Holi,
Aquí vuelvo con otro capítulo. Soy consciente de que los capítulos son cortos, pero es que no llego a todo y, honestamente, siento que la calidad de lo que escribo no es buena. Intento ser amable conmigo misma y no forzarme demasiado. Quiero seguir escribiendo, enfocarme en mi contenido original que me mira con acritud porque no le haga caso y también quiero seguir con esta historia que, aunque no lo lea casi nada, soy consciente de su potencial. No es Wicked Game, jamás volveré a escribir algo como esa historia. Pero intento hacer algo más, aunque vuelva a usar personajes de Wicked Game y repita ciertos conceptos. A veces pienso si All for Us no será una especie de secuela o una historia que se ubica cientos de años en el futuro de Wicked Game donde la magia, en sí misma, ha evolucionado y no precisamente para bien. La magia en All for Us está desapareciendo y es todo como más decadente y triste. Honestamente, Astrid e Hipo son más out of canon que nunca en esta historia, pero ya sabéis que yo siempre hago lo que me da la gana con estos personajes, hasta el punto de moldearlos para hacerlos míos.
Recordaros que mi único salario son las reviews. Ya sé que el fandom está muerto requetemuerto y lo tengo asumido, pero es que tampoco me apetece saltar a otro cuando ya me siento cómoda en este. Pero tened en cuenta que esta autora no cobra y, aunque me tomo más libertad en publicar porque no tengo esa autopresión que me impuse con Wicked Game, las reviews siguen siendo un gran aliciente para seguir escribiendo fanfics. Así que, por favor, si tenéis algo que comentar, sea bueno o malo, no dudéis en hacerlo.
Otra cosa, que vuelva a escribir fanfiction no es sinónimo de que este año vaya haber especial de Navidad. Si queréis especiales de Navidad, tenéis unos cuantos ya escritos y mi propuesta sería que vosotres desarrollarais los vuestros y los compartierais conmigo. Lo siento mucho, me encantaría disponer del tiempo y las ganas, pero la vida real es más importante que esta ahora mismo.
De igual manera, este siempre será mi refugio y espero que para vosotres también.
Os mando un abrazo y espero que disfrutéis del capítulo.
Xx.
Cuando tenía seis años, una psicóloga dictaminó que Astrid era «impulsiva» y «temperamental».
Si Astrid hacía memoria, recordaba perfectamente el pequeño despacho de la psicóloga del colegio, repleto de expedientes de los estudiantes de aquel centro y de posters de cuadros de la National Gallery que habían perdido el color por la exposición al sol. A Astrid le repelía la peste a tabaco que salía de su ropa y, pese a que le parecía una mujer que bien parecía que iba a jubilarse pronto, tiempo después se enteró que no era ni una década mayor que su madre. La psicóloga no le caía especialmente bien, sobre todo porque no paraba de sentenciar que Astrid era lo que se entendía como «un caso perdido».
Todo había sido porque Astrid se había peleado con otro niño.
No. No fue así.
Astrid le había dado un puñetazo en la cara a otro niño como respuesta a un insulto que había considerado imperdonable. Se trataba de una cuestión de justicia. A Astrid no se le había ocurrido nada que fuera igual de ofensivo que lo que le había dicho, así que le brindó un puñetazo para cerrarle la boca y callar su estúpida risa. Le había dado tan fuerte que le arrancó dos dientes de leche y habían tenido que llevar al niño corriendo al hospital, aunque realmente no le hubiera pasado nada. Es más, Astrid todavía consideraba que el puñetazo no había sido suficiente para escarmentar a aquel imbécil, que tenía que haber hecho más, como transformarlo en sapo o en algo peor.
—Ya sabes que no puedes usar tu magia contra los gizatis —le recordó mentalmente Tormenta desde el árbol que se veía desde el despacho de la directora.
No le abrieron expediente ni la expulsaron. Fuera lo que fuera que hubiera gestionado el centro, se decidió que lo único que debía hacer Astrid era acudir regularmente a la psicóloga del colegio para «corregir» su «conflictiva» actitud. Astrid odiaba esas sesiones, pero acataba lo que debía hacer porque no quería causar más problemas a su madre.
—A esta niña le falta una figura de autoridad y disciplina —advirtió la psicóloga cuando acudió su madre a una de las sesiones—. Es evidente que está consentida y la ausencia del padre causa que se desmadre. Los niños no son tontos, entienden que su hija no comparte la misma situación que ellos y que viene de un lugar más… Ya sabe. Su hija viene de donde viene, señorita Andersen, no puede pedirle peras al olmo. Quien nace problemático, será siempre problemático.
Si Astrid hubiera entendido realmente a qué se estaba refiriendo aquella mujer, quizás hubiera hecho que su ordenador explotara en su cara, pero Astrid solo tenía seis años y no entendía a qué se refería con lo de «la ausencia del padre». Su madre simplemente se levantó del asiento de plástico y la cogió de la mano para que se levantara ella también.
—Métase su diagnóstico por el culo y váyase a la mierda —sentenció con una frialdad que Astrid nunca había visto en su madre.
La niña no había entendido entonces por qué su madre la sacó del colegio y por qué la semana siguiente se incorporó a la clase del colegio público que le quedaba más cerca de su casa. En este colegio no hacía falta llevar uniforme y había más diversidad de niños, las clases eran más coloridas y estaban más abarrotadas de niños que en su anterior colegio. Fuera lo que fuera, Astrid supo adaptarse y puede que volviera a pelearse con algún que otro niño, pero nunca fue porque se le ocurriera a alguno decir que su madre era una zorra y ella una bastarda.
Para controlar todo ese temperamento que llevaba por dentro, su madre la apuntaba a diferentes deportes para que descargara la tensión que se acumulaba dentro de ella. Enseguida repararon que no solo ayudaba a controlar la ira, sino que además servía para canalizar la magia que acostumbraba a presentarse cuando perdía el control. A su edad, Astrid ya no tendía a enfadarse con tanta frecuencia como antes. En verdad, podía dar a entender que era una mujer fría y algo distante, pero también calmada y con nervios de acero. «Impulsiva» no era un adjetivo que soliera asociarse a ella, pero a Astrid le avergonzaba reconocer que aquella noche, después de aquel beso, esa misma impulsividad que le había empujado a besar a Henry Haddock la forzó a salir cagando leches de la mansión de los Haddock.
