Disclaimer: InuYasha es creación de Rumiko Takahashi. Yo sólo tomo prestados sus personajes, sin fines de lucro, únicamente con el propósito de divertirme y brindar entretenimiento.

Notas: He estado dándole vueltas a esta historia durante meses. Al principio, planeé publicarla en octubre, justo para Halloween, pero las cosas no salieron como esperaba. Luego pensé en lanzarla en Navidad, como un regalo especial, pero nuevamente algo se interpuso. Así que ahora, antes de que el destino decida jugarme otra mala pasada, aprovecho este momento para compartirla. Se trata de un AU ambientado en tiempos modernos, una historia que ha madurado en mi mente y que por fin encuentra su lugar aquí.

Es posible que tenga un segundo capítulo, o incluso un tercero, pero no estoy del todo segura. Lo que sí sé es que la historia llegará a su final pronto.


•El vacío de su garganta en mi oído•

A la mañana siguiente de haber asesinado a Kikyō, Naraku la encontró rebuscando en los armarios de la cocina, como si la noche anterior nunca hubiera sucedido. La escena era tan surrealista que, por un momento, dudó de su propia memoria.

Su ropa estaba cubierta de tierra y nieve, con una mancha oscura de sangre en la nuca, enmarcada por mechones de cabello enredado. Cuando se volvió hacia Naraku, sus ojos se ocultaban tras una neblina fría y azulada, el último aliento de un invierno cruel. Su rostro, pálido, irradiaba un sosiego tan ajeno a la vida que parecía casi un reflejo de la muerte.

Naraku se quedó allí, inmóvil, observándola, esperando que se desvaneciera en el aire, que todo fuera un truco de la mente. Pero no lo era.

—¿Qué… rayos? —balbuceó, su voz baja, como si no quisiera romper el silencio.

Kikyō no lo miró de inmediato, aunque su respuesta fue igual de tranquila.

—Estoy buscando un poco de azúcar. Necesito preparar café —dijo, tan serena que Naraku por un instante dudó si todo lo que había sentido antes había sido una fantasía. Tal vez nada había ocurrido. Tal vez ella no estaba muerta, como su mente le repetía una y otra vez—. No hay mucho que encontrar.

Naraku contempló su figura, la nieve y la tierra adheridas a sus ropas como un manto. El aire helado parecía surgir de su propia piel, envolviéndola en un frío que ni el amanecer osaba desafiar. Los primeros rayos del sol se colaban tímidamente por la ventana, insuficientes para disipar las sombras que se aferraban al espacio o para acallar el escalofrío serpenteante que le recorría la columna, un susurro de advertencia que se negaba a morir.

—Estuve fuera por meses —dijo entonces, con un tono seco—. No tenía mucho sentido almacenar comida perecedera justo antes de irme... —Su voz se quebró levemente, y una sonrisa amarga curvó sus labios—. O cualquier cosa, en realidad, cuando ni siquiera estaba seguro de si regresaría. Y bueno, mi regreso fue... abrupto, por decirlo de alguna manera. Inesperado.

Kikyō alzó finalmente la mirada, pero no era el filo tenso y acusador que Naraku esperaba. Sus ojos, grises como el cielo cargado antes de una tormenta, no reflejaban la ira ni el dolor que él había proyectado en su mente. Tampoco había miedo, ni asombro, ni siquiera reproche. Sólo... calma. Una calma serena, insondable... y profundamente inquietante.

—No importa —respondió ella con un suspiro, como si la conversación fuera trivial, como si lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior no tuviera peso alguno. Sus dedos recorrieron lentamente los estantes de la alacena, en una búsqueda que parecía tan común, tan mundana, que cualquier otra cosa se desvanecía a su alrededor—. Siempre es bueno tener algo que consumir. La gente tiende a olvidar lo básico cuando se enfrenta a... complicaciones. Supongo que tendré que esperar para prepararte el desayuno.

Naraku apretó los dientes, guardando silencio. Cada palabra que salía de la boca de Kikyō lo sumía más en una sensación de irrealidad, como si todo escapara a cualquier lógica. Las piezas de su mente se deslizaban, desconcertadas. Había visto lo que había visto, había hecho lo que había hecho... o al menos eso creía. El peso de sus recuerdos, mezclado con el frío de la mañana y la presencia de Kikyō, comenzaba a girar en una espiral confusa, volviéndose cada vez más borroso y extraño.

—¿Ibas a prepararnos el desayuno? —preguntó, sorprendiéndose a sí mismo por el tono casual.

—Iba a prepararte el desayuno —corrigió Kikyō con voz ligera—. Yo no tengo hambre —mientras hablaba, dio con una bolsa de café molido y continuó revisando los armarios, probablemente en busca de la cafetera—. Me pareció lo más decente que podía hacer después de pasar la noche aquí.

