FRAGMENTOS
Disclaimer: Los personajes de esta historia son de Rumiko Takahashi.
CAPÍTULO 42.
INUYASHA
Cada paso hacia la habitación de Moroha se sentía pesado, como si me costara más de lo normal llegar hasta allí. Sabía que Hoshiro estaba adentro. Mi pequeño hijo… quizás dormía. Y yo… yo apenas podía respirar de la culpa.
Hoshi había estado presente esa tarde. Había visto cómo se llevaban a su madre, había visto cómo todo se venía abajo sin que yo pudiera protegerla. Esa imagen no dejaba de perseguirme, día y noche. Y la pregunta me atormentaba: ¿Me odiará?
Apreté los puños y respiré hondo. No podía darme la vuelta, no podía seguir huyendo. Él me necesitaba. Y yo… yo necesitaba verlo. Así que junté el poco valor que me quedaba y abrí la puerta.
Lo primero que vi fue su cabecita inclinada hacia el suelo. Estaba sentado en el rincón de la habitación, abrazando al pato que solía ser de Moroha. Se veía tan pequeño… tan frágil. Sentí que se me rompía algo por dentro.
Hoshi levantó la mirada al notar que estaba ahí, y entonces me encontré con esos ojos. Esos mismos ojos dorados que me devolvían mi propio reflejo. Brillaban, igual que los míos, aunque ahora había en ellos un dolor que nunca debería haber estado ahí.
Y sin poder evitarlo, sonreí. Fue algo involuntario, como si mi cuerpo recordara un momento feliz en medio de tanta oscuridad. Y, en mi cabeza, como un susurro lejano, escuché la voz de Kagome decir: "Ojos bonitos".
Así solía llamarme hace muchos años, cuando apenas éramos unos niños. Me llamó así el día que dejó de ser Escargot Hirano y me confesó que era ella, mi Kagome… También llamaba de esa forma a Moroha cuando tenía cinco años: "Tiene tus ojos bonitos, Inuyasha".
Y ahora, verlo ahí, mirándome con esos mismos ojos, me hizo recordar cuánto habíamos perdido… pero también cuánto nos quedaba.
–Papi, Kuma es muy calentito –dijo Hoshi, acariciando al oso de peluche con su pequeña mano.
–Lo es… –respondí, sin poder ocultar la sorpresa al escucharlo llamarme así.
Esa palabra, "papi", resonó en mi cabeza y me recordó tanto a Moroha cuando tenía su edad.
–También es muy suavecito –añadió él, con una sonrisa inocente que me rompió un poco más por dentro.
–Hoshi… –musité suavemente mientras me acercaba a él–. Ven…
Me arrodillé frente a mi hijo, esperando que se acercara. Lo vi levantarse con movimientos lentos, algo cauteloso. Lo seguí con la mirada mientras caminaba hacia mí. Cuando lo tuve frente a mí, levanté una mano temblorosa y recorrí su cabecita, peinando suavemente el inicio de sus cabellos plateados.
–¿Sabes quién soy? –pregunté con la voz apenas firme.
–Mi mami me dijo que eres mi papi –respondió, y algo dentro de mí pareció encogerse y expandirse al mismo tiempo.
–¿Kagome te habló de mí?
Asintió mientras jugaba con un mechón largo de mi cabello.
–Dijo que eras mi papi y que me parecía mucho a ti. También hablaba de mi hermana Moroha, de la abuelita Izayoi y de Naomi… Y que tenía solo un abuelo porque el otro vive sobre las nubes, pero que siempre nos cuida.
–Eso es cierto… –murmuré, tratando de mantener la compostura.
Entonces, su siguiente frase cayó como una tonelada de lava en mi pecho.
–Papi… ¿mi mami y Moroha también se fueron a vivir a las nubes?
Un escalofrío recorrió toda mi columna. Sentí como si me hubieran arrancado el aire. La sola posibilidad me aterraba. Y el hecho de que él, tan pequeño, no comprendiera el verdadero significado de esas palabras me destrozaba aún más.