No podía quitarse aquel puñetero beso de la cabeza, pero tampoco el hecho de que era cuestión de tiempo hasta que recibiera la llamada del Ministerio de Archivos Mágicos que le anunciaba que estaba despedida. Tan pronto adivinó que aquel perro era el familiar de Estoico Haddock, Astrid había huido despavorida de la cocina, dejando a Haddock solo con el marrón. Lo inteligente hubiera sido recoger todas sus cosas y marcharse para no volver, pero Astrid estaba tan alterada por el beso y por la ansiedad de verse descubierta haciendo algo que, literalmente, era ilegal, que no podía pensar con claridad. Sencillamente cogió su bolsa a medio hacer, las llaves del coche y corrió hasta el cobertizo para coger su Clio. Por suerte, no tuvo que llamar a Tormenta, ya que la cuerva se había percatado de que algo iba mal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tormenta desde el asiento del copiloto cuando Astrid volvió a entrar en el coche tras cerrar la puerta del cobertizo.
Astrid no respondió. Podía notar la magia fluir colérica dentro de ella y la pantalla del GPS de su Clio parpadeó por las interferencias causadas por ella. Tormenta esperó pacientemente a que se alejaran lo suficiente de la casa y a que Astrid se incorporara a la carretera hacia Inverness para volver a formular la misma pregunta.
—No ha pasado nada —espetó ella de malas formas.
Tormenta soltó un graznido furioso que la sobresaltó y Astrid la contempló consternada.
—¿Desde cuándo me graznas así? —reclamó ella.
—¿Desde cuándo tú me hablas así? —replicó Tormenta con el mismo tono de indignación.
—¡Desde que me evitas! —musitó Astrid malhumorada y Tormenta no replicó, aunque la carretera no estaba lo bastante iluminada como para leer su expresión—. Jamás tuve que coger este estúpido trabajo, teníamos que habernos quedado en Londres.
—Ambas sabemos que no podías rechazar esa oferta —alegó Tormenta—. Y no…
—Ni se te ocurra decir que no me has estado evitando —le cortó Astrid—. Estás rarísima desde que nos encontramos a esa cosa en el páramo y no… y no sé, es como…
Astrid iba a echarle en cara que tenía la percepción de que le estaba ocultando algo, ¿pero no resultaba hipócrita decirlo cuando ella había sido la primera en hacerlo? Astrid sintió la horrible punzada de culpabilidad en la boca de su estómago y se sintió aún peor al sentirse culpable por haber abandonado a Desdentao.
No, Astrid, se achacó a sí misma. Él no es tu familiar, no es tu responsabilidad.
—¿Has vuelto a verlo? —preguntó Astrid preocupada.
Tormenta no necesitó preguntar a qué se refería.
—Sí —admitió.
Astrid frunció los labios.
—¿Has llegado a ver qué era esa cosa del páramo?
—No —respondió con rapidez—. Solo me he percatado de su presencia un par de veces, pero no he llegado a ver su aspecto porque sabe esconderse, solo sé que es… grande.
—Y poderoso —añadió Astrid.
—Es evidente que es un ser de magia —clarificó Tormenta—, pero no puedo decirte más. Su presencia mágica es demasiado abrumadora como para soportarla por mi misma y me daba miedo de que si me acercara pudiera olerme.
—¿Por qué no me lo habías contado, Tormenta? —preguntó Astrid más triste que enfadada—. De saber que estabas angustiada por eso, nos habríamos marchado mucho antes.
—Pero es que no nos vamos por eso, ¿no? —Astrid sintió su cara arder—. Astrid, estamos unidas por un vínculo tan antiguo como único que nunca se ha llegado a comprender del todo, y te conozco de sobra como para adivinar que tú no huyes de algo a menos que te aterre hasta el punto de que no tengas control sobre ello.
Astrid apretó con fuerza el volante.
—He besado a Henry Haddock.
—¡¿Qué?! —graznó la cuerva.
—¡Fue un accidente! —se defendió ella tontamente.
—¿Se tropezó y su boca aterrizó sobre la tuya? —replicó Tormenta irritada y Astrid enmudeció, consciente de que no podía replicar—. ¡Astrid, soy un pájaro, pero he visto las suficientes comedias románticas con tu madre como para saber que un beso no pasa por accidente!
—Tormenta, no es tan senci…
Un repentino golpe en el maletero las asustó tanto que Astrid dio un pequeño volantazo que casi se le fue el coche por el arcén. Bruja y cuerva intercambiaron las miradas alteradas y Astrid se obligó a salir a una vía de servicio cuando escuchó algo rascar con ahínco, como si quisiera salir del vehículo. Tormenta se posó en su hombro cuando salieron del coche, quizás para proteger sus espaldas y Astrid se armó con las llaves del coche por si tenía que defenderse. Salvo un par de camiones aparcados en el otro extremo del aparcamiento, un coche con pinta de abandonado y otro que pertenecería al dependiente de la gasolinera, la vía de servicio estaba completamente vacía. Se había levantado un viento frío y desagradable, de ese que calaba los huesos y silbaba desagradable contra los árboles. Astrid tenía un mal presentimiento que no la abandonó hasta que pulsó el botón que abría el maletero. Algo saltó sobre ella con tal ahínco que Astrid cayó hacia atrás y soltó un grito de dolor cuando aquella cosa clavó sus garras contra su piel. El primer impulso de Astrid fue quitárselo de encima, pero, al reconocer el bufido de la criatura, se detuvo al instante. Pese a la leve iluminación de los neones de la gasolinera y la mediocre instalación eléctrica de unas farolas, Astrid reconoció los enormes ojos verdes de Desdentao. El animal pareció reconocerla también porque se calmó al instante y se puso a ronronear a la vez que se acercó a lamerle la nariz.
—¿Ese no es…? —escuchó a Tormenta a la vez que volaba sobre su cabeza—. ¿Qué…? ¿Qué hace él aquí?
Astrid cogió del animal y lo apartó lejos de su cara a la vez que se incorporaba.
—No lo… —el gato maulló, como si quisiera responder él—. ¡Ah! ¿Ahora sí quieres hablar?
—¿Qué?
Astrid miró a Tormenta, quien ahora se había posado en el maletero con expresión muy desconcertada.
—Tormenta, puedo explicártelo.
—¿Que has estado tratando con otro familiar y que encima lo estás tocando como si fuera tuyo? —reclamó la cuerva—. Ya lo veo, ya.
—¡No! —chilló Astrid con voz ahogada y Desdentao se revolvió de su regazo para que le soltara—. Él… yo… me pidió ayuda y yo… dijo que había perdido su voz y…
—¿Por qué no me lo habías contado? —preguntó Tormenta dolida.
—Porque no quería… no quería herir tus sentimientos.
—¿Es lo que te repites para engañarte a ti misma de que no has obrado mal? —le achacó la cuerva molesta—. Primero te besas con Henry Haddock, con quien si descubren que has tenido «algo» te pondrán en el punto de mira de las autoridades, y ahora esto…
—Tormenta, yo… de verdad, no es lo que piensas —insistió la bruja alterada y dejó que Desdentao saltara de nuevo al maletero—. Yo… tú eres lo más importante para mí, lo sabes de sobra, es solo que…
El sepulcral silencio de la cuerva le hizo dudar. Astrid sabía bien que no había actuado bien, que tenía que habérselo contado desde el principio, pero se habían impuesto el miedo y la inseguridad en ella. De haberlo sabido, Tormenta la habría disuadido para que no ayudara a Desdentao y eso habría generado un conflicto entre ellas de igual manera.
