Disclaimer: InuYasha es obra de Rumiko Takahashi.

Notas: Este capítulo me dio más pelea de la esperada, y estuve dudando bastante sobre cómo cerrarlo. Tenía dos finales en mente, pero tarde o temprano había que elegir. Este fue el elegido.


•Vendrá la muerte y tendrá tus ojos•

Naraku se dio cuenta de otra de sus obsesiones. Tenía una especie de aversión profunda a repetir el mismo método cuando se trataba de asesinar a Kikyō. Cada intento tenía que ser distinto, algo nuevo y creativo; nada de volver a lo ya hecho.

Por eso, esta vez esperó pacientemente a que ella se acercara al fregadero, donde el agua enjabonada brillaba bajo la luz. Kikyō, siempre tan insistente en lavar los platos, había prescindido de sus guantes de goma. Un descuido imperdonable (o tal vez lo hizo a propósito). Naraku soltó el cable vivo y observó en silencio cómo la corriente la sacudía, cómo los espasmos recorrían su cuerpo hasta que, por fin, quedó inerte en el suelo. Sólo entonces se inclinó sobre ella, listo para enterrarla.

En otra ocasión, eligió el arsénico. Vertió una dosis tan minúscula en una copa que bien podría pasar por un gesto simbólico. Kikyō, que llevaba días quejándose de haber perdido el sentido del gusto, se dejó convencer por él de que el ritual del vino era más importante que el sabor. Era casi poético: muerte diluyéndose en cada sorbo. Bebía despacio, como si pudiera alargar lo inevitable. El veneno era tan sutil que lo único que logró arrancarle fue un leve escozor en la garganta; tosió, frunció el ceño, aunque no dejó ni una gota en la copa.

Naraku, por supuesto, no se inmutó. Los detalles técnicos le eran indiferentes. Si su deseo era que Kikyō muriera, entonces estaba muerta, punto. ¿Que no tenía aliento en los pulmones ni un metabolismo funcional para procesar el veneno? Insignificancias. Su muerte no dependía de las limitaciones del cuerpo, sino de la simple voluntad de ponerle fin.

Pero no todo tenía que ser tan elaborado. Hubo una noche, menos inspirada que las demás, en la que simplemente utilizó una almohada. Kikyō dormía como si tuviera derecho a descansar, con esa respiración rítmica que tan acertadamente imitaba a unos pulmones vivos y funcionales. Naraku se acercó sin hacer ruido, como un felino, sin prisa aunque con certeza. La presión fue ligera, medida, y no duró mucho. Su cuerpo cedió rápidamente, ya tan acostumbrado a la idea de la muerte que no valía la pena resistirse.

Así, el año se deslizó de marzo a abril como si el tiempo conspirara en silencio, y Naraku se vio inmerso en la cacería de un hombre que tenía la desfachatez de llamarse a sí mismo "artista". Este individuo no se conformaba con el simple acto de matar: se dedicaba a «rescatar» a sus víctimas, o al menos así lo describían sus crípticos manifiestos. Creía estar elevando a aquellos que consideraba inferiores, aunque sus métodos no eran más que grotescas caricaturas de redención. Naraku examinaba las escenas del crimen con la atención que se esperaba de un agente del orden; sin embargo, bajo su fachada de profesionalismo, bullía una diversión enfermiza.

Asombro y horror eran privilegio de otros; para él, se trataba casi de una comedia negra.

Esa noche, al regresar a casa, lo esperaba un detalle extraño en la cocina. La lata de queroseno, que en teoría debía seguir guardada en el granero, descansaba sobre la mesa, como si alguien la hubiera dejado ahí a propósito. Tal vez para recordarle algo. Tal vez para tentarlo. Afuera, la lluvia golpeaba con frenesí, desbordándose en charcos que devoraban la nieve acumulada. Bajo la luz mortecina del farol del porche, el suelo se transformaba en un pantano negro y pegajoso. El viento se colaba entre las rendijas de la estructura con un silbido lastimero, sacudiendo los viejos postigos y arrastrando consigo el hedor de la tierra empapada y la madera húmeda, esa fragancia densa que se aferraba a las paredes cuando el frío no terminaba de irse.

Naraku inclinó la lata de queroseno, sintiendo su peso, escuchando el leve chapoteo en su interior. Un gesto casi contemplativo.

No se preguntó cómo había llegado allí. La respuesta era obvia.

Kikyō.

Siempre Kikyō.

Desde que había muerto (había muerto, ¿verdad?), no se conformaba con quedarse quieta en la tumba que tan generosamente le había preparado. No, tenía que volver, tenía que inmiscuirse en su vida, enredarse entre sus pensamientos como el aroma incesante del veneno en la copa de vino.

A veces, Naraku se preguntaba si realmente le molestaba.

Porque la verdad era que, lejos de espantarlo, aquella persistencia lo fascinaba.

La lata de queroseno era su manera de decirle: «No me vas a aburrir con otro intento mediocre». Y, siendo honesto, tenía razón. No se iba a rebajar a repetir métodos insípidos. Se merecía algo mejor.

Naraku salió al porche con la lata de queroseno colgando de su mano, el líquido balanceándose en su interior con un sonido que se mezclaba con el murmullo de la lluvia. El viento seguía soplando entre las rendijas de la estructura, arrastrando consigo el aroma espeso de la tierra mojada y la madera empapada. Todo estaba saturado de humedad, un detalle molesto aunque no realmente un obstáculo.

Kikyō ya lo esperaba.

No la veía, no todavía, pero eso no importaba. Siempre estaba allí. En algún rincón, en alguna sombra, en la curva de su propio pensamiento. Así que caminó con calma hacia el granero, donde el techo aún ofrecía algo de resguardo y las paredes de madera no eran lo suficientemente gruesas como para atrapar demasiado el humo.

Abrió la puerta sin hacer ruido y la encontró exactamente donde debía estar: en el centro del lugar, de pie, con esa expresión que no tenía derecho a seguir existiendo. Ni una pizca de sorpresa en su rostro, ni siquiera cuando vio la lata en su mano.

Naraku no perdió el tiempo con palabras innecesarias. No necesitaban hablar.

Derramó el queroseno sin apresurarse, asegurándose de que cada gota cumpliera su propósito. La tela del yukata de Kikyō se oscureció al absorber el líquido, pegándose a su piel con un brillo aceitoso. No hizo ningún movimiento para resistirse. Si acaso, inclinó la cabeza con un gesto que casi parecía expectante.

Aquello le resultó molesto. No porque esperara súplicas o un intento de escape –habría echado a perder el juego– sino porque aquella inmovilidad, aquella convicción, insinuaba un detalle que aún no había descifrado.

Pero ese asunto quedaría para más tarde.

Encendió un fósforo.

La llama parpadeó entre sus dedos, reflejándose en las pupilas de Kikyō.

Naraku la miró una última vez, saboreando la escena, dejando que la anticipación hiciera su trabajo antes de soltar el fósforo.

Las llamas se alzaron de inmediato, devorando la tela, trepando por su figura con un hambre febril. El fuego iluminó el granero con destellos danzantes, proyectando sombras largas y grotescas en las paredes.

Naraku retrocedió un paso, observando.

Esperando.

Kikyō no gritó.

Ni siquiera pestañeó.

La piel empezó a ennegrecerse, el humo se retorció en el aire con un silbido, y ella permaneció en su sitio, envuelta en fuego como una estatua de ceniza que se negaba a desplomarse.

Naraku entrecerró los ojos.

No.

Otra vez, no.

—Te estás acostumbrando demasiado a esto.

Entre el chisporroteo y el humo que se espesaban, su voz emergió, baja pero nítida:

—Mañana lloverá otra vez.

Luego, el fuego rugió más fuerte.

Kikyō regresó tres días después, cuando la temperatura volvió a bajar, empapada de agua. Casi no tenía cabello, un ojo estaba reventado y el líquido coagulado goteaba por su mejilla como un vidrio roto. Sus dientes y pómulos estaban completamente expuestos, y sus dedos parecían sólo huesos marchitos. La carne carbonizada se iba despegando de sus brazos, secándose poco a poco. Naraku nunca imaginó que fuera posible acabar con un fantasma, pero con cada muerte, estaba logrando hacerlo. Irónico, considerando que los muertos tienden a volverse recuerdos, y los recuerdos, cuando se aferran con fuerza, terminan transformándose en espectros mucho más difíciles de erradicar.

Claro que él no era alguien que se dejara atormentar fácilmente. No tenía paciencia para remordimientos ni tiempo para sentimentalismos inútiles. Si un espectro se resistía a desaparecer, bastaba con seguir sumando cadáveres hasta enterrarlo bajo una pila lo bastante alta.

Naraku se quedó observando a Kikyō en su nuevo estado, sin inmutarse. Lo único que lo incomodaba era el goteo lento de los restos carbonizados que aún se aferraban a su cuerpo. No por repulsión, sino porque ensuciaban el suelo. Tendría que limpiarlo después.

Ella seguía ahí. De pie. Como si aún tuviera derecho a estar en su casa.

