Disclaimer: Los personajes e historia previos a la "boda fallida" en el manga Ranma ½ pertenecen a Rumiko Takahashi. No obstante, la trama, el desarrollo narrativo y los personajes creados tras este evento son de mi exclusiva autoría.

ADVERTENCIA: Esta historia está dirigida a un público mayor de 18 años. Contiene temáticas delicadas, descripciones de violencia, lenguaje vulgar y escenas de carácter sexual explícito o sugestivo que podrían afectar la sensibilidad de algunos usuarios. Leer bajo su propia responsabilidad.

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Owari no nai ai

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Capítulo 9: Jan Jan Yokocho

Tal como habían acordado, después de un largo día de clases en la universidad, el joven matrimonio se dirigió a Jan Jan Yokocho, una de las calles más emblemáticas de Shinsekai, ansiosos por conocer al enigmático maestro Takosai.

La estrecha vía estaba repleta de pequeños puestos de comida que se alineaban a lo largo del camino, impregnando el aire con el aroma de salsa de soya, jengibre encurtido y mariscos frescos. El chisporroteo de las planchas calientes se mezclaba con el murmullo de los transeúntes y el tintineo de campanas de viento que colgaban en cada esquina. Letreros luminosos en rojo y dorado anunciaban especialidades locales, y la vibrante energía del lugar invitaba a quedarse.

La pareja avanzaba de la mano por la callejuela, esquivando turistas y locales que, curiosos y hambrientos, formaban filas frente a los puestos más populares. El bullicio resultaba acogedor, con ese caos organizado que solo Osaka sabía ofrecer.

Finalmente, se detuvieron frente a un pequeño local tradicional de takoyaki. La madera envejecida del puesto parecía contar historias de generaciones pasadas. La plancha para cocinar ocupaba un lugar central frente a una barra con taburetes, y sobre ellos colgaban lámparas rojas que se balanceaban suavemente con la brisa. A pesar del tamaño diminuto del local, una fila serpenteante demostraba la fama del maestro que estaban a punto de conocer.

Cuando se acercaron a la barra, vieron al dueño del lugar: un anciano de baja estatura, rostro curtido y manos ágiles que se movían con una velocidad sorprendente. Giraba, volteaba takoyakis, atendía a los clientes y recogía el dinero con precisión. Todo en una calma que contrastaba con la prisa que parecía tener el resto del mundo.

—Buenas tardes, muchachos —saludó el anciano sin perder el ritmo —¿En qué puedo ayudarlos? —una sonrisa serena iluminó su rostro.

Ranma fue directo al punto, haciendo una reverencia junto a su adorado tormento en señal de respeto.

—Buscamos al maestro Takosai.

El anciano levantó una ceja con interés.

—¿De parte de quién vienen?

El trenzudo sacó la pequeña tarjeta algo desgastada y se la extendió.

—Del maestro Happosai.

El anciano estudió la tarjeta con una expresión que mezclaba sorpresa y diversión.

—Vaya… entonces ustedes son Ranma y Akane —dijo, dejando la tarjeta a un lado —Mucho gusto. Yo soy el maestro Takosai.

—El gusto es nuestro, maestro —respondieron al unísono.

Takosai se enderezó con una leve sonrisa, pero fue al grano.

—El entrenamiento inicial será sencillo: cocinarás veinticuatro takoyakis perfectos —sus ojos se fijaron en el azabache —¿Sabes hacerlos?

El artista marcial negó con la cabeza, y el maestro suspiró mientras se frotaba las sienes.

—Esto será más difícil de lo que pensé… —refunfuñó —Ve a cambiarte, muchacho. En la parte trasera encontrarás tu uniforme y delantal. ¡Apresúrate, que el tiempo es oro!

El joven asintió rápidamente y desapareció tras una puerta lateral. Akane se preparó para marcharse, pero Takosai fue más rápido. Con un movimiento casi imperceptible, le tocó el hombro derecho.

—Puedes quedarte —dijo con una sonrisa amable —Siéntate en la barra y come todo el takoyaki que quieras.

La peliazul sonrió, sorprendida por la hospitalidad.

—Muchas gracias, maestro.

Mientras tomaba asiento, observó la frenética danza culinaria del anciano. Sabía que este entrenamiento apenas comenzaba, pero algo le decía que sería una experiencia que ninguno de los dos olvidaría.

El azabache, ya listo con el delantal negro bien ajustado, se encontraba tras la plancha caliente. El sudor le perlaba la frente, aunque sus ojos brillaban con concentración. Takosai, firme como un maestro de combate, lo miró fijamente.

—Muchacho, esto es más que cocinar. Es una prueba de destreza. Quiero que observes bien cada movimiento —el anciano tomó un cuenco y empezó la preparación con la solemnidad de un ritual —Primero, el dashi. Es el corazón de la mezcla.

Vertió el líquido claro en el recipiente, y el aroma ligero y umami se esparció en el aire. El chico, con libreta en mano, anotaba cada detalle de manera determinada.

—Ahora, la harina y una cucharadita de levadura —continuó Takosai, añadiendo los ingredientes con precisión —Pizca de sal. Un huevo entero. Y no olvides la cucharadita de salsa de soya. Todo debe ir en su justa medida.

