Capítulo 26
Kagome envolvió cuidadosamente la prueba de embarazo en una prenda suave y la escondió entre las prendas de su maleta. Había guardado esa prueba durante semanas, sin imaginar que la usaría tan pronto. Una mezcla de emociones la invadió al pensar en ello: ansiedad, alegría y una pizca de nerviosismo.
Mientras se lavaba las manos en el lavabo, se miró al espejo y decidió que sería mejor guardar el secreto por ahora. No quería decírselo a Inuyasha aún; prefería esperar hasta que regresaran de la luna de miel. Además, sentía que Kanna debía estar presente para compartir juntos el momento, como la familia que habían formado.
Desde la ventana de la cocina, Kagome observó a Inuyasha en la terraza mientras servía con cuidado dos copas de vino tinto. La luz del sol se filtraba entre las ramas de los árboles, iluminando su torso desnudo y resaltando sus movimientos precisos y seguros.
Tragó con dificultad al verlo, sintiendo cómo el rubor teñía sus mejillas ante la vista de su atractivo esposo.
Con una sonrisa casi tímida, salió a su encuentro. Inuyasha alzó la vista y, al verla, su expresión cambió. Sus ojos se iluminaron con esa chispa que siempre lograba desarmarla, y la recibió con una sonrisa seductora que parecía decirle sin palabras cuánto la amaba. Le extendió una de las copas, y Kagome la tomó con manos que intentaban no temblar.
Antes de que pudiera llevarse la copa a los labios, Kagome miró hacia una rama cercana
—¿Eso no es un colibrí? — preguntó, fingiendo curiosidad mientras señalaba un punto al azar.
Inuyasha frunció el ceño y giró la cabeza hacia donde ella había señalado. Kagome aprovechó el momento para inclinarse con discreción y vaciar el contenido de su copa en una maceta a su lado.
—Creo que se fue —dijo ella, agitando la copa vacía con una sonrisa inocente.
Inuyasha la miró con una ceja levantada, notando la copa vacía.
—Si tenías tanta sed, dulzura —su voz fue baja, ronca
Kagome se encogió de hombros, intentando mantener la compostura.
—Debe ser el aire de la playa —respondió, sonriendo mientras sentía cómo la calidez de su nerviosismo se mezclaba con el ambiente.
Inuyasha inclinó la cabeza con una sonrisa depredadora, sus ojos dorados fijos en los de ella. Había algo en su expresión, en la forma en que la miraba, que hacía que su piel hormigueara y su cuerpo reaccionara con un deseo inmediato.
—Quizás debería saciarte de otra manera.
El rubor ardió en sus mejillas. Sabía perfectamente a qué se refería.
La forma en que la miraba, con esa intensidad posesiva, la hacía estremecer de anticipación. Pero no quería que todo sucediera en la terraza, no tan rápido, no sin algo más…
Kagome respiró hondo, obligándose a no caer de inmediato en su hechizo.
—¿Qué te parece si damos un paseo? —sugirió con una sonrisa.
—¿Un paseo?
—Sí —tomó su mano, entrelazando sus dedos—. Quiero explorar un poco más esta isla. Además, estoy segura de que podré tomar estupendas fotografías.
Inuyasha suspiró. No tenía ningún interés en explorar la isla en este momento.
Pero ella lo miraba con esa expresión de ilusión, con esa dulzura irresistible… y él nunca había sabido negarle nada.
—Está bien.
Antes de salir, Kagome tomó su cámara y juntos comenzaron a caminar por la playa.
Inuyasha la observaba de reojo mientras ella alzaba la cámara una y otra vez para capturar pequeños detalles que a él le parecían irrelevantes, pero que a ella parecían maravillarle.
Y aunque disfrutaba verla feliz, su mente no se relajaba por completo.
Esa mañana, el guardaespaldas que custodiaba a Kanna y el departamento de Jacky le informó que todo estaba en orden. Su nivel de tensión bajó considerablemente.
Pero no lo suficiente.
Seguiría así, cuidando de Kanna y Kagome hasta dar con el escritor de los anónimos.
—Estás muy pensativo. ¿Qué sucede?
Inuyasha negó con la cabeza.
—Nada… creo que hay un manantial por aquí.
No tardaron en encontrarlo.
La visión que se desplegó ante ellos le robó el aliento a Kagome.