—Ya casi terminas de desarmarte —comentó con algo parecido a la cortesía, ladeando la cabeza con curiosidad.

Kikyō inclinó apenas el rostro, como si considerara sus palabras. Un gesto casi mecánico, su cuello crujió con un sonido seco cuando lo hizo.

—Y tú, te estás quedando sin ideas —señaló, como si aquello fuera un defecto imperdonable.

Era cierto, y eso lo irritaba. No le gustaba repetir métodos. No le gustaba fallar.

Ella estaba en pedazos, pero todavía existía.

—Cuanto más mueres —murmuró aquella noche, entre el aroma acre del alcohol y las toallas empapadas—, más te pareces a la Muerte, ¿no? Ese esqueleto que despierta dentro de ti… es como si estuvieras mudando de piel.

Kikyō no apartó la mirada.

—¿Eso crees que está pasando? ¿Me estás moldeando a tu antojo, Naraku?

Él soltó una risa baja, sin apuro.

—No, Kikyō, no te estoy transformando. Sólo estoy arrancando los restos de esa crisálida que te sostuvo por tanto tiempo. Lástima que ya es tarde para desplegar las alas… están endurecidas hasta la médula.

—¿Y tú? —preguntó ella, levantando una mano temblorosa, como si aún pudiera tocarlo, a pesar de que su piel se desmoronaba en fragmentos—. ¿Qué hay de ti? Te alimentas de mis muertes, pero sigues atrapado. ¿Eres tú el verdadero espectro aquí?

Naraku se quedó callado y se limitó a observar la forma en que los restos de su mano intentaban aferrarse al aire, sus huesos sobresaliendo entre la carne quemada y quebradiza. Un intento patético, aunque no por ello carente de significado.

La pregunta flotó en el espacio entre ambos, más pesada que el hedor de la carne calcinada.

—Eso suena a una reflexión demasiado poética para alguien en tu estado —comentó con ligereza, sin apartar la mirada de los vestigios de su rostro—. Me preocuparía que estuvieras desarrollando sensibilidad filosófica en vez de descomponerte como corresponde.

Kikyō bajó la mano con un crujido seco, la muñeca torcida en un ángulo imposible. No dijo nada, pero su mirada, esa maldita mirada que nunca parpadeaba, seguía clavada en él.

Naraku inclinó la cabeza, como si realmente se planteara su pregunta.

—¿Un espectro? —repitió con aire pensativo, acomodándose en la silla como si la conversación apenas le interesara—. Si lo soy, entonces resulto ser uno bastante eficiente. A diferencia de ti, sigo teniendo cosas que hacer.

—¿Como qué? —La voz de Kikyō era apenas un susurro raspado.

Naraku la miró con una sonrisa torcida.

—Por ejemplo, matarte otra vez.

Kikyō no reaccionó. Ni un gesto, ni una palabra. Simplemente se quedó ahí, impasible, como si el tiempo no tuviera el menor efecto sobre ella. Irritante. No le molestaba que fuera feroz, que respondiera con palabras afiladas o que intentara devolverle el golpe. En realidad, lo disfrutaba. Era casi divertido cuando encontraba resistencia, cuando la veía encenderse con una chispa de rabia contenida.

Pero esa noche, simplemente lo observaba. No con enojo, no con desprecio, sino con esa detestable quietud, como si lo viera de verdad. No una parte, no una máscara, sino todo.

—Si vas a diseccionarme con la mirada, al menos ten la decencia de usar un bisturí.

No esperaba una respuesta, tampoco la necesitaba. Aunque por primera vez en todo ese ciclo absurdo, una sombra cruzó el rostro de Kikyō. No era miedo. Ni sorpresa. Había otra cosa ahí, algo más denso, más calculado. No la vacilación de quien duda, sino la certeza de quien ya ha entendido más de lo que debería.

Naraku frunció el ceño.

—¿Qué?

Kikyō entrecerró el ojo, o al menos eso creyó notar. Difícil asegurarlo, considerando que su cara ya no tenía mucho margen para tales movimientos.

—Tienes razón en una cosa. Me estoy desmoronando.

Él no dijo nada. Esperó. A veces, ella tardaba en completar una idea, como si cada palabra pendiera de hilos demasiado frágiles.

—Y cuando desaparezca…

Kikyō tampoco podía sonreír. Le faltaban las piezas necesarias para intentarlo. Pero, de algún modo, en la tensión de su piel, en la forma en que la luz se deslizaba sobre sus facciones incompletas, Naraku percibió algo que se le parecía. No una sonrisa amable, no un gesto de resignación. Algo torcido, un indicio de alegría que no prometía nada bueno.

—¿Qué vas a hacer, Naraku?


Abril cedió su último aliento y arrastró a Mayo a este mundo, atado a él como un cadáver recién nacido, flácido y sin vida. Naraku observó el cielo, donde las nubes se deshilachaban en jirones pálidos, como si el invierno aún se aferrara con uñas sucias a la carne del mundo. La primavera no traía promesas, sólo un hálito tibio que se filtraba entre los restos de un frío que se negaba a morir del todo. El aire olía a tierra removida, a brotes malformados que forcejeaban para abrirse paso en un suelo todavía endurecido por la helada.

Mayo nació enfermo, con la piel fría y el aliento de un moribundo. Sus días se deslizaban entre la podredumbre, un feto marchito enquistado en el vientre de una estación incapaz de parirlo. No había vida en su sangre, apenas el pulso errático de algo atrapado en la náusea de su propia gestación fallida.

Naraku inhaló y exhaló lentamente, permitiendo que la quietud se asentara en él. Prefería mil veces el frío honesto del invierno antes que esa farsa tibia, engañosa y blanda de un mes que pretendía vivir sin las fuerzas necesarias para lograrlo. Porque Mayo tenía precisamente ese aspecto: el de un hijo concebido por error, cuya existencia se prolongaba gracias a la pura obstinación, condenado desde su primer latido. Aunque no es que le importara. Después de todo, Naraku siempre había encontrado cierta poesía en lo inacabado.

Mayo no tenía remedio.

Se aferraba al mundo con la misma testarudez con la que un animal moribundo sigue respirando, incluso cuando su carne ya está podrida desde adentro. Un mes enfermo, con fiebre alta y sin esperanza de recuperación. Como si la primavera se hubiera resignado a fallar antes de siquiera intentarlo.

Naraku lo entendía bien.

Aún más cuando su mente se deslizó hasta un pensamiento que no había querido enfrentar.

A medida que la temperatura ascendía, el hielo se deshacía en charcos turbios, dejando al descubierto todo lo que había intentado sepultar bajo su superficie. Por primera vez en mucho tiempo, Naraku sintió miedo. No el miedo crudo y primitivo que paraliza, sino uno más sofocante, más pegajoso, el tipo de terror que se infiltra en la piel y se arraiga en los huesos sin pedir permiso.

No tenía nada que ver con la mujer muerta con la que había compartido casa durante cinco meses.

O quizás tenía todo que ver.

Había matado a Kikyō demasiadas veces, tantas que la muerte misma empezaba a perder significado. Pero aquella noche, en medio del aire húmedo y sofocante de una primavera descompuesta, la idea de su desaparición definitiva se insinuó en la mente de Naraku con una claridad perturbadora. No una muerte momentánea, no un simple intervalo antes de su próximo regreso: esta vez, la posibilidad de perderla parecía absoluta, fría, y terriblemente real.

¿Por qué pensaba en esto? Porque Kikyō había empezado a descomponerse en serio, aunque no de la manera previsible ni conveniente que él había imaginado. No se había hinchado grotescamente, ni se cubría de fluidos malolientes ni hongos que infestaran su piel; simplemente parecía estar… encogiéndose. Achicándose lentamente, como si cada día perdiera pequeñas partes de sí misma.

Los insectos habían hecho hogar en su carne, sí, invadiéndola con moderación, casi con respeto, pese a la cantidad absurda de dinero invertido por Naraku en tecnología avanzada de refrigeración y climatización. Aunque ni siquiera estos visitantes, escasos e indiferentes, devoraban su cuerpo con la eficiencia que debían. Apenas le arrebataban diminutas porciones, como invitados quisquillosos en una mesa de banquete.

Se estaba ablandando, desmoronándose poco a poco, dejando fragmentos de sí misma como semillas dispersas en una tumba que, con cada despertar, se volvía más fértil.

Le faltaba una oreja, varios dedos de las manos y los pies, esas pequeñas piezas que hacían posible los milagros mundanos de la anatomía humana. Las costillas asomaban por su costado izquierdo, justo debajo de un seno que, contra toda lógica, aún se mantenía intacto. La columna vertebral, en cambio, formaba una serie de nudos ásperos en su espalda, una especie de topografía macabra que Naraku podía recorrer con la yema de los dedos siempre que la tomaba en brazos.