Naraku se abstuvo de mencionar que, en realidad, Kikyō había pasado la noche en el bosque. Se dejó caer en la silla frente a la mesa, sus ojos atrapados entre el flujo hipnótico de su largo cabello oscuro y la herida en su nuca, intentando racionalizar lo imposible. Kikyō, o lo que fuera que se hacía pasar por ella, no debería estar allí. Lo sabía con la certeza aplastante de quien recuerda con nitidez el sonido de la vida apagándose bajo sus propias manos. Y sin embargo, ahí estaba, hurgando en sus armarios como si nada hubiera ocurrido.

La cafetera apareció en las manos de Kikyō con un movimiento deliberado, casi ceremonioso. Naraku observó cómo sus dedos, que antes recordaba cálidos y firmes, ahora se veían rígidos, como si el frío hubiese penetrado hasta lo más profundo de sus huesos. Ella permaneció en silencio mientras llenaba el recipiente de agua, midiendo el café con una destreza que resultaba desconcertante, casi fuera de lugar para alguien que acababa de regresar de entre los muertos.

Cruzó las manos frente a él con cautela, consciente de que una parte de su mente temía que se rompieran como si fueran de porcelana si no las trataba con la debida delicadeza. El mundo a su alrededor se desdoblaba como la frágil piel de una burbuja de jabón, resplandeciendo con colores deslumbrantes y moviéndose de manera errática, como si cualquier toque brusco pudiera hacerla estallar en mil fragmentos.

Naraku inhaló profundamente, luchando por aferrarse a una compostura que se deslizaba entre sus dedos. La escena frente a él era ridícula, cada detalle tan agudo que se incrustaba en su mente como una espina: el goteo rítmico y distante de la cafetera, el susurro del suelo de madera bajo los pasos de Kikyō, y ese aroma metálico, perturbador y áspero, que emanaba de ella, enredándose con el aire helado de la mañana. Era real. No podía serlo, pero lo era.

—Kikyō... —la palabra escapó de sus labios antes de que pudiera evitarlo, como si al pronunciar su nombre lograra obtener alguna respuesta. Ella no se giró al instante, pero el simple acto de decirlo le envió un escalofrío por la espalda. Era el mismo nombre que había pronunciado en un susurro entre jadeos y sangre la noche anterior, justo antes de que todo terminara. O debería haber terminado.

Kikyō entonces se giró un poco, lo justo para mirarlo de reojo, con una expresión que no correspondía a una mujer que debería estar muerta. Había algo frío en su mirada, sí, pero también una serenidad imperturbable, como si fuera plenamente consciente de lo que él pensaba, de lo que él había hecho, y no le importara en absoluto.

—¿Sí? —preguntó con una naturalidad que hizo que el estómago de Naraku se retorciera.

—¿Cómo...? —Naraku se detuvo, atrapado entre las palabras que reñían por tomar forma y el absurdo que cargaban—. ¿Cómo rayos estás aquí?

Kikyō inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluando la pregunta con una calma desconcertante, quizás incluso otorgándole más seriedad de la que merecía.

—No lo sé —respondió al fin, mientras conectaba la cafetera y esta comenzaba a emitir su característico burbujeo—. Fue... tranquilo. El bosque tiene sus propios secretos, ¿sabes? Es un lugar peculiar.

Naraku inhaló lentamente, dejando que el aire de la casa llenara sus pulmones hasta que un dolor agudo se apoderó de su pecho. Luego soltó el aliento, materializando una nube de vapor que se desvaneció en el frío. Era un detalle insignificante, pero esa simple alusión al bosque lo atravesó como un filo helado. Cerró los ojos, intentando contener las imágenes que su mente comenzaba a convocar: el suelo gélido, el peso muerto, sus manos manchadas de rojo.

—"Tranquilo" —repitió, haciendo que la palabra sonara como un veneno amargo—. Me alegra saberlo. Aunque es curioso. No recuerdo haberte invitado a quedarte, Kikyō.

Ella se giró nuevamente, permitiendo que el aroma del café se interpusiera entre ambos como un humo embriagador. Su expresión seguía inmutable, tan serena que resultaba antinatural.

—No eres precisamente alguien que rechace una visita inesperada —comentó, pero su tono estaba lejos de ser ligero. Era más oscuro, más incisivo—. Además, no fui yo quien decidió dónde terminar la noche, ¿o me equivoco?

Naraku no tuvo más remedio que darle la razón. Él había decidido dónde terminaría la noche. Él había decidido todo. Pero lo que veía ahora era una burla a esa decisión, una violación a las reglas del mundo que conocía. Ella estaba muerta. Naraku la había matado. Entonces la observó intensamente, buscando alguna fisura en esa calma impecable que la rodeaba, algún vestigio de la ira, el miedo o el resentimiento que debería haberse colado en sus ojos. Aunque no halló nada. Sólo un vacío implacable, tan profundo y vasto que parecía capaz de engullirlo por completo si lo miraba demasiado tiempo.