El sol se filtraba entre las ramas, proyectando destellos dorados sobre el agua cristalina. Rocas cubiertas de musgo rodeaban el manantial, y pequeñas flores silvestres crecían en sus bordes, dándole un aire etéreo.
Kagome se detuvo, maravillada.
—Es… increíble.
Inuyasha se quedó a su lado, con los brazos cruzados sobre su pecho, observando el lugar con curiosidad.
—No está mal —dijo, con una sonrisa de medio lado.
Kagome se giró hacia él, con una ceja arqueada.
—¿"No está mal"? Inuyasha, esto es hermoso.
Él la miró, con esa chispa traviesa que le encantaba.
—Tú eres hermosa.
Y antes de que ella pudiera responder, la tomó en brazos y saltó con ella al agua.
—¡Inuyasha! —gritó Kagome cuando el agua fría la envolvió, un escalofrío recorriéndole el cuerpo.
Él emergió junto a ella, riendo con satisfacción.
—Ahora sí te ves más relajada.
Kagome le lanzó una mirada de advertencia, pero la sonrisa en sus labios la traicionó. Era imposible enojarse con él.
Inuyasha se pasó las manos por el cabello mojado, sacudiendo la cabeza como un lobo recién salido de la lluvia. Su torso desnudo brillaba con el agua que se deslizaba por su piel, y sus ojos dorados la miraban con un brillo distinto.
Kagome sintió que su respiración se detenía.
Porque la forma en que la miraba no era solo deseo.
Inuyasha no apartó la mirada de Kagome, con su cabello oscuro pegado a su rostro y sus labios entreabiertos en una mezcla de sorpresa y deseo.
Ella no se movió, atrapada por la intensidad de su mirada. Esa mirada que la hacía sentir suya, completamente suya.
Él deslizó los dedos por su cintura bajo el agua, lentamente, con la devoción de quien sabe que cada caricia es un privilegio. Sus yemas trazaron pequeños círculos sobre su piel húmeda, memorizando su suavidad, su calidez.
—Dulzura… —su voz fue apenas un murmullo ronco, pero resonó en cada fibra del cuerpo de Kagome—. No tienes idea de lo mucho que te quiero.
El temblor recorrió su espalda.
Kagome cerró los ojos un instante, perdiéndose en la sensación de su aliento caliente sobre su piel. Pero los abrió de nuevo, porque quería verlo.
Inuyasha la sostuvo entre sus manos como si fuera lo más valioso del mundo.
Y la besó.
Pero no fue un beso desesperado, no hubo prisa.
Fue lento, intenso, como si quisiera marcar su piel con cada roce de sus labios.
Sus bocas se encontraron en un choque de necesidad contenida. Al principio fue suave, tierno… pero rápidamente se volvió más profundo, más hambriento.
Las manos de Kagome se deslizaron por su nuca, enredando los dedos en su cabello mojado. Necesitaba sentirlo más cerca, más profundo, más suyo.
Él la besaba como si se estuviera alimentando de ella, como si su boca fuera su única fuente de vida.
Su lengua se deslizó con la suya, explorando, devorando, mientras sus dedos recorrían su espalda, aferrándola más a él, como si tuviera miedo de que desapareciera en cualquier momento.
Inuyasha gruñó contra sus labios, un sonido grave que resonó en su pecho.
—Te deseo tanto… —su confesión escapó como un suspiro entre besos.
Kagome sintió su estómago apretarse, el aire abandonando sus pulmones.
—Entonces tómame, Inuyasha…
Y entonces, el gruñido bajo y gutural que salió de su garganta hizo que todo su cuerpo se estremeciera.
Su agarre en su cintura se tensó y, sin apartar la vista de sus ojos, bajó lentamente las manos hasta su vestido empapado.
—Esto me estorba…
La tela pegada a su piel se deslizó con facilidad bajo sus dedos firmes, descubriendo centímetro a centímetro la delicada curva de sus hombros, su espalda, su vientre.
—Dulzura… —murmuró, sus ojos dorados recorriendo cada centímetro de su cuerpo como si quisiera grabárselo en la mente.
El aire caliente del mediodía contrastó con la frescura del agua cuando la prenda cayó con suavidad en la superficie, flotando a su alrededor como una ofrenda al manantial.
