20/01/2025

Holi,

Aparezco por aquí sin saber todavía bien por qué. Este fanfic brilla principalmente por su poco éxito y, honestamente, no han sido pocas las veces que he pensado «¿y si lo borro? nadie lo echaría en falta». Me ha costado horrores escribir este capítulo y creo que se debe a que estoy más perdida que un pingüino en el desierto y que mi confianza sobre mi propia escritura deja mucho que desear. Yo no sé si es que mi pobre ego depende de fanfiction o qué, pero yo debiera estar enfocada en mi contenido original y no en esto.

Y, sin embargo, aquí estoy.

¿Renta decir que las reviews son mi salario? ¿Soy quién para demandarlos después de tardar tanto en actualizar? Os pido perdón por ello, solo soy una pobre escritora que busca su lugar en el mundo y que se siente agobiada con una rutina que la tiene ahogada. No estoy en un mal momento emocional, pero a veces a una le gustaría creer que se le da bien algo y yo, durante mucho tiempo, pensaba que era escribir y temo que ya no sea así.

Pero bueno, no vengo aquí a dar más pena de lo normal, que esto no es un confesionario.

Os dejo el capítulo para que lo disfrutéis les cuatre gates que andáis por aquí.

Espero que os guste.

Os mando un achuchón.

Xx.

Toda persona que consta de tener dotación mágica, pero tiene al menos un progenitor gizati, deberá registrarse en el censo mágico como Corriente y tendrá la obligación de identificarse como tal en su documento de identificación mágica. Dicha obligación se anulará en el caso de que el Corriente pierda su magia tras pasar por un examen médico obligatorio que ratifique su retirada del censo mágico.

Real Decreto Ley 20/1957, de 7 de julio, por el que se dispone el nuevo sistema censal que abarca a toda la ciudadanía poseedora de magia y se regula la entrada y salida de los ciudadanos categorizados como «Corrientes».

Xx.

Astrid aún recordaba cuando su padre vivía en casa.

En sus primeros recuerdos siempre estaban los dos, tanto su madre como su padre, además de Tormenta, y la vida era como en esas películas navideñas de Hallmark donde todo era perfecto. Su padre jugaba con ella, la llevaba sobre sus hombros porque le gustaba sentir que volaba como su cuerva y le leía toda clase de cuentos por las noches. Por entonces, Astrid no sabía qué era ser Corriente o Ilustre. Ella sabía que era mágica, como su padre, y fue precisamente él quien le puso el nombre a Tormenta tras cerciorarse que, efectivamente, Astrid había nacido con la magia de las tormentas. Él la quería. No, la adoraba por encima de todas las cosas, Astrid nunca había dudado al respecto, y mucho menos de la pasión y del amor que existía entre sus padres.

Entonces, un día, su padre dejó de estar presente todos los días. Ya no dormía en casa y, cada vez que aparecía, sus padres discutían cuando pensaban que Astrid no estaba escuchando. Su madre, que hasta entonces había sido la alegría encarnada en persona, de repente estaba triste, lloraba cuando creía que no la oía, una sonrisa postiza en su cara para no preocuparla y no parecía capaz de dar una respuesta clara a su hija sobre dónde estaba su padre. Astrid preguntaba a su padre si se habían enfadado y por eso ya no dormía en casa; pero Erland Hofferson, a quien veía con cada vez menos y menos frecuencia, respondía que era demasiado pequeña para entenderlo y que algún día, cuando fuera mayor, se lo explicaría.

Pero no fue necesaria ninguna explicación.

Astrid, con tan solo ocho años, entendió por fin qué estaba pasando.

Comprendió por qué tenía el apellido de su madre y no el de su padre. El por qué todo el mundo pensaba que Astrid no tenía padre y su madre nunca escribía el nombre de Erland Hofferson en las casillas de «padre» cuando rellenaba los formularios del colegio. Comprendió por qué todo el mundo la llamaba «bastarda» e insultaban a su madre a sus espaldas.

El colegio llevó a su clase de excursión a Londres a visitar el Museo de Historia Natural. Mientras esperaban a entrar, Astrid olió el familiar aroma de la magia de su padre. Movida por la excitación por ver a su progenitor, a quien hacía semanas que no veía, Astrid se alejó del grupo y siguió su instinto mágico hasta lo que parecía ser el lobby de un hotel con aspecto de ser muy caro. Tormenta le advirtió desde lo alto de una farola que se detuviera, que no era prudente alejarse del grupo.

—Pero quiero ver a papá —dijo la niña inocentemente—. Seguro que se alegra mucho de verme.

Astrid le vio sentado en el bar del hotel, leyendo el periódico. Se acercó corriendo, pero antes de alcanzarlo su padre ya había alzado la mirada muy alarmado, probablemente al sentir su presencia mágica acercarse a toda prisa hacia él. Para su desconcierto, su padre ni sonrió al verla, ni se levantó para extender sus brazos y estrecharla en un abrazo de oso como hacía siempre, sino que cogió de su mano con demasiada fuerza y tiró de su brazo con una agresividad inusual en él hasta un rincón apartado. A Astrid le desconcertó su expresión que parecía entremezclar la ira con el pánico. ¿Acaso estaba enfadado? ¿Se avergonzaría de que les vieran juntos? No tenía sentido, Astrid era la niña de los ojos de su padre, él mismo se lo había repetido una y mil veces.

—¿Pa… papá? —pronunció la niña con voz temblorosa, confundida por su reacción.

Su padre chistó con una fiereza impropia de él.

—¿Qué haces aquí, Astrid?

Sonaba enfadado. Muy enfadado. Astrid sacudió su mano para que la soltara, pero Erland la tenía completamente inmovilizada.

—Tengo una excursión con el cole en el museo, pero te he olido y yo…

—No puedes estar aquí —le cortó Erland apurado—. Tienes que irte.

Su padre miró a su alrededor e hizo una seña a una mujer para que se acercara. Antes de que Astrid preguntara qué había hecho mal, su padre murmuró algo. La niña reparó entonces que no podía hablar y se llevó su mano libre a su garganta, claramente asustada. Su padre nunca había usado su magia sobre ella y no comprendía por qué le había lanzado un hechizo Silenciador. La mujer del hotel preguntó a su padre qué necesitaba y él simplemente dijo:

—Esta niña se ha perdido, seguramente provenga de algún colegio que estará visitando el museo de Historia Natural —su padre no le dirigió una segunda mirada—. Convendría que…

—¿Querido?

Astrid se volvió a una segunda mujer que se había acercado hacia ellos. Era muy hermosa. De cabello azabache, ojos claros y una piel tersa y blanca, la mujer vestía con un traje azul celeste que le quedaba como un guante alrededor de su pronunciada tripa de embarazada. Astrid adivinó al instante que aquella mujer era una bruja, como ella, la primera que conocía además de su padre.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó la extraña intrigada.

—Nada —se apresuró a decir su padre—. Esta niña se ha perdido y le estoy pidiendo al personal del hotel que la ayuden a encontrar a sus padres.

Astrid le contempló consternada. ¿Cómo que a encontrar a sus padres? ¡Él era su padre! La pequeña quería chillar para hacerle entrar en razón, pero no había forma de que saliera su voz de la boca.

—Esta niña es una bruja —señaló la mujer acercándose.

Su padre se tensó y Astrid sintió un tirón en su brazo que la empujaba hacia la mujer del hotel. La pequeña sintió pánico cuando su padre soltó su mano y sintió los dedos rechonchos de la empleada del hotel en sus hombros.

—Haga lo que le he indicado, por favor.

—Sí, señor —indicó la mujer voluntariosa.

—Un momento —le interrumpió la bruja morena.