Apoyó los codos sobre la mesa y enterró las manos en su rostro, presionando los dedos contra las sienes como si el dolor pudiera devolverle algo de lucidez. Pero no lo hacía. Cada segundo que pasaba, la presencia de Kikyō se hacía más tangible, más imposible de ignorar.

—Quizás no deberías haber regresado —escupió de repente.

Kikyō dejó la cafetera funcionando y se volvió hacia él, cruzando los brazos con una lentitud que parecía cuidadosamente medida. Dio un paso hacia Naraku, y otro, hasta que la distancia entre ellos se redujo a un suspiro.

—Quizás no debería haberme ido nunca.

Él tampoco pudo hallar una respuesta a eso. Era cierto. Naraku sintió cómo el calor de la ira comenzaba a arremolinarse bajo su piel, aunque lo sofocó antes de que pudiera brotar.

—¿Qué recuerdas exactamente, Kikyō?

—Cuando hablamos —dijo ella—, afirmaste que extrañarías a tu tarántula, pero que de mí ni siquiera te acordarías.

Naraku permaneció en silencio por un momento. Luego, con una inesperada tranquilidad que rozaba lo insolente, se encontró sintiéndose cómodo, incluso un poco provocador, al admitir con desdén:

—Bueno, la tarántula no hablaba de la misma manera en que tú lo haces. Y además, era más útil, no daba tantos problemas. Pero no, Kikyō, no te olvidé. Al contrario, nunca dejé de pensar en ti —la confesión lo tomó por sorpresa, pero no dejó que se reflejara en su rostro ni dio indicios de arrepentimiento.

Kikyō no reaccionó de inmediato. Su mirada seguía fija, profunda, como si atravesara cada rincón de la mente de Naraku, despojándolo de cualquier intento de esconderse tras sus palabras. Sus labios se curvaron apenas, en lo que podría haber sido una sonrisa, aunque era tan leve y distante que parecía más una sombra que un gesto verdadero.

—Me atacaste, Naraku.

Naraku resopló.

—¿Debería recordarte lo que intentaste hacerme, Kikyō? ¿Inyectarme sedantes como si fuera un animal para entregarme a la policía? Te felicito, lograste engañarme lo suficiente como para clavarme esa jeringa. Pero, qué va, ¿esperabas que funcionara? No fuiste tan original.

Kikyō frunció el ceño, sus ojos helados adquiriendo una dureza casi palpable, pero algo en la forma en que su cuerpo se tensó, en ese leve cambio, le mostró que, a pesar de su calma aparente, sus palabras la habían tocado. Naraku no pudo evitar sentirse satisfecho. Sus intenciones podían parecer nobles o justificables a los ojos de cualquiera, pero para él, no dejaban de ser una traición, y eso le daba el derecho de disfrutar de cada segundo de esa pequeña victoria.

No es que hubiera esperado otra cosa. En el fondo, sabía que tarde o temprano esto iba a ocurrir. Kikyō había seguido su papel de doctora, intentando salvar vidas, incluso en este caso. Y él, por su parte, sólo había hecho lo que tenía que hacer para sobrevivir. Al final, los dos simplemente habían actuado según su naturaleza.

—¿Crees que no lo sé? —suspiró ella.

Su voz era casi impasible, pero Naraku captó un destello en su mirada, como si el recuerdo de la jeringa, de la traición, le doliera más de lo que estaba dispuesta a admitir.

—Lo que no entiendo, Kikyō —interrumpió—, es por qué lo hiciste. Sabías lo que podía pasar si llegaba a descubrir tu jugada. Sabías quién soy. ¿Por qué arriesgarte?

—Era... lo correcto. No soy una santa, Naraku. Pero entiendo lo que significa sobrevivir. Y lo que hiciste tú, al final, también fue por supervivencia —dijo mientras se dejaba caer en la silla frente a él, estudiándolo con una mirada que parecía perforar hasta sus huesos—. Aún así, me empujaste, y me atrapó la esquina de tu mesita de noche.

Con un movimiento lento, levantó una mano hacia la parte posterior de su cabeza. Sus ojos, cerrados y rodeados por un halo morado, se apretaron ligeramente, como si recordara el dolor. Sin embargo, no llegó a tocarse, temiendo enfrentarse al fantasma del golpe.

—Fue bastante duro al caer —añadió, su voz calmada, casi como si estuviera narrando un hecho ajeno.

Naraku se enderezó un poco.

—Y luego te enterré.

Aún quedaban manchas de sangre en el suelo, cerca de su cama. Al despertar, las vio y sintió una extraña curiosidad por pisarlas, preguntándose si se desharían bajo su peso.

—En el bosque, más allá del mar de nieve que cubría los campos.

