar, Astrid se alegró de ver al gato y comprobar que se encontraba bien. Se levantó de un salto y se acercó hasta el gato, que la contempló intrigado. Se arrodilló ante el animal y sonrió.
—Me pediste que te ayudara a recuperar tu voz, así que he pensado que este puede ser un buen comienzo.
La bruja le explicó rápidamente su idea. Ella le formularía preguntas concisas que solo requerían una respuesta simple y Desdentao solo tendría que responder pulsando los botones. Cuando Astrid le preguntó si entendía el procedimiento, el gato titubeó antes de pulsar el botón «Sí». La bruja se levantó para coger su portátil y volvió a sentarse ante al gato con las piernas cruzadas para apoyar el ordenador en su regazo. Abrió el documento de Word donde había escrito un montón de preguntas cuya respuesta Astrid ansiaba conocer.
—¿Preparado? —no esperó a su respuesta—. Primera pregunta: ¿eres el familiar de Henry Haddock?
El familiar sostuvo su mirada durante cinco segundos que se le hicieron eternos antes de lamerse la pata y pasarla por su cara. Astrid frunció el ceño, ¿por qué no respondía a la pregunta?
—¿No contestas porque no sabes o porque no quieres decírmelo? —cuestionó Astrid.
El gato dejó su tarea de acicalarse y volvió a mirarla por un segundo antes de pulsar el botón.
—No.
—¿No qué? —reclamó Astrid frustrada y el gato bufó indignado—. Vale, vale. Lo estoy planteando mal, perdona. Voy hacer preguntas más sencillas, ¿te parece?
—Sí.
—¿Entiendes todo lo que te digo?
—Sí —pulsó el gato sin vacilar.
—¿Has podido hablar alguna vez?
—Sí.
—¿Y sabes leer?
El gato titubeó por un instante, apartó su pata del botón Sí y pulsó No.
—No pasa nada —se apresuró a decir Astrid—. Tormenta, mi familiar, tampoco sabía, le enseñé yo.
Desdentao ladeó la cabeza intrigado. Astrid se dio cuenta que era la primera vez que admitía al animal que ella ya tenía un familiar. No estaba segura de si había metido la pata o no, aunque por la curiosidad que apreció en los ojos le hizo darse cuenta que quizás Desdentao era aún más extraordinario de lo que había imaginado.
—¿Sabes lo que es un familiar? —preguntó Astrid intrigada.
—No —pulsó el animal sin titubear.
La bruja le contempló consternada.
—Pero sabes lo que es la magia, ¿no?
Desdentao pulsó Sí con suma rapidez.
—Tienes magia.
—Sí.
—¿Y sabes cómo usarla?
El gato estrechó los ojos, como si estuviera molesto por su pregunta. Astrid hizo un mohín.
—No busco ofenderte, gato.
—No —pulsó el animal entonces.
—Vale, me alegro que lo veas así, ahora querría saber que…
—No.
La mirada de Desdentao se había ensombrecido y Astrid no entendió por qué. El olor de la magia de Henry se intensificó, hasta el punto que Astrid pensó que el hechicero había entrado en la estancia, pero el foco mágico provenía del animal. Es más, el olor, de repente, se deformó y pasó del agradable aroma de mandarina, romero y madera ahumada a un intenso hedor a azufre. Astrid se tapó la nariz y contuvo una arcada.
—No —repitió de nuevo el animal.
Los libros que se encontraban sobre la mesa se elevaron en el aire y Astrid sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio que uno de ellos había prendido en llamas. La bruja se volvió furiosa al gato.
—¡No! —chilló ella—. ¡Detente ahora mismo!
El animal parpadeó sorprendido por su reacción y detuvo su hechizo. Los libros cayeron de nuevo sobre la mesa y las llamas se extinguieron al instante. Astrid cogió este último volumen en el aire y sintió un nudo en su garganta al ver que el libro se despedazaba en cenizas cuando lo cogió. Inspiró profundamente para no perder los nervios y se concentró para recordar un hechizo de retorno. En cuestión de pocos segundos, el libro recuperó su forma original y Astrid lo abrazó contra su pecho aliviada. Sus piernas flaquearon y se dejó caer sobre sus rodillas, sintiéndose de repente muy cansada. Los hechizos que jugaban con el tiempo conllevaba usar una cantidad ingente de magia a la que no estaba acostumbrada, por lo que no le extrañó sentirse de repente tan agotada. Sintió la pata del gato posarse sobre su pierna y reparó que el animal lucía preocupado.