La bruja indicó a la empleada que la acercara y Astrid se encogió temerosa. No le gustaba aquella extraña tan bella, su magia resultaba intimidante y embriagadora y fue entonces cuando reparó que, en su cuello, colgaba algo que no había visto hasta ese momento. A primera vista, parecía una piel de animal blanca nívea que protegía su cuello del frío, pero entonces reparó que esa piel era, en realidad, un animal vivo que le enseñó sus pequeños dientes con fiereza.

Un familiar.

Astrid se echó hacia atrás aterrada y la mujer sonrió.

—¿Tienes miedo, niña?

—Katriona, basta.

La sonrisa de aquella mujer se ensanchó, pero a Astrid le pareció una mueca forzada y vacía.

—Deberías volver con tus papás, bonita, el mundo es demasiado peligroso como para que una brujita como tú ande sola, perdida y desamparada.

La rabia inundó a Astrid con tanta fuerza que ni siquiera reparó en que había roto el hechizo que su padre le había lanzado.

—Yo no me he perdido —replicó Astrid con fiereza.

—Katriona, tenemos que irnos —insistió su padre sin dirigirle una mirada más a Astrid.

Pero Katriona no apartó sus ojos de Astrid, como si estuviera analizando cada gesto de ella; y la niña, aún siendo tan joven, comprendía que esa mujer no era trigo limpio. Sintió una punzada de dolor tras su ojo y enseguida entendió que aquella mujer estaba intentando entrar en su mente. Por esa razón, Astrid se zafó del agarre de la empleada del hotel y corrió hacia la salida sin pensárselo dos veces. Algo intentó retenerla, como si quisiera empujarla hacia atrás, pero una de las primeras cosas que le enseñó su padre fue precisamente a bloquear la magia intrusiva que pudiera adentrarse en su mente y manipularla. Astrid no se volvió cuando su padre gritó a la mujer que se detuviera y pudo librarse de sus escurridizos dedos invisibles tan pronto pisó la calle. Aún así, no se detuvo hasta que regresó al Museo de Historia Natural, donde la profesora le lanzó un buen rapapolvo por haberse alejado del grupo.

Su madre no la regañó tras enterarse por la profesora de que había pasado en la excursión. Es más, ninguna de las dos abrió la boca hasta que regresaron a casa. Astrid no necesitó contarle qué había pasado y, por los ojos llorosos de su madre, entendió que ella ya estaba al corriente de todo. La pequeña bruja se encerró en su cuarto y lloró a destajo, abrazada a su familiar, hasta que se quedó dormida. Esa misma noche, en plena madrugada, Astrid se despertó cuando escuchó a sus padres discutir en la planta baja. Tormenta estaba posada sobre la percha junto a la puerta entreabierta y se volvió a ella cuando se acercó para escuchar la conversación.

—Está asustada y muy disgustada, Erland, ¿qué esperabas? Astrid no es tonta, entiende que algo va mal y el no decirle la verdad solo la confunde más —le recriminó su madre—. Tienes que contárselo.

—No puedo soportar que me odie, Eyra.

—¿Y qué pretendes que hagamos, entonces? Lo que ha pasado hoy ha sido lo peor que podía pasar, Erland. Astrid piensa que no la quieres, que te avergüenzas de ella y no entiende por qué te ha visto con otra mujer que encima está embarazada de ti por segunda vez.

Astrid sintió que el oxígeno abandonaba de repente sus pulmones y Tormenta la contempló con una gran angustia.

—Eyra… ya lo hemos hablado, por favor…

—O se lo dices tú o se lo digo yo, Erland —le advirtió Eyra tajante—. Te amo, pero sabes bien que si tengo que escoger, Astrid siempre será la primera.

—Contarle la verdad supondría decirle todo y sabes que eso traerá consecuencias.

—Has querido alejarla de tu mundo por una buena razón, pero entiende que no puedes protegerla para siempre, Erland. Astrid tiene que saber quién es y qué debe esperar del mundo.

Asumir la verdad fue muy difícil para Astrid, más de lo que le hizo ver a sus padres, pero al menos todo cobró sentido. Astrid no era hija legítima de su padre, es más, la familia de su padre, los Hofferson, no sabían siquiera de su existencia ni había planes de hacer tal revelación. Cuando Astrid preguntó por qué, su padre argumentó que era por su seguridad y por la de su madre, por temor a que pudieran separarlas para evitar la influencia gizati que Eyra pudiera ejercer en ella. Astrid tendría que registrarse como bruja en el censo mágico, pero bajo ninguna circunstancia podía revelar quién era su padre y, por supuesto, no podía mencionar la existencia de Tormenta.

—¿Por qué?

—Los Corrientes no tienen familiares.

—Pero yo también soy una bruja —insistió la niña—. Tú siempre me has dicho que tengo mucho talento, que ibas a enseñarme todo lo que sabes, y el hecho de que Tormenta sea mi familiar es un enorme privilegio que se le concede a muy pocas brujas.

—Lo sé, cariño, pero a ojos del mundo eres una Corriente, porque tu madre no es una bruja y tú… jamás te verán como una igual y tampoco te considerarán merecedora de un familiar. Es muy posible que te aparten de Tormenta si lo descubren. Yo te podré enseñar todo lo que pueda, pero… esperaba que la situación de los Corrientes fuera a mejorar con el tiempo y me temo que solo está yendo a peor.

—¿Y por eso estás casado con otra mujer y tienes otros hijos? ¿Porque soy una Corriente? —preguntó Astrid con lágrimas en los ojos.

—¡No! —exclamó su padre horrorizado y acunó su cara con sus manos con una ternura infinita—. Por supuesto que no, cariño. Tú… tú eres el mayor regalo que me ha dado la vida. Si no clamo a los cuatro vientos que eres el sol de mi vida, que os amo con locura a ti y a tu madre es porque tengo que protegeros.

—¿Pero protegernos de qué? —insistió Astrid con voz de hilo—. Tengo la magia de las tormentas, yo puedo protegernos si es necesario.

Su padre acarició su mejilla con sus pulgares a la vez que formulaba una sonrisa por su inocencia infantil. Aún así, Astrid se percató de la gran tristeza que se reflejaba en los ojos que había heredado.

—Nadie debe saberlo, hija. Por tu bien y el de tu madre, nadie debe saber que eres extraordinaria. Sé discreta, Astrid. No has de llamar la atención.

Y Astrid hizo lo que su padre le pidió. Días después, una funcionaria del gobierno mágico tocó a su puerta, tal y como les avisó a su padre que harían, y tanto Astrid como su madre interpretaron su papel al pie de la letra mientras Tormenta se escondía en los bosques cercanos a su casa. Les hicieron muchas preguntas, exactamente las mismas que su padre advirtió que les lanzarían, y cuando la funcionaria preguntó sobre la identidad del padre, Eyra simplemente dijo:

—No lo recuerdo, Astrid fue producto de… ya sabe.

—No, no lo sé —replicó la funcionaria con frialdad—. Necesito saber en qué circunstancias fue concebida esta niña.

Su padre ya le había advertido que no era conveniente replicar a las preguntas de los funcionarios, pero Eyra terminó por «admitir» que no recordaba nada porque la noche que se quedó embarazada de Astrid hubo mucho alcohol de por medio. Fue bochornoso para su madre, más por tener que soltar aquellas barbaridades delante de su hija de ocho años, y Astrid sabía que le estaba resultando muy difícil no venirse abajo ante las mentiras que se había obligado a construir para mantenerla a salvo. Cuando la funcionaria se dio por satisfecha, dio por terminada la entrevista y firmó un documento que certificaba que Astrid Andersen era una «bruja Corriente con cualidades para la magia poco destacables y totalmente influenciada por su progenitora gizati». Pocos días después, Astrid recibió una especie de documento de identidad donde destacaba el apelativo «Corriente» y un «sin identificar» en el apartado que correspondía al nombre de su padre.