—Una tumba poco profunda —asintió Kikyō—. Debo agradecerte por eso, facilitó bastante las cosas esta mañana.

Ella tenía razón. No había sido una tumba profunda, pero lo suficiente como para que el cuerpo de Kikyō se desvaneciera en la oscuridad de la noche, para que ella desapareciera en la nieve sin que nadie notara su ausencia.

—No sé si deberías agradecérmelo —dijo Naraku—. Después de todo, fuiste tú quien casi muere a manos de un simple golpe.

Kikyō arqueó una ceja.

—Me temo que te equivocas. Morí, Naraku. Eso no ha cambiado.

Se quedaron en silencio un momento, él consciente de que ella esperaba que le hiciera las preguntas obvias: cómo había ocurrido todo, por qué estaba de pie y hablando ahora. Tal vez pensaba que Naraku querría verificar sus signos vitales, quizás deseaba que fuera así. Pero él sabía que no tenía respuestas; sabía que las explicaciones no cambiarían lo que ya había sucedido. Y, lo más importante: no estaba interesado en obtenerlas. El tiempo, las palabras, todo se había disuelto en esa neblina gris de lo irreversible. Kikyō había muerto, eso era un hecho, pero ya no importaba. No necesitaba entender cómo estaba allí, sentada frente a él, con esos ojos nublados y una herida fatal.

Así que se acomodó en su asiento, permitiendo que los minutos transcurrieran en un silencio helado. Entonces, fue ella quien finalmente rompió la quietud, aclarándose la garganta como si tuviera algo importante que decir.

—Naraku —empezó, y él contuvo un suspiro, esforzándose por no poner los ojos en blanco—. ¿Qué sentiste cuando comprendiste que me habías matado?

—¿Después de que el calor se enfriara? —respondió, con un tono ladino. Los dedos de sus pies comenzaban a entumecerse—. ¿Después de hacer lo que hice, tal y como te dije que lo haría? —añadió, permitiendo que la imagen de aquel recuerdo flotara en su mente. Un leve destello de algo oscuro cruzó su mirada, algo que no era ni pena ni arrepentimiento. Era simplemente la verdad en bruto—. Fue... extrañamente satisfactorio, Kikyō. Un alivio.

—Entonces, ¿no hubo remordimiento?

Naraku se encogió de hombros, su rostro impasible.

—¿Qué habría cambiado si lo hubiera tenido? ¿Qué diferencia habría hecho en este juego? El remordimiento es para los débiles, Kikyō. Yo sólo hice lo que era necesario, lo que tú también habrías hecho, si estuvieras en mi lugar.

—¿Y cuando me viste aquí, en tu cocina? ¿Qué sentiste?

Naraku se limitó a guardar silencio, confiando en que ella ya lo conocía lo bastante como para adivinar su respuesta. La quietud se hizo densa entre ambos, como si las palabras sobrasen. El café se estaba enfriando, olvidado en la taza que había quedado ahí, sin que él le prestara atención.

Luego, Naraku se levantó, estirándose y mirando por la ventana, observando cómo la luz del amanecer luchaba por atravesar la niebla espesa que cubría el paisaje. Sintió el frío penetrar en sus huesos.

Sus labios y uñas habían adquirido un tono azulado, y sus pies, entumecidos y torpes, apenas le respondían mientras se encaminaba hacia el cajón de los cuchillos. Se detuvo un instante, contemplando el brillo de las hojas de distintos tamaños y formas, hasta que finalmente eligió el cuchillo que solía usar para destripar pescado. Al probar su filo, una punzada de satisfacción recorrió su cuerpo; la hoja estaba inmaculadamente limpia, como todo en su casa, y casi, casi, parecía lista para reclamar su libra de carne.

Naraku podría haber estado helado, pero no lo suficiente como para dudar en acercarse rápidamente a Kikyō. No había mucha diferencia. Ella también estaba rígida, lenta, como si aún llevara la pesadez de la tumba en su cuerpo. Entonces, tomó un puñado de su cabello, enmarañado y cubierto de musgo, saturado de sangre y tierra. Tiró de su cabeza hacia atrás, sintiendo el crujir de sus fibras capilares, y, en un movimiento casi clínico, le cortó la garganta; la carne cedió bajo la hoja con un sonido húmedo y espantoso.

Kikyō no emitió ni un quejido, sus ojos fijos en él, como si esperase este momento, como si lo hubiera anticipado.

Kikyō muerta, novia muerta.

Ella sangró lentamente, el líquido escapándose de su cuerpo con una consistencia espesa como gelatina, como si su corazón hubiera decidido tomarse su tiempo antes de ceder. Pero, por supuesto, no importaba cuánta resistencia opusiera; murió por segunda vez de todos modos. Un gemido escapó de sus labios, no uno de dolor, sino algo más… algo que podría confundirse con un suspiro de placer, como si al final, la rendición tuviera su propio tipo de recompensa.