—Estoy bien —afirmó ella—, pero no vuelvas a hacer eso. Estos libros son un tesoro y es mi responsabilidad cuidarlos y protegerlos, ¿lo entiendes?
Desdentao se apartó para pulsar el botón Sí y dibujó un gesto de puro arrepentimiento. Astrid extendió su mano y hundió sus dedos en el pelaje azabache de su lomo para que comprendiera que estaba todo bien. El animal respondió con un ronroneo a la vez que se estiró para que ampliara su caricia hasta el inicio de su cola. Fue un gesto inconsciente, similar al que acostumbraba a hacer con Tormenta, pero le horrorizó la naturalidad con la que le salía acariciar aquel familiar que no era suyo. Se contuvo en apartar su mano, sobre todo porque no sentía correcto negarle un gesto de cariño a aquel gato. Astrid no entendía el vínculo que compartía Desdentao con Henry Haddock, pero si el propio familiar no entendía qué era ser un familiar, quizás Henry tampoco era capaz de comprender que ahora su alma estaba unida a otra por un lazo tan sagrado como único.
Todo aquello parecía una broma de muy mal gusto.
Le consolaba que la ignorancia de Desdentao fuera el motivo de su comportamiento errático, pero no había sabido de familiares que no sabían que eran familiares y resultaba alarmante que Desdentao tuviera un vínculo lo bastante estrecho con Henry Haddock para oler como él y, aún así, se mostrara tan abiertamente atraído por ella. Astrid solo se había encontrado con un familiar que no era el suyo una vez y este había demostrado un rechazo abierto y hostil hacia ella. Tormenta tampoco había manifestado interés por otros hechiceros o brujas y, pese a la esquiva actitud que había manifestado en los últimos días, quería pensar que se debía al susto de la criatura con la se habían topado en el páramo y no por otro motivo que no se hubiera atrevido a revelar.
Astrid se engañaba a sí misma, en el fondo lo sabía, pero no era capaz de admitir que Tormenta, su amada cuerva con la que compartía un vínculo imposible de describir en palabras, fuera una mentirosa como ella. Tormenta era un ser de luz, mientras que Astrid era la bruja Corriente amargada y solitaria, poco digna de tal compañía, que no era capaz de conectar con nadie, fuera mágico o no. Por eso siempre había preferido los libros a las personas, si el libro la decepcionaba podía cerrarlo y olvidarse de él, pero con la gente que no eran su madre o Tormenta era infinitamente más difícil.
Karma de Taylor Swift sonó desde su teléfono, asustando a Desdentao y haciendo que Astrid tuviera que contener sus lágrimas de amargura. Había recordado que, efectivamente, era imposible olvidarse de alguien que había querido tanto y que, a su vez, le había hecho tanto daño.
Xx.
Aquella noche, Astrid se entretuvo más tiempo del debido en la biblioteca.
Se había pasado la mayor parte del día intentando buscar alguna respuesta a todas las preguntas que habían surgido a raíz de su conversación con Desdentao. Buscar respuestas en los libros era una tarea tediosa y larga y más cuando no estaba familiarizada con la biblioteca. A más que se adentraba en los volúmenes de los Haddock, más caótico se le hacía aquel lugar. No había visto nunca un espacio tan desordenado y abandonado y, si no le pagaran precisamente por ordenarlo y archivarlo, hacía tiempo que hubiera abandonado.
Maldecía que la red de internet mágica estuviera tan controlada. Si buscara información sobre los familiares en Owl, el buscador de Google adaptado a los usuarios con magia, lo más seguro era que apareciera algún miembro del cuerpo de élite en menos de una hora formulando un centenar de preguntas.
Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.
Ya sé que tengo que ser discreta, achacó colérica a la voz de su mente. Toda su vida estaba basada en tornarse invisible cuando no había querido serlo. Demasiado mágica para los gizatis y demasiado Corriente para la sociedad mágica, eso le habían dicho en una ocasión y no se lo había podido quitar de la cabeza desde entonces.
Astrid cerró la pantalla de su ordenador cerca de las diez de la noche y se estiró para destensar sus músculos agarrotados de estar tanto tiempo sentada. Agarró su teléfono y observó que tenía varias llamadas perdidas y una selfie de su madre en el que posaba sonriente en su cabina del tren nocturno que había cogido desde Londres. Astrid sonrió al ver que tenía una mancha de tierra en su mejilla cubierta de pecas y puso los ojos en blanco cuando vio que tenía una de las patillas de las gafas sujeta a la montura con celo. A diferencia de Astrid, su madre era terriblemente patosa y no era raro que se tropezara con sus propios pies. Le mandó un GIF de un gato tocando el tambor y le prometió que estaría esperándola en la estación de Edimburgo a la mañana siguiente. Su madre respondió con el típico emoji del beso antes de guardar su móvil en el bolsillo de su cárdigan.