La menor de los Saotome, sentada en la barra, no podía apartar los ojos de la escena. La concentración de su marido le fascinaba, y el anciano parecía un maestro zen en plena lección.

—Batimos la mezcla —indicó Takosai, girando los palillos de madera con una velocidad sorprendente —Sin grumos. La mezcla debe fluir como el ki en el cuerpo: suave, uniforme. Luego, la pasamos por el colador para eliminar cualquier imperfección.

El prodigio deportivo tragó saliva. Esto era más difícil de lo que parecía. El maestro levantó la mirada y señaló la plancha.

—La parrilla está caliente. Agrega aceite, con precisión. Ni mucho ni poco. La masa debe casi llenar los agujeros.

Con manos temblorosas, el pelinegro vertió la mezcla. El chisporroteo de la masa al tocar la plancha resonó como el inicio de una batalla.

—El pulpo cocido, es el protagonista, así que asegúrate de que cada bolita lo tenga —dijo Takosai, poniendo los trozos en cada agujero con rapidez —Cebollín, beni shouga y tenkasu.

Los colores vibrantes se mezclaron con la masa dorada. El anciano levantó los palillos y los sostuvo frente al ojiazul.

—Aquí comienza la verdadera prueba —su voz se volvió más grave —Con los palillos, recorta los bordes y gira cada takoyaki en 90 grados. La masa debe fluir. Precisión, velocidad. ¡Ahora!

Ranma intentó girar una bolita, pero falló. La masa se desparramó por los bordes.

Takosai resopló, sin embargo, no se inmutó.

—De nuevo. La práctica es la clave.

—Esto tiene que ser más rápido que la técnica de las Castañas Calientes —murmuró el azabache, absorto.

Con paciencia, el trenzudo volvió a intentarlo. Esta vez, logró un giro limpio. Luego otro. La técnica comenzaba a fluir, y aunque sus movimientos eran torpes, mejoraban poco a poco.

Mientras tanto, Takosai preparaba una porción con la velocidad de un maestro: giraba las bolitas, las doraba, las ponía en un plato de cartón y las decoraba con su salsa secreta, mayonesa kewpie y katsuobushi que bailaba sobre el calor.

—Aquí tienes —le dijo a la ojicastaña, dejándole una porción y un té verde helado —Cortesía de la casa.

La universitaria, sorprendida, probó la primera bolita. En cuanto la mordió, el exterior crujiente dio paso a un interior cremoso y suave. El pulpo tierno, la salsa umami, el jengibre encurtido y el cebollín fresco se combinaron en una sinfonía de sabores que explotó en su boca.

—Esto es… increíble —susurró, dejando que el placer se reflejara en el brillo de sus ojos mientras miraba a Takosai —Nunca he probado algo tan delicioso.

El anciano sonrió con satisfacción.

—Es un arte, muchacha. Y tu esposo lo está aprendiendo.

El chico, al oír eso, giró la última bolita mostrando una sonrisa triunfal.

—¡Akane, mira! ¡Lo logré! —exclamó, con orgullo al mismo tiempo que señalaba sus primeras bolitas doradas.

Ella rió, encantada, mientras probaba uno de los takoyakis que su marido había preparado, seguida por el anciano, quien no se quedaba atrás.

—Vas mejorando, pero aún te falta —dijo Takosai, sin perder el ritmo —La cocina y las artes marciales no son tan diferentes. Ambas requieren paciencia, práctica… y corazón. Sigue, muchacho. Hoy solo es el comienzo.

Y así, con la plancha chisporroteando y el aroma delicioso inundando el pequeño local, el pelinegro continuó su entrenamiento, decidido a dominar no solo las artes marciales, sino también el arte de los takoyakis.

El ambiente estaba lleno de vida. Los comensales y clientes de paso transitaban como si fueran parte de una coreografía perfectamente sincronizada. Akane, absorta en su té verde helado, disfrutaba del breve respiro, hasta que una mano tocó su hombro, sacándola de su tranquilidad.

—¿Eres tú, Saotome Akane? —preguntó una voz familiar.

La peliazul giró con sorpresa.

—¡Kei! ¡Qué alegría verte! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja.

—¡Lo mismo digo! ¿Puedo sentarme contigo? —preguntó el erudito, con el mismo entusiasmo.

—Por supuesto. ¡Mira, Ranma, me he encontrado con Kei! —anunció, radiante.

El artista marcial, todavía concentrado en voltear una bolita de takoyaki, asintió con la cabeza sin mucho entusiasmo.

—Kei —dijo en tono neutro —Lo que me faltaba… —murmuró para sí, aunque su maestro, atento como siempre, lo escuchó claramente.

Takosai, sin perder la compostura, se dirigió al recién llegado.

—¿Te puedo ayudar en algo, muchacho? —preguntó, evaluando la situación como un sabio sensei.

—Muchas gracias, señor. Me gustaría una porción de takoyaki, por favor —respondió el pelicastaño, sin percatarse de la tensión, en un tono amable —Y para Saotome Akane… ¿qué te gustaría? Yo invito.

Antes de que la universitaria pudiera responder, el anciano intervino, tajante.