Y lo hacía, porque la imagen lo entretenía. Había algo casi didáctico en pasar la mano por cada vértebra sobresaliente, contar los bultos óseos que se alineaban bajo la piel ajada. Podía imaginarse, incluso, que tenía frente a él una de esas esculturas anatómicas en las que se ven los músculos desgarrados y los huesos en exhibición. Tal vez, si vestía a Kikyō con un ridículo vestido blanco y la hacía hablar con una voz más chillona, hasta podría hacer la broma completa: su propia Emily, versión fría y menos animada de aquella novia cadáver de la película de Burton. Claro que esta no cantaba, ni bailaba, ni tenía una tragicómica historia de amor que justificara su estado. Lo único que tenía era la persistencia de seguir existiendo cuando, a todas luces, ya debería estar muerta.

A Kikyō le costaba sostener la cabeza en alto. La garganta, desgarrada hasta la tráquea, apenas dejaba escapar poco más que un murmullo empapado. Los músculos y tendones que alguna vez sostuvieron su cuello se habían vuelto hilos exangües. Y la tierra de su tumba… oh, la tierra. Espesa, negra, henchida de vida que se alimentaba de la muerte.

Naraku deslizó los dedos por el suelo removido, sintiendo la humedad pegajosa filtrarse entre las uñas. Oh, qué poético. Kikyō, engullida por la misma tierra que alguna vez había bendecido. Enterrada en un lecho más generoso de lo que nunca fue en vida.

—No pongas esa cara—murmuró, con esa amabilidad condescendiente que reservaba sólo para ella—. Después de todo, nunca fuiste de las que se quejan.

Las flores a su alrededor parecían sacudir sus pétalos, quizás en acuerdo silencioso. El eléboro negro se entrelazaba con las prímulas, con el jazmín de invierno, con la campanilla china. Ah, qué irónico. La bella mujer que inspiraba devoción, convertida en la musa de un jardín mortuorio.

Naraku dejó escapar una risa baja.

—Y pensar que hubo un tiempo en que creíste poder controlarme.

Se inclinó sobre la tumba, dejando que su cabello enredado se deslizara entre los pétalos. A estas alturas, ¿qué era más impío? ¿La muerte o su insistencia en desafiarla?

Acarició la tierra con la lentitud de quien acaricia un rostro.

—¿Sabes? No te ves tan diferente. Claro, un poco más pálida, menos propensa a la indignación moral... Pero eso no es necesariamente algo malo.

Su voz se deslizó como una brisa dulce entre los tallos, y con la misma ligereza con la que se había dejado caer sobre el suelo, se incorporó.

—No te preocupes, Kikyō. No vine a profanar nada. Nunca lo he hecho.

Se sacudió las mangas con indiferencia, como si la conversación no mereciera más de su tiempo. Kikyō siempre había tenido esa fastidiosa costumbre de aparecer cuando menos lo deseaba, incluso muerta. Especialmente muerta.

—Deberías sentirte halagada —añadió—. No suelo visitar tumbas.

El silencio le respondió, tan elocuente como antaño. No esperaba otra cosa. Aún así, pasó la mirada sobre el terreno blando, las flores que se mecían con el peso de su sombra. Qué devota la naturaleza, qué insaciable en su empeño de embellecer la podredumbre.

—En vida, te obcecabas con la pureza. Ahora… bueno, ahora eres parte de un ciclo mucho más honesto.

El viento rozó su cuello, un aleteo helado que podría haber pasado por un susurro. Ah, ¿sería su conciencia? No, no cargaba con una molestia semejante.

—¿Me guardas rencor? —preguntó, con la expresión de quien consulta el clima. Se inclinó apenas, con la boca curvada en una mueca pensativa—. No te culparía si lo hicieras.

Su voz descendió hasta convertirse en un susurro, íntimo, venenoso.

—Te metiste con el hombre equivocado y mira cómo acabó.

Se enderezó con un suspiro. Era un desperdicio hablar con una mujer que ya no podía replicarle, pero había algo deliciosamente petulante en hacerlo de todos modos. Con un gesto distraído, tomó una flor de eléboro y la giró entre sus dedos.

—Duerme bien.

Dejó la flor caer sobre la tumba y se marchó sin mirar atrás.

Naraku regresó a la casa. No encendió las luces. No las necesitaba. Sus pasos lo guiaron a la cocina, donde la rutina lo arrastró con la eficiencia de un hábito que ya no requería pensamiento. Agua en la tetera. Esperar. Ver cómo el vapor se elevaba en espirales.

La observación le resultó… molesta. Ese ascenso constante, la forma en que el vapor desaparecía antes de tocar el techo. Como si nunca hubiera existido.

Sirvió el té y no lo bebió.

Se quedó allí, de pie, con la taza entre las manos, la calidez filtrándose en su piel sin propósito alguno. La casa estaba demasiado en orden.

El fregadero no tenía platos acumulados. El polvo no formaba un velo en los estantes. Nada fuera de lugar, nada esperando ser corregido. Un equilibrio que antes habría considerado satisfactorio, y que ahora tenía un filo incómodo.

Naraku había perdido la cuenta de las heridas que le había infligido a Kikyō, aquellas incisiones que, enredadas unas sobre otras, la habían llevado a la muerte. Las marcas se confundían en un torrente espeso, un hilo interminable de sangre oscura que se fundía con la podredumbre que devoraba su cuerpo, expandiéndose como una plaga que no conocía límites.

Y sin embargo, ella no olía como un cadáver. No para él.

Cuando volvió a su trabajo, con otro criminal en la mira (siempre había otro, siempre surgiría uno más), nadie hizo el más mínimo comentario sobre el hedor que debería impregnarlo. Ninguna mirada desconfiada, ninguna mueca de asco. Después de tanto tiempo junto a Kikyō, lo lógico sería que la peste a cadaverina lo envolviera, que cada respiro lo arrastrara de vuelta a la fosa. Pero no.

No era sólo que su propio olfato lo traicionara.

Quizás, de nuevo, estaba loco. O tal vez estaba atrapado en su propia magia personal, un tipo de hechizo que se entrelazaba con lo que mantenía a Kikyō a medio camino entre la vida y la muerte... o puede que todo esto se redujera a su compulsión por lavarse cada vez que abandonaba el terreno, inquieto ante la posibilidad de que la suciedad sagrada de ella se hubiera quedado enredada en su cabello, oculta bajo sus uñas o incrustada en los botones de sus camisas.

Naraku pescaba a veces. No por gusto ni por una pasión oculta por la vida al aire libre, sino porque era práctico. Había un río en los límites del bosque que rodeaba su casa, uno de esos lugares donde la corriente se movía con la paciencia de los siglos y donde nadie lo molestaba con nimiedades. Sus tierras eran vastas, lo suficiente como para que el resto del mundo se mantuviera a una distancia prudente. Ya no perdía tiempo atando moscas. Los peces, al igual que las personas, eran predecibles en su hambre. Se abalanzaban sobre las moscas azules en todas sus formas, atrapados en un ciclo que no requería más que un anzuelo bien colocado y la certeza de que siempre habría otro incauto dispuesto a morder.

Quizás los peces tenían más dignidad que la mayoría. Al menos, cuando caían en la trampa, no intentaban justificarse. No había súplicas, ni traiciones disfrazadas de buenas intenciones, ni moralidades dudosas en sus ojos vidriosos. Sólo hambre y el reflejo instintivo de luchar hasta el último momento.

Naraku apreciaba eso.

La trucha más grande todavía se agitaba débilmente cuando la dejó caer sobre la piedra lisa junto al río. Su cuerpo resbaloso capturó la última luz del día en un destello plateado antes de que un golpe seco la redujera al silencio. Simple, efectivo. Ojalá todo en la vida se resolviera con tanta facilidad.

Pero no. En la vida había Kikyō.

Exhaló con cierta impaciencia, pasándose una mano por el cabello. Aún sentía la humedad de la tumba en la piel, aunque sabía que eso era ridículo. Siempre se lavaba.

Se agachó junto al agua y metió las manos, frotándolas con la misma intensidad con la que solía tallarse tras cada visita al terreno sagrado. Como si pudiera arrancarse algo más que la sangre de las truchas. Se quedó así un rato, observando las ondas que se expandían con el movimiento. No tenía sentido. No tenía por qué seguir volviendo. Y aun así, allí estaba. Como los peces, como los incautos, mordiendo un anzuelo invisible.

Tal vez Kikyō era la mejor pescadora de todas.

Naraku lo sabía. Con esa claridad tediosa que lo había acompañado en demasiados momentos de su existencia, con la certeza de quien entiende demasiado bien las consecuencias pero decide ignorarlas de todos modos. Cada vez que la mataba, la desgastaba un poco más, desdibujando los bordes de lo que quedaba de ella, acelerando su descenso a la nada.

No es que eso fuera una revelación. No es que eso lo detuviera.

La estaba deshilachando, arrancándole capas con la paciencia meticulosa de alguien que deshace un nudo solamente para comprobar cuánto tarda en romperse el hilo. Kikyō se pudría con mayor rapidez en la tierra caliente, la que se acumulaba en los vacíos crecientes de su cuerpo, llenando sus cavidades con la misma devoción con la que en vida la habían colmado de fe ciega y expectativas absurdas.