Cogió el libro que se había encontrado esa tarde en la biblioteca para leerlo mientras cenaba y abrió Instagram de camino hacia la cocina. Brusca le había inundado la bandeja de entrada con reels y Astrid se puso a verlos para distraer su mente después de una tarde de trabajo que le había dado más preguntas que respuestas. Había llegado a la conclusión de que debía buscar otra forma más eficaz y rápida para comunicarse con Desdentao, pero ello conllevaba usar magia, algo que era arriesgado teniendo en cuenta que el gato era un familiar no reconocido. Temía que las cosas con Henry Haddock pudieran complicarse en consecuencia y Astrid era consciente que el animal no era su responsabilidad. Sin embargo, su intuición y su conciencia le advertían que debía ayudar a Desdentao, ignorantes de lo que ello pudiera repercutir en ella, Tormenta e incluso en Henry y el propio gato.
Estaba a tiempo de dar un paso hacia atrás, de no inmiscuirse en un problema que no era suyo. Aún así, pese a todo el riesgo que ello suponía, Astrid no estaba hecha para ignorar la ayuda cuando se la pedían. Se había hecho bibliotecaria porque estaba sedienta de saber y conocimiento, pero su amor por las palabras venía precisamente de su deseo de ayudar a aquellas personas que no pudieran pronunciarlas o interpretarlas.
Desdentao quería recuperar su voz y Astrid iba a hacer lo que estuviera en su mano para conseguirlo.
Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que cuando entró en la cocina se llevó un buen susto al darse de bruces con alguien más alto que ella. Del impacto, su teléfono resbaló de sus manos, pero antes de que Astrid pudiera agacharse a atraparlo, el otro individuo lo había agarrado antes de que impactara en el suelo. Henry Haddock no la sonrió, es más, tenía una mueca agria dibujada en su rostro, difícil de adivinar si era por su presencia o por tener cara de no haber dormido en por lo menos dos días. Aún así, Haddock le tendió el teléfono.
—No te daba como una persona torpe, Andersen —dijo él con tono burlón.
Astrid arrancó su teléfono de sus manos y dejó el libro que estaba leyendo en la mesa.
—No es mi culpa que estés siempre en medio, Haddock —replicó ella haciéndose a un lado para caminar hasta la nevera.
Escuchó a Henry soltar una pequeña risa amarga, pero ella decidió ignorarlo. Es más, estaba convencida de que se marcharía cuando oyó una silla arrastrarse a su espalda. La bruja se volvió desconcertada y reparó que Henry se había sentado en la mesa, como expectante de que ella hiciera algo.
—Si pretendes que te haga la cena…
—Ya he cenado —le cortó él—, pero si me sacas una Coca-Cola te lo agradezco.
De mala gana, Astrid agarró una botella de plástico y se la lanzó. Para su sorpresa, Henry la atrapó al vuelo como había hecho con su móvil.
—No te sorprendas tanto, Andersen, te recuerdo que soy del cuerpo de élite —comentó él mientras abría la botella con un movimiento fugaz de sus dedos. Astrid escuchó cómo el gas salía suavemente del recipiente antes de que el tapón saliera volando directo a la basura—. Tengo los reflejos bien entrenados.
—Qué pena que no hagas lo mismo con la cabeza —se burló ella cogiendo un tupper con una ensalada de pepino que había preparado la noche anterior.
—Ja, ja, me troncho —replicó Hipo con acritud y arrugó la nariz al ver que se sentaba en la encimera—. Te puedes sentar en la mesa, ¿eh? No muerdo.
—Estoy bien aquí —replicó ella con fiereza.
Era la primera vez que se cruzaban desde su casi beso. El ambiente era tenso, muy incómodo y Astrid no dejaba de pensar en una buena excusa para largarse de allí sin parecer que no quería estar allí con él. Henry, sin embargo, no dejaba de mirarla, como si intentara descifrar algo a través de su forma de masticar pepino.
—Otra vez me estás mirando raro —le achacó la bruja molesta.
—No, en verdad no paro de pensar en por qué estás comiendo pepino crudo —argumentó Henry con una mueca de asco.
—El pepino está riquísimo y es muy nutritivo —advirtió ella ofendida.