—La joven es mi invitada y esposa de mi discípulo, muchacho. No necesita que la invites —dijo, enfatizando "esposa", mientras el prodigio deportivo, atónito, veía cómo varias bolitas se quemaban en la plancha.

El menudo se apresuró a corregirse, visiblemente incómodo.

—Disculpe, señor, no era mi intención que se malinterpretara. Solo somos amigos y compañeros de clase. No tengo segundas intenciones.

La menor de los Saotome sonrió, intentando aliviar la tensión.

—Es verdad, maestro. Kei y yo somos solo amigos, nada más.

Takosai asintió, aunque su mirada severa no se relajó.

—Eres muy dulce, Akane, pero necesito que mi discípulo esté concentrado, y tu amigo parece ser una distracción —dijo, mostrando con sorna los takoyakis quemados que el ojiazul intentaba rescatar.

El trenzudo suspiró y se enderezó, secándose las manos.

—Descuide, maestro —dijo con una calma exagerada —Kei puede quedarse. De hecho, ¿puedo prepararle su porción?

La chica parpadeó sorprendida, llevándose las manos al rostro.

—Ranma… —murmuró, sin saber si estaba más impresionada o preocupada.

—Bien dicho, muchacho —aprobó el maestro, complacido —Esa es la actitud de un verdadero hombre.

Ranma, concentrado en la plancha, tenía otros planes. Se inclinó hacia adelante, decidido a demostrarle a Kei quién mandaba allí. A pesar de estar siendo amable por su marimacho, no pensaba darle ninguna oportunidad a ese idiota para que intentara algo con lo que él consideraba lo más preciado de su vida.

—Saotome es realmente hábil y veloz —dijo el alegre, claramente impresionado mientras observaba al artista marcial en acción.

—Y eso que no lo has visto en pleno combate —respondió la peliazul con una sonrisa de admiración, acompañada de un suspiro enamorado —Realmente es un espectáculo en vivo.

El azabache, sorprendido por el cumplido, se volvió hacia ella, furiosamente sonrojado.

—¿En serio, Akane? —preguntó, sin poder ocultar una sonrisa tímida —Jamás lo habías dicho antes.

La menor de los Saotome lo miró con una sonrisa traviesa, sin perder el tono serio.

—Porque antes tenías a un trío de babosas detrás tuyo y no iba a alimentar tu ego, pero ahora... es diferente —respondió, cruzándose de brazos con un mohín divertido.

El prodigio deportivo, que seguía rojo como un tomate, negaba con la cabeza, claramente incómodo por su pasado.

—¡Vaya, ustedes sí que son geniales! —dijo el erudito, totalmente extasiado —¿Saotome tenía muchas pretendientes en la escuela?

—¡Já! Tres prometidas y una loca que no entraba en razones —dijo la universitaria, levantando una ceja de forma burlona.

El pelinegro, sin pensarlo, respondió con algo de acidez.

—Que yo recuerde, Akane, tú tampoco te quedabas atrás. Tenías un guapo prometido —hizo una pausa, mirando al menudo de reojo y señalándose con descaro —O sea, yo; cuatro degenerados detrás de ti, y todas las mañanas luchabas contra un ejército de tarados que querían salir contigo.

Kei no pudo evitar reírse ante la descripción, pero estaba aún más intrigado.

—¡Wow! ¡Esto es asombroso! —dijo, incrédulo —Saotome Akane, ¿tú también eres una artista marcial?

La joven asintió con un aire algo melancólico.

—Lo era… —dijo, mirando al vacío por un momento —Era la heredera de la Escuela Tendo de Combate Libre, y Ranma, de la Saotome. Nuestros padres nos comprometieron antes de que naciéramos para fusionar ambas disciplinas de Happosai.

—Y… ¿por qué dices "lo era"? —preguntó el ojimiel, en un tono más empático.

Akane respiró hondo, como si estuviera a punto de contar una parte dolorosa de su vida.

—Es una larga historia... —respondió, su tono se suavizó, casi triste —Dejé de entrenar al comienzo del segundo año de preparatoria porque perdí la motivación, y con el tiempo, me di cuenta de que mi verdadera pasión era la medicina.

Ranma la miró, sintiendo el peso de sus palabras, y dejó de lado su actitud provocadora.

—Realmente fue muy duro para todos —dijo el trenzudo, de manera inconsciente, mirando a su mujer con una expresión más seria y preocupada.

El maestro Takosai, quien había estado escuchando atentamente, intervino, visiblemente conmovido.

—Vaya, muchacha… No lo sabía —dijo, con una mirada triste —Si alguna vez decides retomar tu entrenamiento, puedes contar conmigo.

La menor de los Saotome sonrió ligeramente, agradecida por el apoyo, aunque su decisión seguía firme.

—Gracias, maestro, lo agradezco mucho —respondió con sinceridad —Pero, por ahora, quiero enfocarme en mis estudios.

El pelicastaño, notando el cambio en el ambiente, decidió aligerar la situación.

—Y es una de las mejores del curso —dijo con una sonrisa —¡Realmente vamos a arrasar en los primeros exámenes!

Akane se iluminó al escuchar sus palabras, y su entusiasmo volvió a florecer.

