Capítulo 55

La Batalla de Hogwarts

Por una fracción de segundo, se sintió menos.

Débil.

Incompleto.

Sus pálidos dedos se apretaron alrededor de la Varita de Saúco, sus nudillos tornándose aún más blancos. Un dolor terrible le atravesó el pecho, abriendo un profundo y terrible vacío en su interior, como si una parte de su propia esencia hubiera sido arrancada.

Se sintió vulnerable, humano. Su inmortalidad, su perfección, se estaba desmoronando.

Sus labios se curvaron en un gruñido, la furia hirviendo en sus venas. Alguien lo había encontrado. Alguien había destruido otro fragmento de su alma.

Uno de sus Horrocrux. ¿Pero cuál?

Miró a su feroz serpiente Nagini, deslizándose lentamente entre sus pies. Tendría que ser más cuidadoso. Tendría que protegerla más.

Hasta ese momento se había mostrado frío y calculador con sus seguidores, desdeñoso a la amenaza que representaba la Orden y Potter. Pero ahora la ira de Lord Voldemort era incontenible.

Permaneció en silencio mientras Bellatrix, Yaxley, Dolohov y cientos más lanzaban hechizos, maldiciones y magia oscura a las defensas del castillo. El cielo nocturno estaba iluminado con rayas verdes, rojas y azules que se reflejaban en el escudo impenetrable. Las chispas explotaban con el impacto, pero la barrera se mantenía firme. Los ojos carmesí del Señor Oscuro se entrecerraron con desagrado.

Suficiente.

El Señor Oscuro levantó la varita, sus dedos esqueléticos envolvieron la madera antigua. Había estado ansioso por probar toda su fuerza. El momento había llegado.

Inhalando, la magia de Voldemort surgió como una tormenta dentro de él, cruda, indómita y absoluta. Con un movimiento impetuoso y con un grito profundo que dejó salir su ira contenida, lanzó una maldición amplificada más allá de toda comprensión.

La fuerza de la maldición fue cataclísmica, partiendo la tierra bajo sus pies mientras la magnitud del hechizo avanzaba a toda velocidad, estrellándose contra la barrera mágica con un crujido ensordecedor.

Durante un instante, no ocurrió nada.

Entonces el suelo se sacudió.

Las barreras protectoras temblaron violentamente, su brillo parpadeaba como brasas moribundas antes de que se hicieran añicos, cayendo como una lluvia de luz. El castillo ahora era vulnerable. Los mortífagos jadearon con reverencia, alabando el poder de su amo, mientras Bellatrix soltaba una risa maníaca.

Pero Voldemort no compartió su triunfo.

Se quedó mirando la Varita de Saúco que tenía en la mano. El poder había sido innegable, sí, pero algo andaba mal. Había esperado más, mucho más. La varita, a pesar de ser la más poderosa jamás creada, no le había dado la supremacía abrumadora que había ansiado. Era fuerte sí, pero no era suya.

Y entonces, la verdad lo golpeó como hielo en sus venas: La varita se le resistía. Él no era su verdadero dueño.

La había sacado de la tumba de Dumbledore, pero no la había ganado. No había derrotado al maldito anciano en batalla. Y las varitas, especialmente una tan antigua y poderosa como esta, tenían lealtades.

La mirada de Voldemort se oscureció, su mente se aceleró. Si la varita no le había respondido completamente, entonces ¿quién era su verdadero amo?

Y entonces, como si la respuesta hubiera estado acechando en las sombras de su mente todo el tiempo, se hizo evidente.

Severus Snape.

Fue Snape quien mató a Dumbledore.

Y ahora, él era quien se interponía en su camino por alcanzar la invencibilidad.

El agarre de Voldemort sobre la Varita de Saúco se hizo más fuerte mientras una lenta y cruel sonrisa curvaba sus labios.

Tendría que encontrar a Snape. Y tomaría lo que le pertenecía por derecho.

• •

Madera húmeda, antorchas encendidas, el sonido de cientos de voces lejanas y la inquietante sensación de que estaban siendo asediados. Ginny, Seamus, Neville y Laurel estaban agachados, preparando las cargas que plantarían para hacer volar el puente. Debajo de ellos, el profundo barranco se extendía interminablemente.