Pero aún así odiaba la situación en la que se habían puesto.
Astrid no recordaba haberse sentido nunca tan mal.
Sintió una arcada contraer su exófago y se sostuvo contra el coche.
—Lo siento —terminó diciendo ella en voz de hilo.
Tormenta respondió alzando el vuelo, dándola a entender que ni quería hablar ni mucho menos la perdonaba. Unas lágrimas traicioneras resbalaron por sus mejillas, pero se apresuró a quitárselas con la manga de su jersey antes de agarrar al gato, quien la observaba confundido por la escena, para meterlo en el asiento trasero del coche.
Arrancó de nuevo el coche y puso The Tortured Poets Department a todo volumen.
Puso el regulador de velocidad para no tener que preocuparse de que Tormenta no pudiera seguir su ritmo y se concentró en la voz de Taylor Swift para no tener que pensar. Desdentao terminó por acomodarse en el asiento del copiloto y Astrid reparó que estaba jugando con una pluma que debía habérsele caído a su familiar.
Aquello estaba mal.
Desdentao ocupaba el sitio que hasta hacía un momento había ocupado su familiar y, por alguna razón, Astrid no se sintió ni asqueada ni horrorizada. Le embargó un terrible sentimiento de tristeza, como si, de repente, se hubiera mellado algo dentro de ella y la hubiera dejado vacía.
Parpadeó para contener las lágrimas y subió el volumen de la radio.
Desdentao maulló para quejarse del ruido, pero Astrid no le hizo ni caso.
En el horizonte, ya se definían las primeras luces del amanecer.
Xx.
La estación de Waverley estaba a rebosar de gente.
Astrid, que iba cargada con su bolsa de viaje de un hombro y llevaba una jaula sujeta en la otra mano. No vio prudente dejar a Desdentao solo en su coche, por lo que creó una pequeña y endeble jaula con su magia a base de unos alambres que encontró en un contenedor junto al aparcamiento y le puso un jersey viejo como base para que pudiera acomodarse y destrozarlo a gusto con sus uñas. Por suerte, el bullicio de la ciudad y la enorme cantidad de personas entretuvo —o atemorizó— lo suficiente al gato como para no desear salir de su improvisada prisión. En ocasiones, la bruja sentía las miradas inquisitivas del animal en las que demandaba saber qué demonios hacían allí. Astrid no tenía el teléfono de Henry y no había sacado el valor para llamar a Bocón, por lo que la bruja sabía que tendría que volver a la mansión Haddock para devolver a Desdentao a su alma afín.
No le entusiasmaba la idea, sobre todo por la humillación de tener que volver tras su precipitada huída. Además, nunca era agradable que a una le despidieran en persona, pero también era cierto que a Astrid le vendría bien cobrar lo trabajado hasta ayer. Por otro lado, tenía que coger el resto de sus cosas que tan estúpidamente había dejado en su habitación. Así que solo por los gastos en gasoil y autopista, tendría que olvidarse definitivamente de regresar a Londres por un tiempo. No le disgustaba la idea de volver a Hampshire, pero honestamente no tenía ahora mismo la cabeza para pensar en otra cosa que no fuera en el puñetero gato y su familiar, quien estaba decidida a no dirigirle la palabra. En verdad, aunque sus caracteres fueran muy distintos y Tormenta contaba con una naturaleza más amable que la suya, la realidad demostraba que su familiar, por desgracia, era tan o incluso más rencorosa que ella. Escuchó el aleteo de la cuerva por encima de su cabeza mientras hacía cola para coger un café en el Costa Coffee. Nadie en la estación reparó en la inusualidad de que hubiera un cuervo entre las palomas que volaban entre las vigas de los andenes. Astrid decidió que lo mejor era dejarle espacio para que su ira se calmara un poco y tenía esperanzas de que la presencia de su madre calmara las aguas entre ellas. Tormenta adoraba a Eyra y, pese a que no se dejara tocar por ella y era muy raro que le dirigiera la palabra, si se dejaba mimar por las chucherías que le compraba y siempre parecía disfrutar escuchando la verborrea de Eyra.
Cuando compró el café, Astrid se acercó a la librería WH Smith de la estación para hacer tiempo. Había dejado la mayor parte de sus libros en casa de los Haddock —razón de más para volver, porque podía dejar cosas atrás, pero sus libros jamás—, por lo que se sentía desnuda sin llevar ninguno encima. Mientras paseaba por la pequeña librería, una chica algo más joven que ella se acercó a hacerle unos arrumacos a Desdentao, recibiendo un amenazante bufido como respuesta.
—Tu gato es un poco desagradable, ¿no? —apuntó la extraña.
Astrid se volvió a ella y, no supo si era por no haber dormido casi nada o que estaba hasta el coño de que asociaran a aquel puñetero gato con ella, que la chica se alejó espantada por su cara de pocos amigos. Astrid compró una edición de bolsillo de Retrato de casada de Maggie O'Farrell y salió a los andenes para esperar a su madre sentada en un banco. Hacía algo de frío y Astrid se quitó la bufanda cuando notó que Desdentao se estremecía dentro de su jaula. El animal se dejó agarrar dócilmente y esperó pacientemente en su regazo mientras Astrid improvisaba una especie de nido entre su jersey y su bufanda. El gato olisqueó la jaula con desconfianza antes de entrar, pero no tardó en acurrucarse con gusto y Astrid se aseguró de envolverlo bien con la bufanda antes de cerrar la jaula de nuevo. Al cabo de un rato, escuchó al gato ronronear y amasar sus afiladas uñas en las telas. La bruja no pudo contener una sonrisa tierna, aunque la borró enseguida de su boca al darse cuenta de que Tormenta los observaba desde lo más alto de las vigas de la estación.
—No me juzgues, por favor —le suplicó ella mentalmente—. Es muy probable que sea su primera vez en una ciudad y…
Tormenta graznó furiosa como respuesta, llamando la atención de varios viandantes, y Astrid suspiró derrotada antes de regresar a su lectura.
El tren de su madre llegó con pocos minutos de retraso. Astrid caminó hasta el vagón donde supuestamente estaba su madre y esperó a que saliera la cola de gente, consciente de que sería de las últimas en salir. Su madre salió del tren demasiado cargada, como cabía esperar. No es que llevara una maleta muy grande, pero Eyra Andersen siempre se las arreglaba para venir más cargada de lo que debía. Entre la tote bag hasta arriba de libros de plantas, su tablet y su cuaderno de notas, la bolsa de plástico con la comida de más que había llevado para el viaje, un ramo de flores y una maceta con una lengua de suegra que traía para ella, a Astrid le sorprendía que hubiera entrado en el estrecho compartimento del tren.