—¡Así es! ¡Daremos lo mejor de nosotros! —complementó, con una expresión radiante, devolviendo la energía al ambiente.

Las horas pasaron entre relatos y carcajadas, mientras el maestro Takosai escuchaba con una mezcla de asombro y ternura. La vida de los recién casados era cualquier cosa menos ordinaria, y cada historia traía consigo un matiz de aventura y emoción. Sin embargo, lo que más apreciaba el anciano no eran las hazañas heroicas de Ranma ni las ocurrencias de Akane, sino la determinación con la que ambos enfrentaban sus desafíos.

Cuando el entrenamiento llegó a su fin, Takosai sacó un sobre del interior de su gi negro y se lo entregó al azabache con una sonrisa aprobatoria.

—Excelente trabajo, muchacho. Te espero los lunes, miércoles y viernes.

El artista marcial hizo una reverencia profunda, como buen discípulo agradecido.

—Muchas gracias, maestro.

Al abrir el sobre, sus dedos se detuvieron. Había más dinero del acordado. Sin pensarlo dos veces, sacó una parte y se la ofreció de vuelta al anciano.

—Maestro, aquí hay demasiado. Esto no es lo que acordamos.

Takosai, con una expresión paciente, empujó suavemente la mano del chico hacia atrás.

—Te lo has ganado. Además, tienes una familia que cuidar.

La peliazul se sonrojó de inmediato, sin esperar esa mención. El trenzudo, por su parte, pasó un brazo protector alrededor de ella, como si el gesto del anciano confirmara lo que siempre había sabido: cuidar de Akane era su mayor orgullo.

—Bueno, maestro, si sigue así, terminaré creyéndome que soy el mejor alumno que ha tenido —bromeó el prodigio deportivo con una sonrisa socarrona.

Takosai rió entre dientes.

—Eso lo dudo, muchacho. Aunque eres mejor que algunos que solo sabían presumir y huir.

La menor de los Saotome se llevó una mano a la boca para contener la risa, mientras el ojiazul fruncía el ceño, fingiendo indignación.

—¡Maestro, se supone que debe ser neutral!

Takosai no se dejó intimidar y añadió con una sonrisa traviesa:

—La neutralidad es para los árbitros. Yo soy tu maestro, y debo mantener tus pies en la tierra.

Con una risa cálida, se volvió hacia la universitaria.

—Akane, no te olvides de nuestras clases. Aunque sea solo para mantenerte en forma.

Ella asintió, conmovida por la amabilidad del anciano.

—Gracias, maestro. Tan pronto como terminemos los exámenes, le tomaré la palabra.

Takosai asintió satisfecho.

—¡Bien! Que descansen, muchachos. Nos vemos pronto.

Con esa despedida, se retiró hacia su puesto para comenzar el horario nocturno. El joven matrimonio se tomó de las manos, dejando que el silencio los envolviera mientras caminaban hacia su hogar. No era un silencio incómodo, sino uno lleno de paz y gratitud, un espacio en el que los recuerdos de aquel día flotaban suavemente.

—¿No es curioso? —comentó el pelinegro, mirando los farolillos que decoraban las calles —Takosai es amigo de Happosai. No entiendo cómo.

Akane sonrió, pensando en lo opuestos que eran ambos.

—Supongo que hasta los más horribles tienen buenos amigos, aunque Takosai es como… un regalo caído del cielo.

Ranma soltó una carcajada suave.

—Sí, y yo definitivamente lo prefiero a Happosai. Al menos este no roba ropa interior.

Los chicos se rieron suavemente, dejando que la calma los envolviera de nuevo. Esa noche, caminaron de regreso a casa sabiendo que habían encontrado no solo un maestro, sino también a alguien que realmente los comprendía y valoraba.

La semana previa a los primeros exámenes de progreso llegaba rápidamente y, aunque la universidad ofrecía ciertas facilidades a los recién casados, Ranma se sentía atrapado en un laberinto de conceptos de anatomía que no lograba descifrar. Con un peso incómodo en el pecho, temía que reprobar la única materia que compartía con Akane terminara siendo una decepción para ella. Así que, tragándose el orgullo, decidió pedirle ayuda.

Mientras la peliazul organizaba el kotatsu, apilando libros y cuadernos con la destreza de quien ya estaba acostumbrada a la rutina, el trenzudo preparaba algunos snacks. La universitaria se acercó al amplio ventanal y lo abrió con delicadeza, dejando que la brisa primaveral inundara la habitación con su frescura. Cerró los ojos y respiró hondo, como si quisiera capturar la serenidad del momento.

De pronto, unos brazos firmes la rodearon suavemente por la cintura. El cálido abrazo del azabache, acompañado de su inconfundible fragancia masculina, nubló sus sentidos por completo.

—¿En qué piensas? —murmuró él, plantando un beso tímido en su cuello.

—En lo felices que somos aquí —respondió la joven con ternura, dejando que su cabeza se apoyara sobre la de su marido.

Él cerró los ojos por un momento, inhalando profundamente.

—A mí no me importa dónde estemos, mientras sea contigo —susurró en un tono sereno, como si esas palabras fueran una verdad absoluta.