—No, Neville, es demasiado inestable —dijo Laurel suavemente, agarrándole la muñeca para impedirle que añadiera Cuerno de Erumpent directamente a la mezcla—. No puedes añadirlo sin diluirlo primero. ¿Quieres hacernos estallar antes de que podamos siquiera terminar?

—Ella tiene razón, amigo —añadió Seamus rápidamente—. Ven, mejor pásame eso. No me apetece volar este puente con nosotros todavía de pie sobre él.

Neville parpadeó y su rostro se sonrojó de vergüenza.

—Eh, no lo sabía, lo siento —murmuró, entregándole el frasco a Seamus—. Pensé que podría acelerar las cosas.

—¿Acelerar las cosas? —dijo Seamus con sorna —. Eres realmente un negado con las pociones, ¿no?

Ginny, que estaba agachada cerca, asegurando un paquete de explosivos a la barandilla del puente, levantó la vista con una sonrisa burlona.

—De verdad, Neville, uno pensaría que después de todo este tiempo sabrías que no es bueno meter mano a preparaciones mágicas.

—Sí, bueno, las pociones nunca fueron mi fuerte. — Neville se rascó la coronilla y sonrió con vergüenza. —Digamos que soy mucho mejor cultivando los ingredientes que serán agregados para hacerlas.

Laurel lo estudió, frunciendo el ceño. Después de un momento, se volvió hacia él:

—¿Y qué tal la pasaste en Navidad? —preguntó, tratando de mantener un tono ligero.

—Pff… pasé la mayor parte de las fiestas escondiéndome de Snape y de los Carrow. Ya sabes, después de que me castigó por lo de la espada.

—¿Qué castigo?

—No fue nada. Solo me afeitaron el pelo. —Neville se encogió de hombros, tratando de quitarle importancia. —Pero Snape dejó en claro que sabía sobre el ED y quiénes eran sus miembros. No quería arriesgarme a poner a mis amigos en la mira de los mortífagos, así que he estado manteniendo un perfil bajo. Y la verdad que no la pasé nada mal en Nochebuena, los Elfos me dejaron pasar la noche en las cocinas. Buena comida y excelente pudín, no me puedo quejar.

Laurel apenas si asintió con la cabeza, mordiéndose los labios mientras pensaba en los días previos a Navidad, en el tiempo que había pasado con Neville, o mejor dicho, con la persona que había creído que era Neville. La forma en que la había ayudado con la poción Lupinaria, la forma en que parecía tan diferente, tan centrado y confiado.

Ya lo sabía y ahora tan sólo confirmó sus sospechas.

No había sido Neville en absoluto. Había sido Severus, usando la Poción Multijugos con el cabello que le había quitado al chico. Por eso había sido tan hábil para ayudarla con la poción, por eso se comportaba tan distinto del Neville que ella conocía. Por eso le había besado aquella Nochebuena…

Laurel se llevó los dedos a los labios y recordó el calor de su boca. Se sintió mareada y un poco culpable al recordar el color carmesí de la sangre de dragón esparcida por el suelo. Su estómago se revolvió de confusión, una maraña de emociones amenazó con desbordarse.

Severus la había besado. No solo eso, la había ayudado, protegido.

¿Por qué?

¿Sería solo otra manipulación cruel, una broma retorcida? ¿Se había reído de eso después? ¿Había vuelto al lado de Voldemort, presumiendo satisfecho de que todavía podía controlarla? ¿O había algo más?

—Laurel, ¿Qué te pasa?

La voz de Ginny atravesó la niebla en su mente. Se giró y vio que la pelirroja la observaba con atención, con el ceño fruncido por la preocupación. —Parece que has visto un fantasma.

—Estoy bien —dijo Laurel rápidamente, forzando una sonrisa tensa—. Vamos... vamos a terminar con esto.

Seamus sonrió ante las palabras de Laurel, sus ojos brillando con peligrosa excitación.

—Eso es lo que me gusta oír —dijo, sacando su varita. —Todos corran. Estoy a punto de hacer un desastre.

Neville y Ginny se alejaron a toda prisa mientras Seamus murmuraba el encantamiento, la punta de su varita se encendió con un color rojo intenso. En el momento en que el hechizo encendió la primera carga, un estruendo llenó el aire, el puente crujió bajo sus pies cuando los explosivos mágicos hicieron efecto.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Ginny.