Pero Naraku simplemente no podía evitarlo. Otra compulsión, casi clínica, si alguien estuviera lo suficientemente insensato como para analizarlo desde un punto de vista médico. Aunque, a estas alturas, ¿quién tenía derecho a diagnosticar a quién?

El bosque le trajo el aroma a flores, dulzón y pesado, con esa insistencia que sólo poseen las cosas destinadas a marchitarse pronto. Se enderezó con un movimiento fluido, recogió la trucha y comenzó a caminar de regreso. A estas alturas, la casa debería estar sumida en la penumbra. Una parte de él disfrutaba de esa transición, de cómo el día se deslizaba hacia la noche sin ceremonias innecesarias.

Y, sin embargo, en algún punto entre el bosque y la puerta, sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el viento.

No se detuvo. No miró por encima del hombro. No había razones para hacerlo. Naraku empujó la puerta con el codo y dejó las truchas sobre la mesada sin ceremonia.

—Sigues atrapado en tu fase existencialista —comentó Kikyō desde la otra habitación, con la misma entonación con la que podría haber señalado que llovía.

Naraku se quitó la chaqueta con un gesto pausado, sacudiendo las gotas que aún se aferraban al borde de las mangas.

—¿Y tú aún sigues atrapada en tu fase de meterte donde no te llaman? —respondió, sin molestarse en disimular el fastidio.

Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla, ignorando la manera en que el olor a tierra húmeda todavía se aferraba a la tela. La casa estaba en penumbra, pero no lo suficiente como para oscurecer la silueta de Kikyō apoyada en el umbral, brazos cruzados, ese aire de calma exasperante que parecía haber perfeccionado más allá de la vida misma.

—No es existencialismo, si eso te preocupa —continuó él, sin girarse—. A menos que el simple acto de lavar las manos cuente como una crisis filosófica.

Kikyō dejó escapar un sonido que podría haber sido una risa o un suspiro. Difícil de distinguir, dado el estado arruinado de su garganta.

—Depende de cuántas veces lo hagas.

Naraku arqueó una ceja, deslizando la mirada hacia ella.

—Bueno, si estamos contando, podríamos hablar también de cuántas veces muere una persona antes de que empiece a perder el sentido de la ocasión.

Kikyō no se inmutó. No era el tipo de comentario que iba a descolocarla.

—Quizás eso dependa de cuántas veces la maten —replicó. Ya no podía sonreír, pero él percibió el rastro de algo parecido, una sombra ligera, casi entretenida.

—Oh, vamos, Kikyō. No me digas que crees en el concepto de víctima y victimario. Ya estás por encima de esas tonterías.

Kikyō inclinó ligeramente la cabeza. Un movimiento casi imperceptible, aunque en alguien cuyo cuello apenas era capaz de sostenerse, resultaba una declaración.

—No te preocupes. Siempre tuve claro que lo nuestro nunca fue una historia tan sencilla.

Naraku chasqueó la lengua, un gesto más automático que genuino. Se acercó a la mesada, sacó un cuchillo del cajón y comenzó a destripar la trucha con la familiaridad de quien ha hecho lo mismo una y otra vez. La hoja atravesó la piel plateada sin resistencia, y un hilo de sangre oscura se deslizó entre sus dedos.

—Si fuera menos práctico, diría que suena a una acusación velada —murmuró—. Pero asumirlo implicaría que todavía tienes energía para reproches.

—Naraku. Sabes que eventualmente me voy a desmoronar del todo.

La hoja del cuchillo se detuvo apenas un segundo sobre la carne abierta del pescado.

Naraku no levantó la vista.

—Si estás esperando que semejante revelación me cause angustia existencial, te recuerdo que no tengo un historial muy sólido en cuanto a sentimientos nobles.


—Me pregunto qué harás cuando ya no quede nada —le dijo ella un día, clavando su mirada en él con una intensidad casi insoportable.

Naraku se quedó observándola durante un momento. La había visto despedazarse, desmoronarse, ceder a la muerte con la gracia patética de alguien que no terminaba de desaparecer. Y cada vez que volvía, traía menos consigo. El tiempo no la consumía de golpe, prefería arrancarle pedazos a cuentagotas, asegurándose de que lo sintiera. Y ahí estaban los dos, enredados en la misma rutina absurda, en un ciclo que ya ni siquiera pretendía tener sentido.

—No lo sé. ¿Dormir mejor? ¿Ahorrarme estos debates filosóficos gratuitos?

Kikyō inclinó la cabeza con lentitud, ese gesto suyo que no era exactamente juicio, aunque tampoco indulgencia.

—O tal vez descubras que sin esto te queda muy poco por hacer.

—¿De verdad crees que soy tan predecible?

—Creo que el aburrimiento te aterra más de lo que admites.

—¿Y cuál sería tu teoría? ¿Que en el fondo disfruto de esto?

Kikyō no parpadeó. Ya no podía.

—Que necesitas esto.

Naraku chasqueó la lengua, desviando la mirada con fastidio.

—Necesitar es una palabra muy fuerte.

—Pero no incorrecta.

—No soy yo quien te llama. Eres tú la que siempre vuelve. ¿Será que le tiene más miedo al olvido que a cualquier otra cosa?

Kikyō lo miró con esa serenidad exasperante, la misma con la que solía recibir sus provocaciones sin pestañear.

—¿Olvido? —repitió, como si saboreara la palabra antes de decidir qué hacer con ella—. Naraku, creo que el verdadero problema es que eres tú quien no toleraría desaparecer de la memoria ajena. Quizás por esa razón te aferras tanto a estas… ¿compulsiones?

Hizo una pausa.

—Yo solía temer lo que había perdido, la vida que tuve antes de todo esto. Pero ya no. Ahora eso me es tan indiferente como el destino de este cuerpo.

Naraku inclinó la cabeza, estudiándola con vago interés.

—Qué bonito. Un desprendimiento digno de admiración.

—O de lástima —corrigió ella.

—Lástima, claro. Porque difícilmente puede inspirar otra cosa una mujer que insiste en volver de la muerte con la terquedad de alguien que se niega a aceptar un final.

Kikyō no reaccionó. No con enojo, no con tristeza, ni siquiera con esa condescendencia que solía dedicarle cuando fingía ser la más sensata entre los dos.

—Puede ser. Pero si vamos a hablar de terquedad, ¿no deberíamos incluirte en la conversación?

Naraku dejó escapar una risa baja, casi entretenida.

—Oh, ¿ahora resulta que estamos en igualdad de condiciones?

—No dije eso.

—No hacía falta.

Naraku apoyó un codo en la mesa, mirándola con el aire relajado de alguien que se encuentra en plena distracción pasajera.

—A ver, doctora. Ilumíname. ¿Por qué insistes tanto en volver?

Kikyō se tomó su tiempo en responder, como si realmente considerara la pregunta. Luego, con la misma calma de siempre, dijo:

—Quizás por la misma razón por la que tú no dejas de matarme.

Naraku parpadeó una vez. Entonces sonrió, ladeando la cabeza.

—Qué teoría más interesante.

—No es una teoría.

—Ah, claro —murmuró él—. Supongo que ahora vas a decirme que, en el fondo, no quiero que desaparezcas. Que todo esto no es más que una excusa lamentable para mantenerte cerca.

Ella sonrió. O al menos, algo en su rostro pareció inclinarse en esa dirección.

—Yo diría que soy tu ancla, Naraku. ¿Y cuando ya no quede nada de mí? Cuando la carne se haya consumido del todo, cuando no haya más veneno para destilar ni cenizas para revolver, cuando sólo queden huesos desmoronándose en el barro… ¿qué vas a hacer entonces?

Naraku apoyó la barbilla en una mano, contemplándola con un aire casi aburrido.

—No sé. ¿Patear tu cráneo colina abajo? ¿Llenarte la boca de flores a ver si, con suerte, algo vivo decide salir de ti?

—Nada de eso cambiará lo inevitable. Al final, estarás solo. Y esta vez, no habrá forma de evitarlo.

El silencio entre los dos no cayó con la brusquedad de un golpe, sino que se deslizó con la sutileza de una hoja que corta sin anunciarse. Naraku dejó escapar una risa baja, pasando la lengua por sus dientes, como si intentara probar el amargor de la idea antes de decidir qué hacer con ella. Intentó convencerse de que nada de eso importaba, que las palabras de Kikyō no dejaban rastro. Pero, como siempre, se quedaban ahí, persistentes en los bordes de su pensamiento.

—¿Y si resulta que no me molesta tanto?

Kikyō no desvió la mirada.

—Si realmente no te molestara, ya lo habrías demostrado.


Era junio, y el verano se asentaba con una pesadez sofocante, empapando el aire con esa humedad pegajosa que lo impregnaba todo. Un calor que ablandaba la carne, que aceleraba la podredumbre, que no dejaba espacio para nada más.

Naraku se pasó la lengua por los dientes, pensativo. Sí, era un buen día para matarla.

Por última vez.