Una burbuja los aisló del mundo, permitiéndoles crear un universo propio donde solo ellos existían. El silencio, cálido y cómplice, fue el único testigo de que cualquier instante puede ser inolvidable cuando estás al lado de la persona correcta.

No obstante, una brisa juguetona los sacó de su pequeño ensueño, trayéndolos de regreso a la realidad.

—Ranma, tenemos que estudiar… o no empezaremos bien el semestre —dijo la ojicastaña en un tono dulce, dándole pequeños golpecitos en los brazos que aún la rodeaban.

El artista marcial suspiró con exageración, soltando un quejido teatral.

—Está bien, está bien… traeré los onigiris y el té caliente antes de que muramos de hambre —contestó, haciendo una mueca de falsa agonía.

La menor de los Saotome rió, cubriéndose la boca con una mano para no hacerlo demasiado fuerte.

—Siempre eres tan exagerado —comentó entre risas, mientras él se alejaba hacia la cocina.

Todo parecía ir según lo planeado al principio: Akane explicaba pacientemente cada músculo del cuello, señalándolos en las páginas del libro. Sin embargo, Ranma, siempre buscando formas más prácticas de aprender, se deslizó detrás de ella y apoyó suavemente las manos sobre sus hombros.

—Mira —dijo la peliazul, concentrada —El músculo que cubre el lado lateral del cuello es el esternohioideo, seguido por el esplenio, el elevador de la escápula, los escalenos anterior, medio y posterior… y por último, el trapecio.

El prodigio deportivo observó atentamente la ilustración, pero no encontró mejor manera de asimilar lo aprendido que experimentándolo directamente. Apartó con delicadeza el largo cabello que caía sobre la oreja de su mujer, deslizando sus dedos por la piel expuesta de su cuello con una lentitud casi torturante.

—Entonces… —murmuró, su voz era apenas un susurro cerca de su oído —Este sería el esternohioideo… —trazó el músculo con la yema de los dedos —Y aquí está el trapecio…

La menor de los Saotome contuvo la respiración, sintiendo cómo su piel se erizaba bajo el toque suave y seguro de su marido. Giró ligeramente la cabeza y se encontró con la mirada oscurecida del trenzudo, en la que el deseo brillaba con una intensidad que la dejó sin defensas.

—Ranma… tenemos que estudiar —susurró, con un leve temblor en la voz, abrumada por la cercanía y por lo que él le hacía sentir sin intentar seducirla abiertamente.

El azabache sonrió de medio lado, con una picardía que avivó aún más la atmósfera.

—Lo sé… —susurró en un tono ronco y cautivador —Pero prefiero aprender primero con la práctica y luego pasar a la teoría.

El calor de su aliento le acarició la piel. La universitaria se mordió el labio, buscando recuperar el control.

—No puedo enseñarte si no miras el libro… —respondió ella, temblorosa, a punto de rendirse al "encanto Saotome".

El artista marcial rozó su rostro contra su cuello, plantando pequeños besos que la hicieron estremecer.

—Prefiero aprender contigo… —ronroneó —Como cuando lo hice en nuestra primera vez.

Las palabras le acariciaron el alma, y antes de que pudiera contestar, el pelinegro deslizó sus brazos alrededor de la chica, susurrando contra su piel:

—Sabes que siempre serás la primera… y la única.

Ella cerró los ojos, dejándose llevar por el calor de su confesión.

—Y tú también eres el mío… Ranma.

En un movimiento fluido, la alzó con facilidad y la sentó sobre sus piernas. Sus bocas se encontraron en un beso dulce, cargado de pasión contenida. La ojicastaña acarició su mejilla, y él respondió, profundizando el abrazo y atrayéndola contra su pecho.

Los besos se volvieron más urgentes, hambrientos, y el aire se fue tornando escaso a medida que sus manos exploraban cada rincón, redescubriéndose en el silencio de la tarde, donde solo existían ellos dos.

Abruptamente, el estridente sonido del citófono interrumpió el momento entre ambos. Ranma y Akane se miraron, sorprendidos, antes de que el segundo timbrazo los sacudiera. Con un suspiro, la peliazul se soltó del abrazo de su esposo y contestó con rapidez:

—¿Diga?

—Buenas tardes, Sra. Saotome. Acaba de llegar el Sr. Kei —anunció el conserje, en su tono habitual, amable y sereno.

—¡Buenas tardes, Sr. Tanaka! Muy bien, dígale que suba —respondió la joven, dejando entrever una nota de emoción en su voz.

—Muchas gracias. Que tenga un buen día.

—Igualmente.

Colgó con un gesto ligero, pero al darse la vuelta, se encontró con el ceño fruncido del trenzudo, quien parecía todo menos complacido.

—¿A quién dejaste subir? —inquirió, cruzándose de brazos, con la mirada afilada.

—Ay, Ranma… —respondió ella, rascándose la cabeza con una sonrisa nerviosa —Invité a Kei para estudiar anatomía. Me contó que tiene un excelente método para memorizar los músculos, articulaciones y venas de la cabeza.

—¡¿Qué?! ¡Pero si estábamos estudiando nosotros! —protestó el azabache, claramente indignado, golpeando fuertemente el kotatsu.