Laurel se giró para seguirlos, pero sus ojos se fijaron en algo: la pesada hacha de guerra que había dejado apoyada contra la barandilla. Se detuvo apenas un par de segundos para agarrarla pero entonces la primera explosión destrozó el puente, enviando astillas volando en todas direcciones. Las llamas rugieron y cobraron vida, lamiendo las vigas de madera.

—No te quedes ahí parada ¡CORRE! —gritó Seamus pasando corriendo junto a ella.

Laurel no necesitó que se lo dijeran dos veces. Corrió detrás de Neville y Ginny, el peso del hacha la hizo perder el equilibrio mientras las tablas bajo sus pies se doblaban y se agrietaban. El puente crujió en protesta, balanceándose peligrosamente cuando una segunda explosión sacudió la estructura.

Laurel saltó hacia adelante justo cuando detonó el último conjunto de cargas. Una oleada de calor la golpeó en la espalda cuando el puente cedió y se derrumbó en una cascada de fuego hacia el barranco de abajo. Apenas si logró trepar hasta tierra firme y rodó sobre la hierba mientras las brasas caían a su alrededor.

Sin aliento, se dio la vuelta y vio cómo los últimos restos en llamas desaparecían en el abismo.

Seamus soltó un grito de triunfo.

—¡Eso sí que fue una puñetera obra de arte!

—Sí, celebremos más tarde. —dijo Ginny tosiendo y limpiándose el hollín de la túnica — Tenemos que volver al castillo.

Neville ayudó a Laurel a ponerse de pie, echándole un vistazo rápido.

—¿Estás bien?

Ella asintió, agarrando el hacha con más fuerza en su mano, pero entonces sintieron un violento temblor cuando cientos de maleficios golpearon las barreras mágicas que protegían Hogwarts, enviando arcos de energía azul y dorada que crepitaron a través del cielo. Por un momento, pensaron que los encantamientos protectores resistirían, pero luego, con un último estruendo demoledor, los hechizos colapsaron como un cristal que se rompe en cámara lenta.

Las protecciones mágicas que rodeaban Hogwarts habían caído.

Y entonces se escuchó el sonido que hizo que la sangre de Laurel se helara.

Un grito de guerra.

Una impía cacofonía de rugidos, gritos, maldiciones que se acercaba a toda velocidad hacia el castillo. Laurel podía verlos ahora: figuras encapuchadas que emergían de todas partes con la varita en alto, monstruosos gigantes con caminar aletargado, grotescas acromántulas emergiendo desde la oscuridad del Bosque prohibido.

La batalla había comenzado.

• •

Dulce, cálido, embriagador.

Fenrir Greyback se encontraba en la cima de la colina, sus antinaturales ojos azules cerrados, mientras inspiraba profundamente, olfateando el aroma que lo había torturado durante meses. Incluso debajo del hedor acre del fuego y la guerra, debajo del sudor y el miedo de los humanos que se arremolinaban abajo, ella estaba allí. Estaba cerca.

Su respiración se entrecortó, su boca se abrió ligeramente mientras el aroma lo envolvía como una droga: salvaje, indómito, pero a pesar de que su obsesión por la Akardos le hacía perder el sueño, algo más le apuñalaba el corazón: Una cura. Una poción que amenazaba su propia existencia. Un remedio que podía deshacer todo lo que había construido, diseñado para despojarlos de su poder, para debilitarlos. Y el traidor, la desgracia para su especie, Remus Lupin, estaba detrás de todo esto.

Al principio pensó que se trataba de meros rumores insulsos, pero poco a poco fue dándose cuenta de que era una realidad y supo inmediatamente que la sangre de la Desalmada debía ser el ingrediente principal. Ya lo había notado en el cambio que había sufrido tras hartarse de su sangre en la Mansión Malfoy. Había odiado sus cambios físicos pero lo que más detestaba era esa sensación de debilidad que lo invadía, como si algo dentro de él estuviera luchando por cambiar, por sanar.

Un gruñido gutural retumbó en su pecho. Esta vez sería más cuidadoso. Había sido paciente, observando desde las sombras, esperando el momento adecuado para tomar lo que era suyo.

Los demás también habían captado su olor; podía verlo en la forma en que su manada se movía inquieta, con los ojos brillando, las lenguas recorriendo dientes afilados. La deseaban. La ansiaban. Un murmullo de excitación se extendió entre ellos, algunos gruñeron ansiosos. Uno de los hombre lobo más jóvenes, dio un paso hacia adelante, inhalando profundamente y exhalando con un gruñido hambriento.