–Ven, dame un abrazo –le pedí antes de quebrarme por completo.
Me levanté con él en brazos, y sentí cómo rodeaba mi cuello con sus pequeños brazos, aferrándose a mí con fuerza. En ese momento, las costillas rotas y las contusiones en mi cuerpo dejaron de importarme. El dolor físico no tenía relevancia.
–Prometo que traeré de vuelta a tu mamá y a Moroha… –le susurré, tratando de sonar seguro, aunque por dentro me consumía el miedo.
–¿Papi, por qué no han regresado? ¿Esos hombres…?
–¿Te dan miedo? –lo sentí asentir suavemente contra mi hombro.
–No temas, hijo. Yo nunca dejaré que te hagan daño –le aseguré, apretándolo un poco más contra mí.
–Papi… –musitó después de un rato.
–Dime.
Se alejó un poco para mirarme a los ojos, y esos ojitos dorados, iguales a los míos, brillaron con algo que no supe si era inocencia o esperanza.
–La otra vez Moroha dijo que eras su papá…
Su confesión me golpeó con fuerza, y de inmediato esa escena vino a mi mente. Recordé a Moroha diciendo que los papás eran grandes y fuertes…
–Dijo que los papás son grandes y fuertes –repitió Hoshi con una sonrisa pequeña, como si compartiera un gran secreto–. Y tú eres muy grande y fuerte.
–¿Lo soy? –pregunté, sonriendo sin poder evitarlo.
–¡Sí! –exclamó, dando un pequeño salto en mis brazos–. Eres muy, muy fuerte.
–Algún día tú también serás grande y fuerte.
–¡Sí, sí! ¡También quiero ser grande y fuerte como tú, papá!
De pronto, se tapó la boca con sus manitas como si hubiera dicho algo indebido.
–¿Qué pasó?
Miró hacia ambos lados antes de acercarse a mi oído y susurrar en voz baja:
–No quiero que papá Koga me escuche… Pero… también quiero que seas mi papá… Tú eres mucho más grande y fuerte que él… Yo lo vi. Fuiste como un superhéroe cuando manejaste el auto…
Lo miré sorprendido y luego me senté sobre la cama con él en mis brazos, dispuesto a escucharlo con calma, aunque en el fondo me estaba derritiendo con cada ocurrencia suya.
–¿Y no tuviste miedo?
–No… –negó con la cabeza, seguro.
–¿Estás seguro?
Entonces me sonrió con esa misma chispa que tenía Moroha cuando hacía alguna travesura.
–Bueno… tal vez un poquito, papi. Pero solo un poquito.
Sonreí con él y, sin poder evitarlo, lo volví a abrazar. Ese momento se sentía como un sueño. Tenía a mi hijo conmigo, llamándome papá.
–Claro… –susurré–. Claro que puedo ser tu papá… hijo.
Ese era el sueño que Kagome y yo habíamos tenido hace cinco años en aquella cabaña. El sueño de criar a nuestros hijos juntos, verlos crecer y llamarme de esa forma… Solo que ahora me faltaban ellas para que pudiéramos estar completos otra vez.
.
Me quedé con Hoshi hasta que se quedó dormido. Escucharlo respirar de manera tranquila me ayudó a calmarme un poco, aunque sabía que aún había algo que debía hacer.
El mensaje que había recibido era la clave de todo. Sin embargo, antes de arriesgarme y lanzarme a lo desconocido, necesitaba ese momento con él. No quería que pareciera una despedida, pero… quería que, si algo salía mal, Hoshiro recordara este instante. Que supiera, sin importar lo que ocurriera después, que su papá había estado allí.
De camino a la salida, escuché voces provenientes del comedor. No quería ser indiscreto, pero a veces, sin buscarlo, me encontraba presenciando escenas que no debía. Algo en el tono de la conversación llamó mi atención, y antes de darme cuenta, ya estaba detenido, en silencio, escuchando.
–… No… no tienes que disculparte –dijo Rin suavemente.