—Se supone que eres deportista, ¿no deberías comer algo más proteico?
Astrid alzó una ceja y Henry puso los ojos en blanco.
—No soy quién para meterme con la comida de nadie, pero es que odio el pepino. Me recuerda a cuando me estaban preparando para entrar en el cuerpo de élite y me obligaban a comer pepino precisamente porque era "muy nutritivo".
—Dicen que es muy duro.
—Lo es —concordó él en un suspiro.
—Pero dudo mucho que sea para tanto —advirtió ella—. Lo que pasa es que eres un flojo.
Henry abrió la boca indignado.
—Creo que eres la persona más quejica y sarcástica que he conocido nunca —se adelantó a decir la bruja—. Seguro que te abrieron más de un expediente disciplinario por tener la boca muy grande.
El hechicero la contempló estupefacto.
—¿Cómo lo has…?
—Puede que sea una Corriente, pero sé lo que es el cuerpo de élite —argumentó ella antes de dar otro mordisco a su ensalada—. Es la institución mágica más difícil de acceder de todo el sistema mágico. No solo os someten a un tortuoso entrenamiento mágico y físico, sino que además os entrenan para sobrevivir a situaciones extremas.
—Sabes mucho del cuerpo de élite —apuntó Henry—. ¿Te hubiera gustado pertenecer a la división?
Astrid alzó la mirada de su tupper, sorprendida por su pregunta y más por su expresión. No había malicia en su voz, sino más bien curiosidad.
—Hace años quizás sí —respondió ella con sinceridad—, pero una Corriente jamás sería aceptada en el cuerpo y, además, cada día estoy más segura de que no valgo para seguir órdenes.
Henry soltó una carcajada.
—En eso no te puedo quitar la razón, pero creo que tu perfil hubiera sido fantástico para el cuerpo —replicó el hechicero apoyándose contra el respaldo de su silla.
Astrid frunció el ceño.
—¿Por qué lo dices?
—Por favor, Astrid —dijo Henry con exasperación—. Es evidente que lo digo por tu magia de las tormentas.
—Magia de voltaje —le corrigió ella irritada.
Henry bufó.
—Oye, si tienes miedo de que pueda decir algo o…
—¿Algo de qué? —se apresuró a decir Astrid a la defensiva, aunque sintió que todo el pepino que había ingerido subía peligrosamente por su exófago.
El hechicero torció el gesto.
—Eres muy desconfiada —afirmó Henry y antes de que Astrid pudiera replicar, alzó su mano para que le dejara hablar—. Entiendo por qué eres desconfiada, no te confundas, y que sepas que lo respeto.
—No creo que lo entiendas, tú no eres…
—Por favor —le cortó él—. No me vengas con el discurso de que si yo soy Ilustre y tú una Corriente, que ya me lo sé. Que no viva en tu piel, no significa que no empatice con tu situación.
Astrid recordó que Brusca le había contado que durante mucho tiempo se pensó que Henry podía ser un Arrunta, un niño carente de magia, pero con padres Ilustres. La magia solía manifestarse desde edades muy tempranas, como había sido el caso de Astrid, pero había niños que tardaban más en desarrollarla. Existían pocos registros de niños Arruntas, pero a Astrid no le extrañaría que muchos de ellos fueran dados en adopción o directamente borrados del mapa. No existía mayor vergüenza en una familia Ilustre que el contar con un niño Arrunta y eran tan despreciados por la sociedad mágica que ni siquiera se les consideraba miembros de la misma. Le resultaba extraño que se hubiera siquiera planteado que Henry Haddock hubiera podido ser Arrunta, más dada la presencia mágica que poseía tanto él como su familiar.
Todas las brujas y hechiceros compartían un nexo común de magia, pero cada uno, según el talento con el que hubiera nacido, podía desarrollar su propio poder. Astrid nunca se había atrevido a afirmar que ella poseía la magia de las tormentas, pero podía manipular la electricidad y notaba que su poder se acrecentaba en las jornadas tormentosas. Bromeaba con lo de «magia de voltaje» para no tener que responder a demasiadas preguntas, aunque era evidente que Henry Haddock no tenía ni un pelo de tonto y no se había tragado su película. No obstante, a pesar de llevar un tiempo conviviendo con él, aún no había adivinado qué clase de magia había desarrollado Henry, pero Astrid no dudaba de que debía ser extraordinaria. Solo los hechiceros y las brujas con mayor talento y potencial entraban en la división de espionaje, por lo que Astrid estaba convencida de que se encontraba ante uno de los hechiceros más poderosos con los que se había encontrado nunca.