—¡Hola, mi amor! —exclamó Eyra con una sonrisa reluciente.
Astrid dejó rápidamente la jaula de Desdentao en el suelo para coger la maceta que amenazaba con resbalar de sus brazos y abrazó a su madre con fuerza. Eyra siempre le había olido a flores silvestres y a tierra, aunque el aroma avainillado de un perfume nuevo lo deformó. Aún así, Astrid no se había dado cuenta hasta ese momento cuánto necesitaba el abrazo cálido de su madre. La bruja era más alta que ella, pero ello no había hecho que los brazos de su madre se sintieran menos protectores. Eran la noche y el día y había quienes se sorprendían que fueran madre e hija, pues Astrid había heredado pocos rasgos de su madre. Eyra tenía el pelo castaño rojizo, la cara cubierta de pecas y los ojos castaños con un defecto de nacimiento que teñía la mitad de uno de sus irises de verde. Por lo general, la heterocromía era hereditaria, pero Astrid se había tenido que conformar con sus aburridos ojos azules.
Eyra rompió el abrazo y la contempló un segundo antes de fruncir ligeramente el ceño.
—Tienes mala cara, ¿has dormido algo? —inquirió ella—. ¿Ha pasado algo?
Puede que su madre no fuera bruja, pero Astrid no dudaba que tenía un sexto sentido hiperdesarrollado en el que adivinaba al instante su estado de ánimo con solo mirar su cara. Por suerte, Desdentao se movió inquieto dentro de la jaula, captando la atención de su madre, quien soltó una exclamación de emoción. Al vivir en el campo, su madre había acogido a más gatos de los que Astrid había podido contar. Por lo general, colaboraba con las asociaciones de animales de la región y se encargaba de alimentar a las colonias a la vez que construía casetas y atendía a los gatos enfermos cuando los refugios estaban sobrepasados.
—¿Y quién es esta panterita tan preciosa? —preguntó su madre inclinándose a la altura de la jaula de Desdentao, pero la miró indecisa—. ¿Tormenta ha tomado ahora la forma de un gato? ¿Podía hacer eso?
El graznido ofendido de Tormenta hizo eco desde las vigas más altas de la estación. Eyra enarcó las cejas cuando atisbó a la cuerva y miró a su hija interrogante.
—No es mío —respondió Astrid—. Está aquí por accidente.
Su madre la contempló intrigada, probablemente ansiosa de formular preguntas, pero la conocía lo suficiente como para advertir que Astrid no estaba de humor para sus interrogatorios. Por esa razón, enganchó su brazo al suyo y le regaló una sonrisa de oreja a oreja, de esas que podía iluminar el cielo en un día de lluvia.
—Ven, vamos a desayunar, estoy muerta de hambre y necesito veinte cafés antes de que lleguemos al Airbnb —reclamó su madre con voz cantarina—. Además, tenemos mucho que ver hoy, he reservado un free tour a las diez y luego…
Eyra había preparado un itinerario tan completo que Astrid no se atrevió siquiera a sugerir que lo único que le apetecía era tirarse al incomodísimo sofá de Ikea del Airbnb y quedarse dormida en el regazo de su madre mientras veían Anatomía de Grey, tal y como acostumbraban hacer cuando estaban juntas. Aún así, su madre sabía ponerla de buen humor. Después de dejar a Desdentao y a una todavía-muy-enfurecida Tormenta —la cuerva no solo estaba furiosa con ella, sino que además no le hacía la menor gracia tener que ejercer de niñera. Aún así, pese a todo, acató su petición sin todavía dirigirle la palabra— en el Airbnb, madre e hija se adentraron en el corazón de la capital escocesa.
Edimburgo era una ciudad tan bonita que resultaba imposible resistirse a sus encantos.
El circuito planteado por su madre fue tan completo y agotador que Astrid ni siquiera tuvo tiempo de pensar en Henry Haddock o la llamada que debía recibir del Ministerio de Archivos Mágicos para anunciar su despido. Es más, cuando fue a buscar su teléfono para comprobar si efectivamente la habían llamado, reparó que se le había terminado la batería. Astrid podía cargarlo en cuestión de pocos segundos con su poder —su magia de voltaje contaba con esas ventajas—, pero decidió dejarlo en el fondo de su bolso. No quería que nada enturbiara aún más su fin de semana y bastante torturada se sentía por cada vez que recordaba el beso con Henry y la humillación de haber perdido el control con tantísima facilidad.
Por suerte, a su madre no le dio por hacer demasiadas preguntas. Sí le preguntó la razón por la que Tormenta estaba enfadada y Astrid solo pudo responder que el gato tenía mucho que ver, pero que no podía explicárselo.
—¿Cosa de brujas? —preguntó su madre con resignación.
—Cuanto menos sepas, mejor.
—Pero no te has metido en ningún lío, ¿verdad? —inquirió su madre preocupada.
En verdad, Astrid podría estar metida en un embrollo tan grande y peliagudo que bien podría terminar en prisión. Desde tener bajo su custodia un familiar que no era suyo hasta el haber besado a un Ilustre, todo ello estaba penado con unas condenas que Astrid bien podía no volver a ver la luz del sol. Así que sí, estaba metida en un buen lío y dependía de la benevolencia de un Ilustre del cuerpo de élite que, pese a no ser tan gilipollas como había pensado de inicio y, en cierta manera, le resultaba demasiado atractivo en muchos aspectos físicos y personales, tampoco podía confíar en él.
Pero su madre tampoco necesitaba saber todo eso, así que sacudió la cabeza y se rió como si su pregunta fuera una broma.
—Mamá, ya sabes que yo quiero cero problemas en mi vida. Está todo bien, de verdad —le prometió la bruja.
Su madre, por supuesto, no le creyó. Era la única que calaba sus mentiras al instante. Cogió de su mano y dibujó una sonrisa triste en sus labios.
—Puedes hablar conmigo, Astrid.
La bruja supo que tenía que desviar el tema enseguida a otras cuestiones que podía contar a su madre.
—En verdad… me preguntaba si sería posible volver a casa por un tiempo —preguntó ella evadiendo su mirada—. He terminado casi el trabajo…
—¿No decías que era la biblioteca más grande en la que habías trabajado nunca? —le interrumpió Eyra sorprendida—. ¿Que era un trabajo que se te iba alargar todo el verano?
—Ah… Sí, sí, es bastante grande, pero… al parecer tienen un problema importante de humedades y hay que hacer obras por las fugas de agua que vienen del tejado —Astrid dio un sorbo a su café al darse cuenta que le temblaba la voz por la dimensión de su mentira que, de momento, su madre no pareció detectar—. Y ya sabes como funciona el mundo este de la magia, al poco que se libere un funcionario Ilustre, le cogerán antes que a una Corriente como yo.