—Huele delicioso, si todos la atacamos al tiempo tal vez podamos repartir…

Antes de que pudiera terminar Greyback se movió como una bestia poseída, arremetiendo contra él y estrellándolo contra el suelo con una fuerza aplastante. Un crujido repugnante resonó entre los árboles cuando la enorme mano del alfa se cerró alrededor de su garganta, destrozándole el cuello. Los murmullos entre la manada cesaron al instante al ver al miembro más joven sacudiéndose, ahogándose en su propia sangre.

—Ella me pertenece —gruñó a los demás con voz áspera y posesiva—. Le arrancaré las vísceras a cualquiera que se atreva a tocarla.

Los demás bajaron la cabeza en señal de sumisión, aunque él todavía podía ver la tensión en sus hombros, el hambre en sus ojos. Eso solo hizo que el fuego dentro de él ardiera más fuerte.

Su mente era una maraña de obsesión, deseo y rabia. La quería poseer, sentir su cuerpo debajo de él, temblando, indefensa. No le importaba saber que ya había sido usada por Snape. Quería que ella comprendiera que era completamente suya, quería oírla gritar, alimentarse totalmente de ella. Pero otra parte de él, una que apenas reconocía, quería algo completamente diferente.

Quería que ella eligiera doblegarse ante él.

Quería que ella lo viera sólo a él.

Que susurrara su nombre con algo más que miedo.

Aquel pensamiento hizo que su estómago se retorciera de furia. Greyback echó su cabeza hacia atrás, dejando salir un escalofriante aullido que provocó miedo incluso a los más endurecidos hombres lobo de su manada. Aquél antinatural sonido resonó a lo largo de los extensos terrenos de Hogwarts.

Ella nunca lo querría. Ella nunca se sometería voluntariamente. Ya lo había traicionado con su patética cura, con su alianza con Lupin, el traidor. Ella preferiría estar con los humanos, con los débiles, que aceptar lo que estaba destinada a ser. Su maldita reina

Y por eso, él tendría que matarla.

• •

Los terrenos de Hogwarts, convertidos ahora en un campo de batalla se extendían bajo él como una escena salida de una pintura de el Bosco: llamas devoraban los escombros de lo que una vez fue el campo de Quidditch, fulgores de maldiciones que desgarraban la vida de magos y brujas en menos de un segundo. Los gemidos de los heridos se ahogaban entre los bramidos que daban los gigantes al destrozar las paredes del castillo, pero Severus Snape apenas los escuchaba.

Volaba alto sobre aquel infierno, su capa negra azotada por el viento, su mente enfocada en una única misión. Tenía que llegar a Voldemort. Tenía que confirmar el dato más importante, la clave para llevar a cabo la orden que Dumbledore le había dado:

"Nagini. Cuando Voldemort deje de enviar a la serpiente para que haga su voluntad y comience a mantenerla a su lado bajo protección mágica, entonces, creo, será seguro pasarle la información a Harry."

Ese era el momento. Ese era el instante en que Potter debía saber la verdad. Y a Snape se le acababa el tiempo.

Snape respiró hondo mientras escrutaba el terreno, entrecerrando los ojos oscuros. Necesitaba encontrar a Voldemort, confirmar dónde estaba la serpiente, asegurarse de que el momento fuera el adecuado. El chico tenía que saber la verdad, pero solo cuando fuera el momento perfecto. Un paso en falso, una revelación prematura y todo se desmoronaría.

Los labios de Snape se curvaron con disgusto. Tendría que jugar al ser el perrito faldero una vez más, arrodillarse ante el Señor Oscuro y ofrecerle su lealtad, todo mientras en el fondo lo único que quería era verlo destruido,

Los labios de Snape se curvaron con disgusto. Tendría que jugar a ser el perrito faldero una vez más, arrodillándose ante el Señor Oscuro y ofrecerle su lealtad. ¿Cuántas veces lo había hecho? ¿Cuántas veces se había obligado a inclinarse, a murmurar vacíos elogios, mientras cada fibra de su ser gritaba por su muerte?