—¿En qué piensas?
Henry la contemplaba expectante, como si esperara una réplica maliciosa por parte de ella. Astrid, sin embargo, no tenía energía para discutir con él.
—Tu padre sabe que soy una Corriente, ¿verdad?
El hechicero frunció los labios y Astrid supo que había tocado un tema delicado, pero no le importó.
—Si temes que te despida por ello, despreocúpate. Mi padre es un hombre demasiado ocupado como para detenerse en pensar si alguien es Corriente o Ilustre, siempre que hagas bien tu trabajo y no llames la atención, no te dedicará una segunda mirada.
Astrid dejó el tupper a un lado y cruzó las piernas.
—¿Por eso no quieres que esté aquí el fin de semana? ¿Temes que llame la atención?
—Al contrario, dudo muchísimo que estando yo aquí, mi padre ponga especial interés en ti. Es más, da igual lo que seas, buscará una excusa para focalizar toda su atención en mí.
La bruja frunció el ceño.
—¿Y eso es malo?
Heny sonrió con amargura.
—No soy santo de su devoción —argumentó él levantándose de su asiento—. Es triste, pero la verdad es que no le caigo muy bien.
Se acercó hasta la basura para tirar la botella en el contenedor amarillo neón.
—Es tu padre, que le caigas bien o no no debería condicionar nada —replicó Astrid bajando de un pequeño salto de la encimera y cogió el tupper para fregarlo.
—Pero tú le caes bien a tu madre, ¿no?
Astrid sintió el agua demasiado fría cuando abrió el grifo y se apuró en calentarlo.
—A mi madre le cae bien todo el mundo —replicó ella sin mirarle—. Es tan buenaza que a veces parece tonta.
De repente, sintió a Henry a su lado y Astrid contuvo un respingo. ¿Cómo podía moverse tan rápido sin que ella se diera cuenta? Aún le costaba creer que aquel hombre, con el cabestrillo sujetando su brazo contra su pecho y con cara de no haber dormido en días, pudiera ser un espía del cuerpo de élite.
—¿No es un poco cruel eso que dices? —preguntó Henry apoyándose contra la encimera.
—No —respondió Astrid con sequedad—. Ella misma lo admite, pero también es cierto que tiende a caer bien a casi todo el mundo, porque es asquerosamente simpática.
Henry no pudo contener una carcajada, lo cual desconcertó. Le resultaba raro escuchar una risa salir de la boca de aquel hombre.
—Lo dices como si fuera malo.
—No, lo digo porque me encantaría tener su carácter —admitió ella—. La envidio muchísimo. Es esa clase de persona que ve lo bueno en todo el mundo, hasta tú le caerías bien y ya es decir.
Esperó una respuesta sarcástica por parte de Henry, pero tuvo que volverse al sólo recibir silencio. Henry observaba como fregaba su tupper, con aire pensativo y Astrid se percató de un brillo extraño en sus ojos.
—¿Estás…?
—Tienes mucha suerte —le cortó él—. No todos pueden presumir de tener una relación con su madre y parece una mujer fantástica, más teniendo en cuenta que criar sola a una niña con magia no es nada fácil, más siendo gizati.
Astrid abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Había metido la pata, ¿verdad? Ella no había sacado el tema e incluso no había dejado a su madre en el mejor lugar, ¿pero puede que hubiera sido una insensible al tener en cuenta de que la madre de Henry estaba muerta? No conocía las circunstancias de la muerte de Valka Haddock más allá de que había sido por una enfermedad intratable, pero Brusca ya le había explicado que tanto Henry como su padre habían quedado muy marcados por su fallecimiento. Puede que incluso hubiera acentuado la distancia entre padre e hijo, aunque era difícil saberlo al no conocer de primera mano la relación entre los Haddock. Fuera lo que fuera, no era asunto suyo, y ella no era la más adecuada para opinar.
Al fin y al cabo, todo el mundo sufría de daddy issues.
—Tuve una buena infancia —remarcó Astrid—. Y soy consciente de mi suerte.
Henry sonrió y esta vez tampoco hubo sarcasmo o crueldad en su expresión. Su sonrisa era triste, sincera, pero amable a su vez.
—Me alegro de que así sea.