—¡Pero es muy injusto! —exclamó Eyra indignada—. ¡Con todo el trabajo que has llevado a cabo! Y has tenido que dejar tu otro piso, tu trabajo… Todo por irte hasta ese lugar y…
—Mamá —le cortó Astrid con voz suave—. No pasa nada, de verdad, me hacen un favor. No me gustaba tener que trabajar tan lejos de la civilización y, sí, es una pena perder un trabajo tan ideal, pero insisto que no querrán contratarme por mi situación.
—Pero…
—Mamá, dejémoslo estar, ¿vale? No pasa nada. Ya encontraré otra cosa.
Su madre no parecía convencida por su respuesta, pero apretó su mano con más fuerza y dijo:
—Por supuesto que puedes volver a vivir conmigo —le aseguró su madre—. Me encantará volver a tenerte en casa, ya lo sabes.
—Gracias mamá.
Su madre acarició su mejilla con ternura.
—¿Por qué no nos desmelenamos y nos vamos por ahí a cenar? —propuso su madre y sacó su teléfono para mostrarle las imágenes de un restaurante—. Me han hablado muy bien de este sitio.
Astrid frunció el ceño. Parecía elegante y caro, y teniendo en cuenta que era muy posible que no fuera a cobrar nada del Ministerio de Archivos Mágicos por su despido fulminante y que ahora estaba escasa de ahorros, no le pareció buena idea. No dudaba de que su madre pudiera pagarlo, dado que no le iba mal en la floristería porque siempre había demanda de flores —sobre todo para los muertos—, pero no le gustaba que gastara su dinero en ella.
—¿No podemos pedir una pizza y comerla en el Airbnb? —preguntó la bruja algo azorada—. Estoy algo cansada.
Su madre dibujó un puchero.
—Es que hace mucho tiempo que no te veo y me apetece mucho salir por ahí contigo. ¿Cuántas veces crees que podemos hacer esto? ¿Y más en Edimburgo? ¡No podemos perder esta oportunidad tan increíble y única!
Astrid contuvo un suspiro de exasperación por su exagerada petición.
—Vale, saldremos entonces.
Astrid no tenía nada que ponerse para «salir». Rescató de su bolsa una blusa demasiado arrugada de rayas verticales negras que olía a haber estado demasiado tiempo guardada en su bolsa de viaje. La bruja sacudió la prenda varias veces mientras pronunciaba un hechizo sencillo de planchar y perfumar la ropa y, por suerte, quedó como si la hubiera comprado esa misma tarde. Se puso unos vaqueros limpios que le llegaban hasta los tobillos y unas playeras blancas que poco le servirían para proteger sus pies de la lluvia que había empezado a caer a media tarde. Decidió dejarse el pelo suelto a pesar de estar más encrespado de lo normal, pero honestamente no le podía dar más igual su aspecto. Astrid quería cenar rápido y volver al Airbnb lo antes posible. Desdentao se había tumbado sobre su cama y dormía a pata suelta con la tripa expuesta hacia arriba. La bruja contuvo las ganas de acariciarlo y ya le había pedido a su madre que, por muy tentada que se sintiera, mantuviera las distancias con el gato. Por suerte, a Desdentao no le había dado por rasgar nada de aquella casa extraña, aunque supuso que Tormenta había estado pendiente de que no hiciera ninguna tontería.
—¿Quieres que te deje la ventana abierta? —preguntó Astrid, consciente que se escondía en el hueco de lo alto del armario de su dormitorio—. Me imagino que tendrás ganas de salir a volar un rato para estirar las alas.
Tormenta no respondió y Astrid resopló cansada.
—¿Durante cuánto tiempo vas hacerme el vacío? —cuestionó la bruja, pero siguió sin recibir respuesta—. Tormenta, por favor, dime algo. Lo que sea.
—Es una estupidez que quieras dejar la ventana abierta —dijo la cuerva con frialdad sin moverse de su rincón—. Él irá tras de ti y no quiero mojar mis plumas por un ladrón de almas afines.
—Tormenta…
—Vete de una vez, Astrid.
La bruja contuvo las lágrimas en sus ojos e inspiró con fuerza para evitar romper el llanto. Resultaba doloroso que Tormenta la tratara así, pero no podía culparla. Ella hubiera reaccionado igual si hubiera descubierto a Tormenta haciendo lo mismo con Henry Haddock y sabía que su familiar jamás la traicionaría de esa manera. Devolvería a Desdentao el lunes y ambas regresarían a Hampshire para empezar un nuevo capítulo en sus vidas, lo que fuera con tal de que Tormenta pudiera perdonarla.
Astrid y su madre cogieron un Uber hasta el restaurante que se ubicaba en el otro extremo del casco antiguo de Edimburgo, cerca del palacio de Holyrood. A Astrid le extrañó que la dejaran frente a una calle alejada de la vía principal y observó que el restaurante presentaba una apariencia tan sobria como discreta por su poca iluminación exterior. Hasta ese momento, Astrid no se había percatado de que su madre no se había callado desde que habían salido del Airbnb para coger el Uber. Le había hablado de las vecinas del pueblo, del último surtido de flores que había encargado para la floristería y, cuando bajaron del coche y le mencionó algo relacionado con los precios del supermercado, por lo que concluyó que su madre estaba nerviosa.
Muy nerviosa.
—¿Estás bien? —preguntó Astrid preocupada.
—¿Eh? —replicó su madre sin mirarla mientras buscaba algo en el bolso que no pareció encontrar—. Perfectamente, cariño.
—Mamá —insistió la bruja inquieta—. ¿Seguro que va todo bien?
—Maravillosamente, hija —le prometió Eyra sonriente, aunque Astrid notó cierta tensión en sus labios—. Venga, entremos, que hace frío de la pera y se nos va a pasar la hora de la reserva.
El restaurante no estaba abarrotado, pero se respiraba un ambiente agradable gracias a la tenue luminaria y el delicioso aroma a comida. Astrid no era una gran cocinera y su madre, por mucho que practicara, solo contaba con la habilidad para hornear postres. La bruja no estaba acostumbrada a comer por darse el lujo de hacerlo, más desde que se había tomado más en serio su entrenamiento físico, pero no negaba que no había sido tan mala idea salir a cenar por una vez. Además, después de haber hablado con Tormenta, cualquier lugar era mejor que estar en el Airbnb conviviendo con la hostilidad de su familiar y tanto Astrid como la cuerva necesitaban algo de espacio para aliviar la tensión. Su madre saludó al camarero y le preguntó algo en voz tan baja que Astrid no lo oyó. El camarero asintió y les pidió que les siguieran con un acento escocés muy marcado. Su madre le siguió de cerca y Astrid tuvo que acelerar el paso para seguirles hasta lo que parecía una zona apartada del restaurante, como una especie de reservado. Astrid se quedó helada cuando reconoció al único hombre que estaba sentado en la mesa que se suponía que era para ellas.