La menor de los Saotome suspiró, juntando ambas manos en gesto de ruego.

—Ranma… no hagas un escándalo —le pidió, mirándolo con ojos suplicantes —Quedé con él antes de que tú me pidieras ayuda. Además, podemos seguir "estudiando" cuando estemos solos, ¿no te parece?

El artista marcial apretó los labios, molesto, aunque finalmente cedió con un bufido.

—Bien. Voy al baño —dijo, levantándose bruscamente —Me voy a tardar un buen rato, así que no me molesten.

La universitaria lo vio marcharse, sintiéndose algo culpable, pero no podía echar a Kei después de haber quedado con él. Se sacudió el malestar, se ajustó una sonrisa y se dirigió hacia la puerta.

El timbre sonó justo cuando llegó. Con calma, abrió como si nada hubiera pasado.

—Buenas tardes, Saotome Akane —saludó el pelicastaño con entusiasmo, inclinándose levemente.

—Buenas tardes, Kei. ¡Bienvenido! Adelante, pasa —dijo ella con amabilidad, observando cómo el menudo se quitaba los zapatos para ponerse unas pantuflas —Vamos a estudiar al kotatsu, ¿te parece?

—¡Estupendo! Traje una bebida y algunas frituras para compartir.

—¡Muchas gracias, Kei! Qué considerado. Ranma preparó onigiris y hay té caliente si quieres.

Sin más preámbulo, se sentaron bajo el kotatsu y comenzaron a estudiar. El erudito desplegó su cuaderno y empezó a explicar su método con una precisión admirable. La ojicastaña escuchaba atenta, tomando notas rápidamente. El sistema resultó ser tan eficaz que, en poco tiempo, ya tenía memorizada gran parte de la anatomía del tercio superior de la cabeza.

El ambiente estaba cargado de concentración, pero no podía evitar pensar en el pelinegro que, probablemente, seguía malhumorado en la otra habitación.

Ranma salió del baño secándose lentamente el cabello con una toalla. Al llegar a la sala, sus ojos se posaron en la escena del kotatsu. Allí estaban los dos futuros médicos, inmersos en el estudio. Una sensación amarga le recorrió el pecho al darse cuenta de lo distantes que parecían últimamente, como si sus mundos ya no tuvieran tanto en común. "¡Maldita sea!", pensó. "¿Cómo llegamos a esto?". Se arrepentía de no haber motivado a Akane a seguir practicando en las artes marciales, y más aún, de no haberla entrenado él mismo. Tal vez, si lo hubiera hecho, ahora estarían juntos encargándose del Dōjō Tendo, en lugar de verla depender de la tutoría de ese modelito de cuarta. "Ahora, ella se enfoca completamente en los libros, mientras yo estoy aquí maldiciendo mi vida".

Sin embargo, no podía dejarse llevar por sus emociones. "Debo ser más listo", se dijo, intentando calmarse. "Voy a sacar ventaja de esta situación. Siempre he aprendido algo de mis rivales, y hoy no será la excepción. Él no tiene ni idea de lo que está haciendo".

Decidido a mantener la compostura, el azabache entró a la sala y saludó con aparente tranquilidad, cuidando que su tono no sonara demasiado tenso.

—Hola, Kei —dijo con una sonrisa algo forzada, mientras se quitaba la toalla para comenzar a trenzarse el cabello.

—Buenas tardes, Saotome —respondió Kei con alegría, sin notar el tono distante —Muchas gracias por recibirme en tu casa.

El prodigio deportivo asintió con desgano, evitando las formalidades.

—Sí, sí… —respondió, cambiando de tema —¿Qué están estudiando?

La menor de los Saotome, concentrada en su libro, levantó la vista un momento y contestó sin darle demasiada importancia.

—Los músculos, articulaciones y venas del tercio superior de la cabeza.

El menudo, como si se tratara del tema más apasionante, se adelantó entusiasmado.

—¡Exacto! Tengo un método súper efectivo para memorizar todo eso en cuestión de horas —dijo con orgullo.

El artista marcial, con los brazos cruzados, observó a la peliazul, tan metida en sus apuntes. La punzada de celos y frustración lo invadió de nuevo al pensar en lo poco que compartían últimamente, pero se obligó a mantener la calma.

—¿Me enseñarías? —preguntó, intentando sonar interesado, aunque su tono dejó entrever cierto resentimiento —Tengo un examen de eso mismo y no quiero perder tanto tiempo estudiando.

El ojimiel, ajeno a cualquier incomodidad, asintió de inmediato.

—¡Claro! Ah, casi lo olvido. Traje una bebida y unas frituras para compartir. ¿Quieres algo? —ofreció con una sonrisa radiante.

El trenzudo lo miró con una ceja levantada. "¿Este tipo es tonto o solo increíblemente amable?", pensó, encogiéndose de hombros antes de responder con una sonrisa tensa.

—Por favor —aceptó mientras el pelicastaño servía lo que había traído.

El ojiazul se sentó entre ellos, marcando territorio sin necesidad de palabras. El erudito, ajeno a cualquier intención, comenzó a explicarle su método con el mismo entusiasmo.