Se acercaría con cuidado a su amo, enmascarando sus intenciones, obteniendo toda la información posible sobre la ubicación de Nagini y de los planes de los mortífagos. Y luego se escabulliría, sin ser notado, para asegurarse de que el chico supiera lo que debía hacer.

El chico… Harry. Harry moriría.

Severus pensó que ya había aceptado aquella terrible conclusión como el inevitable destino de la profecía había escuchado muchos años atrás. Y, sin embargo, a medida que el momento se acercaba, un dolor le golpeó de una manera que no había esperado. El chico, el hijo de Lily, iba a caminar hacia su propia muerte. Y no se rehusaría. Snape no tenía ninguna duda al respecto. Potter se parecía demasiado a Lily, dispuesto a arrojarse frente a los demás, a sacrificarse sin dudarlo.

Harry Potter tenía los ojos de su madre y su mismo corazón.

Se le hizo un nudo en la garganta y, extrañamente, en medio de su tristeza nació un sentimiento de orgullo.

El chico era valiente.

Severus exhaló y se inclinó bruscamente, alejándose del caos de abajo. Sabía muy bien que Voldemort no se rebajaría a luchar junto a los mortífagos y mercenarios que se abalanzaban hacia Hogwarts. Miró hacia Hogsmeade pensando que allí lo encontraría, cuando un terrible aullido se escuchó en todo el campo de batalla.

Largo, gutural, inhumano. No pertenecía a una bestia, ni a un hombre, sino a algo atrapado entre ambos. El sonido se elevó por encima del estruendo de la guerra. Y luego otro aullido se unió. Y otro.

Los licántropos habían llegado.

Severus sintió como un escalofrío le atravesó la espalda.

Greyback.

El nombre por sí solo bastaba para revolverle las entrañas, pero lo peor fue la certeza que lo golpeó de inmediato. No necesitaba verlo. Sabía por qué Greyback estaba aullando.

Había encontrado su rastro.

La guerra, Voldemort, incluso los planes meticulosamente diseñados por Dumbledore... todo se desvaneció en un instante.

Se giró de golpe, su rostro cubierto de un sudor frío a pesar de la helada ventisca contra su cuerpo, su corazón martilleando contra sus costillas.

Potter podía esperar.

Voldemort podía esperar.

Laurel estaba en peligro y él debía salvarla.

• •

Escombros y vigas rotas cubrían el suelo, las paredes y majestuosas columnas, estaban marcadas con quemaduras de hechizos. El séptimo piso de Hogwarts se había convertido en una zona de guerra y Laurel se movía con paso rápido en medio del caos, arrastrando su hacha con una determinación fingida. A su alrededor, los estudiantes luchaban desesperadamente, sus hechizos destellaban en el pasillo oscuro. Debía mostrarse firme a pesar de que sentía el miedo palpitar en su pecho porque tras ella, acobardados y con los ojos muy abiertos, iban aquellos que eran demasiado jóvenes o estaban demasiado heridos para luchar. La mujer intentaba llevarlos hasta el Gran Comedor, dónde la Señora Pomfrey pudiera ayudarlos.

Un rayo de luz verde se dirigió hacia el grupo, pero Laurel, que estaba a la defensiva, se movió rápido, interponiéndose entre el rayo de luz y los niños. La maldición asesina se disipó al alcanzar su cuerpo sin causarle ningún daño. El mortífago enmascarado se quedó estupefacto, mientras su varita temblaba en su mano.

Aquella vacilación fue todo lo que los estudiantes necesitaron. Aprovechando su sorpresa, contraatacaron y aturdieron a el mortífago antes de que pudiera reaccionar.

—¡Continúen, rápido! ¡Manténganse juntos! —gritó Laurel, volviéndose para seguir el camino, pero entonces un estruendo ensordecedor se escuchó desde afuera, seguido por el sonido de cristales rotos.

Un gigante había azotado los ventanales con su garrote, haciendo temblar los cimientos del castillo. La Akardos cerró los ojos y se arrojó al suelo, cubriéndose la cabeza mientras caían fragmentos de vidrios afilados. El dolor le atravesó los brazos, los hombros, la sangre caliente le corría por la piel. Respiró profundamente e intentó levantarse. Los cortes no eran profundos, pero no importaba, porque en el momento en que la sangre brotó de su piel, oyó aquel largo y gutural aullido. Y ya no pudo ocultar su pavor porque sabía exactamente de quién se trataba.