Lo sabía.
Lo sabía.
Todo había sido obra de un engaño de su madre. Todo aquel fin de semana había estado ideado precisamente para esa encerrona. Astrid contempló a su madre consternada cuando se acercó a aquel hombre y éste se levantó para recibirla entre sus brazos y darle un beso en los labios. Las luces del restaurante titilaron, expuestas a la magia que había despertado su intenso cúmulo de emociones, y Astrid inspiró hondo. No debía perder los nervios bajo ningún concepto, pero tampoco podía dejarse llevar por la sensación de alivio de ver que él estaba bien. Odió la calidez que la embargó cuando la sonrió con dulzura, aunque supo contenerse en no replicar su gesto.
Quería que supiera que no estaba contenta.
Quería que entendiera que ella no estaba allí por voluntad propia.
Y, pese a todo, se dejó abrazar por él y Astrid no pudo evitar estrecharse a él con fuerza a la vez que aspiraba el conocido aroma de su magia: lavanda, lima y sal marina con dejes a óxido.
—Mi niña —murmuró el hombre contra su oído—. Te he echado muchísimo de menos.
Astrid no se consideraba una mujer emocional. Es más, siempre la habían tachado de fría y borde, sobre todo quienes no la conocían bien. Sin embargo, Astrid, como cualquiera, tenía sus puntos débiles. Había llorado como una magdalena cuando leyó Bajo la misma estrella cuando era una adolescente, con el final de El Retorno del Rey y tenía que evitar películas como Una pareja de tres porque no soportaba que se muriera el perro. Aún así, nadie le había hecho llorar más que aquel hombre que se encontraba justo delante de ella, aquel a quien tanto había querido evitar, a quien había tenido que poner su canción favorita de Taylor Swift como tono de llamada para recordarle que no debía coger sus llamadas y Astrid lamentaba que no fuera tan fuerte como para echarlo definitivamente de su vida. ¿Cómo hacerlo? Su madre, como cabía esperar dentro de su estupidez y las fantasías tontas de su cabeza, parecía poco dispuesta a colaborar en sus planes. Al menos, en ese restaurante, Astrid pudo contener las lágrimas de alegría que se mezclaban con las de ira, pero no fue capaz de romper el abrazo.
—Yo también te he echado de menos, papá.
Xx.
Todo estaba yendo mal.
Hipo podía escuchar las voces de su padre y Bocón discutir en el salón, aunque era tal el mareo que llevaba encima que era incapaz de aguzar el oído. Llevaba al menos media hora sentado frente a la taza del váter, expulsando lo que ya no tenía en su estómago después de haber sido forzado a un hechizo de teletransporte. Su padre se había enfurecido por su resistencia a irse con él y, si por lo general Hipo llevaba fatal el teletransportarse mediante la magia, el que le llevaran en contra de su voluntad había supuesto vomitar sobre la carísima alfombra persa del apartamento de su padre de Edimburgo. Bocón le había ayudado a ir hasta el baño para que vomitara tranquilo en la intimidad, ya que su padre estaba demasiado furioso como él como para plantearse otra cosa que no fuera gritarle. Era difícil adivinar porque Estoico Haddock estaba tan enfadado con él, Hipo ya había desistido en adivinarlo por no conformarse con la conclusión de que su mera existencia le enfurecía.
Fuera lo que fuera, Hipo necesitaba volver a las Highlands de inmediato. La precipitación de su padre había hecho que Desdentao se quedara completamente solo en la casa y no tenía ningún medio que le ayudara a controlar el animal desde Edimburgo. Temía lo que pudiera hacer el gato si lo dejaba solo demasiado tiempo y no quería arriesgar ni su seguridad ni el trabajo de meses porque su padre se hubiera decidido en hacerle la vida imposible.
Hipo intentó levantarse del suelo, pero le entró otra arcada tan fuerte que saboreó la bilis en su lengua. Finalmente, cuando ya estaba seguro de que no le quedaba nada más que los órganos por vomitar y agotado por el esfuerzo, se vio obligado a hacerse un ovillo junto al retrete, apoyándose en su hombro bueno y la mejilla contra el frío azulejo del suelo. Se quedó algo adormilado pese a que la voz de su padre resonaba estridente desde el salón, al igual que le pareció escuchar el chillido del timbre. Hipo perdió la noción de lo que pasaba a su alrededor, sobre todo porque cuando cerró los ojos la vio.
Astrid Andersen estaba acurrucada a su lado, vestida con una de sus camisetas, con un brazo rodeando su estómago, una pierna enganchada a la suya y la cabeza apoyada contra su hombro. Ya no estaba en el baño, sino en su cama de la casa de las Highlands. Su respiración era profunda, algo sonora, pero parecía estar a gusto dormida prácticamente sobre él y le abrazaba como si temiera que fuera a marcharse. Su cuerpo desprendía el delicioso aroma de limón y lavanda ya tan reconocible y pudo apreciar el olor a lluvia y tierra mojada en su pelo. Hipo sintió que podía quedarse así para siempre, en aquella preciosa fantasía tan imposible y, a su vez, tan anhelante. Acarició su espalda y Astrid se removió ante de entreabrir sus ojos y regalarle una sonrisa perezosa que él, indudablemente, le devolvió. La bruja se incorporó y se inclinó para besarle cuando, de repente, algo le empujó fuera de la cama y se encontraba de nuevo tirado en el suelo de baño junto a alguien que le tenía agarrada la muñeca.
Henry le reconoció al instante.
—¿Tú no estabas en Gaza?
Erland Hofferson no levantó la mirada de su reloj, pero Hipo apreció la preocupación en su rostro. Conocía a Erland desde que era un niño, ya que había sido el médico de confianza de su familia desde siempre y era el jefe médico del cuerpo de élite. Era un hombre alto, de hombros anchos, de rasgos afilados y unos profundos ojos azules que, por alguna razón, le recordaban a algo con lo que no lograba asociar.
—Tienes las pulsaciones disparadas —advirtió el hechicero rubio y posó su mano en su cara para mover su párpado—. También tienes las pupilas algo dilatadas, ¿puedes enfocar mi mano?
Erland movió la mano sobre él e Hipo tuvo que parpadear un par de veces para enfocar su visión. El hechicero torció el gesto con desaprobación.
—Le tengo dicho a tu padre lo mal que te sientan los hechizos de teletransporte, pero ya veo que sigue sin hacerme mucho caso —dijo Erland preocupado—. ¿Puedes levantarte?
—No —admitió Henry avergonzado—. El hombro…
—Lo sé, he venido a hacerte una Recomposición —le aseguró el hechicero—, pero antes hay que asentar el estómago.