La universitaria, por su parte, los observó con una sonrisa. Al notar a su marido tan concentrado en algo que no fuera pelear, no pudo evitar sentirse orgullosa. "Es raro que se enfoque en algo así", pensó con ternura. Verlo interesado en aprender, aunque no tuviera relación con las artes marciales, era una experiencia única.

Mientras tanto, el pelinegro seguía atentamente cada palabra del alegre, sin perderlo de vista. "Vamos a ver qué tan bueno eres, Kei", se dijo, decidido a no dejar pasar ni un solo detalle.

El tiempo pasó volando en la casa de los Saotome, entre libros, notas y explicaciones, hasta que el rugido simultáneo de tres estómagos les recordó que era hora de comer.

Akane, algo sonrojada por la situación, se levantó rápidamente del kotatsu, intentando ocultar ese sonido tan vergonzoso.

—¿Quieren que les prepare algo para comer? —preguntó, con una sonrisa nerviosa mientras miraba a los dos presentes.

—¡Me encantaría probar tus platillos, Saotome Akane! —respondió Kei, con brillo de emoción en los ojos.

Ranma, que había estado en modo zombie durante los últimos minutos, no pudo evitar hacer una mueca al tiempo que se llevaba la mano al entrecejo.

—Créeme, no quieres, Kei —dijo con tono casi de advertencia —A menos que tengas ganas de pasar un par de días pegado al baño.

—¡Ranma! —exclamó la peliazul, furiosa, golpeando el piso con un pie —¡Ya basta de decir esas cosas! ¡No hago comida venenosa! ¡De hecho, tú mismo sabes que puedo hacer un curry decente!

El azabache, frunciendo el ceño y cruzando los brazos, soltó un suspiro molesto.

—Lo sé, Akane... pero basta con que te pongas creativa para que empieces con esos platillos "exóticos" —dijo, visiblemente irritado, como si aún pudiera sentir el sabor de sus desastres culinarios pasados.

—Ranma… —murmuró la menor de los Saotome, con los ojos peligrosamente acuosos.

El trenzudo, sintiendo que la situación podía escalar rápidamente, se levantó de un salto y abrazó a su mujer de inmediato, en un intento desesperado de calmarla.

—Perdóname, Akane... Soy un estúpido —dijo, enterrando su rostro en su cuello —No soporto verte así.

—Ranma… —susurró la universitaria, más para sí misma que para él, con un tono entre resignado y agradecido.

Con rapidez, el artista marcial se separó un poco de ella, levantó su rostro con ambas manos y, suavemente, limpió las lágrimas que, a pesar de su esfuerzo por no mostrarlas, comenzaban a asomarse en sus ojos.

—¿Qué les parece si vamos a comprar el mejor ramen que hayan probado en sus vidas? —dijo el pelinegro con una sonrisa llena de energía, tratando de alegrar a su marimacho. Sabía que le encantaba la comida de su amiga Hanako, y no quería que el mal rato quedara en el aire.

—¡Me encantaría, Ranma! —respondió la joven, ahora con una sonrisa genuina, como si la idea de salir le quitara de encima la incomodidad del momento.

—Entonces, ¡vamos! —dijo el ojiazul, tomando su billetera sin pensarlo dos veces y jalando a su esposa por la mano hacia la puerta —El ramen no se va a comer solo.

El pequeño restaurante, situado en la esquina del departamento, los recibió con el inconfundible aroma de un buen caldo y la alegre bienvenida de Hanako, quien sonreía desde la barra. Sin embargo, el entusiasmo se desvaneció cuando Kei, con los ojos abiertos como platos, se quedó paralizado al ver a la cocinera. Sin decir una palabra, giró sobre sus talones y salió corriendo.

Ranma frunció el ceño, extrañado, mientras Akane lo miraba sin comprender.

—Akane, adelántate y habla con Hanako —dijo el azabache, soltando un suspiro —Yo voy a ver qué le pasa a este raro.

La peliazul asintió, contenta de poder charlar con su amiga, y se dirigió a la barra, dejando que él se encargara del desertor.

Afuera, el menudo estaba sentado en la acera, con el rostro hundido entre las rodillas, como si quisiera desaparecer. El trenzudo se acercó y, sin ceremonia, se dejó caer a su lado.

—¿Qué te pasa? —preguntó, yendo directo al grano. Al no obtener respuesta, chasqueó la lengua, frustrado —¡Hey! Me estoy perdiendo un festín por venir a verte. ¡Lo mínimo es que hables!

El ojimiel levantó ligeramente la cabeza, apenas lo suficiente para murmurar:

—Es… muy bonita.

El artista marcial parpadeó, confundido por un momento, hasta que una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.

—¿Hanako? —preguntó, pensativo —¿De verdad? Pero si es flacucha, pálida, enana, y con esa chasquilla recta parece salida de una película de terror… ¡Una onryō andante! ¿No crees?

El erudito lo miró incrédulo, como si el pelinegro acabara de decir la cosa más absurda del mundo.

—¿No me digas que te gusta? —insistió el ojiazul, dándole un codazo con una sonrisa pícara.

—Sí… —admitió el genio de la medicina, rojo como un tomate.

Ranma soltó una carcajada tan escandalosa que casi hizo eco en la calle.