Estaba sentada junto a Sesshomaru, con las manos entrelazadas sobre su regazo, su expresión era serena pero melancólica.
–Rin… –La voz de Sesshomaru sonaba tensa.
–De verdad… está bien –respondió ella, casi en un susurro.
–No –replicó mi hermano con firmeza–. No lo está. Yo merezco una bofetada, un reclamo, algo… pero no esto. No merezco tu amabilidad. Te hice daño, Rin. Por cinco años fui injusto contigo.
–No fuiste injusto –dijo ella, con una calma que solo hacía más punzantes sus palabras–. Fuiste un buen hombre. Siempre te preocupaste por mí, siempre estuviste ahí… Pero, lamentablemente, confundimos eso con amor.
La confesión de Rin dejó un peso en el aire. Sesshomaru cerró los ojos brevemente, como si las palabras hubieran atravesado su coraza.
–Yo sí te amé… –admitió, con la voz quebrada.
–Lo sé –dijo ella con una leve sonrisa triste–. Pero el amor, Sesshomaru… el amor no siempre es suficiente. En la vida hay algo más poderoso que el amor: la voluntad. La voluntad de estar con alguien, de luchar por esa persona, de no permitir que una discusión arruine todo. A veces, aunque el amor esté presente, lo que falta es la voluntad… y eso fue lo que nos faltó.
Sesshomaru bajó la mirada, jugueteaba nervioso con sus dedos, un gesto que nunca antes le había visto.
–Perdóname… por favor. Por no ser lo suficientemente bueno para ti. Por ser como soy. Y… por no haber sido capaz de decidir a tiempo.
Hubo un largo silencio. Un silencio que yo traté de respetar esforzándome por mantenerme lo más callado posible, porque hasta sentía que mi respiración podía delatarme.
–Tú… ¿en verdad la quieres?
La pregunta quedó flotando en el aire, cargada de significado. Sesshomaru levantó la mirada con sorpresa.
–Rin…
–Respóndeme –pidió ella con suavidad, pero con firmeza–. ¿De verdad la quieres?
Sesshomaru dejó de juguetear con sus dedos y la miró directamente a los ojos.
–Sí… Kagura… y mi hija…
Rin negó con la cabeza con una leve sonrisa.
–No. Solo Kagura –lo corrigió.
–Kagura… es… –él suspiró profundamente, soltando un aire que parecía haber estado reteniendo durante años–. Sí… la quiero. Todo este tiempo… incluso antes.
Sesshomaru guardó silencio, como si estuviera buscando las palabras correctas, pero Rin lo interrumpió con un gesto de la mano.
–Me basta con que la quieras –dijo ella con un tono dulce–. Solo así me haces sentir tranquila. Saber que esta ruptura no fue en vano, que no fue por una absurda discusión o un malentendido, me da paz.
Sesshomaru pareció sorprendido por su respuesta, y por un instante, todo volvió a quedar en silencio. Hasta que…
–Y sé que estás escuchando, Inuyasha –dijo con una pizca de ironía–. Así que, ya que estás aquí, asegúrate de que tu hermano no meta la pata esta vez. Y si lo hace, no dudes en llamarme.
Me vi obligado a salir de mi escondite, rascándome la nuca con evidente incomodidad. Supongo que no siempre se puede espiar a gusto…
–Lo siento… yo… yo solo pasaba por aquí y…
Rin esbozó una sonrisa burlona y se puso de pie, acercándose a mí con la misma elegancia tranquila de siempre.
–Sí, sí, como sea –dijo sin más–. Yo ya dije todo lo que tenía que decir. Pero antes de irme… –Rin hizo una pausa, mirándome con algo de picardía–. Espero que algún día termines con Margaret. No es por ser mala, pero… tú y yo sabemos que ella y tú…
No necesitó terminar la frase.
–No te preocupes por eso –respondí con seriedad–. Ella y yo ya no estamos juntos.
Rin abrió los ojos con sorpresa y luego, al unísono con Sesshomaru, exclamaron:
–¿Lo dices en serio?