Quizás Astrid hubiera tenido que empezar a rechazar a su padre por aquel entonces, haberle hecho entender que él no tenía cabida en su vida o en la de su madre, pero Eyra Andersen no pensaba lo mismo. Sus padres se querían y, pese a lo humillante que debía ser para su madre el ser «la otra», ella continuó amándolo y abriéndole la puerta siempre que la tocaba. Astrid hubiera querido resistirse a dejarse querer por su padre, pero éste se lo hacía muy difícil.

Astrid tenía la certeza de que su padre vivía una vida que no deseaba vivir, que su verdadero deseo era estar con ellas y no con su otra familia, pero Astrid sabía que, al fin y al cabo, sus otros hijos eran tan hijos de su padre como lo era ella. No la podía priorizar por mucho que quisiera hacerlo y Astrid sabía que no estaba en el lugar de hacerlo aunque tuviera derecho. Aún así, su padre hacía el esfuerzo, aunque fuera a través de pequeños gestos y momentos que hacían imposible no quererlo. Le mandaba libros de toda clase, sobre todo de magia, para que ella pudiera estudiar y, cuando estaban juntos, siempre reservaba tiempo para que Astrid pudiera formular sus dudas y ayudarle con los hechizos más complejos. También le mandaba libros que le recordaban a ella, algunos escritos por brujas, otros muchos escritos por gizatis que él sabía bien que a ella le iba a encantar. Por otro lado, sabía que su padre las mantenía de alguna manera, aunque Astrid nunca llegó a saber cómo. La casa en la que vivían, el colegio, los libros, la floristería… Astrid sabía que su madre no podía pagarlo todo con su sueldo de jardinera y que nunca había podido terminar la carrera tras haberse quedado embarazada de ella, por lo que no tenía dudas de que su padre pagaba su manutención.

Cuando Astrid decidió ir a la universidad, sin embargo, decidió que no aceptaría ni un céntimo de su padre.

Con diecisiete años, Astrid tenía plena conciencia de todo. Quería a su padre, pero empezó a evitarlo porque le resultaba demasiado doloroso despedirse de él sin saber cuándo volvería a verlo. Las tecnologías gizatis le daban cierta libertad para contactar con ellas a través de Whatsapp, una aplicación usada únicamente por gizatis, pero Astrid también había cedido a su propia curiosidad. No le resultó difícil encontrar información de la familia de su padre y encontrar los perfiles en redes sociales de su hermanastro, Luke. Cassidy era por entonces demasiado joven para contar con perfiles en redes, pero Luke ya publicaba fotos en Instagram, entre ellas alguna que otra con su madre y con su padre. Al ver la imagen de su padre sonriendo, sentado en lo que parecía el porche de una casa, con una cerveza en la mano, junto a aquella mujer horrible del hotel que sonreía de oreja a oreja con su hija pequeña en brazos, Astrid sobrecargó sin querer el teléfono, explosionándolo en sus manos.

Ella ni siquiera tenía una triste fotografía con su padre mientras que sus otros hijos podían publicar sus fotos sin ningún miedo.

Desde entonces, decidió evitar a su padre en medida de lo que le era posible.

Se negó a aceptar su dinero para acceder a la universidad, decidida a vivir en base a las becas de estudiante que lograba gracias a sus brillantes notas y a sus aptitudes deportivas combinados con trabajos precarios. Optó por estudiar filología, ya no solo por su ambición en ir a contracorriente a lo establecido por las normas mágicas que le impedían estudiar magia, sino porque sabía que su padre esperaba que ella estudiara Medicina para convertirse en cirujana. Al fin y al cabo, él era un hechicero de sangre, lo que equivalía a un médico de hechiceros y brujas, y le hubiera gustado que ella hubiera seguido sus pasos, aunque fuera atendiendo exclusivamente a gizatis. Cuando acabó la universidad, Astrid huyó a España y allí se quedó hasta que finalizó su contrato en la Biblioteca de Archivos Mágicos de España en Granada. Por entonces, su padre ya le habían ascendido como jefe médico del cuerpo de élite y, pese a que podía dedicarse a ser una figura representativa y una cara amigable para promocionar el cuerpo, Erland Hofferson había preferido ir al frente y hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar a todo aquel enfermo y herido que lo necesitara, fuera Ilustre, Corriente o gizati. Pese a la distancia que Astrid había marcado y a que cada vez atendía menos a sus llamadas y mensajes, la bruja no podía evitar sentirse orgullosa por su labor. Los hechiceros y brujas de sangre podían ser los más mortíferos del cuerpo, pero Erland había decidido usar su magia a favor de ayudar los demás y eso, de alguna manera, la consolaba, porque sabía que su padre, pese a todo el dolor que le había causado, era una buena persona y luchaba cada día por demostrarlo. Quizás, por esa razón o por las incansables insistencias de su madre, Astrid accedió a comer con él cuando se lo pidió después de su regreso de Granada.

—Estás preciosa, cielo.

Astrid se lo había recogido en una trenza que coronaba su cabeza, nada fuera de lo normal, más cuando iba a dar clases de Crossfit después de comer. En verdad, Astrid tampoco se había molestado en prepararse y se había aparecido vestida con un chándal, aunque su padre no pareció molestarle en absoluto.

—¿Cómo estás, hija?

—Bien, como siempre —dijo ella sin levantar la mirada de la carta.

—Tengo la sensación de que hace muchísimo que no nos vemos —señaló su padre con cierta preocupación.

—Será porque realmente no nos vemos desde hace mucho —le achacó Astrid aún sin mirarle.

—Ya, bueno… ya sabes… Katriona fue electa por…

—Ya lo sé —le interrumpió ella cerrando la carta con brusquedad—. Aunque no podamos votar, a los Corrientes todavía nos dejan leer noticias de vuestro mundo.

—También es tu mundo, Astrid —se apresuró a decir su padre—. Y sé que Katriona no es muy favorable con la situación de los Corrientes, por eso…

—No me tienes que justificar nada —le cortó Astrid, haciendo un esfuerzo titánico por contener su rabia, aunque ello no evitó que las luces del restaurante parpadearan influenciadas por su ira—. Sé perfectamente lo que se espera de una Corriente como yo, por lo que no te preocupes que procuraré ser discreta y no llamaré la atención, como me has pedido que haga siempre.

—Astrid…

—Creo que voy a pedir directamente un café, no me conviene ir a entrenar con el estómago lleno.

No había vuelto a ver a su padre desde entonces y Astrid había evitado sus llamadas y mensajes, incapaz de bloquear su contacto pese a sentirse tentada a hacerlo. Pensó que ignorar a su padre le haría la vida más sencilla, aunque su madre no compartía en absoluto su postura.

—¿Crees que esto es fácil para él, Astrid?

—No soy yo la que tiene otra vida y otra familia, mamá —le recordó la bruja—. Y si tanto se preocupa por nuestra seguridad, ¿por qué insiste en mantener el contacto con nosotras? Es él el que nos pone en peligro, mamá.

—Hay tantas cosas que no entiendes, cariño —dijo su madre con voz rota—. Con lo inteligente que eres deberías poder verlo.

Pero Astrid no era capaz de verlo y aún hoy, en aquel restaurante escondido de Edimburgo, sentada con sus padres como si fueran una familia normal y estructurada que se reencontraban tras un tiempo separados le resultaba tan surrealista como anormal. Astrid había evitado a su padre precisamente porque no quería tener esperanzas de que pudiera tener algo que jamás iba a tener. Quería a su padre, lo amaba con todo su ser, casi tanto como a su madre y, aún así, quererlo la atormentaba. ¿Se podía querer a alguien que les había hecho tanto daño? Pensaba que alejándose, evitando sus llamadas y sus mensajes le daría a entender que ella no quería formar parte de su vida, pero su padre no parecía querer darse por aludido.