Inuyasha deslizó su mirada por su cuerpo desnudo bajo el agua.
Su respiración se volvió errática.
—Eres… —Su voz tembló un poco, algo que rara vez ocurría—. Maldita sea, Kagome… eres perfecta.
Con un movimiento lento, deliberado, ella llevó sus manos a los bordes de la camisa empapada de Inuyasha y comenzó a desabotonarla.
Él no se movió, dejándola hacer, como si se estuviera entregando a su ritmo, a su voluntad.
Cuando la prenda cayó, revelando su torso mojado, Kagome tragó con dificultad.
Sabía que Inuyasha era fuerte, que su cuerpo era el de un guerrero, pero tenerlo así, tan cerca, tan tangible, tan entregado, le provocó una punzada de deseo y admiración al mismo tiempo.
—Ven aquí —murmuró él, tirando suavemente de su muñeca.
Ella obedeció, dejando que la atrajera hacia su cuerpo, envolviéndola con sus brazos bajo el agua.
La sensación de piel con piel la hizo jadear.
El agua tibia los envolvía, pero el calor de sus cuerpos superaba cualquier otra sensación.
Inuyasha se inclinó y atrapó su labio inferior entre los dientes, tirando de él suavemente antes de deslizar su lengua en un beso profundo y hambriento.
Kagome gimió en su boca, aferrándose a sus hombros, sintiendo cómo su dureza presionaba su vientre, cómo su respiración se volvía más irregular, más errática.
—Kagome… —susurró, su voz temblorosa de deseo.
Ella lo abrazó con más fuerza, sintiendo que, si se separaban, su mundo colapsaría.
—No te detengas…
Inuyasha la sostuvo por las caderas y la levantó con facilidad, haciendo que sus piernas se enroscaran instintivamente alrededor de su cintura.
Kagome sintió su corazón golpear contra sus costillas. Su pecho subía y bajaba con fuerza, su piel ardía de anticipación, de amor, de una necesidad que solo él podía saciar.
El agua tembló con su movimiento cuando la recargó suavemente contra una de las rocas cubiertas de musgo.
Los labios de Inuyasha abandonaron su boca para descender por su cuello, dejando un camino de besos desesperados, de susurros ininteligibles.
Besó cada rincón de su piel expuesta, su lengua delineando un camino ardiente hasta el hueco entre sus senos. Kagome se arqueó, incapaz de contener el gemido que escapó de sus labios.
Kagome cerró los ojos, mordiéndose el labio cuando él atrapó su pezón con la boca, succionándolo con lentitud, saboreándola. Se arqueó contra él, buscando más fricción, más contacto.
—Inuyasha… —jadeó.
—Eso es lo que quiero… que me llames así… que me pidas más. —Su voz era pura lujuria contenida, un gruñido bajo contra su piel caliente.
Inuyasha levantó el rostro y la miró con algo más que deseo. Había amor. Había devoción.
Sin apartar la mirada de sus ojos, la tomó.
El placer la envolvió en una ola abrasadora.
El mundo desapareció.
No había sonidos más que su respiración entrecortada, su piel chocando con la suya, el murmullo del agua mezclado con jadeos y susurros ahogados.
Kagome sintió que se perdía en él, en la forma en que la sostenía, en la manera en que la poseía como si fuera lo único que importaba. Arqueó la espalda y comenzó a moverse contra él, buscando más, exigiendo más.
—Demonios… —Inuyasha gimió con los ojos entrecerrados, su cabeza cayendo contra su hombro mientras ella se apoderaba de su control.
La sensación de su cuerpo rodeándolo, apretándolo, llevándolo al borde, era una maldita tortura.
Una exquisita, dulce tortura.
Kagome lo besó con hambre, su lengua rozando la suya con la misma intensidad con la que sus cuerpos se devoraban.
Él deslizó las manos por su espalda mojada, bajándolas hasta aferrarse a su trasero, sujetándola con más firmeza, marcando el ritmo con movimientos más fuertes, más profundos, más intensos.
Cada embestida era una promesa ardiente, cada jadeo un grito de rendición.
La intensidad aumentó.
Los gemidos se mezclaron con el murmullo del agua, con el susurro de la brisa cálida que envolvía sus cuerpos empapados.