Asentí con la cabeza.
Rin suspiró y sonrió con ternura mientras me miraba.
–Así que… al final, Kagome nunca dejó de ser tu punto débil.
–Tu hermana siempre será mi debilidad –confesé, mirándola directamente–. Y te prometo que la encontraré.
Rin asintió, animándome con un gesto.
–Hazlo… y esta vez, no dejes que pasen cinco años.
–No dejaré que pase un solo día más –declaré con firmeza.
Sesshomaru y yo intercambiamos una mirada. Había llegado el momento de idear un plan. Teníamos que ser cautelosos, lo suficientemente precisos como para no levantar sospechas… porque si fallábamos, todo se iría directo a la cloaca.
Y lo más importante… teníamos que asegurarnos de ponerlas a salvo.
KAGOME
–Mami…
El sonido de su voz temblorosa fue lo único que me mantuvo de pie cuando nos devolvieron al sótano. El miedo aún latía en mi pecho como un tambor de guerra, y mis manos no dejaban de temblar.
Hace apenas unos minutos había visto el cuerpo inerte de Kagura tendido en el suelo. La sangre aún fresca se esparcía bajo su silueta como un charco de sombras. Quise acercarme, asegurarme de que seguía respirando, de que no era demasiado tarde… pero Kikyo me lo impidió.
–Mami… la tía Kagura…
La voz de Moroha se quebró en un sollozo, y yo la apreté contra mí con toda la fuerza que tenía.
–Shhh… no te preocupes, todo está bien… –mentí, sintiendo el dolor quemarme la garganta.
–Mami…
–Aquí estoy, mi amor…
–Te prometo que si salimos de aquí me portaré bien –sollozó contra mi pecho–. No seré grosera contigo ni con papá… y… y… cuidaré de Hoshi…
La aparté con suavidad para mirarla a los ojos, esos ojos bonitos que tanto se parecían a los de Inuyasha, llenos de inocencia y temor.
–Lo harás, cariño… –murmuré, limpiando sus mejillas húmedas–. Te quiero mucho, mi pequeña…
De repente, Moroha se arrojó contra mí con más fuerza de la que su pequeño cuerpo debía poseer. Retrocedí un par de pasos, sorprendida por la intensidad de su abrazo desesperado, sin embargo, me quedé con ella.
–Te extrañé mucho, mamita… todos los días… siempre quise que volvieras…
Sus palabras perforaron cada una de mis heridas, haciéndolas sangrar más.
–¿Recuerdas el cuento del elefante…? –preguntó en un susurro, y mi respiración se entrecortó–. Lo recitaba todas las noches antes de dormir…
Un nudo me apretó la garganta y no pude evitar sollozar.
–Moroha…
–Prometo que se lo contaré a Hoshi cuando lo vea…
–Lo harás, hija… lo hará –Besé su cabeza–. También te extrañé mucho mi bebé…
Moroha se aferró aún más a mí, como si temiera que desapareciera de sus brazos.
–Tengo miedo… –susurró con un hilo de voz–. Quiero a mi papi…
Mi corazón se encogió.
–Tranquila… tu papá vendrá por nosotras.
Moroha levantó la mirada con los ojos brillosos.
–¿Lo prometes?
Le sostuve el rostro entre mis manos, sintiendo su piel cálida contra mis dedos fríos.
–Lo juro. Él hará hasta lo imposible por encontrarte…
.
Había perdido la noción del tiempo. No sabía si era de día o de noche. Todo parecía ser igual en este lugar.
Un sonido metálico irrumpió en la penumbra del sótano, el chirrido de la cerradura deslizándose me puso en alerta. Me giré instintivamente, rodeando el cuerpo de Moroha con mis brazos y empujándola detrás de mí.
Las luces del pasillo se filtraron por la puerta entreabierta, proyectando una silueta alta y familiar.
Koga.
Mi pecho se encogió de ira al verlo ahí, con esa sonrisa burlona curvando sus labios, como si todo esto no fuera más que un maldito juego para él.