Había una nota casi poética en ver a Kikyō desangrándose en su cocina.

Naraku la enterró de nuevo, esta vez en la misma tumba, ya que su cuerpo aún se encontraba en condiciones decentes. Sólo necesitaba un poco de tierra para cerrar el ciclo. Tras un último vistazo a su obra, se dirigió al pueblo. En su pecho, una sensación persistente le indicaba que las provisiones que buscaba no eran únicamente para satisfacer una necesidad inmediata, sino para algo más. Algo que aún no se revelaba, pero que ya acechaba, como una sombra en el borde de su visión, esperando el momento adecuado para manifestarse.

No fue hasta más tarde esa noche, cuando el desorden de la sala de estar y la cocina se había despejado, la chimenea ardía cálidamente y el agua estaba almacenada, que Kikyō regresó. Naraku se acomodó en el porche, una botella en la mano, mientras las luces de la casa titilaban. Observó en silencio cómo la figura de la mujer avanzaba con dificultad a través de la nieve.

Durante un buen rato, Naraku hubiera jurado, al mirarla, que Kikyō era una onryō, su propia aparición, su propia novia cadáver, condenada a caminar entre los vivos. Era difícil saber qué lo incomodaba en mayor medida: la forma en que ella había regresado o el hecho de que Naraku no sintiera ni el más mínimo asombro. Entonces, como si un pensamiento oscuro hubiera tomado posesión de él, sintió la urgencia de llevarse la mano libre a la cabeza, casi esperando hallar astas retorcidas, enormes, como una corona que no había pedido, pero que de algún modo sentía destinada a portar.

Sin embargo, no halló nada. No había astas ni coronas que distorsionaran su ser, ni vestigios del monstruo que era en su esencia, esa sombra vestida de hombre, que llevaba el rostro de un Diablo disfrazado de mortal. Kikyō, por su parte, lo observaba con una expresión curiosa, casi como si todo hubiera sido un mal sueño. No había atisbo de enfado en su semblante, lo cual, si lo pensaba bien, tenía sentido: después de todo, ella parecía tan extrañamente tranquila para alguien que había sido asesinada por él, y tal vez eso era lo que más lo perturbaba.

Su mirada se desvió hacia el corte oscuro en su cuello, una línea precisa, perfectamente trazada.

Cuando Kikyō se detuvo en los escalones, las palabras escaparon de su boca con un silbido bajo, como si las estuviera exprimiendo desde lo más profundo. Probablemente, las cuerdas vocales rotas no ayudaban en absoluto.

—¿Por qué? —preguntó ella, ladeando la cabeza y clavando en él su mirada.

Naraku levantó una ceja, no moviéndose un ápice.

—¿Por qué qué? —respondió, la irritación evidente en su tono, rozando la grosería.

—¿Por qué me mataste de nuevo, Naraku?

Él dio un sorbo largo de whisky, como si ese trago pudiera suavizar la intensidad de la pregunta o tal vez ocultar su verdadero desinterés.

—Tenía curiosidad por saber qué pasaría —dijo simplemente, colocando la botella en el suelo con un gesto despreocupado, como si matar a alguien fuera el tipo de cosas que uno hace sólo por diversión.

Kikyō se quedó callada, intentando decidir si estaba hablando en serio o si todo esto era alguna clase de broma macabra, tan propia de él.

—¿Curiosidad? —repitió—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

Naraku se encogió de hombros, sin esfuerzo alguno para disimular la sonrisa pérfida que se había formado en sus labios.

—Maté a un fantasma, ¿no? —dijo con una risa seca, como si se burlara de sí mismo. Levantó la botella otra vez, disfrutando el calor del whisky mientras lo tragaba descaradamente. Se preguntó si, quizás, el alcohol podría desvanecer la imagen de ella muerta aquella primera noche, o la de la Kikyō desangrándose en su cocina, o incluso la de la Kikyō ahora parada allí, un espectro en su porche.

Aunque, para ser sincero, una parte de él no estaba tan segura de querer olvidar esas imágenes. Había algo perverso, fascinante, en esto, como observar desde una distancia segura una pesadilla que, en lugar de repulsión, sólo despertaba su curiosidad. ¿Se estaría volviendo loco? No podía decirlo con certeza.

Soltó un suspiro.

—Y ya sabes —continuó, más como una reflexión que una explicación—, siempre creí que los fantasmas no deberían andar deambulando por la tierra de los vivos. Especialmente cuando parecen no tener nada más que hacer que atormentarme.

La palabra "fantasmas" lo llevó a otro pensamiento, como si su mente buscara un refugio en su propio sarcasmo. Naraku siempre había imaginado que al regresar de Europa podría, de alguna manera, sacudirse el polvo de su pasado. Como si la distancia pudiera cortar esos hilos invisibles que lo mantenían atado a aquello que tanto deseaba olvidar. Era un plan sencillo: otro comienzo, un borrón y cuenta nueva.

