— Escena A —
[Song of the Ancients]
Estaban solos. Completamente solos en el mundo.
Un páramo estéril y desolado se extendía hasta el horizonte, mucho más allá de lo que alcanzaba la vista. Jamás había visto su hogar cernirse en semejante oscuridad, débilmente iluminado por el resplandor de la luna.
Miles de estrellas se elevaban en el cielo, como testigos observando la trágica belleza de lo que los mismos humanos habían creado y destruido con sus propias manos. Había tratado de no pensar en lo que vería al salir, al alzar la vista a aquello que había podido impedir. Pero lo primero que sintió fue aquel particular olor, tan fácil de reconocer.
La fragancia de la lluvia. El aroma al ozono, a tierra mojada, al rocío nocturno.
A buscar refugio en un día especialmente lluvioso. A tomar algo caliente en buena compañía, apoyados codo con codo en el balcón de un primer piso y tapados con una de las frazadas que habían robado de la habitación. A charlar, a pensar, a reír… ¿qué más daba lo que hicieran?
Todo había desaparecido. Como si su vida hasta ese momento hubiera sido un largo e interminable sueño, uno que terminaba un poco antes de la decimoctava hora, para despertar en aquella incomprensible realidad. Un mundo sin hogares. Un mundo sin ciudades. Sin el ruido del viento en los árboles, sin el cantar de las aves. Nada más que un fino polvillo que se alzaba a donde fuera que sus pasos la llevaran. Tierra que desprendía aquella melancólica fragancia al humedecerse con facilidad.
Un mundo en silencio. Un mundo sin vida, más allá de las que emergían de aquel complejo subterráneo. Lo había hecho todo para detenerlo, pero no había sido suficiente.
El plan se había llevado a cabo a la perfección. Deshacerse de todo y devolver al mundo a su estado original. Con un suelo tan fértil, producto de la infinidad de almas que ahora descansaban bajo sus pies, seguramente la vegetación se alzaría nuevamente, incapaz de ser erradicada. Sin vida animal, sin embargo… una gran parte del viejo mundo no volvería a renacer.
Pensó que no era más que eso. Las divagaciones y desvaríos de un demente, desencantado con el rumbo de la humanidad y dispuesto a cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos. Pero eso solo era la primera mitad de lo que aquel hombre quería lograr.
Una criatura que simbolizaba la muerte. Una criatura que simbolizaba la vida. Y aquella flor de cristal, capaz de canalizar la energía de ambas y proyectarla en el mundo entero. ¿Sobre quien más caería, si no en los únicos supervivientes de la calamidad que ellos mismos habían creado?
Una vida extendida por siglos, quizás hasta milenios. Se convertirían en seres divinos en esta tierra, capaces de moldearla nuevamente a su antojo. Un lienzo en blanco, listo para ser pintado una vez más. Poco a poco, la voz del hombre cobraba un poco más de sentido. Y sus convicciones, completamente derrotadas, comenzaban a flaquear.
Se encontraba ante el aroma más puro que jamás había sentido. El silencio más relajante y pacífico que jamás había oído. Y el cielo más increíble y sobrecogedor que había visto en su vida. Y sin embargo, no valía la pena todo lo que había sido sacrificado para lograrlo.
Podía sentir el resentimiento y la frustración crecer dentro de ella. Podrían haberlo evitado, si tan sólo hubieran dado crédito a sus palabras. El mensaje había sido más que claro, y hasta lo había anunciado con suficiente tiempo para darle a cualquier persona tiempo para detenerlo.
¿Acaso habían pensado que no iba en serio? ¿Qué era sólo una broma? Había dado una última advertencia, una última oportunidad para despertar. Para que probaran que aquel mundo valía la pena. Pero la humanidad fue demasiado conformista como para creer en sus palabras.
Demasiado cobarde como para enfrentarlo, ¡demasiado cínica como para ver la absoluta convicción en sus palabras! Ellos tenían absolutamente toda la culpa de lo que había sucedido.
¿¡Por qué, por qué había sido la única estúpida que había decidido seguirlo hasta ahí abajo!? ¿Y por qué había tenido que ser precisamente ese fatídico día? Un día antes, ¡un día después! Cualquiera hubiera funcionado. Pero no, por supuesto que no. ¡No podía ser tan fácil, ¿no?!
Él le habría creído. La habría acompañado sin dudarlo. Si no fuera por la crueldad del destino, e incluso aunque todo hubiera sido inevitable… ¡al menos alguien estaría junto a ella, para acompañarla en el fin del mundo!
¿¡No es así, Kalm?!
Con un violento sobresalto, Serena se despertaba respirando agitadamente en medio de la oscuridad. La observó llevarse una mano al pecho, notando los frenéticos latidos de su corazón aminorar al darse cuenta de que no era más que otra de sus pesadillas.
Su camisón de dormir se encontraba completamente empapado por el sudor. Lentamente y sin encender la luz, la joven se sentó sobre la cama. Tomó un vaso de agua que había junto al velador y lo vació de un trago, para finalmente exhalar un largo y profundo suspiro.
Trató de pasarse los dedos, fríos y un tanto temblorosos por el pelo para tranquilizarse, pero solo logró enredarlo cada vez más: quien sabía cuántas vueltas había dado en la cama antes. Tras pensarlo unos momentos y debatir entre solucionarlo o irse a dormir una vez más, se puso de pie con firmeza, encaminándose hacia la habitación continua y finalmente iluminando su alrededor.
La fría luz blanca del baño le permitió observar una imagen completa de ella, recién atormentada por sus propios sueños. La tez de su rostro pálida como la de un fantasma, sus ojos de un color azul grisáceo marcados por las ojeras, y su cabellera castaña clara completamente enmarañada. Tomando un cepillo de pelo, ésta comenzó a desatarlo, mientras la oía hablar por lo bajo.
—No tan "hermosa" ahora, ¿no? —susurró con mordacidad, haciendo una mueca al arrancarse un par de pelos sin querer—. Ojalá me hubieras visto así, viejo degenerado…
Por un momento, le costó percatarse del significado de sus palabras. Pensó que estaba siendo vanidosa, pero se trataba de todo lo contrario. Acostumbrada a mirarse todos los días en el espejo, seguramente se veía en un estado mucho peor del que realmente se encontraba. Pero incluso a él le llamaba la atención la impresionante belleza natural que aquella humana poseía.
De realmente haberla visto así, tal y como se encontraba en ese momento, aquel desquiciado habría abandonado su grandioso proyecto de restauración mundial en un instante. Se trataba de una imagen tan grata a la vista que no le importó esperar unos minutos más, hasta que ella terminara de acicalarse.
Cuando finalmente se encontró satisfecha con el resultado, Serena devolvió el peine en su lugar, y se miró cara a cara con su reflejo en el espejo, con aquella característica mirada suya imposible de descifrar.
—Cuándo será el día que finalmente salgas de mi cabeza.
Aquella frase lo tomó completamente por sorpresa, pero rápidamente se percató que no se refería exactamente a él, sino al causante de sus pesadillas nocturnas.
Las luces del baño parpadearon por un momento, antes de volver a la normalidad. Del otro lado del espejo, una figura completamente distinta le devolvía la mirada. Sin embargo, ella no pareció notarlo: se trataba de nada más que una memoria, después de todo.
Una figura rosácea con una larga cola, y ojos azules como dos zafiros.
Navegando a través del mar de recuerdos de la Heroína de Kalos.