—Y dime, Astrid, ¿cómo está tu teléfono? —preguntó su padre.

Astrid revolvió su plato de pasta con desgana y sacudió los hombros.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada, es solo que tengo recuerdo que te regalé un iPhone hace unos cuántos cumpleaños y, hasta donde tengo entendido, no coges nunca el teléfono ni respondes a mis mensajes —comentó Erland mirándola fijamente.

Astrid mordió la mitad de un macarrón y masticó con lentitud.

—He estado muy ocupada.

—Eso tengo entendido —concordó Erland—. ¿Ya le has contado a tu madre quien es tu jefe?

La bruja frunció el ceño y Eyra les contempló con curiosidad.

—¿Acaso lo conozco?

—¿Cómo puedes saber para quién estoy trabajando? —preguntó Astrid irritada.

—¿Te acuerdas de Estoico Haddock? —dijo Erland volviéndose a Eyra, ignorando su pregunta—. Es el viudo de Valka Haddock y el hombre que sustituyó a mi padre cuando se jubiló.

A Astrid le sorprendió escuchar el nombre de la madre de Henry y la familiaridad con la que su padre lo pronunció, pero lo que la desconcertó todavía más fue la expresión de reconocimiento de su madre, como si supiera perfectamente quién es.

—¡Ay! ¡Claro! No recordaba que su hijo se llamaba Henry, Valka siempre lo llamaba de otra forma… ¿Cómo era?

—Hipo —respondieron su padre y Astrid a la vez.

Astrid no entraba en su asombro. ¿Cómo era posible que su madre conociera a Valka Haddock? Es más, ¿cómo sabía de la existencia de Henry Haddock por su ridículo apodo? Cerró los puños para contener su ira, aunque las luces del restaurante volvieron a tintinear en respuesta a su magia.

—Se llama Henry Haddock —le corrigió Astrid con furia—. ¿Cómo demonios…? —la bruja se detuvo a sí misma, no quería desviarse con Henry, no era el momento—. ¿Me has estado siguiendo, papá?

—No, cariño, aunque te cueste creerlo, no te he estado siguiendo —advirtió Erland con voz cansada—. Estoico me habló hace unas semanas que habían traído a una empleada subcontratada por el Ministerio de Archivos Mágicos y, por lo general, los subcontratados suelen ser Corrientes. Hipo solo me ha confirmado que eras tú.

La bruja no entraba en su asombro. ¿Cómo había podido Henry Haddock asociar que ella…? No, no era posible. Astrid no tenía nada que pudiera identificarla como hija de Erland Hofferson y ni siquiera Henry Haddock había sido capaz de entrar en su cabeza para adivinarlo,

—¿Cómo has podido saberlo por él?

—Yo te enseñé a colocar un hombro dislocado, ¿recuerdas? Como todos tus conocimientos en primeros auxilios —Astrid frunció los labios, frustrada por reconocer que así había sido—. No me ha sido complicado adivinarlo, más cuando me dijo que la bibliotecaria era profesora de Crossfit.

—No creo que muchas chicas cumplan con ese perfil —añadió su madre con diversión.

Astrid puso los ojos en blanco cuando sus padres compartieron unas risas confidentes, como si ya hubieran hablado de eso antes. La bruja no pudo evitar sentirse todavía más enfadada si cabía, hasta el punto que tiró su cubierto con demasiada agresividad contra el plato.

—Será mejor que me vaya.

—¿Qué? ¿Por qué? —repuso su madre alarmada—. Astrid, hace muchísimo que no estamos todos juntos.

—Eyra… —le advirtió Erland con cautela.

—¿Todos juntos? —repitió Astrid molesta—. ¿Queréis definirme qué es todos? Hasta donde yo sé, nunca ha habido un todos, porque siempre hemos sido nosotras y luego él.

—Astrid, haz el favor de sentarte —le pidió su padre con firmeza.

—No pienso volver a sentarme y fingir que no pasa nada —dijo ella cogiendo su abrigo de mala gana—. ¿Quieres seguir con tu doble vida, papá? Adelante, sigue arriesgando la seguridad de mamá por tu obsesión de querer tenerlo todo, pero a mí déjame fuera de tu ecuación.

Astrid se sintió terriblemente culpable al ver el dolor en la mirada de su padre y cómo su madre se esforzaba en contener sus lágrimas por el peso cruel de sus palabras.

—Eres mi hija, Astrid —insistió su padre—. Y nada va a cambiar eso. Siempre te voy a querer.

—Y yo también, papá, casi más que a mi propia vida —le aseguró ella dolida a la vez que se ponía su abrigo—, pero entiende que para mí es demasiado doloroso quererte y no me lo pones fácil. Nunca lo has hecho.

—Astrid, espera, por favor…

Pero la bruja no se detuvo, aunque una parte de ella quisiera quedarse con todo su ser y abrigarse a esa imagen perfecta e imposible que podía haber sido su vida. Estaba cansada de ilusionarse por algo no tendría nunca, de tener que esconderse en las sombras, de no ser quien debería haber sido y de vivir con el miedo de que se descubrieran quien ella era realmente. Por esa razón no se quedó, pese a las súplicas de sus padres y partir su propio corazón en dos en consecuencia, pero Astrid no podía soportarlo más.

Caminó sin mirar realmente hacia dónde iba. Se notaba mareada, quizás porque su magia fluía de repente de manera muy intensa dentro de ella. Las luces de las farolas de la calle tintineaban con intensidad hasta que una explotó por sobrecarga, alertando a los viandantes. Astrid respiró hondo, pero notaba los latidos de su corazón demasiado acelerados y sus manos temblaban por la sobrecarga eléctrica que se acumulaba en sus dedos. Notaba un intenso sabor a tierra en su boca y una arcada hizo que subiera por su exófago los cuatro macarrones que había digerido. Intentó retener las náuseas cómo pudo, pero cuando se sostuvo contra la pared de un edificio, toda su magia se desplegó por el ladrillo, fundiendo los fusibles del mismo. Alarmada por verse tan expuesta y descontrolada, Astrid corrió hacia otra calle menos transitada y se esforzó en orientarse para volver al Airbnb, aunque terminó por rendirse y ceder a las náuseas.

Vomitó lo poco que acababa de comer y lo no escrito. Cualquiera que pasara por la calle tendría que estar pensando que era una borracha o algo peor, pero Astrid no podía contener la poca comida que tenía en el estómago. Las luces de la calle seguían reaccionando a su lamentable estado y casi podía oler la lluvia acumulándose en las nubes cargadas de electricidad. De repente, sintió a alguien rodear su cintura y apartando el pelo de su cara. Astrid reaccionó asustada, pero fuera quien fuera, la sostuvo con firmeza antes de que otra arcada volviera a abordarla.

—Ya está, tranquila.

Debió sorprenderla que Henry Haddock estuviera allí, pero en ese instante, Astrid sintió alivio de que fuera él y no su padre o su madre quien hubiera acudido a socorrerla. La magia se sacudía nerviosa dentro de ella, en cierto punto resultaba hasta impredecible, por lo que temió poder darle un chispazo sin querer, pero Henry no parecía intimidado en absoluto. La sostuvo con firmeza, sujetando su cabello para que no la molestara mientras terminaba de vomitar. Su mano, caliente y grande, acarició su espalda hasta que por fin pudo incorporarse, aunque Henry soltó su pelo para agarrarla del brazo cuando vio que perdía el equilibrio a raíz del mareo causado por las arcadas.

—Tranquila —repitió él con suavidad—. No conviene que te muevas muy rápido. Ven, siéntate.