Se le hacía extraño que Henry se mostrara tan amable con ella. En verdad, parecía especialmente cansado, aquellas ojeras oscuras e inflamadas bajo sus ojos lo delataban, y quizás por eso no tuviera energía para usar esa actitud tan déspota y sarcástica que tanto la sacaba de quicio. Es más, sin esa máscara de arrogancia parecía más joven incluso, aunque Astrid ya había sabido por Brusca que era por lo menos un par de años mayor que ella.
—Oye, ¿ya terminaste ese libro de Shirley Jackson?
La bruja se volvió hacia él, algo extrañada por su pregunta. Henry había cogido el libro que Astrid había dejado sobre la mesa. Sintió que la sangre se acumulaba en sus mejillas, ya que justo ese día había encontrado una copia antigua de Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media de Tolkien y no había podido resistirse. Como buena «rata de biblioteca friki que no lo aparenta», Astrid tenía debilidad por el escritor inglés y todo lo que tuviera que ver con su Legendarium. Había leído ese libro de niña y tenía una copia en su dormitorio en la casa de su madre, pero no había vuelto a leerlo desde entonces. La nostalgia era un sentimiento recurrente para ella y a veces la consolaba a través de los libros de su infancia, ¿qué iba hacer? ¿Ignorar su existencia y devolverlo a su estantería como si no le dijera absolutamente nada? Astrid era una mujer fuerte, pero los libros eran su mayor debilidad, no iba a negarlo.
Aún así, no estaba segura de que quisiera que Henry Haddock supiera que a ella le gustaba leer esa clase de libros, por mucho esfuerzo que le supusiera el mantener una conversación cordial con ella.
—¿Te gusta Tolkien?
¡Oh Dios!, pensó Astrid horrorizada. Reconocía ese brillo en sus ojos. No, no, imposible. No quería tener nada en común con Henry Haddock, por mucho que le cortara la respiración esa mirada cómplice y de felicidad de cuando alguien encontraba a otro alguien con quien compartir algo que le encantaba.
Mierda.
—¿Conoces a Tolkien? —preguntó perpleja.
Henry abrió la boca indignado.
—¿Que si conozco a Tolkien? Este libro… —Henry abrió el volumen y señaló su nombre escrito con letra infantil en la primera página—, es de un servidor.
—Oh, disculpa, no lo había visto —se apuró en decir Astrid, reprendiéndose a sí misma por no haberlo visto antes—. Pensaba que al ser un libro de un autor gizati no habría problemas con que lo sacara de la biblioteca.
Astrid fue a coger el libro para devolverlo, pero Henry lo apartó de su alcance.
—Yo no he dicho que no pudieras sacarlo —le advirtió Henry con voz sosegada—. Hubiera estado bien que me hubieras preguntado —Astrid abrió la boca para protestar, pero el hechicero le tendió el libro—. pero supongo que tienes toda la libertad para coger los libros que quieras. Al fin y al cabo, tú los cuidas mucho mejor que cualquiera que hayamos residido en esta casa.
La bruja sostuvo su mirada unos segundos antes de coger el libro con cuidado, temerosa de que todo fuera una trampa para reírse de ella o algo por el estilo, pero Henry simplemente sonrió cuando abrazó el volumen contra su pecho.
—Entonces te gusta Tolkien —puntualizó él—. No puedo decir que me sorprenda.
—¿Por qué dices eso?
—La pregunta de si te habías terminado el libro de Shirley Jackson era retórica —comentó el hechicero con diversión—-. Ya me he dado cuenta que lees muchísimo, cada día se te ve con un libro diferente en la mano. Tu lectura de Dune me confirmó que tú, Astrid Andersen, eres una friki.
La bruja sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas.
—No tiene nada de malo que me guste la literatura de fantasía y de ciencia ficción —Henry iba a decir algo, quizás consciente de que ella se sentía insultada por su comentario—. ¿Y qué hay de ti? ¿Acaso lees literatura gizati? Te veo muy puesto para ser un Ilustre.
—La literatura gizati es infinitamente más variada y entretenida que la nuestra —remarcó Henry—. Mi madre quería que leyera, así que me compraba libros que pensó que me gustarían.
—Al menos tenía buen gusto si te compró los libros de Tolkien.
Henry volvió a dibujar esa sonrisa melancólica que hizo que se le encogiera el pecho.
—No te haces una idea.
Astrid sintió el extraño impulso de abrazarlo al ver cómo la tristeza apagaba el brillo en sus ojos verdes. Por suerte, se contuvo, pero tampoco se sentía cómoda con haberle hecho recordar que era huérfano de madre.
—¿Has visto las pelis?