Había dicho lo mismo antes. Muchas veces. Se había convencido de que cada muerte sería la definitiva, que cada tajo, cada asfixia, cada envenenamiento pondría fin a todo. Y, sin embargo, ahí estaba, con el cuchillo en la mano. El mismo que usaba para destripar pescado. El mismo que había hundido en su garganta en el segundo día.

Había aprendido que no bastaba con verla caer. No era suficiente abrirla, vaciarla, dejar que la tierra se la tragara. Algo en ella siempre encontraba la forma de volver. Desmoronada, incompleta, pero todavía presente.

Y algo en él siempre encontraba la forma de esperarla.

Se inclinó sobre la mesa, girando el cuchillo entre los dedos con un gesto casi ausente.

—Esta vez sí —murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.

El calor del verano se colaba por las ventanas abiertas, avivando el aroma de las flores. Demasiadas.

Demasiadas para un cadáver que se negaba a quedarse muerto.

Buscó a Kikyō. Ella estaba sentada entre las flores, rodeada por la fragancia pesada del verano, con la brisa enredándose en su cabello. No se movió cuando Naraku se acercó, aunque debió escucharlo mucho antes de que se detuviera a su lado.

Él la observó en silencio, con el cuchillo aún en la mano, sin prisa, sin urgencia. La luz tenue del farol de la entrada proyectaba sombras irregulares sobre su piel pálida, sobre la curva de su mandíbula, sobre el cuello que ya no conservaba la tersura de antes. Había un sentimiento insoportablemente tranquilo en la forma en que permanecía ahí, con las manos sobre el regazo, con la serenidad de quien ha visto todo lo que hay que ver.

Naraku se arrodilló junto a ella.

—Te ves hermosa hoy —murmuró, como si fuera un pensamiento fugaz, una verdad inofensiva.

Kikyō lo miró, y esta vez sí esbozó una sonrisa. O lo más cercano que su piel tensa le permitía. Naraku giró el cuchillo en su palma, apenas un movimiento distraído. Luego, sin apartar la vista de ella, lo dejó caer sobre la tierra.

—Quizás debería dejarte así —susurró—. Intacta. Como parte del jardín.

Extendió una mano, con la naturalidad de un hombre que no espera ser rechazado, y le apartó un mechón de cabello de la frente. Sus dedos robaron un roce leve sobre la piel, una caricia tan delicada que rozaba lo reverente. No había calor en su rostro, ni siquiera la más mínima señal de vida que sugiriera que aún formaba parte de este mundo. Pero aún así…

Naraku inclinó la cabeza y apoyó la frente contra la suya, despacio, con una suavidad que no tenía nada de forzada. Ninguna urgencia, ninguna hostilidad, sólo el peso de un contacto que, por una vez, no buscaba destruir. Ella no se movió. No hubo un temblor, ni un sobresalto, ni siquiera esa rigidez con la que solía recibir sus juegos de violencia y ternura entrelazadas. Simplemente aceptó el gesto, como si fuese la continuación lógica de todo lo que habían construido en su maraña interminable de muerte y regreso.

Naraku cerró los ojos un instante, permitiéndose el engaño de que ese cuerpo aún conservaba algún rastro de vida. No lo tenía. No latía la sangre, no se alzaba el pecho en una respiración sutil, no había la más mínima tibieza bajo su piel. Y, sin embargo, ahí estaba, enredada en su mundo, en su jardín, en su paciencia retorcida.

—Si sigues haciendo esto —comentó Kikyō—, terminarás olvidando que alguna vez me odiaste.

Naraku dejó escapar una risa baja, sin moverse.

—Si alguna vez creíste que mi odio era lo único que me unía a ti. entonces no aprendiste nada.

Sería una imagen hermosa. Pacífica, incluso. Algo digno de una pintura bañada en tonos suaves, con la brisa veraniega enredándose entre los pétalos de las flores, con la luz de la tarde filtrándose entre las hojas.

Si no fuera por lo que estaba a punto de pasar.

Naraku la sostuvo con cuidado, envolviéndola en sus brazos como si cargara una reliquia quebrada, demasiado frágil para desmoronarse del todo y, al mismo tiempo, demasiado rota para volver a ser completa. Su cuerpo, liviano y helado, encajó contra él sin resistencia. No quedaba tensión en sus músculos, ni rastro de voluntad.

Estaba fría. Más de lo que debería. Como un cordero degollado, aún húmedo por su último aliento.

El aroma de las flores se fundía con el de la piel marchita, una huella obstinada que no terminaba de pudrirse ni de sanar.

—¿No encontraste un cuchillo para linóleo? —preguntó ella.

Bajo la cachemira, sus huesos se sentían frágiles, finos como las costillas de un sauce enfermo. La tela, suave y oscura, había sido elección de Naraku, un detalle que le pareció adecuado. No había razón para despojarla de su elegancia invernal, incluso cuando el mundo a su alrededor comenzaba a derretirse.

—No. ¿Para qué? —respondió, aunque en su mente pesaban las razones ocultas detrás de cada decisión.

Era más fácil fingir desinterés, escudarse tras esa indiferencia ensayada que había aprendido con el tiempo. Kikyō soltó un leve suspiro, como si quisiera liberar el poco aire que le quedaba en su cuerpo ya descompuesto. Observó a Naraku con una especie de compasión torcida, como si viera en él a un niño perdido, incapaz de encontrar el camino de regreso. Naraku, por otro lado, deslizó los dedos por su espalda. Bajo la cachemira, la osamenta se marcaba con claridad, frágil como la estructura de un insecto seco.

—Es irónico, ¿no crees? —dijo ella, y sus palabras salieron rasgadas, incompletas. La ausencia de labios y el horror de una lengua que apenas obedecía le habían robado la habilidad de formar ciertos sonidos. Naraku, sin embargo, fue acomodando cada sílaba en su mente, dándole sentido a aquel murmullo quebrado que era su voz—. Tú, que siempre has despreciado la debilidad en los demás... no puedes liberarte de esto. De mí.

—No te equivoques, Kikyō. No es debilidad lo que me ata a ti. Es... costumbre. Pasará.

Ella rió suavemente, una risa desprovista de alegría, seca como el crujir de hojas muertas bajo un paso descuidado.

—Llámalo como quieras. Pero sabes tan bien como yo que esto es una condena autoimpuesta. No hay cadenas, no hay jaulas. Sólo ... y tus decisiones. Es un círculo, Naraku, uno que tú mismo elegiste cerrar.

Naraku tomó el cuchillo en el suelo. La hoja reflejaba la luz con un destello tenue. Lo sostuvo con calma, con el cuidado con el que se recibiría una ofrenda. Kikyō lo vigiló sin moverse. En su expresión no había sorpresa, ni resignación. Sólo aquella paciencia infinita, la misma con la que lo había mirado tantas veces antes. Como si lo conociera demasiado bien. Como si ya supiera lo que iba a hacer.

Naraku pasó el pulgar por la hoja, probando el filo. Un corte superficial, apenas una línea escarlata marcando la piel. Sangre fresca, viva. No fue más que un rasguño. El líquido carmesí resbaló hasta el borde de su uña. Lo inspeccionó un instante, sopesando su vitalidad frente a la quietud que lo rodeaba. Luego, lo llevó a sus labios. Saboreó el hierro y la tibieza efímera de su propia sangre.

Naraku levantó la mano.

No había prisa. No había urgencia. Sólo quedaba él, su sombra proyectada sobre el cadáver, y el filo de la hoja esperando descender.

El primer contacto fue casi un roce, un tanteo de la superficie, como si la piel pudiera resistirse, como si aún hubiera algo en ella que supiera temblar. Pero no había vida en esa carne, simplemente un pálido mármol marchito, frío bajo la presión de la cuchilla. Un mínimo esfuerzo y la tensión cedió. El vientre de Kikyō se abrió como un capullo en plena floración y la hoja se hundió un poco más. Separó los bordes de la incisión con los dedos, trazando los límites de su obra.

La sangre no fluyó en borbotones; más bien, se deslizó en hilos densos, oscuros, con la parsimonia de un reloj que ya no mide el tiempo.

—Tienes una cicatriz que se asemeja a esta herida que me infliges, y sé que incluso te cosieron los intestinos... Has sobrevivido, como siempre, a lo imposible, Naraku. ¿Coincidiremos entonces? ¿Nuestras cicatrices? Una boca cerrada, capaz de presionar contra la otra, abierta y hambrienta...

Naraku la recordó.

Su herida.

No la de Kikyō, no la que ahora inspeccionaba con la obsesión de un cirujano maniático, sino la que había sentido desgarrarse en su propio cuerpo. El tajo que perforó piel, músculo y vísceras, la abertura que en su momento pareció suficiente para arrancarlo de la existencia.

Era verdad.

Podrían encajar.

Cicatriz contra herida. Carne cerrada contra carne abierta. Un beso mudo entre dos ruinas.

—Sólo si vuelves.

Ella no respondió. Permanecía en silencio, inmóvil. Supuso que había muerto otra vez.