Inuyasha podía sentirlo. El dulce temblor que recorría el cuerpo de Kagome, el estremecimiento previo a la explosión.
Kagome dejó escapar un gemido ahogado cuando el placer estalló dentro de ella con una fuerza devastadora, su cuerpo estremeciéndose, sus uñas clavándose en su piel mientras su mundo entero se reducía a ese instante.
El orgasmo la tomó por completo, haciéndola perderse en la oleada de sensaciones, en el ardor, en el éxtasis absoluto.
Pero él no se detuvo.
Inuyasha sintió cómo ella se apretaba a su alrededor y fue su fin.
Con un gruñido ronco, su cuerpo se tensó y la siguió en la caída, enterrándose en ella una última vez antes de explotar con una fuerza arrolladora.
La sostuvo con fuerza, sus labios presionados contra su cuello, su aliento entrecortado chocando con su piel.
Por varios minutos, ninguno de los dos habló.
Solo se quedaron ahí, abrazados, sus cuerpos aún enlazados, sintiendo el latido frenético de sus corazones latiendo al unísono.
Inuyasha deslizó los dedos por su espalda, acariciándola con lentitud, como si quisiera asegurarse de que ella aún estuviera ahí.
—Eres mi perdición, Dulzura… —susurró contra su oído, con una voz cargada de algo más profundo que solo deseo.
Había amor.
Kagome sonrió, entrelazando sus dedos con los de él.
—Si es así… entonces nos perderemos juntos.
Inuyasha la miró, su expresión suavizándose antes de besarla de nuevo.
Pero esta vez, fue un beso diferente. Y en ese manantial, en ese instante, supieron con certeza que jamás podrían estar separados.
La brisa nocturna soplaba con suavidad mientras regresaban a la cabaña, deslizándose entre los árboles y alzando el aroma fresco de la tierra mojada. El sonido del agua goteando desde sus ropas empapadas se mezclaba con el crujir de la arena bajo sus pies descalzos. Era como si la misma naturaleza sostuviera la respiración, expectante, atrapada en la tensión que vibraba entre ellos.
Cada paso que daban era un recordatorio de lo que había ocurrido en el manantial, de las caricias contenidas, de los besos que apenas habían sido una promesa de lo que vendría.
Al cruzar la puerta de la cabaña, la calidez del interior los envolvió en un contraste embriagador con el frío de sus ropas mojadas. Las velas encendidas proyectaban sombras temblorosas en las paredes de madera, creando una atmósfera íntima, casi irreal.
Kagome se detuvo en medio de la estancia, sintiendo la tela empapada pegándose a su piel, helándola y encendiéndola a la vez. Cada gota que resbalaba desde su cabello hasta su espalda era un recordatorio de que aún estaba atrapada en el calor de la mirada de Inuyasha.
Inuyasha cerró la puerta detrás de ellos con lentitud, sin apartar los ojos de ella.
Su expresión era una promesa peligrosa.
Su camisa mojada se aferraba a su torso, delineando cada músculo, y su cabello, aun goteando, caía desordenadamente sobre su rostro. Parecía salvaje, indomable, como si aún estuviera en el borde del autocontrol.
Kagome sintió su boca seca, su pecho subiendo y bajando con dificultad.
—Deberíamos… —murmuró, sin saber por qué su voz sonaba tan débil— quitarnos la ropa mojada antes de enfermarnos.
Inuyasha inclinó la cabeza, su sonrisa ladeada, peligrosa.
—Buena idea.
Pero no se movió. En cambio, solo la miró con esa paciencia que parecía letal. Con esa calma que hacía que el aire se espesara, que la piel le hormigueara, que el corazón le martilleara dentro del pecho.
Kagome desvió la mirada hacia la chimenea apagada, hacia las sábanas revueltas de la cama, hacia cualquier punto que no fueran los ojos dorados que parecían desnudarla más rápido que sus propias manos.
El silencio se alargó, y cada segundo fue un nudo más en su estómago, un escalofrío más en su piel.
Hasta que Inuyasha dio un paso adelante. Con la certeza de un hombre que sabe exactamente lo que va a hacer con ella.
Kagome tragó en seco cuando lo sintió más cerca, cuando el calor de su cuerpo la envolvió antes incluso de que la tocara.
Un solo dedo, recorriendo lentamente la tira húmeda de su vestido, apenas rozando su clavícula, pero incendiándola al instante.