Greyback la encontraría.

Se obligó a moverse, gateando entre los escombros, tratando de salir del pasillo sin atraer la atención del gigante. Su respiración era errática, sus piernas temblaban, pero no podía detenerse.

Unos pasos resonaron cerca de ella.

—¡Laurel!

Tonks apareció al final del pasillo, despeinada, con el rostro manchado de polvo y sangre. Se acercó rápidamente, tratando de sostenerla.

—Greyback ha traído a toda su manada. Tengo que esconderte. Ahora.

Pero antes de que pudiera dar otro paso, una risa helada llenó el aire.

—Al fin te encuentro, bastarda.

Bellatrix Lestrange surgió de las sombras, apuntando su varita hacia Tonks, con una sonrisa maníaca en los labios.

—Voy a tener el placer de limpiar mi árbol genealógico contigo, asquerosa mestiza. Y el siguiente será esa repugnante bestia que has parido con ese hombre lobo.

Tonks alzó su varita con vertiginosa rapidez, pero Bellatix soltó una carcajada al bloquear el maleficio.

Cru…!

Pero antes de que pudiera conjurar el Cruciatus, un rayo de luz roja cruzó el aire.

—¡Expelliarmus!

Remus Lupin apareció desde el piso inferior, desarmando a Bellatrix y obligándola a retroceder.

—¡Váyanse! —gritó, pero Laurel no lo escuchó.

La rabia ardía en su interior. Bellatrix la había atormentado, la había torturado, la había amenazado una y otra vez. Y ahora estaba frente a ella, indefensa. Un grito salvaje se le escapó de la garganta mientras se lanzaba con todo su peso contra Bellatrix. Se estrelló contra ella con toda su fuerza, ambas cayendo entre los escombros.

Las dos mujeres rodaron por el suelo, arañándose, tirándose del pelo y lanzándose puñetazos. Laurel logró ponerse encima de ella. Bellatrix gritó de rabia, arañando la cara de Laurel, pero la Akardos respondió con un severo golpe que le destrozó el labio.

—Perra asquerosa… —siseó Bellatrix, tratando de quitársela de encima.

—¡Laurel, debemos irnos! ¡Tienes que esconderte! ¡Los hombres lobo te encontrarán! —Remus la agarró por la cintura, intentando alejarla.

Laurel forcejeó contra él, pero entonces un rayo de luz verde pasó rozando por meros centímetros la cabeza de Remus. Dolohov había aparecido en el pasillo con la varita al ristre.

Tonks no tardó en defender a su marido. Se dio la vuelta y le lanzó una andanada de hechizos. Dolohov maldijo y se tambaleó hacia atrás ante el ataque. Luego, con un giro brusco, desapareció escaleras abajo, Tonks salió corriendo tras él.

Remus vaciló por un momento, su mirada yendo de Laurel a Tonks. Sabía que Laurel estaba en peligro, pero no podía dejar sola a Dora. Remus dudó solo un segundo, antes de maldecir en voz baja y correr tras su amada.

Laurel, por su parte, apenas notó su partida. Otro conjunto de aullidos llenó el aire, cada vez más cerca. Bellatrix tomo ventaja de aquella distracción para darle una patada en el estómago a la Akardos, haciéndola caer al suelo.

Laurel jadeó, luchando por recuperar el aliento mientras Bellatrix se ponía de pie, arreglándose el cabello vanidosamente y recogiendo su varita.

—Tienes suerte — dijo volviéndose hacia Laurel —Pero la suerte no te salvará de ellos.

Bellatrix dejó escapar su fría risa de nuevo, los ojos brillando con locura al notar las heridas en todo el cuerpo de la mujer

—¿Sabes qué es lo mejor de todo esto, Desalmada? —dijo al tiempo que pasaba su lengua por su labio partido, saboreando su sangre—. Que ni siquiera hace falta que te mate yo.

Bellatrix agitó su mano, despidiéndose burlonamente de Laurel, antes de desaparecer en la oscuridad.

La mujer se puso de pie con esfuerzo. El olor de su sangre estaba por todas partes y los hombres lobo se acercaban. Miró en todas las direcciones, intentando buscar un escondite, pero apenas si vio el hacha medio enterrada entre escombros. La tomó con manos temblorosas y corrió a toda velocidad escaleras abajo.