Henry la contempló asombrado, quizás porque no hubiera esperado que, tras tanta hostilidad por su parte, Astrid estuviera dispuesta a mantener una conversación con él que no tuviera que ver con la biblioteca, los Ilustres, los Corrientes, las llamadas indiscretas y toda la mierda que tenían encima. Hablar de libros y cine era fácil, un territorio neutral donde ambos partían desde el mismo lugar.
—Espero que te refieras a las versiones extendidas —anunció Henry con tono cauto.
—¿Es que hay otra versiones que no sean las extendidas?
La sonrisa que Henry le regaló hizo que su corazón latiera con fuerza contra su pecho. No hablaron de otra cosa, aunque tampoco hizo falta. La primera media hora hablaron intensamente de la trilogía de El Señor de los Anillos y cuando pasaron a hablar de El Hobbit, sin preguntarle nada, Henry preparó café. Pasada hora y media, ambos debatieron sobre la poca originalidad en el ámbito de la ficción en los últimos años y, cuando dieron las doce, Henry le preguntó cuál era su libro favorito.
—Esa es una pregunta muy cruel —advirtió Astrid mientras se acababa su segunda taza de café, consciente de lo acelerada que se sentía por la intensidad de la conversación y el exceso de cafeína—. Es como si le preguntas a un padre o a una madre cuál es su hijo favorito.
—Siempre hay un favorito —apuntó Henry—. No en mi caso, porque soy hijo único, pero seguro que tú eres la favorita de tu madre.
—Claro, soy su única hija —remarcó Astrid.
Henry la estudió un segundo.
—De tu madre, no lo dudo, ¿pero…?
La mirada que le lanzó fue suficiente para que se pensara dos veces en lanzar la pregunta.
—Lo estabas haciendo muy bien, Haddock, no dejes que tu insaciable curiosidad destruya esta conversación, por favor.
El hechicero alzó las manos como señal de paz.
—Olvídalo —sentenció él—. Soy un claro ejemplo de metomentodo y me he acostumbrado a que me paguen por ello, pero no quiero arruinar esto tampoco, así que perdóname.
Esto. ¿Qué era esto?, se preguntó Astrid. Ella misma se había dado cuenta de que aquella charla en la cocina de una casa en mitad de las Highlands con aquel hechicero Ilustre que quería saber demasiado sobre ella había sido lo más parecido que había tenido a una cita en meses. Y le había gustado. No, no debía engañarse a sí misma. Le había encantado. Henry Haddock había debatido con ella, habían compartido impresiones de algo que les encantaba y todo desde un tono agradable, cómodo e incluso cálido.
No recordaba haberse sentido tan bien con alguien que no fuera su madre o Tormenta desde…
¿Desde cuándo?
Astrid ya ni se acordaba.
Durante dos horas que se le habían hecho cortísimas, esta versión de Henry Haddock le había caído tan bien que no había podido evitar mirar su boca en más de una ocasión. Le avergonzaba el haber pensado lo que podrían hacer sus manos cuando no gesticulaban tanto, o lo que podía hacer su lengua cuando no lamía el rastro de café que sus labios dejaban en la taza.
¿Por qué?
¿Por qué el puñetero Henry Haddock le resultaba tan atractivo? ¿Y por qué era tan evidente que él se sentía igual de atraído por ella? Astrid había visto las señales, el cómo la miraba cuando parecía enfrascada en la conversación y la observaba con algo más que curiosidad, con los ojos oscurecidos por la pasión. Debía molestarla que Henry Haddock no tuviera algo más de pudor, que no se hubiera cortado cuando ella se había quitado el cardigan porque tenía calor y se quedara solamente con una camiseta que exponía más piel de la que le hubiera gustado mostrar.
Pero el muy imbécil no daba el paso, ni un indicio de que fuera a besarla o tocarla de ninguna manera.
Y ella era demasiado orgullosa para dar ese paso.
Quería besarlo, pero prefería que fuera él quien tuviera que ceder a ese magnetismo que se imponía entre ellos.
—Es tarde y mañana tengo que madrugar para ir a Edimburgo —anunció Astrid, frustrada consigo misma—. Supongo que nos veremos el…
En ese instante, olvidó lo que iba a decir. El olor de la magia de Henry impregnó sus fosas nasales y se sintió un tanto desorientada cuando lo sintió de repente tan cerca. Como si hubiera adivinado su leve mareo, su mano sana sujetó su brazo con delicada firmeza. Su tacto ardía contra la piel desnuda de su brazo y Astrid alzó la mirada para encontrarse con sus ojos tan verdes como el invierno en Escocia.