—Este vestido… —murmuró, su voz ronca, baja, como una caricia en la oscuridad—. Es peligroso.
Kagome entreabrió los labios, su respiración desacompasada.
—¿Peligroso?
Él sonrió, un destello arrogante en su mirada.
—Demasiado.
Sus dedos bajaron por la tela pegada a su piel, trazando un sendero ardiente desde su hombro hasta la curva de su brazo.
—Vamos a darnos un baño… —murmuró él, acercando sus labios a su oído, sin tocarla del todo—. No queremos enfermarnos, ¿cierto?
Kagome cerró los ojos.
Sabía que ese baño no iba a ser solo para entrar en calor.
El vapor envolvía el baño, mientras el agua caliente resbalaba por la superficie de mármol. El sonido del agua al caer era lo único que rompía el silencio cargado de tensión. Kagome, con la piel aún húmeda y el aliento contenido, mantuvo la mirada fija en su reflejo borroso en el espejo. Sabía que él estaba detrás de ella. No necesitaba verlo para sentirlo. El calor que irradiaba su cuerpo, la forma en que su respiración acariciaba su nuca y el modo en que la energía entre ellos vibraba como un rayo a punto de caer, le anunciaban su presencia con una fuerza ineludible.
—¿Por qué no me miras? —murmuró Inuyasha, su voz baja, cargada de algo más peligroso que simple curiosidad.
Kagome tragó saliva, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Porque si lo miraba, se perdería.
—Te estoy mirando —respondió, pero su voz sonó temblorosa.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sintió el primer roce de sus dedos, deslizándose con una lentitud tortuosa por su piel desnuda. No había prisa en sus movimientos, solo una exploración deliberada, como si quisiera grabarse cada centímetro de su cuerpo en la memoria. Cuando sus labios tocaron la curva de su cuello, Kagome dejó escapar un jadeo entrecortado.
—¿Te gusta esto? —murmuró él, con aliento ardiente.
—Mucho… —susurró ella, cerrando los ojos, dejándose llevar por la calidez de su boca deslizándose por su piel.
No era un beso demandante, sino un roce perezoso, un roce peligroso que la hizo estremecerse con la intensidad de una llama encendiéndose en lo más profundo de su ser. Las manos de Inuyasha descendieron por su cintura con la misma calma arrolladora, hasta que finalmente la giró con suavidad, haciéndola quedar cara a cara.
La forma en que la miraba la dejó sin aliento. Sus ojos dorados eran una mezcla de devoción y hambre contenida, de deseo y posesión absoluta. Su respiración era pesada, su pecho subía y bajaba con un control que pendía de un hilo. La punta de sus dedos trazó un camino invisible por su clavícula, descendiendo con una caricia apenas perceptible.
—Dime que me quieres… —murmuró con voz rasposa, su boca a escasos centímetros de la suya.
Kagome sintió su estómago contraerse, su piel arder con la simple expectativa de su contacto. Tragó saliva y sostuvo su mirada, dejándose consumir en el abismo de aquel deseo latente.
—Te quiero… —susurró, su voz temblorosa, entrecortada.
El gruñido bajo de Inuyasha resonó en su pecho como un eco oscuro y profundo. Antes de que pudiera reaccionar, la alzó en brazos con facilidad y la llevó fuera del baño, sin apartar su boca de su piel.
Las gotas de agua caían de sus cuerpos mientras la recostaba sobre las sábanas, su piel caliente encontrando el contraste del tejido fresco.
—Otra vez… —susurró contra su piel, atrapándola bajo su cuerpo sin esfuerzo, sus labios rozando los de ella sin besarlos del todo.
—Te quiero… —repitió Kagome, arqueando la espalda, sintiendo cómo su cuerpo pedía más, pidiendo que rompiera el último hilo de su control.
Inuyasha sonrió, una sonrisa ladina, cargada de peligro y promesas.
—Ahora, te lo voy a demostrar.
Y lo hizo.
Sus labios rozaron los suyos con una tortuosa lentitud, jugando con su desesperación, con la necesidad creciente que se apoderaba de ella como una llama avivada por el viento. Kagome se arqueó instintivamente, buscando más, pero él no se lo permitió. Su agarre en sus muñecas se afianzó, inmovilizándola contra las sábanas, su sonrisa demostrando que disfrutaba cada segundo de su rendición.