Naraku la enterró desnuda en su tumba, una Ofelia ctónica, ahogada entre el follaje floreciente que la abrazaba como un sudario de lujo. Luego regresó al jardín, donde se dedicó a limpiar el desastre que habían creado juntos. La sangre se había infiltrado en la tierra, oscura y espesa, aferrándose a las raíces como una especie de tributo. Las flores se mecían por el viento, absorbiendo su humedad. Un rojo más profundo comenzó a teñir algunos pétalos, como si el jardín supiera, como si recordara.

Lycoris houdyshelii.

La flor fantasma.

No crecía aquí. No en su jardín, no en esta tierra. Y sin embargo, ahí estaban, sus pétalos manchados de un rojo que no era suyo, su savia empapada en algo más antiguo que la simple humedad del verano. Naraku pasó la mano por una de las flores, deslizando los dedos por su textura suave, sintiendo la presión leve del tallo contra su piel.

Se enderezó lentamente. No es que le importara en lo más mínimo.

Lo que verdaderamente lo irritó fue que Kikyō tardara más de una semana.

Naraku no podía precisar el momento exacto en que esa inquietud comenzó a calar en sus huesos, un murmullo constante que lo alejaba de la tumba, del bosque que ya lo había engullido tantas veces. Había una regla que lo obligaba a conservar la distancia, como si vigilar bastara para frenar lo inevitable. Y, en el fondo, sabía que debía ocuparse en cualquier cosa, no fuese a terminar estorbando el proceso él mismo.

Decían que una olla vigilada nunca hervía; tal vez, en consecuencia, un cadáver observado jamás regresaría. Por ello, Naraku esquivaba a toda costa adentrarse en el misterio de la resurrección de Kikyō. Y así, en la tarde que se alargaba sin piedad, teñida de rojo y oro como una herida abierta en el cielo, seis meses después de la primera vez que la mató, Kikyō volvió a él.

Salió del bosque con lentitud, deslizándose entre los campos, dejando tras de sí lo que aún la ataba a su tumba. Entre la muerte y la casa, había perdido demasiado.

Ya no caminaba. Se arrastraba.

La herida en su vientre había hecho con ella lo que ninguna otra antes, desarticulándola en un ensamblaje precario de huesos y restos. Una pierna terminaba abruptamente bajo la rodilla; la otra colgaba, inútil. La pelvis apenas se sostenía, unida por la cuerda floja y traqueteante de su columna vertebral.

Naraku la esperaba en las escaleras. Radiante, intacto. No porque la hubiera sentido, sino porque había oído las moscas.

Ella lo miró con lo que le quedaba. Sus ojos se habían ido, reducidos a huecos abiertos en la calavera. Uno era un destello blanco de hueso limpio; el otro, un cuenco relleno de tierra oscura y rica, de esa clase que el padre de Naraku –que no era granjero, sino jardinero ocasional cuando había tiempo y espacio– habría llamado con aprobación "oro negro".

—Regresaste —dijo él.

—Siempre regreso —respondió ella, su tono áspero debido a la condición de sus cuerdas vocales.

—Pensé que habías elegido quedarte en la tumba.

—¿De verdad esperabas que lo hiciera?

—Es una opción válida, al fin y al cabo —señaló Naraku, esbozando una sonrisa pérfida.

Sin embargo, no podía ignorar el modo en que su corazón latía más rápido al verla.

Bajo el atardecer teñido de sangre, con el brillo húmedo y crudo de sus pulmones expuestos, Naraku la alzó y la llevó adentro. Cruzó el umbral en un silencio solemne.

Con una delicadeza impropia de él, comenzó a limpiarla. Retiró la hierba enredada entre sus costillas, extrajo las pequeñas piedras incrustadas en la carne macerada y apartó los grumos de tierra alojados en la cavidad vacía de su pelvis, intentando restaurar lo que se había perdido. Era más difícil decirlo que hacerlo. La carne deshecha no volvería a unirse, los huesos resquebrajados no sanarían por arte de magia. Algunas cosas simplemente se habían ido.

—¿Crees que será la última vez? —preguntó Kikyō, o al menos eso fue lo que creyó entender Naraku.

—Aún queda mucho de ti —respondió, pasando un paño húmedo por los restos de su rostro, removiendo con paciencia la costra terrosa que se había formado en los agujeros donde antes había facciones.

La mandíbula, desprovista de carne, reflejaba la luz con un brillo opaco. Entre los intersticios de los huesos, pequeños filamentos de raíz se aferraban como nervios nuevos, reclamando su derecho sobre lo que fue suyo.

—Todavía puedes hablar —señaló Naraku, con una convicción hueca.

Kikyō no respondió. O tal vez sí lo hizo, pero su voz se perdió en un aliento inexistente. Naraku continuó, más para sí mismo que para ella.

—Todavía puedes mirarme.

No era verdad.

No quedaba mirada en esos ojos desaparecidos, nada que pudiera reflejarlo más allá del vacío hundido en sus cuencas. Y sin embargo, cuando inclinó la cabeza sobre ella, le pareció que Kikyō lo observaba. No con ojos, sino con la memoria de haberlo hecho tantas veces antes.

—Aún queda mucho de ti —repitió.

La mentira era indulgente. Se permitió sostenerla con el mismo cuidado con el que recogía sus huesos, alineándolos con la meticulosidad de un restaurador que intenta reconstruir una reliquia condenada. Sus dedos resbalaron por el esternón, hundiéndose en la piel macerada. Allí donde la carne aún persistía, se adhería en parches mustios, fragmentos de lo que fue terso.

—Eres testaruda —musitó, limpiando la médula expuesta de una clavícula—. Demasiado, incluso para ti.

Kikyō no respondió. Quizás no podía. O quizás, simplemente, no le interesaba.

Naraku bajó la mirada a su cuerpo maltrecho, a la carne deshilachada y los huesos que asomaban como ruinas a punto de colapsar. Sería sensato aprovechar la oportunidad. Dejar de jugar. Hacer lo que debió haber hecho hace meses, cuando ella aún se mantenía casi entera, antes de que el círculo vicioso de sus muertes se volviera una costumbre. Había vuelto, sí, aunque su fragilidad le susurraba una verdad incómoda: quizás esta vez no sobreviviría al ciclo.

Había un límite. Todo lo tenía. Y el tiempo, como siempre, parecía inclinarse en su contra.

Podrían hacer el amor. Al fin y al cabo, ¿qué importaba cruzar esa última línea? En esencia, sería como yacer con un fantasma, un encuentro fuera de lo convencional, una intersección entre lo húmedo y lo seco, lo pegajoso y lo marchito. Su piel chocaría contra el hueso, no tanto por placer, sino por el mero acto: una unión entre lo que quedaba de un cuerpo y lo que persistía de un recuerdo. Se preguntó si Kikyō aún podría experimentar placer. Después de todo, las partes que alguna vez fueron sensibles indudablemente ya se habrían desvanecido, desgarradas o consumidas por el olvido en su tumba, mucho tiempo atrás.

Lo más seguro.

Naraku imaginó su propio clímax desplegándose con la lentitud de un moretón floreciendo sobre la piel, un estremecimiento que se disiparía en el aire con un jadeo apagado y un gemido apenas audible. Se deshuesaría en ese campo fértil que era el interior de ella, una ofrenda abierta al cielo. Y en el ardor de su propio placer, finalmente sentiría el contraste despiadado de su piel helada, envolviéndolo como la última caricia de la muerte.

En el fondo, lo anhelaba, aunque no por deseo ni por el acto en sí. Sólo quería sentir el frío embargándolo, hundirse en él como quien se abandona a las profundidades de un lago nocturno.

Así que se recostó a su lado, sin prisa ni propósito, con la indiferencia de un hombre que entiende que el tiempo ha dejado de avanzar. Permaneció inmóvil, percibiendo la presión inexistente del cuerpo de Kikyō junto a él. No había calor ni suavidad, solamente la rigidez de lo que había dejado de ser carne. El jardín, ajeno a sus pensamientos, suspiraba con la brisa veraniega. Las flores mecían sus pétalos teñidos de rojo bajo la luz de la luna, y en algún rincón del campo, las cigarras entonaban su letanía sofocante. Podría haberse dormido allí, en esa quietud impasible, si no fuera porque Kikyō, con su tozudez espectral, seguía existiendo.

Su cráneo desnudo reposaba contra su hombro. La línea de su clavícula, apenas sujeta a fragmentos de piel macilenta, se hundía en la tela de su ropa.

Se preguntó si ella soñaba.

¿Los muertos lo hacían? ¿Podía su mente, atrapada entre la carne que se desmoronaba y el espíritu que se resistía a irse, tejer algún pensamiento? ¿O sólo existía en la nada, un reflejo en el agua que se desvanecería con el primer roce?

Su mano se posó sobre lo que quedaba de su cuerpo, recorriendo la frialdad de la piel estirada sobre una estructura frágil. Kikyō no se movió, no reaccionó, aunque tampoco se deshizo entre sus dedos.

Todavía estaba allí.

Naraku cerró los ojos y exhaló despacio.

No importaba si era placer, memoria o locura. Por esa noche, seguiría sosteniéndola.

—¿Volverás a matarme, Naraku?

—No hace falta —murmuró, más para sí que para ella.