Pero, por supuesto, la vida nunca jugaba con las reglas de los mortales.

Lo que realmente encontró al regresar no fue la libertad que esperaba, sino una versión más amarga de lo que había dejado atrás. Las compulsiones que lo atormentaban no sólo lo siguieron durante su estancia en el extranjero; al contrario, se habían fortalecido, como si, en lugar de huir de ellas, las hubiera alimentado con su propia negación. Regresar no significaba un respiro, sino un reencuentro inevitable con esa sombra que siempre había estado acechando, esperándolo en cada esquina, en cada rincón de su mente.

Lo peor de todo era que, aunque intentaba liberarse, no podía. Algo en él seguía aferrándose, como un mal hábito que, por más que tratara de erradicar, se negaba a morir. Y así, se encontraba atrapado, una y otra vez, en un ciclo que ya había perdido antes de siquiera intentarlo.

Era inevitable. Todo apuntaba a que, tarde o temprano, tendría que enfrentarlo, especialmente después de que algunas cosas salieran a la luz durante el juicio. Ni siquiera su dolorosa y sangrienta huida de la trampa que la mafia le había tendido fue suficiente para cerrar el tema de una vez por todas. Apenas había conseguido librarse de otro proceso judicial tras aquel fiasco, tan reciente que aún podía saborearlo en la lengua. Aunque había logrado escapar de los dientes de la ley, sospechaba que la única razón por la que las autoridades no habían lanzado nuevos cargos en su contra era porque, en el fondo, sabían que había estado a un paso de no sobrevivir.

En ese contexto, Naraku seguía siendo una pieza clave en un juego que nadie quería perder. Un informante valioso, alguien que sabía demasiado sobre el submundo como para ser eliminado sin más. Los criminales lo odiaban, sí, deseaban verlo caer de cualquier manera posible, pero la realidad era que, incluso la policía, tan dispuesta a ignorar sus propios demonios, no podía deshacerse de él. Naraku, aunque causara repulsión en algunos, era un mal necesario. Por ello, tanto los buenos como los malos estaban atrapados en la misma jugada.

Y mientras tanto, la policía lo utilizaba con una eficiencia casi morbosa para resolver esos casos que dejaban a todos con la mandíbula en el suelo. Sus métodos no eran los de un detective común, eso estaba claro. De hecho, muchos los considerarían… poco ortodoxos. Pero, al final, lo que realmente importaba era que funcionaban. Y vaya si funcionaban. No había caso que no pudiera resolver, ni pista que no pudiera seguir hasta el último rincón oscuro.

Sin embargo, a pesar de su efectividad, esto no implicaba que tuviese una sed insaciable de justicia ni la ilusión de convertirse en un hombre mejor. Si algo sabía Naraku con certeza, era que no era, ni por asomo, un buen hombre.

En contraste, Sango Murell no lo perdía de vista. Era una mujer tenaz, de esas que se pegaban como una sombra, sin descanso, siempre insistiendo. Su perseverancia rozaba la obsesión, y su único objetivo parecía ser asegurarse de que él pagara por sus crímenes. No dejaba de recolectar cargos, de buscar pruebas, como si su vida dependiera de ello. Pero a pesar de que su puesto como policía le otorgaba algunas ventajas, las pruebas nunca eran suficientes, y su esfuerzo no lograba concretarse en resultados. Para colmo, muchos de sus compañeros empezaban a restarle credibilidad, viéndo su misión más como una manía que como un esfuerzo legítimo.

Frente a todo esto, irse no era una opción. Y si lo pensaba bien, la mayoría de las opciones no lo eran. La vida de Naraku se reducía a una serie de decisiones inevitables, todas encaminadas a llevarlo al mismo punto: seguir adelante. Así que, en lugar de huir como cualquier persona sensata habría hecho, Naraku había decidido hacer una visita a Kohaku Murell. ¿Por qué no? La hermana de ese chico era una auténtica espina en el costado, un dolor de cabeza que no lo dejaba en paz. Pero Kohaku... Bueno, él era un caso diferente. Ingenuo. Útil, en el mejor sentido de la palabra.

De ese modo, con la herida que el asesino de mujeres le había dejado aún palpitante en la cabeza y la marca reciente del asesino de niños decorando su mejilla, Naraku llegó hasta Kohaku. Le faltaban pocas cosas para completar el cuadro de "desastre ambulante", pero eso no lo detuvo. Frente al chico, se plantó con una expresión tan deshauciada que hasta él mismo creyó su propia mentira. Después de todo, si había algo en lo que Naraku era realmente un experto, era en hacer que las mentiras sonaran como verdades imperecederas.