La guió hasta un banco y Astrid ocultó su cara en sus manos, deseosa de hacer desaparecer aquella terrible náusea que fácilmente acarrearía una migraña. Sintió a alguien sentarse a su lado y escuchó un chasquido del tapón de una botella abrirse.

—Toma, bebe —le animó Henry.

Astrid levantó la cabeza y observó sorprendida de que era un botellín de agua.

—¿Cómo…?

—Hay una máquina de vending justo a la vuelta de la esquina —argumentó él—. Bebe, conviene que te hidrates.

Astrid aceptó la botella a regañadientes y bebió a sorbitos para evitar que las náuseas se acrecentaran. Por suerte, el agua le sentó mejor de lo que esperaba y Astrid se limpió la cara empapada de sudor frío y lágrimas y el vómito de la comisura de su boca con la manga de su chaqueta. Se enjuagó con el agua de la botella para quitarse el desagradable sabor de la bilis, aunque no tuvo mucho éxito en borrar el sabor a tierra que había dejado su magia.

—¿Mejor?

Astrid se volvió a Henry Haddock, quien la observaba preocupado. Llevaba puesta una chaqueta vaquera con borreguito sobre una sudadera azul y vestía unos pantalones de chándal negros. Tenía el pelo tan convenientemente despeinado como siempre, como si no se hubiera mirado dos veces al espejo antes de salir de casa, y Astrid apreció el leve fulgor de su magia en sus verdes ojos.

—Sí, gracias —dijo ella sintiéndose ridícula y avergonzada, consciente de que debía verse hecha un adefesio después de haber vomitado hasta sus entrañas en mitad de la calle—. ¿Cómo sabías que…?

—A estas alturas ya huelo tu magia a kilómetros, Astrid —le aseguró él—. Es fácil adivinar cuándo no estás bien, ya que tu magia adquiere un olor fuerte, como a metal chamuscado, así que pensé que necesitarías ayuda, aunque me esperaba verte con tu madre…

—Ya, es complicado —le cortó ella recordando cómo había terminado en esa situación—. Si me disculpas, será mejor que me…

Astrid no pudo acabar la frase, ya que sintió que se le iba la cabeza cuando se levantó del banco. Sintió la mano de Henry sujetarla y empujarla de nuevo al banco.

—No tengas tanta prisa, anda —comentó él con resignación—. ¿No sabes que no es bueno moverse demasiado cuando te da el colocón? Date unos cuántos minutos hasta que te estabilices.

—¿Colocón? —preguntó ella desconcertada a la vez que posaba su cabeza contra sus rodillas para calmar de nuevo sus náuseas.

—¿Nunca te ha dado un colocón? —cuestionó él sorprendido—. Bueno, supongo que con lo entera que eres tiene que ser raro que te pase a ti, aunque a la gente del cuerpo nos pasa bastante a menudo, posiblemente por nuestra constante exposición a la magia.

—No te sigo —dijo ella confundida.

Henry suspiró a su lado, aunque no parecía de impaciencia, sino más bien de frustración por no saber explicarse bien.

—La magia es como un ente que vive dentro de nosotros y que acude a nuestra llamada cuando se lo pedimos. Sin embargo, también tiene vida propia y se aprovechan de ello cuando nuestras emociones están más inestables. Por ejemplo, si estás enfadada, convocas tormentas sin darte cuenta.

—No es verdad —mintió Astrid.

—O cuando tienes ansiedad, puedes generar un cortocircuito que puedes dejar sin luz a media ciudad —continuó Henry, ignorando su negativa—. Cuando eso pasa, la magia reacciona como un mecanismo de defensa, pero también equivale a que su flujo es tan intenso que fácilmente puede sentarte mal, porque al fin y al cabo, nuestros cuerpos tienen un límite que no siempre son capaces de soportar. En el cuerpo lo llamamos «colocón» por eso, porque te deja hecho mierda.

En verdad, Astrid ya había sufrido el mencionado «colocón» en más de una ocasión, aunque siempre había pensado que se debía a que era por ser Corriente. Nunca se había planteado que la debilidad causada por el uso excesivo e incontrolado de la magia pudiera ser una consecuencia que sufrían también los hechiceros y las brujas Ilustres, por lo que resultaba un consuelo que fuera algo común y no una consecuencia de su sangre gizati.

—Pareces tener mucha experiencia con esto —señaló Astrid—. ¿Sabes si eso va a menos con el tiempo?

—Con la práctica más bien, aunque no creo que sea un buen ejemplo —respondió Henry un tanto avergonzado y Astrid alzó intrigada una ceja—. Los hechizos de teletransporte me sientan fatal porque mi magia tiende a rechazarlos. He buscado una y mil formas de superarlo, pero no he encontrado la forma todavía.

—Qué poco conveniente para alguien que se dedica a moverse de un lado a otro —dijo Astrid incorporándose de nuevo—. ¿Cómo te arreglas en viajar de un sitio a otro entonces?

—A veces voy volando.

La bruja frunció el ceño y Henry se rió.

—No en escoba, hay algo más cómodo que se llama avión.

Astrid se carcajeó.

—Debes costarle un riñón al ministerio —comentó la bruja.

—Algo bueno tiene que tener mi trabajo, al menos me enriquezco con las dietas —replicó él y ladeó la cabeza—. ¿Te encuentras mejor?

Astrid asintió levemente y se apartó un mechón que se había caído de su trenza casi deshecha.

—Siento el espectáculo.

—He visto cosas peores —le prometió él—. ¿Y tu madre?

—Es largo de contar.

La bruja carraspeó incómoda y sacó su teléfono apagado de su bolsillo. Con un pequeño chispazo, lo cargó en su mano y éste se encendió.

—Tu factura de la luz debe salir muy barata.

Astrid hubiera sonreído por su comentario si no fuera por todas las notificaciones de llamadas perdidas y mensajes acumulados que le saltaron de parte de sus padres. La bruja bloqueó su teléfono sintiéndose fatal. Era consciente de que su comportamiento había sido más propio de una niñata que el de una mujer adulta, pero Astrid estaba cansada de tener que fingir que estaba de acuerdo con la relación de sus padres y lo que ello suponía para ella.

—Tú tenías coche, ¿no? —preguntó Henry de repente.

Astrid se volvió a Henry extrañada.

—¿Por qué lo preguntas?

—Necesito volver a mi casa, si te pago el diesel y la autopista, ¿me podrías llevar?

Astrid abrió la boca y luego volvió a cerrarla. ¿Estaba hablando en serio? Sintió que la sangre se acumulaba de repente en sus mejillas y agradeció que la iluminación de aquella no fuera la más idónea para delatar su rubor. Sus labios aún palpitaban por el beso que habían compartido no hacía ni veinticuatro horas.

—¿No estoy despedida? —cuestionó ella reticente.

Henry frunció el ceño, como si no entendiera la pregunta.

—¿Por qué ibas a estarlo? —replicó él.

—¿Porque nos vio el familiar de tu padre darnos el lote?

Henry sostuvo su mirada en un silencio que se le hizo eterno hasta que soltó una carcajada que la sobresaltó.

—Thornado está cegato.

—¿Qué?

—El familiar de mi padre se llama así, Thornado, y no ve tres en un burro —explicó Henry—. Mi padre se operó de la vista hace años, pero no se puede operar la visión de un familiar. Pensaba que lo sabrías por Tormenta, los familiares suelen sufrir los mismos problemas de salud que sus…

Astrid dejó de escucharle tan pronto escuchó el nombre de su familiar salir por su boca y su corazón se detuvo al menos unos segundos antes de que Henry parase de hablar al darse cuenta de lo que acababa de revelar. Bruja y hechicero cruzaron las miradas nerviosos, inseguros de quien debía hablar primero. Quizás hubiera oído mal, pensó Astrid, quizás se refería a otra Tormenta… Era imposible, Henry Haddock no podía saber de la existencia de su familiar, Astrid había sido…

No.