Kikyō se movió, o al menos lo intentó. Su cuerpo destrozado a duras penas respondía, y sus manos incompletas tanteaban su piel en un esfuerzo torpe por reconocerlo. El gesto tenía la cadencia de la costumbre, aunque se rompía a mitad de camino, sin llegar a concretarse. Un roce impreciso, fragmentado, que se aferraba a lo único que aún existía entre ellos. Cuando sus pocos dedos –porque le faltaban– alcanzaron su rostro, Naraku abrió los ojos.

—No hay más vuelta atrás, Naraku.

—Nunca la hubo.

Se inclinó y la besó. Si tuviera labios, si su carne aún estuviera intacta, tal vez los habría entreabierto para murmurar algo, para devolverle una burla, una sentencia envuelta en la indiferencia de quien ya ha visto todo lo que hay para ver.

Pero sólo quedaba silencio.

Naraku no se movió. Aferró su quijada con una mano, sosteniéndola en un ángulo que parecía burlarse del rigor de la muerte. Su piel contra el hueso, la presión de sus dedos hundiéndose donde antes hubo músculos, carne, vida.

La mandíbula de Kikyō crujió al soltarla y esperaba que le respondiera, pero de nuevo, silencio.

—¿Sigues ahí?

La oscuridad los envolvía, aunque no era total. Naraku miró hacia abajo, hacia la figura marchita y rota que yacía en su cama, preguntándose cuántos signos de vida y conciencia dependían de las sutiles señales del cuerpo: los ojos, las suaves curvas de una boca, los músculos de las mejillas y la mandíbula, un corazón que palpitase, unos pulmones que respiraran. Observó los jirones correosos que asomaban entre las costillas expuestas de Kikyō, su forma inmóvil. Ella había estado haciendo un esfuerzo consciente últimamente, un esfuerzo silencioso y doloroso, para que, aunque apenas visible, su presencia aún pudiera sentirse a través de su cuerpo deteriorado.

Era algo en lo que Naraku nunca se había detenido a pensar... hasta ese mismo instante.

—¿Puedes oírme?

Le resultó difícil imaginar que, en su estado, pudiera hacerlo. Pero la pregunta salió de su boca, como una última esperanza lanzada al vacío. Naraku había observado innumerables cadáveres a lo largo de su existencia, y conocía bien la lenta decadencia de la carne. Sabía que las frágiles membranas del oído interno eran de los primeros tejidos en desvanecerse.

Sin embargo, eso ya no importaba. Si sus oídos aún conservaban la capacidad de oír, no había respuesta. Tampoco había razón para seguir insistiendo. Las compulsiones de Naraku, aquellas que lo habían perseguido incansablemente durante tanto tiempo, finalmente hallaron su desenlace. Allí, en la oscuridad de la noche, ella yacía muerta, tal como siempre debió haber estado desde el principio, envuelta en un pesado silencio que hablaba más que mil palabras.

Se percató, con una extraña calma, de que no estaba sorprendido. Una parte de él había anticipado este momento, como si lo hubiera presentido mucho antes. Quizás incluso antes de que todo comenzara.

¿Cuántas muertes acumulaban ya? ¿Cuántas veces la había matado? ¿Cuántos regresos? Una docena, tal vez más, cada uno con su propio peso, su propio significado, una cadena interminable de finales que nunca llegaban a serlo del todo.

¿Qué cifra representaba aquella magia extraña y aterradora que los había mantenido atados durante los últimos seis meses?

La vista se le nubló. La expectación no amortiguaba el dolor.

Quizás nunca hubo un número. Tal vez nunca existió una tumba de la que resucitar. Todo pudo comenzar aquella primera noche, a finales de diciembre, cuando Naraku levantó a Kikyō del suelo y la llevó hasta su colchón, dejándola caer como un tesoro abandonado. Quizás ella había estado allí todo este tiempo, inmóvil, mientras sus palabras y sus manos temblorosas intentaban, en vano, preservar lo que ya no era más que una ilusión. Las conversaciones que creyó tener con ella, ¿eran acaso simplemente el susurro del viento, el crujir de la madera, o los insectos que se aferraban a su estructura como sombras voraces?

Tal vez, al final, Naraku lo había imaginado. Tal vez, sin saberlo, había orquestado su propia tragedia.

Una mente ya frágil, marcada por la pérdida y el dolor. ¿Cuántas veces lo había presenciado?

Pero ahora, nada de eso importaba. Sólo quedaba una cosa que Naraku podía hacer. Moviéndose con lentitud, reunió los fragmentos de Kikyō y descendió de la cama hasta el suelo, acomodándose junto a ella. La rodeó con un brazo, envolviendo la ruina de su abdomen, sintiendo cómo su propio sudor se enfriaba al contacto con su piel helada. La otra mano sostuvo con delicadeza su cráneo vacío, acurrucándolo contra su clavícula, como si aquel gesto pudiera protegerla de la oscuridad que se cernía sobre ambos, insaciable y voraz.

Cerró los ojos, sumiéndose en una quietud que parecía extenderse más allá del tiempo. Esperó, inmóvil, sin intención de abandonar ese letargo hasta que alguien –o algo– lo arrancara de allí, rompiendo el frágil hechizo que lo mantenía unido a lo que quedaba de ella

Aunque la interrupción llegó antes de lo previsto.

Alrededor de la medianoche, Kikyō se movió por primera vez en horas. No fue un espasmo leve ni un ajuste inconsciente. No fue el temblor errático de la carne cediendo a su propia putrefacción. Fue un movimiento rápido, preciso. Algo que no tenía derecho a ocurrir.

Naraku no reaccionó a tiempo. Ni siquiera pudo intentarlo.

Había una razón por la que los dientes eran el estándar de oro para identificar restos maltratados. Ni el fuego, ni la podredumbre, ni los siglos mismos lograban borrar su historia. Pese a la carne resquebrajada, pese al hedor denso que anunciaba la ruina de un cuerpo condenado, los de ella seguían allí, indemnes. Perfectos.

Y su garganta los encontró antes de que pudiera hacerse cualquier pregunta.

Por supuesto.

Por supuesto que incluso muerta, Kikyō seguiría aferrándose a él.

Por supuesto que, si alguien tenía el derecho de matarlo, sería ella.

Naraku no se apartó. Ni siquiera se tensó. Se limitó a soltar un exhalo breve, un sonido más parecido a una risa que a una queja. Cerró los ojos, ignorando el olor a hierro y almizcle que impregnaba el aire, ignorando la sangre que aún resbalaba por su garganta, ignorando incluso la certeza de que, aunque la dejara ir, ella siempre encontraría una forma de regresar.

Era inevitable.

Como el cambio de estación, como la caída de la noche, como la primera nevada de un invierno anticipado.

Como la muerte.

Y cuando el año pasó bajo sus pies, cuando la caída comenzó, Naraku sintió que moría.

Por primera vez.

Por última vez.

O quizá ninguna de las dos.


La tierra suelta de su tumba aún irradiaba calor al momento de su despertar, desnudo entre sus propios restos. Emergía de un largo y oscuro sueño que, en realidad, no había sido un sueño en absoluto.

Reyes sacrificiales, dioses que mueren y renacen, nombres grabados en la corteza de los árboles y en las entrañas de la tierra. Un doble uróboros: serpientes entrelazadas en un ínfimo abrazo, devorándose y regenerándose en un ciclo sin principio ni final. Sangre y semillas derramadas sobre los campos, sobre la piedra, sobre la tierra misma. Ofrendas silenciosas a fuerzas que no pedían, sino que exigían. Todo para garantizar la continuidad del año, para que el sol, cansado y distante, regresara una vez más. Para que la cosecha se completara antes de que el frío, lento y paciente, se instalara en los huesos del mundo, permitiendo que la tierra se durmiera bajo la escarcha sin llegar a morir del todo.

Perséfone, Osiris, Inanna en el inframundo. Reyes de roble y acebo, coronas de hojas marchitas y espinas afiladas, guardianes del secreto de la vida y la muerte.

Naraku se sentó. Se limpió la suciedad de los párpados y observó a su alrededor, a través de la cálida oscuridad. Inhaló profundamente, y el aroma de la vida lo inundó, un perfume denso y terrenal que llevaba consigo la esencia de cada ser, de cada hoja, de cada criatura que retozaba en las sombras. Sintió la savia correr por las venas de los árboles, el latido de las raíces bajo su cuerpo desnudo, el suspiro del viento entre las ramas. Estaba entre sus árboles, en su bosque.

Se tocó la garganta y encontró los bordes irregulares de la herida. No era un simple corte; la carne había sido desgarrada, las estructuras internas destrozadas, reducidas a una maraña de fibras inertes. La tierra se había asentado en el tajo abierto, incrustada en la piel y las partes expuestas, como si intentara reclamarlo.

Bajó la mirada hacia su vientre y descubrió que el daño no terminaba allí. La piel, colgada a los lados como cortinas descorridas, revelaba la caverna húmeda de su caja torácica. Todo lo que alguna vez estuvo allí había sido arrancado. Desde las caderas hasta las costillas, lo habían vaciado como si su cuerpo no fuera más que un recipiente efímero, algo que podía abrirse, saquearse y abandonarse sin más.