—Eres tan hermosa cuando me ruegas… —murmuró, su lengua deslizándose lentamente por su cuello.
—No estoy… —Kagome se mordió el labio, conteniendo un jadeo cuando él atrapó la piel de su clavícula entre sus labios.
—¿No lo estás? —se burló él, descendiendo con calma hasta su pecho, donde dejó un beso lento, demasiado lento.
Kagome se estremeció bajo él, su cuerpo traicionándola con cada jadeo contenido, con cada intento fallido de controlar su propia desesperación.
Cuando finalmente liberó sus muñecas, Kagome sintió la libertad como un arma peligrosa en sus manos. Se aferró a él con toda la fuerza de su deseo reprimido, hundiendo los dedos en su espalda, arañando su piel mientras lo acercaba más, mientras le exigía más. Inuyasha gruñó contra su cuello, sus labios curvándose en una sonrisa complacida antes de atraparla en un beso profundo, feroz, desesperado.
—Me vuelves loco… —murmuró contra su boca, su voz temblorosa por la intensidad del momento.
Cada roce de su piel, cada jadeo entrecortado, cada movimiento calculado, era una confirmación de lo que siempre había sido innegable: se pertenecían.
El momento de espera terminó cuando él la tomó con la misma intensidad con la que la había mirado toda la noche. Kagome ahogó un grito contra su boca cuando lo sintió llenar cada espacio vacío en su interior, como si hubiera sido hecho para ella, como si su cuerpo reconociera el suyo en una sincronía perfecta.
—Inuyasha… —gimió ella, aferrándose a su espalda.
Él la sostuvo con fuerza, su frente apoyada contra la de ella, sus movimientos profundos, intensos, grabando en su piel cada ola de placer, cada susurro de su nombre, cada latido compartido.
—Mírame… —pidió él, su voz quebrada por la necesidad.
Kagome abrió los ojos, encontrando los de él, y lo vio todo. Vio el amor, el deseo, la devoción y la promesa de que jamás la dejaría ir.
Las sábanas se arrugaron bajo su frenesí, la habitación se llenó de sus gemidos y jadeos, y en ese instante no hubo tiempo, no hubo mundo, no hubo nada más que el rugido ensordecedor de su pasión devorándolo todo.
El clímax los envolvió al mismo tiempo, arrastrándolos en una ola de placer tan intensa que pareció desvanecer el mundo a su alrededor. Kagome se aferró a Inuyasha con desesperación, con las uñas marcando su espalda, con los labios ahogando su propio gemido en su boca. Sus cuerpos temblaron juntos, enredados en un vaivén perfecto, hasta que la fuerza del éxtasis los dejó exhaustos, jadeando, con el corazón latiendo en un ritmo frenético que poco a poco comenzó a calmarse.
—Eres mía… —murmuró él, su voz ya no grave, sino suave, cansada, cargada de algo más profundo que solo deseo.
Kagome sonrió débilmente, acariciando su mejilla con la yema de los dedos.
—Siempre lo he sido…
Él suspiró contra su piel, relajándose sobre ella, pero sin dejar de abrazarla.
Inuyasha deslizó los dedos por su espalda con lentitud, su caricia un eco silencioso de todo lo que acababa de suceder. Sus cuerpos seguían entrelazados, pegados por el calor compartido, por la respiración aún errática, por la energía que todavía vibraba entre ellos. Kagome cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por la sensación de seguridad absoluta que le provocaba estar en sus brazos. Su pecho subía y bajaba con suavidad contra el de él, y en ese momento no hubo dudas, no hubo miedos, solo la certeza de que él era su hogar.
El silencio de la habitación solo era interrumpido por el murmullo del viento colándose entre las cortinas, por el crepitar lejano de la madera, por el latido acompasado de sus corazones. Inuyasha bajó el rostro y rozó su frente con la suya, una caricia simple, íntima, profunda. "Duerme, dulzura," susurró, con una voz rasposa, cargada de cansancio y satisfacción. Kagome sonrió suavemente y se acurrucó más contra él, sintiendo cómo sus brazos la envolvían con una calidez protectora. En ese momento, no existía nada más que ellos dos y el amor que ardía entre sus cuerpos y almas.