No había sido cuidadosa. El puñetero gato mágico que tenía encerrado en su cuarto del Airbnb demostraba precisamente lo descuidada que había sido con todo.

—Astrid, perdona —se disculpó Henry avergonzado—. Me he ido de la lengua, pero te juro que no se lo he contado a nadie.

La bruja rió nerviosa, negando repetidamente con la cabeza como si aquello no fuera con ella.

—No… no sé de qué hablas —balbuceó Astrid a la vez que se levantaba del banco, ansiosa de alejarse de él—. No sé quién es esa Tormenta, pero hablas como si yo tuviera un familiar y sabes de sobra que eso es…

—¿Imposible? —terminó Henry por ella también levantándose para encararla—. Astrid, no tienes que fingir, sé que tienes un familiar con forma de cuervo y que se llama Tormenta, ella misma me lo dijo y…

—¿Disculpa?

Una ola de rabia la inundó con tal fuerza que se vio obligada a sostenerse de nuevo contra el banco. Tenía que ser una broma pesada, una muy muy grande. Astrid sentía tanta ira dentro de ella que, si no fuera porque estaba temblando por el cúmulo de magia que azotaba desde su estómago, Astrid iría de cabeza a retorcerle el cuello a su propio familiar. ¿Se podría ser más hipócrita? Ella se había sentido culpable por haberle ocultado lo que estaba haciendo con Desdentao, ¿y Tormenta había tenido la osadía no sólo de hablar con un extraño sino que además era un hechicero Ilustre del cuerpo de élite que bien podía delatarlas?

Astrid iba a matarla.

—Vale, creo que hemos tocado un tema muy delicado y no quiero meter en problemas a Tormenta, pero convendría que te calmaras —le pidió Henry claramente nervioso.

La bruja le fulminó con la mirada y apreció el miedo en los ojos del hechicero. Bien, aquello le iba a resultar mucho más fácil si la temía.

—Astrid, es en serio, no voy a contárselo a nadie —insistió él—. Mira, ¿por qué no vamos a hablar a un sitio más privado? ¿Y si vamos a tu coche y…?

—Tu gato está en mi Airbnb —confesó ella en cólera—. Vosotros dos sois la causa de todos mis putos problemas.

Henry palideció ante sus palabras, pero enseguida se enderezó y tomó una actitud más fría.

—¿Qué demonios hace Desdentao contigo?

—¡Pregúntaselo a él! —chilló ella—. ¡Se coló en mi coche!

—¿Y por qué demonios se iba a colar el gato en tu coche?

—¡No sé, Henry! ¡Es tu puto familiar, no el mío!

Astrid se apartó cuando percibió una fuente corriente de magia extraña y poderosa. Henry había cerrado los ojos, sus manos se sujetaban con tanta fuerza al banco que sus nudillos se habían tornado blanco y respiró profundo, probablemente para calmarse. La bruja sintió que su propia magia reaccionaba ante el poder de Henry y Astrid tuvo que frotarse los dedos para aliviar la carga eléctrica de los mismos. Ambos se contemplaron tensos, en guardia por lo que podía hacer el otro.

—¿Podemos encerrar el hacha de guerra otra vez, por favor? —terminó por suplicar Henry—. No tenía que haber perdido los nervios y te pido disculpas por ello, pero agradecería muchísimo que no me lanzaras un rayo o algo por el estilo.

—Yo no lanzo rayos —se defendió Astrid con las mejillas encendidas.

Henry rió con amargura.

—Mira, Astrid, ambos sabemos que no tienes que ocultarme que posees la magia de tormentas —aclaró él—. Descubrí lo de Tormenta por accidente, al igual que lo de tu padre que…

—¡No! —le cortó ella al instante.

Una farola ubicada a pocos metros de donde se encontraban estalló. Henry se agazapó por el susto y Astrid cayó sobre sus rodillas, sintiéndose repentinamente muy débil y con unas ganas terribles de echarse a llorar.

—¡Astrid! —exclamó Henry angustiado, arrodillándose ante ella para socorrerla, aunque fue lo bastante prudente como para no tocarla, porque fácilmente podría llevarse una descarga de electricidad estática—. ¿Estás bien?

—¿Te lo ha dicho él? —preguntó ella en un hilo de voz.

Henry se tomó más tiempo del que le hubiera gustado en responder.

—No a propósito —terminó por admitir—. Es más, me sorprende no haberme dado cuenta antes. Sois clavados y vuestras magias presentan un patrón similar aún siendo completamente distintas.

Astrid escondió su cara entre sus manos.

—¿Por qué demonios tienes que saber todo de mí? —preguntó frustrada.

Henry carraspeó incómodo.

—Saber todo de todo el mundo es parte de mi trabajo y, por desgracia, a veces lo hago sin querer.

Astrid, sin embargo, no sabía apenas nada de él. De todo lo que parecía decidido a ocultar, desde su negación a que Desdentao fuera su familiar hasta qué clase de magia manejaba. Henry era la discreción personificada y, en cuestión de pocas semanas, había descubierto lo que le había llevado toda una vida ocultar. Escuchó a Henry soltar un suspiro largo, como si todo aquello le resultara muy irritante.

—¿Podemos ir a tomar algo?

Ella apartó las manos de su cara para contemplar su expresión. Parecía preocupado y, a su vez, muy cansado.

—¿Por qué? —preguntó ella con desconfianza.

—Hace frío y necesito un café —confesó él—. Y no convendría que habláramos en mitad de la calle, cualquiera podría estar escuchando.

—Si pretendes que…

—Astrid —le interrumpió Henry con un tono que bien parecía una súplica—. Por favor.

La bruja no sabía qué hacer. Volver al Airbnb conllevaba arriesgarse a toparse de nuevo con sus padres y enfrentarse a Tormenta. Estaba todavía demasiado enfadada con su familiar y sabía que si la confrontaba en ese momento diría un montón de cosas de las que se arrepentiría después.

—Está bien —aceptó la bruja a regañadientes—, pero invitas tú.

Henry dibujó una sonrisa agotada que, a su vez, le resultó asquerosamente encantadora.

—Por supuesto, milady.

Xx.

El café era de los peores que Hipo recordaba haber probado.

Sin embargo, aquel local era el único que quedaba abierto a esas horas y al menos servían algo de comer. Tras mucho insistirle, Astrid aceptó a regañadientes coger un sándwich al que apenas había dado un mordisco e Hipo había comido la mitad de su hamburguesa con las mismas ganas. No habían intercambiado palabra desde que habían entrado en aquel restaurante barato, de suelo pegajoso y olor a fritanga, pero aquello era mejor que estar en la calle o en la intimidad del coche de Astrid. A su padre ni se le pasaría por la cabeza buscarle en un lugar como aquel y era probable que a Erland Hofferson tampoco le diera por buscar a su hija en aquel restaurante de mala muerte.

La había estado llamando en repetidas ocasiones.

Hipo reconocía de sobra el tono de llamada que Astrid había asociado al número de su padre y, aunque apenas dejaba a Taylor cantar dos palabras porque enseguida bloqueaba la llamada, Astrid había bloqueado el teléfono más de diez veces en menos de media hora. Cuando les trajeron los cafés y vio que Astrid torcía el gesto ante el desagradable sabor a café quemado, Hipo no pudo evitar reírse.

—Siento que todo sea asqueroso.

—Podría ser peor —le consoló ella revolviendo el café con cara de asco, como si aquello fuera a hacer algo por mejorar el sabor—. ¿Por qué estás en Edimburgo, Henry?

El hechicero esperaba que fuera a preguntárselo más pronto que tarde.