—¿Vamos a obviar otra vez lo evidente o prefieres que nos besemos de una vez? —preguntó Henry tras un tenso silencio.
¡Por fin!
Astrid no lo pensó dos veces. Cogió del cuello de su camiseta y tiró para posar sus labios contra los suyos.
Lo primero que se dio cuenta era que su boca sabía a mandarina.
Qué curioso, pensó Astrid por un instante. Nunca había pensado que la magia se pudiera saborear en un beso. Pese a que su cuerpo ardía contra el suyo, Astrid se estremeció cuando su mano bajó hasta la parte baja de su espalda y la acercó hasta que el hueso de su cadera chocó contra su muslo. Aquel beso era de otro mundo: ansioso y furioso, pero a su vez como un soplo de aire fresco tras estar meses encerrada entre las cuatro paredes de la soledad. Resultaba extraño besar a aquel hombre, el cómo sus labios se coordinaban como si aquello fuera un reencuentro y no una primera vez. Su cuerpo se amoldaba al suyo, fundiéndose en su abrazo cálido y desesperado, tan anhelante de la cercanía que temía que ella pudiera escaparse, como si desconociera que Astrid no tenía la menor intención de irse.
Henry cortó el beso en cierto punto porque ambos, por una estúpida razón, necesitaban respirar. Astrid fue a buscar de nuevo sus labios, pero Henry la empujó contra la encimera y, sin muchos miramientos, besó su cuello con tal pasión que pensó que iba a derretirse en sus brazos.
—Si esta vez me dejas marca, te mato —advirtió Astrid mientras contenía un gemido.
Henry subió su mano sana peligrosamente hasta uno de sus senos y le dio un suave apretón.
—¿Y si te las dejo donde no se vean?
Astrid sintió su sonrisa traviesa contra su hombro y ella, con cierto fastidio, dio un salto para sentarse sobre la encimera y ponerse a su altura. Extendió sus piernas para rodear sus caderas y lo empujó contra ella, haciéndole jadear de sorpresa. Él la contempló con una mezcla de sorpresa y excitación que claramente demostró cuando su erección rozó contra su centro.
—Sin marcas —repitió ella cogiendo de nuevo del cuello de su camiseta.
—Sin marcas —prometió él antes de atender el beso que ella desesperadamente reclamó.
Astrid era consciente que aquello se le iba a ir de las manos en cuestión de segundos, pero Henry compensaba su idiotez con un don extraordinario para besar. El olor de su magia mezclado con el leve aroma de perfume masculino y café recién hecho la estaba volviendo loca. Nunca nadie la había tocado y besado de esa manera, con esa mezcla de pasión, frustración e incluso enfado que bien había marcado su relación desde el primer día.
Mierda.
Quería follarlo desesperadamente.
Sonaba ridículo, pero tantos meses a dos velas y sin un orgasmo decente le hacía actuar de forma tan irracional e impulsiva, ¿pero qué otra cosa iba hacer? Astrid quería poner el piloto automático por una vez en su vida, no tener que controlar cada aspecto de su vida y liarse con un tío que, pese a ser algo bipolar, le resultaba demasiado guapo y atractivo como para ignorar la evidente atracción que existía entre ellos.
Así que sí, iba a follárselo.
Era un hecho.
Solo tenía que bajar sus manos hasta el cinturón de su pantalón, desabrocharlo y…
Henry dejó de besarla. Es más, se quedó estático, con su cara a pocos centímetros de la suya y, para el enorme desconcierto de Astrid, observó el terror en sus ojos. Astrid frunció el ceño, confundida por su reacción, pero entonces se dio cuenta de que ya no estaban solos en la cocina. Primero vio al perro, un animal de aspecto desaliñado y gris, pero tan grande que bien podía devorar a Tormenta de un bocado. Astrid no sabía qué raza de perro era —al fin y al cabo, su especialidad eran las aves, no los mamíferos— y, aún así, tuvo la certeza que aquel era un familiar. El animal emanaba un intenso aroma a salvia, pimienta y pino que rápidamente se impuso sobre el de Henry, señal de que aquel familiar estaba unido a una bruja o un hechicero muy poderoso. Fue en ese instante cuando Astrid comprendió por qué Henry Haddock se había detenido y es que ella misma sintió el impulso de quitárselo de encima cuando adivinó de quién era ese familiar.
Ahora sí estaba jodida, ya que no debían haber secretos entre almas afines.
Estoico Haddock había vuelto a casa.
Y Astrid supo en ese mismo instante que estaba despedida.
Xx.