La mano de Erland se sentía inusualmente fría sobre su frente, aunque Hipo suspiró con agrado. Puso su otra mano en su vientre y la movió hasta encontrar el punto exacto donde se encontraba el ardor que le estaba matando. Hipo se tensó cuando la magia intrusa abordó su cuerpo y respiró hondo para moderar la suya propia. Aún así, la magia de Erland se impuso fácilmente sobre la suya, calmándola con un suave arrullo que le daba a entender que era un intruso, sí, pero venía en son de paz. La náusea desapareció en pocos segundos y, pese a tener la cabeza todavía embotada, Hipo pudo incorporarse tan pronto Erland apartó la mano de su vientre. El hechicero le ayudó a quitarse el cabestrillo, el jersey y la camiseta, inspeccionó en silencio su hombro y presionó en unos puntos que le dolieron como mil demonios.
—Me dijiste por teléfono que tenía el hombro dislocado, pero veo que lo tienes perfectamente recolocado —observó Erland intrigado—. ¿Qué médico del cuerpo te ha mirado?
—No me lo recolocaron con magia —apuntó Hipo y gimió cuando Erland volvió a presionar en la zona que unía su brazo con su hombro—. La… la bibliotecaria… fue ella la que lo volvió a colocar en su sitio.
—¿A pelo? —preguntó sin dar crédito.
—A pelo —afirmó Hipo.
Erland posó sus manos, ahora calientes por la magia curativa, en su hombro e hizo que estirara su brazo hasta que Hipo contuvo un quejido de dolor.
—¿La bibliotecaria es médico?
—Profesora de Crossfit —Erland no respondió e Hipo se convenció de que no quería demostrar su ignorancia al respecto—. Ya sabes, esa disciplina gizati de matarte a hacer ejercicios que…
—Sé lo que es el Crossfit —le cortó Erland mientras pasaba su mano por los músculos del hombro—. Ahora, calla un segundo, tengo que terminar de acoplar el hueso y restaurar el músculo.
—¿Me va a doler? —preguntó Hipo tontamente.
Erland suspiró irritado, como si le hubieran formulado esa pregunta una y mil veces.
—Es un poco absurdo que todavía me hagas esa pregunta cuando conoces perfectamente la respuesta —respondió el hechicero con impaciencia—. A la de tres.
—Nunca es a la de tres, siempre dices eso, pero luego nunca… ¡JODER!
El hueso hizo un horrible chasquido que paralizó su cuerpo a causa del dolor. La magia curativa de Erland aliviaba la tensión, pero no había ningún hechizo que pudiera detener el dolor de una Recomposición. Hipo había pasado por esa intervención más veces de las que podía contar, si no era por su torpeza había sido por su don de meterse en líos que no había buscado. Hipo había sido un imán para los problemas desde pequeño y rara era la oportunidad en la que pudiera evitarlos. Es más, durante mucho tiempo se llegó a pensar que pudiera estar maldito con mala suerte, pero varias brujas y hechiceros expertos en maldiciones le estudiaron y todos concluyeron en lo mismo: que Hipo era un torpe y ya está. A su padre le habría complacido más que su hijo estuviera maldito a que fuera un patoso, pero a esas alturas Hipo ya estaba acostumbrado a ser una decepción.
Erland le soltó y le indicó que moviera el brazo con cuidado. Como cabía esperar del jefe de hechiceros médicos del cuerpo de élite, el hueso había quedado perfectamente soldado y no había quedado el menor indicio de dislocación. Erland le ayudó a sentarse sobre la tapa del váter y presionó ligeramente su hombro. Al comprobar que no había el menor indicio de dolor, sonrió satisfecho.
—Gracias —dijo Hipo.
—De nada —respondió él dándole unas palmaditas en el hombro—. Mandaré el informe del alta el lunes.
—Ah, respecto a eso…
Erland alzó una ceja, expectante.
—Necesito quedarme unas semanas más —argumentó Hipo—, pero no puedo decir por qué. ¿Es posible que falsees un alargamiento de la baja?
El hechicero le contempló como si le hubiera salido una segunda cabeza.
—¿No es más fácil que cojas vacaciones en lugar de meterme en una situación tan comprometida?
—Tan pronto que me des de alta, tendré que volver a Noruega —argumentó Hipo—. Y volver supondría peligrar mi misión.
—¿Por qué?
Hipo frunció los labios, no porque quisiera, sino porque literalmente no podía decir nada y Erland sostuvo su mirada en un silencio sepulcral.
—¿Tan poco se fían de ti que tienen que lanzarte un Silenciador?
—El cuerpo de espías es así, no quieren tomar el mínimo riesgo a que revelemos nada si nos someten a tortura —argumentó Hipo con amargura—. Nos lo lanzan a todos.
Erland suspiró frustrado. No era ningún secreto que el jefe de médicos desaprobara ciertas metodologías y hechizos que se lanzaban sobre los miembros del cuerpo. Erland Hofferson podía haber sido lo que hubiera querido dentro de la sociedad mágica. Tanto él como su hermano gemelo, Finn, eran hechiceros de sangre, una tipología de magia muy atípica y anhelada por cualquier ejército mágico. Finn era uno de los altos mandos del cuerpo de élite, concretamente uno de sus superiores del cuerpo de espías, aunque Hipo no presumía de tener una relación especialmente cordial con él, más cuando había sufrido en sus carnes la magia de sangre de Finn por su «insubordinación», pero aquella era una historia que a Hipo no le apetecía recordar.
Mientras Finn había enfocado su magia en aniquilar y destruir a sus enemigos desde dentro, Erland había preferido usar su poder para convertirse en médico, algo que Hipo no dudaba que había resultado un tanto decepcionante para su familia. Su padre, Thror Hofferson, había sido general del cuerpo de élite por más de una década y había precedido a Estoico Haddock como Ministro de Defensa Mágica. Su madre, Asta Hofferson, había sido Alta Representante Diplomática del Servicio Británico de Exteriores Mágico hasta su jubilación hacía un par de años atrás. Pertenecía a la crème de la crème de la sociedad mágica, en un estamento tan alto o mayor incluso que el de la familia Haddock y más desde que su esposa, Katriona Hofferson, había sido nombrada Presidenta del Gobierno Británico Mágico hacía dos años. Erland podía haber sido lo que hubiera querido, eso era evidente, pero había preferido mantener el perfil bajo y discreto para el desconcierto de todo el mundo.
—Hablaré con Finn.
—No estoy en la brigada de tu hermano —advirtió Hipo—. Fue Thuggory el que me lanzó el hechizo Silenciador.
Erland alzó sus cejas, sorprendido por la revelación.
—¿Thuggory es tu superior?
—No debería sorprenderte tanto, Thuggory es el mejor del cuerpo y tiene un historial intachable.