Naraku también le había contado a Kohaku que hacía tiempo que la doctora Kikyō lo había dejado. No tenía ni idea de dónde estaba ni qué había sido de ella. La desaparición le preocupaba profundamente.

Así, se esmeró en parecer tremendamente afectado, como si la vida misma hubiera lanzado una piedra gigantesca sobre sus hombros. Era una actuación casi digna de un premio, la típica pose de "desgaste emocional extremo" que tan bien dominaba. Y, por supuesto, Kohaku tragó la historia sin hacer preguntas. El pobre chico confiaba en él como si Naraku fuera una especie de ángel salvador, sin sospechar siquiera que estaba siendo un peón en un juego mucho más grande.

La familia de Kikyō, por supuesto, también estaba afligida por su ausencia. Pero, al contrario de su ingenuo hermano, Sango no se dejó engañar ni un segundo.

Naraku sabía que ella sabía. No había necesidad de más palabras; los ojos de Sango decían todo lo que él necesitaba entender. Así que, para asegurarse de que su juego siguiera adelante sin contratiempos, orquestó el registro de su casa por parte de la policía. No tenía nada que ocultar. El sótano, el ático, el granero, todo fue revisado minuciosamente bajo el ojo atento de los agentes. Pero, como había planeado, no encontraron nada. Absolutamente nada.

Antes de que la policía pusiera un pie en su propiedad, Naraku había tenido tiempo para ocuparse de su propio asunto. Ese mismo día, había roto el cuello de Kikyō y la había devuelto a su tumba y se había mostrado especialmente creativo en su método de engañar a los perros rastreadores. Los perros no hallaron ni un solo rastro que pudiera incriminarlo. Todo estaba en su lugar. Todo estaba limpio.

La desaparición de la prestigiosa doctora era la noticia del momento, acaparando los titulares de los periódicos y dominando los noticieros. El maldito hospital estaba en crisis.

Kohaku no dijo palabra alguna, pero Naraku lo intuía con certeza: aunque la unidad se hubiera retirado, aún había ojos vigilantes en los márgenes de su terreno, justo al final de la carretera. Incluso los agentes, con su experiencia, consideraban inevitable que los problemas regresaran en cualquier momento. De ese modo, nadie podría acercarse a su propiedad sin que las autoridades se enterasen.

Un poco inútil porque Kikyō ya estaba dentro.

La nieve caía con fuerza esa tarde, cubriéndolo todo bajo una capa espesa y fría. Ella emergió del bosque, la cabeza ligeramente inclinada, como si estuviera compartiendo una broma silenciosa con el viento. Sus ojos, duros como el hielo, se clavaron en Naraku, y con una sonrisa casi imperceptible, le lanzó una pregunta que, por su tono, sonaba más a una burla que a una verdadera inquietud:

—¿Tu curiosidad ha quedado satisfecha, o todavía quieres más?

Lamentablemente no. Su curiosidad había crecido hasta volverse casi una obsesión. Por eso, varios días después, le disparó en el pecho.

Naraku observó la escena con calma, como si todo estuviera ocurriendo bajo el prisma de una película que ya había visto demasiadas veces. Le disparó con un silenciador casero. No podía arriesgarse a que alguien lo oyera, no cuando todo lo que había trabajado por mantener en silencio estaba a punto de colapsar. El sonido del disparo, amortiguado y limpio, fue el único indicio de que algo había cambiado en el aire.

Y si acaso el ruido realmente llegaba a oirse, Naraku podría despistar fácilmente a los policías que merodeaban por su propiedad con una excusa plausible sobre un mapache o alguna otra alimaña de gran tamaño. Al fin y al cabo, estaba en una zona rural, donde cualquier ruido extraño podría ser atribuido a las criaturas del entorno, y no era demasiado difícil alegar que había tenido que hacer frente a una plaga indeseada.

Pero sabía que, sin importar la excusa, vendrían corriendo de todos modos, y prefería evitarlo. No quería que nadie entrara al granero y se encontrara con la buena parte de la sangre fría y coagulada de Kikyō salpicando la madera.

Había esperado el tiempo justo para reponer lo que hacía falta en la casa: suministros, calefacción, electricidad… y, por supuesto, para limpiar las tuberías. No era un trabajo rápido ni fácil, y ciertamente habría sido más sencillo con un par de manos extra, pero se las había arreglado solo.

Esta vez, Naraku sintió que Kikyō tardaba más de lo habitual en regresar. No se trataba únicamente de unas horas; algo en el aire lo hacía diferente. La temperatura había subido un poco, un cambio casi imperceptible, pero suficiente como para que la brisa tuviese un sabor a promesas no cumplidas. Era uno de esos días en que el invierno comenzaba a susurrar que la primavera ya estaba germinando en su interior, aunque a regañadientes, como si temiera la inevitable descomposición de su dominio; la nieve, que antes había sido pura y tajante, ahora se derretía, transformándose en una masa gris y aguada, como una cicatriz en la tierra.