—Mi padre había concertado una cita con el Jefe Médico del cuerpo de élite para curarme el hombro —Astrid no había levantado la mirada de su café, por lo que era imposible adivinar lo que se le estaba pasando por la cabeza—. Astrid, Erland Hofferson es tu pa…

—¿A quién vas a contárselo? —le interrumpió ella sin muchos rodeos.

La pregunta le pilló desprevenido. ¿No le había repetido hasta la saciedad que no iba a contar nada?

—Ya te he dicho…

—Henry —volvió a cortarle muy seria—. Comprenderás que no te creo. Eres miembro del cuerpo de élite, un espía que trabaja para un gobierno que odia a la gente como yo. Y no me digas que no eres como el resto de tu gente, porque eres hijo de Estoico Haddock y tu familia es una de las familias más importantes de la sociedad mágica de todo el país.

—Igual que la tuya —replicó él con dureza y a Astrid se ruborizó, más por rabia que por vergüenza—. Eres la primogénita de Erland Hofferson que no solo posee la magia de las tormentas, sino que además cuenta con un familiar.

—Yo no pertenezco a esa familia —insistió Astrid con voz envenenada—. Ni siquiera saben de mi existencia.

Aquello no sorprendió a Hipo. Las familias Ilustres más poderosas contaban con una reputación que preservar para mantener su posición. Que los Hofferson tuvieran una Corriente entre sus miembros y más siendo vástaga no reconocida del esposo de la presidenta del Gobierno Mágico sería un escándalo mayúsculo. Aún así, le resultaba sorprendente que nadie de la familia Hofferson supiera de la existencia de Astrid, mucho más Thror Hofferson, que había sido el Ministro de Defensa Mágica y antes fue el cabecilla de los espías del cuerpo de élite, cuya actuación durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría habían sido legendarios. Puede que Erland hubiera decidido no seguir los pasos de su progenitor, pero no había duda de que era hija de quién era al haber guardado tan escrupulosamente un secreto tan enorme como el de tener una hija Corriente, con magia de tormentas y encima con familiar.

—¿Crees que no te aceptarían si lo supieran?

Se dio cuenta de cuán estúpida era su pregunta según la formuló. La expresión molesta de Astrid delataba sus ganas de soltar cuán imbécil era por solo soltar tamaña tontería de su boca.

—El romance de mis padres nunca debió suceder. A mi padre le habrían condenado por haber mantenido una relación con una gizati, más tras haber tenido una hija con ella, y le habrían despojado de su herencia como Hofferson. A mi madre le habrían borrado la memoria de todo lo relacionado con el mundo mágico y en cuanto a mi… Bueno, me imagino que no estaría aquí.

—No me consta que separen a los Corrientes con padres mágicos reconocidos de sus familias gizatis —defendió Hipo sintiéndose, en parte, responsable de esa acusación que acababa de lanzar.

La bruja le contempló pasmada.

—¿Tan ignorante eres cómo funciona tu mundo y por qué leyes se rigen? —le recriminó ella con dureza—. El cuerpo al que perteneces procura que se cumplan a rajatabla y todo lo que te he dicho está recogido en el código penal mágico de nuestro país. O si no, dime, ¿cuántos Corrientes conoces que tengan parientes mágicos conocidos? La mayoría somos bastardos o descendientes lejanos de familias mágicas que tuvieron a algún arrunta que abandonaron a su suerte.

A Hipo le hubiera gustado replicar de nuevo, pero era consciente que no podía hacerlo. Era fácil hablar desde una posición de privilegio como la suya y, por mucho que empatizara con Astrid, solo podía imaginarse cuán dura había sido la vida con ella. Aún así, Hipo quería defenderse, excusarse que él tampoco lo había tenido nada fácil. La enfermedad y la muerte de su madre había supuesto que su magia tardase en aparecer más de lo normal. Que lo hubieran tachado de arrunta y la vergüenza que ello supuso para su padre tampoco había sido sencillo de sobrellevar. Es más, desde que su magia había despertado, su padre se había empeñado en «compensar» todo ese sufrimiento que su hijo le había causado haciéndole pasar por el calvario que fue la Academia e ingresar en el cuerpo de élite.

Sin embargo, no era momento para victimizarse y mucho menos con ella.

—¿Qué puedo hacer para que confíes en mí? —preguntó Hipo.

Astrid reflexionó un momento antes de inclinarse hacia él, bajando el volumen de su voz por si alguien escuchaba su conversación.

—Dime algo que no pueda saber nadie, algo que me dé la seguridad de que no te puedas ir de la lengua.

Por su tono de voz y la determinación de su mirada, Hipo tenía claro a qué se estaba refiriendo y no le hizo la menor gracia que le chantajeara con eso. No obstante, admiraba la persistencia de la bruja e, indudablemente, conocer qué era Desdentao era una buena garantía para ella. Aún así, Hipo no quería contárselo, no porque pensara que Astrid fuera a contar nada a nadie, más sabiendo lo que sabía sobre ella ahora, sino porque supondría ponerla en un peligro innecesario. Hipo estaba preparado y entrenado para pasar desapercibido y sabía que tardarían un tiempo en localizarle. Escocia era un lugar seguro, más con la magia que albergaba en su casa familiar, que bien ocultaba el rastro mágico del gato. Aún así, Desdentao era una criatura difícil de controlar y, aún siendo consciente de su delicada situación, un ser mágico de sus características rara vez se doblegaba y ni la magia de Hipo podía contener durante largos periodos de tiempo la forma de gato que le había dado, por eso convenía estar en un lugar donde la magia fuera lo bastante potente para que pudiera pasar desapercibido cuando su prisión con forma de gato se quebraba.

Sin embargo, contarle qué era Desdentao supondría un riesgo enorme para ella y, aunque no dudaba que Astrid era perfectamente capaz de defenderse sola, Hipo era consciente que la bruja estaba lejos de estar preparada para afrontar algo tan peligroso como los ladrones de magia que se había topado en Noruega.

Además, aquello era un problema que le concernía a él y solo a él.

No podía arriesgar la vida de nadie más.

—No puedo, Astrid.

Ella hundió los hombros, decepcionada, pero no sorprendida por su negativa.

—¿Y pretendes que confíe en ti? ¿Que arriesgue todo lo que he protegido a lo largo de mi vida por creer que no te irás de la lengua cuando mejor te convenga? —cuestionó ella dolida.

—Aprecio a Erland Hofferson lo suficiente como para no ponerle en peligro a él y mucho menos a su hija —advirtió Hipo ofendido—. Y, aunque no te lo creas, no soy tan despreciable como para desearte ningún mal, Astrid. Creía que eso había quedado más que claro.

La bruja estrechó los ojos, molesta y con las mejillas ligeramente ruborizadas, pero no replicó. Un silencio incómodo se impuso entre ellos, solo interrumpido por la estridente conversación entre el camarero y la cocinera desde la cocina. El teléfono de Astrid volvió a vibrar e Hipo leyó en la pantalla la palabra «Mamá». Su cara delataba un cúmulo de emociones encontradas y apreció el esfuerzo que debía estar haciendo para no tener otra crisis nerviosa.

—Si te consuela, mi padre y yo hemos tenido una discusión tan fuerte que he tenido que marcharme de casa.

Había sido muy desagradable, aunque no más de lo habitual. No era ningún secreto que Estoico e Hipo Haddock no se soportaban. La figura autoritaria y seria de su padre chocaba con el carácter sarcástico y apático de Hipo. En verdad, si fuera algo más listo o puede que más paciente, Hipo hubiera aprendido a cerrar la bocaza hace tiempo ante los críticos comentarios de su padre («es que eres un vago, Henry», «menudas pintas que llevas, hijo», «no te crié para que fueras tan irresponsable», «no hay quien te entienda»), pero desgraciadamente callarse no era una opción para él. La mínima réplica era suficiente para que su padre se lo tomara como un ataque personal y el resto de conversación se transformaba en un intercambio de insultos la mar de desagradable y violento. Hipo ya mezclaba las discusiones que había tenido con su padre en el último año y no estaba seguro de si la discusión de esa noche se había iniciado por un comentario relacionado con la cena o porque le había pillado buscando empresas de alquiler de coches en su móvil.