—¡Vaya, vaya! Si hubiera sabido que tenías tan mal gusto, ni me preocupaba por ti.

El pelicastaño lo fulminó con la mirada, sin saber si el trenzudo se burlaba o simplemente era su extraña manera de mostrar apoyo.

—¡Vamos, hombre! —el azabache se puso de pie y le ofreció la mano —Si te pones así solo por verla, no me imagino cómo te pondrás cuando pruebes su comida.

Kei aceptó la ayuda a regañadientes, levantándose con el rostro ardiendo como si fuera a explotar.

Al volver al restaurante, la ojicastaña ya había hecho los pedidos, siguiendo las recomendaciones de Hanako. El menudo seguía actuando como si se le hubiera fundido el cerebro, así que, entre risas y comentarios, decidieron regresar al departamento con el banquete recién preparado.

La velada prometía ser deliciosa… aunque el artista marcial no pudo evitar lanzar una última mirada divertida a su amigo mientras cargaba la comida.

—No sé qué es peor: que te guste Hanako o que ella se te aparezca por las noches.

El erudito solo pudo soltar un gemido resignado, pero en el fondo agradecía la torpe complicidad del prodigio deportivo.

La cena transcurrió entre carcajadas y anécdotas, con una calidez que envolvía la habitación, como si el frío de la noche se hubiera quedado afuera. Akane, con los ojos brillantes, observaba a su marido y a Kei intercambiar bromas y comentarios como si se conocieran de toda la vida. Le encantaba ver a Ranma tan relajado, sobre todo porque parecía que finalmente lo aceptaba como amigo, aunque nunca lo admitiría en voz alta.

Cuando terminaron de comer, los tres se levantaron para ordenar y lavar los platos en un silencioso acuerdo. Las bromas cesaron, y el ruido del agua y los utensilios llenó el espacio; sin embargo, el ambiente seguía siendo reconfortante. Una vez que todo estuvo limpio y en su lugar, la pareja se ofreció a acompañar al alegre hasta la estación de tren.

Al salir, el aire fresco de la noche los envolvió, y la brisa acarició sus rostros. Las calles irradiaban la energía nocturna: las luces de neón titilaban en los carteles, mientras el murmullo constante de conversaciones y risas se mezclaba con los pasos sobre las aceras. Los aromas tentadores de la comida callejera flotaban en el aire, y grupos de turistas y locales deambulaban por los callejones iluminados. El trenzudo, con las manos en los bolsillos, rompió el silencio con una pregunta cargada de genuina curiosidad.

—Oye, Kei… ¿por qué decidiste estudiar medicina? —preguntó, lanzándole una mirada de reojo.

El ojimiel bajó la cabeza, rascándose la nuca, como si buscara las palabras adecuadas.

—Es un tema… un poco delicado —murmuró, con la mirada fija en el suelo.

La peliazul, siempre sensible a los sentimientos ajenos, intervino suavemente:

—No tienes que contarlo si no quieres, Kei. No queremos incomodarte.

El menudo levantó la vista y esbozó una sonrisa tímida.

—Gracias, Saotome Akane. Pero ustedes son mis amigos… y está bien que lo sepan.

La universitaria le devolvió una sonrisa cálida y comprensiva.

—Y tú eres el nuestro, Kei.

El erudito suspiró, como si al soltar el aire liberara un peso que llevaba dentro.

—Mi madre murió cuando tenía 9 años… —confesó con la voz quebrada y los ojos reflejando un dolor antiguo —Fue por una enfermedad extraña del corazón. Desde entonces, me obsesioné con encontrar una cura.

El silencio que siguió fue pesado, pero lleno de respeto. La ojicastaña, conmovida, decidió abrirse y revelar una de las heridas de su pasado.

—Lo siento mucho, Kei. Yo también perdí a mi madre cuando era muy pequeña.

Los ojos del genio de la medicina se suavizaron al mirarla.

—Lo siento, Saotome Akane. Ojalá no tuviéramos esa experiencia en común.

—Yo también… —respondió ella, con un susurro cargado de empatía.

El artista marcial, incómodo por el giro triste que había tomado la conversación, se frotó la nuca, buscando las palabras adecuadas.

—Oye, Kei… Lo siento. No quería meterme en algo tan personal.

El pelicastaño negó con la cabeza antes de que el azabache pudiera continuar.

—No te preocupes, Saotome. No podías saberlo. Y, como dije, ustedes son mis amigos. Está bien que lo sepan.

El ojiazul, aunque algo torpe con las emociones, sonrió de manera sincera.

—Bueno, solo quiero que sepas que eres más que bienvenido en nuestra casa.

El alegre le devolvió la sonrisa, esta vez genuina.

—Gracias, Saotome. Es un honor escuchar eso de ti.

Llegaron a la estación, donde las luces de los ferrocarriles iluminaban los andenes. Tras un breve intercambio de despedidas, Kei subió al tren. El joven matrimonio regresó por las calles aún animadas, caminando en silencio bajo los luminosos carteles y las risas lejanas. No se dijeron mucho, ya que no hacía falta. Había sido un día intenso, lleno de emociones y revelaciones inesperadas, que los unió y fortaleció más de lo que podían imaginar.