Eso lo llevó a preguntarse si Kikyō también estaría sucumbiendo a ese proceso biológico. Su cuerpo, tan marcado por la muerte y el tiempo, ¿seguiría siendo fuerte? ¿O habría comenzado ya a descomponerse?

Fuera, en la tumba donde ella descansaba cuando no estaba con él, debía sentirse como en casa: rodeada de tierra, atrapada en el silencio. Pero incluso ese refugio parecía frágil ante el paso de las estaciones.

Esa noche, Naraku reflexionó sobre lo que haría si Kikyō no regresaba. Su mente divagó, buscando posibles respuestas al vacío. Tal vez un perro, pensó. No porque le gustaran, sino porque un compañero que se conformara con su presencia podría aliviar la soledad. Un perro parecía una solución sencilla. Luego consideró un gato. Pero, igual que con los perros, descartó la idea al instante.

Así como no podía alejarse mientras Kikyō continuara caminando, tampoco podía traer a nadie más a este lugar. Ni perros, ni gatos, ni siquiera una tarántula. Este espacio estaba destinado a quedarse solo.

La mañana llegó con un frío tan crudo que parecía dispuesto a romper las membranas húmedas de sus senos nasales. Naraku inhaló, sintiendo cómo el aire helado parecía abrir grietas invisibles dentro de él.

Y entonces, como si el clima respondiera a una predicción no expresada, Kikyō regresó, con la herida en su pecho rodeada de una escarcha negra que brillaba débilmente bajo la luz enfermiza del amanecer. Se arrodilló en la nieve, ofreciendo su frente al cañón hambriento de su arma, desafiándolo como ella sola.

—Quizás te apetezca probar el cerebro ahora —dijo con voz suave, los ojos entrecerrados y una sonrisa burlona, como si estuviese a punto de recibir un beso largamente deseado.

Naraku se sorprendió. No tanto por las palabras en sí, sino por la extraña familiaridad con la que se filtraron en su mente, como si ella hubiera desenterrado un pensamiento oculto, uno que ni siquiera él se había atrevido a admitir.

Ahí fue donde todo comenzó a cambiar.

Porque, de hecho, Naraku quería probar el cerebro. Su respuesta no fue un comentario mordaz ni una réplica llena de ironía, sino un disparo. La bala hizo estallar lo que alguna vez formó parte del cerebro de la mujer, tiñendo la nieve helada con un rojo profundo que se extendió como una sombra líquida, desdibujando el agujero que ahora coronaba su cráneo.

Naraku dejó escapar un largo suspiro, casi de alivio, mientras bajaba el arma. Su expresión permaneció inmóvil, pero en su mente algo crujía, como una rama seca bajo el peso de una tormenta.

Caminó hacia el cuerpo inerte, cada paso hundiendo sus botas en la nieve teñida de escarlata. Observó el rostro de Kikyō: sus ojos aún abiertos, vacíos pero con un rastro de la burla que había caracterizado sus últimas palabras. Ese desafío sutil, casi coqueto, que ella siempre había lanzado, incluso en el momento de morir.

Se inclinó sobre su forma y tocó su rostro con una mano cubierta por guantes. La piel estaba helada, endurecida, pero no era la frialdad de la muerte lo que lo perturbaba. Era esa persistencia absurda, esa resistencia casi sobrenatural que había llegado a odiar y admirar al mismo tiempo. Naraku cerró los ojos por un instante, permitiéndose imaginar que esta vez sería diferente, que su cuerpo no se alzaría nuevamente para enfrentarlo con esa mirada que lo desnudaba, exponiendo cada rincón oscuro de su alma.

Pero sabía que no sería así.

—No puedes evitarlo, ¿verdad? —murmuró, casi para sí mismo, mientras deslizaba una mano por la línea de su mandíbula rígida. Su tono no era de reproche, sino de aceptación. Como un actor en una obra que conocía demasiado bien, continuaba recitando su papel aunque ya no recordara el propósito original.

¿Qué significaba todo esto? ¿Era una penitencia, un castigo? ¿O simplemente un juego al que ambos estaban condenados, atrapados por hilos invisibles que ni siquiera comprendían del todo?

—Pronto, Kikyō —murmuró, con una sonrisa oscura curvándose en sus labios—. Regresa y muéstrame lo que tienes para mí esta vez.

Su risa, baja y áspera, resonó en el espacio vacío. La nieve seguía cayendo, cubriendo el cuerpo de Kikyō con un manto blanco que parecía, irónicamente, un velo nupcial.

Durante ese entierro, se sintió inexplicablemente sensible, y por primera vez, el miedo a que ella no regresara lo invadió. Pero volvió, y el vacío en su cráneo no hizo más diferencia que cualquiera de las otras heridas mortales que llevaba consigo.