Fuera lo que fuera, Hipo se había preocupado de apagar su teléfono para no tener que atender a las llamadas coléricas de su padre o las insistencias de Bocón de buscar una conciliación imposible entre padre e hijo.

—Ya me habías mencionado que te llevabas mal con él —comentó Astrid—, ¿pero por qué?

Hipo sacudió los hombros.

—Ya te dije que no soy santo de su devoción, no le caigo bien ni soy lo bastante bueno para él —argumentó él.

Astrid asintió con lentitud y con el ceño ligeramente fruncido, como si estuviera conteniendo una pregunta que se moría por hacer, pero no considerara prudente formularla. Hipo agradeció su tacto, quizás porque no le apetecía ponerse a analizar la complejidad de su decadente relación con su padre.

—¿Por qué me besaste?

Hipo sintió que toda la sangre de su cuerpo subía de golpe hasta su cara. Astrid estaba ligeramente ruborizada, pero no parecía ni avergonzada ni mucho menos nerviosa por sacar el tema. Hipo tragó saliva, rezando por parecer más entero de lo que realmente se sentía. En verdad, Astrid le hacía sentirse como un adolescente y eso no le gustaba.

—Te recuerdo que fuiste la que me besó —advirtió él fingiendo una sonrisa de pura seguridad.

Astrid dibujó una expresión burlona que hizo que se le aceleraran las pulsaciones.

—Porque me abriste la puerta para hacerlo —le recordó ella—. ¿Pero por qué?

Hipo frunció el ceño.

—Creo que es evidente que existe una atracción mútua —se justificó un tanto indignado porque le acusara solo a él.

—¿Seguro que es solo por eso? —insistió ella con desdén.

Hipo notaba cierto enfado en su voz, pero no lograba comprender por qué. Él había impulsado el beso, pero había sido Astrid la que lo había ejecutado.

—¿No te gustó? —se aventuró a preguntar él dubitativo.

Astrid alzó las cejas, desconcertada por su pregunta.

—Por Dios, no voy por ahí —remarcó ella con las mejillas encendidas—. ¿En serio no conoces las leyes de tu mundo?

Hipo la contempló sin comprender y ella suspiró exasperada.

—Es ilegal que tengamos nada.

—Ah, eso —farfulló Hipo irritado—. Fue solo un beso, Astrid.

—¿Y no crees que habrías cabreado aún más a tu padre si te hubiera pillado besando a una Corriente?

Hipo sostuvo su mirada, incrédulo. Realmente parecía estar hablando en serio.

—¿Crees que quiero besarte para fastidiar a mi padre? Astrid, puedo complicarme muchísimo menos la vida para joder a mi padre —argumentó él—. ¿De verdad crees que soy tan despreciable como para usarte para eso?

Ella cruzó los brazos bajo su pecho y se apoyó contra el respaldo de la silla de plástico.

—Entonces no lo entiendo.

—¿El qué?

—¿Por qué un Ilustre iba a besar a una Corriente? —cuestionó ella.

Hipo tuvo que tragarse un suspiro de frustración.

—¿Y por qué la luna es redonda y el cielo azul? —replicó él con exasperación—. ¿Por qué necesitas buscar una justificación para todo? Por esa regla de tres, tendría que preguntarme por qué me besaste tú, Astrid. ¿Acaso también querías fastidiar a tu padre?

La bruja puso los ojos en blanco.

—Por raro que te parezca, te besé porque realmente me apeteció hacerlo —respondió la bruja e Hipo sintió que su corazón amenazaba con salir disparado de su pecho—. Y no, no quiero fastidiar a mi padre. Me gustaría que me dejara en paz, pero no busco hacerle daño. Bastante le complico la vida con mi sola existencia como para encima tener que preocuparle con mis líos.

—¿Por qué quieres que te deje en paz?

El móvil de Astrid volvió a vibrar y ésta cogió el teléfono con fastidio para dejarlo de nuevo boca abajo sobre la mesa. La agria mueca de su boca ya delataba quién era.

—Y yo creía que tenía una relación «complicada» con mi padre —observó Hipo.

Astrid le fulminó con la mirada.

—Verás, si soy tan pesada con toda esa mierda de Ilustres y Corrientes es precisamente porque durante toda mi vida me han enseñado que yo estaré siempre en lo más bajo de la pirámide —señaló ella con indignación—. Desde pequeña he tenido que esconderme para no destacar y para que no se me hagan demasiadas preguntas, ¿y sabes por qué? Porque un Ilustre jamás aceptaría que una Corriente puede ser su igual o incluso mejor bruja que él.

—Quizás tú seas una excepción, Astrid —argumentó Hipo—, porque no es normal que los Corrientes posean talento para la magia y mucho menos un familiar.

—¿Y nunca te has parado a pensar por qué? —cuestionó ella con un tono que inspiraba una enorme tristeza—. Da igual, sea lo que sea, no hay nada que podamos hacer, pero no creo que sea buena idea tener… nada.

Hipo rió nervioso.

—Astrid, no es que te haya pedido salir ni nada por el estilo —se apresuró a decir—. Solo fue un beso —uno maravilloso, anotó él en su mente y le hubiera gustado añadir que Astrid era perfecta besando, aunque supo contenerse—, pero podemos quedar simplemente como buenos amigos, ¿no?

Hipo rezó porque dijera que sí, aunque se le hizo un nudo en la boca del estómago cuando Astrid arrugó la nariz ante su sugerencia.

—Los buenos amigos se cuentan los secretos, ¿lo sabías? —cuestionó ella—. ¿De verdad no vas a contarme qué es Desdentao?

Hipo ahogó un quejido en su garganta, fastidiado por su insistencia en querer saberlo todo.

—No puedo contarte nada, Astrid, lo siento. Es secreto laboral y…

—¿Te ha hablado alguna vez? —le interrumpió ella—. Es evidente que nos entiende, al menos la mayor parte de lo que se le pregunta, pero no puede hablar, al menos no como entendemos que debería hablar.

Hipo palideció, consciente de que la conversación se estaba desviando hacia una cuestión del que ni por asomo debían hablar.

—Ya te he dicho una y mil veces que Desdentao no es mi familiar.

—Pero sí es una criatura mágica —remarcó ella—. Y no me mientas, Henry, ese gato huele a tu magia y, si tanto persistes que no es un familiar, cosa que sigo sin creerme del todo, entonces ya sé que está pasando aquí.

Era imposible que Astrid lo supiera, ninguna bruja Corriente podría saberlo. ¡Ni siquiera un Ilustre normal podía descubrirlo así como así!

—Lo has maldito, ¿verdad? —adivinó ella con convencimiento—. Le has lanzado una maldición para que no abra la boca.

—No es una maldición —se defendió él furioso—. Astrid, te lo digo en serio, deja de meter tus narices donde no…

—Me importa, porque fue precisamente Desdentao quien me pidió ayudar para recuperar su voz —confesó ella con la misma rabia.

Hipo sintió que toda la sangre abandonaba su cara y caía de bruces hasta sus pies.

—Eso es imposible —dijo él en un hilo de voz.

—Al parecer, lo es, tan posible como una Corriente tenga un vínculo con un familiar —declaró ella con una sonrisa que declaraba que sabía perfectamente que lo tenía arrinconado—. Así que, desembucha, Haddock, cuéntamelo todo.

Y, por alguna razón, Hipo terminó por ceder.

Se lo contó todo.

O, más bien, casi todo.

Xx.