—Tus resultados de la Academia del cuerpo fueron los mejores —le recordó Erland cruzándose de brazos.
—Sí, en todo lo referente a la teoría y la táctica, pero olvidas que me calificaron como «insurgente» y «cáustico» en la prueba psicológica y en las pruebas físicas no destaqué especialmente.
—Pero sí en las de magia —apuntó el hechicero.
Hipo chasqueó la lengua.
—¿Aún sigues con eso de que no te gusta tu magia? —preguntó Erland desconcertado.
Prefirió no responder a su pregunta, consciente de que iba a entrar en una discusión absurda que ya había tenido miles de veces con muchas personas, especialmente con su padre. Por suerte, Erland sí sabía cuándo había que darle espacio y no presionar con ciertas cuestiones incómodas.
—Habla con Thuggory, Hipo —le sugirió el hechicero de sangre—. En la Academia erais buenos amigos, así que seguro que no tienes problema en llegar a un acuerdo con él respecto a la situación de tu misión.
Hipo no estaba de acuerdo. Su relación con Thuggory era tensa desde hacía un tiempo y su ascenso no había ayudado a calmar las aguas. Tendría que buscar una buena excusa que le impidiera regresar a Noruega y, a su vez, buscar la mejor manera para proteger a Desdentao hasta que supiera qué hacer con él. Fuera lo que fuera, volver a Noruega, por el momento, no era una opción.
Tras asegurarse una vez más que el brazo estaba bien, Hipo volvió a vestirse y Erland le acompañó hasta el salón. Thornado dormitaba en la cama que se encontraba junto a la chimenea y solo levantó un poco sus orejas cuando su alma afín se levantó de su sillón. A Hipo no le sorprendió que su padre no se detuviera a preguntar cómo estaba, ya que daba por supuesto que lo estaría y probablemente seguía enfadado con él como para siquiera dirigirle la palabra. Aún así, agradeció a Erland que hubiera intervenido tan rápido a su hijo y le ofreció una copa que el hechicero muy amablemente rechazó. Sí que aceptó una Coca Cola que trajo Hipo de la cocina, aunque a éste no le pasó por alto el número de veces que Erland miró a su reloj.
—¿Cómo están tus hijos, Erland? —preguntó Estoico.
—Bien, bien —respondió el hechicero—. Están los dos muy bien.
—¿Qué años tiene ya Cassidy? —preguntó Bocón.
—Dieciséis —respondió Erland.
—Y Luke encabeza su promoción del cuerpo este año —añadió Estoico con orgullo—. Es un muchacho disciplinado y muy talentoso.
Hipo contuvo una mueca ante la mirada que le lanzó su padre. En el tiempo que estuvo en la Academia —en contra de su voluntad, cabía remarcar—, Hipo no había sido un alumno precisamente «ejemplar» en el sentido que a Estoico Haddock le gustaba entender esa palabra. El supuesto talento de Hipo había quedado en un segundo plano por su tendencia a desobedecer y cuestionar las indicaciones de sus superiores. Sin embargo, puede que Hipo fuera un insumiso irremediable, pero al menos no era un abusón como Luke Hofferson. Sí, el chico habilidoso con la magia del viento, destacado en las pruebas físicas, pero también era agresivo y altivo. El hecho de que su madre fuera la presidenta del gobierno mágico se le había subido a la cabeza y las dos veces que había cruzado palabra con él había demostrado una actitud desagradable y arrogante que no le había gustado nada. Por la cara de Erland, parecía ser consciente de ello, pero se limitó a agradecer los halagos de Estoico.
—¿Te quedas a cenar? —preguntó Estoico—. He encargado la cena a un buen italiano que debe estar ya en camino.
—No, gracias Estoico, pero me temo que tengo un compromiso inamovible y tengo que irme ya —le aseguró Erland dejando la Coca Cola a medio beber en la mesita de centro y levantándose de su asiento.
—¡Pero si acabas de llegar! —exclamó Bocón preocupado—. ¿Cómo vas a teletransportarte hasta Londres si acabas de llegar desde Israel? Además, después de la intervención de Hipo debes estar exhausto. Necesitas descansar, comer algo…
—Agradezco enormemente vuestra invitación, pero de verdad que me tengo que ir —insistió Erland—. Pero es un placer volver veros, como siempre.
—¿Cuándo vuelves a marcharte? —preguntó Estoico—. Me gustaría reunirme contigo en el ministerio para que me hagas un análisis de situación y…
Su padre siguió hablando, pero Erland tenía la mirada puesta en el teléfono que había sacado del bolsillo trasero de su pantalón. Había fruncido el ceño ligeramente, como si hubiera leído algo que no le hubiera gustado, pero enseguida volvió la atención a Estoico.
—El lunes te llamo y concertamos esa cita si quieres —le interrumpió Erland—. No me marcho hasta el jueves, así que tenemos tiempo.
—Estupendo, estupendo —dijo su padre dándole la mano con entusiasmo—. ¿Seguro que quieres irte tan pronto? Luces realmente agotado.
—Estoy perfecto, Estoico, pero gracias por preocuparte —Erland le dio también la mano a Bocón y se volvió a él—. En cuanto a ti…
—Seré bueno —le prometió Hipo tendiéndole la mano. Erland se la estrechó con fuerza—. Espero no verte en un tiempo.
—Algo me dice que no será así —se burló Erland cariñosamente—. Eres un buen chaval y mejor hechicero de lo que te piensas. Deberías seguir el ejemplo de Astrid y hacer tú también Crossfit, te vendría bien.
Hipo abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Erland se marchó sin querer extenderse demasiado en las despedidas. A Bocón y a su padre les extrañó que no quisiera teletransportarse desde su casa, pero tampoco quisieron darle más importancia, considerando que Erland era a veces un tipo «demasiado raro», pero un buen tipo al fin y al cabo. Hipo, sin embargo, no se había movido de donde se encontraba, con los ojos todavía puestos en la puerta.
Deberías seguir el ejemplo de Astrid y hacer tú también Crossfit, te vendría bien.
Hipo no dejaba de repetir esa frase una y otra en su cabeza y repasó toda su conversación con Erland desde que le había atendido en el baño hasta que se había marchado por esa puerta.
Sí, habían hablado de la bibliotecaria y de lo que había pasado cuando se conocieron.
Sí, había mencionado que la bibliotecaria era profesora de Crossfit.
Pero Hipo no le había revelado su nombre.
Y, por alguna razón, probablemente por los nervios que delataba su mano sudada o las prisas por irse a esa «compromiso inamovible», Erland Hofferson parecía haber olvidado que Henry Haddock tenía una percepción empática muy por encima de la media y que, ante el tacto desnudo de su mano, había «sentido» los latidos de su corazón acelerarse cuando pronunció el nombre de Astrid.
Xx.