Pero no lo habían dejado completamente limpio. Sus entrañas habían sido reemplazadas por tierra. Negra, densa, rica. Se deslizaba lentamente desde el agujero en su torso, escurriéndose entre sus muslos, empapando su regazo con un peso frío. Llevó una mano al centro del pecho y la hundió en la herida expuesta. No había nada. Su corazón se había desvanecido, arrancado junto con el entramado de arterias y venas que lo sostenían. Naraku retiró su mano y observó la negrura húmeda que goteaba de sus dedos.

No sintió dolor, sólo una quietud extraña en la zona donde su corazón solía latir. Algo dentro de él –o de lo que quedaba de él– sabía que debía estar muerto. Que su carne deshecha y el hueco en su pecho no podían sostener la vida. Y, sin embargo, allí estaba. No respiraba, aunque sentía la presión del suelo bajo su forma y el leve cosquilleo de la brisa llevándose los restos de tierra que se desprendían de su herida.

Permaneció allí, inmóvil, dejando que el canto de los grillos y las cigarras llenara el silencio que su propio cuerpo ya no producía. Sus dedos vagaban por el vacío en su pecho, acariciando el borde de la ausencia con una especie de ensueño ajeno. En algún punto, sin prisas, se incorporó. Lo hizo con una facilidad absurda, sin la estructura muscular que debería haberlo impulsado. Pero hacía tiempo que había dejado atrás la lógica. La había enterrado en algún rincón de diciembre, junto a todo lo demás.

El bosque respiraba a su alrededor. No con la cadencia irregular de los seres vivos, sino con el pulso latente de aquello que había existido desde siempre, que no requería pulmones ni corazones. Había un ritmo en las raíces, en la savia que trepaba por los troncos, en la humedad que se aferraba a las hojas como una bendición tardía. La vida continuaba. Con él, sin él, a través de él.

Salió del bosque con el cuerpo tenso, la piel helada y una lividez que lo hacía parecer esculpido en mármol. La luna llena dominaba el cielo, enorme y de un resplandor incierto, azulada en los bordes, dorada en su centro, hinchada con la llegada del otoño. Se internó en la extensión de campo que se abría ante él, una marea inmóvil de hierba oscura, y en la distancia, su casa se alzaba con todas las ventanas encendidas. Sus pasos lo acercaban sin apuro, guiado por una atracción primitiva, un impulso sin nombre que lo llevaba a buscar un punto fijo en la inmensidad. Como un barco extraviado o un vagabundo anhelando la sensación del fuego en la carne, avanzó sin titubeos. Al principio, cada movimiento parecía una concesión dolorosa, pero a medida que el cuerpo se obligaba a seguir, algo se soltó en su interior. La tensión cedió poco a poco, dejando en su lugar un pálido brillo en las articulaciones, una ligereza que casi resultaba engañosa.

No se permitió confiar en esa sensación. No sabía cuánto duraría.

El aire vibraba con la presencia de luciérnagas, mosquitos, jejenes y un sinfín de criaturas diminutas, algunas resplandeciendo en destellos breves, otras invisibles en la penumbra, perceptibles sólo por el leve zumbido de sus alas. Se abrió paso entre ellas, indiferente al enjambre que lo rodeaba. Lo reconocieron. O tal vez lo reclamaron. Se agolparon a su alrededor, atraídas por los vacíos en su carne, por la humedad de su piel, por la sangre seca que aún marcaba su trayecto. Un ejército diminuto descendió, explorando cada grieta, cada superficie vulnerable. Sintió el roce de sus patas minúsculas, un contacto que debería haberle resultado irritante, aunque no hizo nada por alejarlas. Dejarlas estar le pareció lo más natural del mundo.

«Ahora soy de verdad un wendigo. Un monstruo, sin vuelta atrás. No hay justificaciones que valgan...»

El sendero de tierra finalmente lo llevó hasta los bordes del bosque, donde la luna iluminaba su casa. La misma en la que Kikyō lo había matado. La misma en la que él la había matado tantas veces antes.

Se detuvo en la entrada.

El aroma de las flores aún flotaba en el aire, demasiado fuerte, demasiado espeso. En su ausencia, la vegetación se había desbordado, devorando el espacio con tallos retorcidos y pétalos desafiantes. Algunas flores aparecían entre los escalones, reclamando la estructura con la clase de obstinación con que la tierra lo había reclamado a él.

Lycoris, blancos y rojos, espectrales en la penumbra. Eleboro negro, con su veneno discreto. Jazmín de invierno, pálido y persistente. Campanillas chinas, inclinadas en un gesto ambiguo entre la reverencia y la conspiración.

Y entre todas ellas... ¿belladona? ¿O acaso el jardín había aprendido a mentir?

Naraku levantó la mano y presionó la puerta.

No necesitaba abrirla para saber que Kikyō estaba adentro.

El conocimiento no era lógico ni racional, simplemente estaba allí, como un instinto nuevo que había despertado junto con él. No necesitaba verla para saberlo. No necesitaba oírla.

Ella estaba allí.

Y esperaba.

Naraku empujó la puerta y entró.

La encontró en la misma silla de siempre, con una copa de vino en la mano, la muñeca apenas inclinada, el gesto indolente. La vio llevar el cristal a los labios con la naturalidad de quien nunca ha dejado de hacerlo. Como si nada hubiera cambiado. Como si nunca se hubiera ido.

Pero algo era distinto.

Esta vez no estaba desmoronándose.

No era el cadáver deshecho que había depositado en la cama con un cuidado torpe, ni la ruina hecha jirones que intentó reconstruir con la impaciencia de un dios mal armado. No.

Esta Kikyō estaba entera.

Su carne había vuelto a crecer, suave, sin rastros de la mutilación. Se veía bien. Demasiado bien. La piel tersa, sin marcas. El cabello, largo otra vez, cayendo en hebras oscuras y sedosas sobre los hombros. La silueta restaurada en cada detalle, sin vacíos, sin huecos. Tenía dos ojos. Tenía ambas piernas. Tenía cada parte de sí misma de regreso, como si la muerte sólo hubiera sido un mal sueño del que ahora despertaba.

Naraku se descubrió preguntándose qué habría sido de los órganos que le faltaban al abrir los ojos. No necesitaba cavilar mucho. Sabía exactamente dónde habían terminado.

Al verlo, Kikyō inclinó la cabeza con una especie de curiosidad distraída. Sus ojos, oscuros y sin fondo, se deslizaron por su cuerpo con la misma paciencia con la que una madre inspeccionaría a un hijo que ha regresado de un largo viaje en condiciones lamentables.

—Bienvenido de vuelta —saludó—. ¿Cómo te sientes?

Naraku pensó en su respuesta.

Podría haber dicho muchas cosas. Que sentía el peso de la tierra aún adherida a su piel. Que su pecho vacío ya no extrañaba el latido que alguna vez lo mantuvo vivo. Que la sensación de respirar era un reflejo sin importancia, porque su cuerpo ya no necesitaba aire. Que el tiempo parecía haberse detenido en el momento en que abrió los ojos dentro de su propia tumba.

Pero todo eso se reducía a algo mucho más simple.

—Diferente.

Su voz no era un reproche ni una pregunta, simplemente una constatación, un murmullo bajo que se perdió entre ellos.

Kikyō sonrió. No con burla, no con la dureza de otras veces, sino con dulzura.

—Sí —dijo, inclinando apenas el rostro—. Lo eres.

Naraku se agachó con la misma calma con la que alguien contempla una herida recién cerrada, apoyando los codos en las rodillas, observándola sin parpadear.

—Dijiste que siempre vuelves.

Ella asintió. No había vacilación en su gesto.

—Siempre.

—Esta vez —susurró, con algo que no era del todo burla, ni del todo certeza— no tuviste que hacerlo sola.

Kikyō extendió una mano y, por primera vez en lo que pareció una eternidad, Naraku sintió calor en el roce de sus dedos.

—No —murmuró ella—. Ahora no.

Naraku entrelazó sus dedos y la atrajo hacia sí, inclinándose lo suficiente para que sus frentes se tocasen.

Fuera, el bosque se alzaba como un testigo sin boca, allí donde los árboles se inclinaban bajo el peso de demasiados inviernos, donde la luz del sol apenas lograba filtrarse. Él lo sintió: el verano pegajoso, atrapando los cuerpos en su abrazo sofocante y dejando la piel húmeda, febril. El otoño, cruel en su desnudez, arrancando lo que no podía sostenerse. El invierno, despiadado, helado y callado, exponiendo los huesos y apagando la voz del mundo. La primavera, enfermiza en su insistencia, forzando a la vida a brotar torpemente sobre las ruinas de lo que nunca debió volver.

Y en la noche interminable, cuando el mundo de los vivos ya no tenía poder sobre ellos, cuando el tiempo era un animal moribundo que apenas respiraba, Kikyō y Naraku dejaron de ser dos.