–¿Qué haces aquí? –espeté con furia, interponiéndome entre él y mi hija– ¡Eres un maldito traidor! ¡Eres un mentiroso!
Él avanzó con tranquilidad, con las manos en los bolsillos y esa mirada confiada que recién ahora me comenzaba a irritar.
–Vaya, Kagome. No esperaba estas hostilidades después de todo lo que vivimos juntos… –murmuró, deteniéndose a unos pasos de mí.
–¡No te atrevas a dirigirme la palabra! –solté, sintiendo mi voz quebrarse entre la rabia y el miedo–. ¡Nos traicionaste! ¿Acaso no te das cuenta del daño que causaste? ¡Me hiciste creer que podía confiar en ti!
Su sonrisa se ensanchó.
–Lo sé –dijo, inclinando la cabeza con fingida culpa–. Hace tiempo pensé que, si apoyaba a Kikyo, eventualmente te haría entrar en razón… que me verías como algo más, que entenderías que no perteneces al lado del idiota de Inuyasha. Y no me malinterpretes, en algún momento realmente quise terminar con esto.
Mi estómago se revolvió de asco.
–Eres un miserable…
–Sí, supongo que sí… –musitó con un encogimiento de hombros–. Pero también fui un iluso. No contaba con que, al ayudar a Kagura, terminaría sintiendo algo por ella. Al principio no lo entendía… pero después de años de encierro, lo acepté.
Lo miré, incrédula.
–¿Sentimientos…?
Koga soltó una risa amarga.
–Soporté esos malditos años de encierro con la esperanza de volver a verla… o al menos, de que tú terminaras enamorándote de mí. Lo que sucediera primero. Pero claro, nada de eso pasó.
Sentí que la ira me hacía hervir la sangre.
–¿Por eso no hiciste nada cuando mi madre nos encontró? ¿Por eso ayudaste a Kagura a escapar de Kikyo?
Él desvió la mirada.
–Cuando Kikyo se enteró de ese detalle, no lo sabes, pero, estuvo a punto de matarme –confesó–. Y bueno… Pude haber acabado con Bankotsu de un solo disparo… pero no lo hice. Y no fue por temor, ni por debilidad.
–Entonces –solté–. Según tú ¿Por qué fue?
Koga me miró a los ojos, y por primera vez desde que llegó, lo vi a él. Vi al Koga que creí conocer todo este tiempo.
–Fue porque… en ese momento, vi mi oportunidad –dijo con calma–. Después de cinco años de duda, de no saber lo que sentía al hablar de ella, al recordarla. La llegada de Bankotsu me trajo algo de esperanza a mí también.
Quiso acercarse, pero inmediatamente retrocedí.
–Quería ser sincero con Kagura. Y lo fui –confesó, sintiendo el peso atrapado en su pecho–. La saqué de esa casa creyendo que, a partir de entonces, todo empezaría a marchar bien. Pensé que, por fin, podríamos dejar atrás los fantasmas del pasado. Y… y… por primera vez dejé de obsesionarme contigo, Kagome. Incluso estaba dispuesto a formar una familia con ella y su hija. Pero, a pesar de todo eso, ella…
Hizo una pausa, como si el aire se volviera más denso a su alrededor. Bajó la mirada, apretando ligeramente los puños.
–Resulta que ella nunca dejó de pensar en Sesshomaru.
Me quedé en silencio por la frialdad en su tono de voz.
–Ella lo eligió a él –continuó con una risa amarga–. ¿Puedes creerlo? Después de todo lo que hice por ella, ¡después de todo lo que pasamos juntos tú y yo…!
Sus ojos brillaron con resentimiento.
–Ustedes siempre hacen que los hermanos Taisho terminen saliéndose con la suya.
Su voz se endureció, y por primera vez en todo este tiempo, sentí un verdadero escalofrío recorrerme la espalda.
–¿Por qué no logran ver más allá de esos ojos dorados? ¿Qué tienen de especial?
Me tensé de inmediato cuando lo vi acercarse. Instintivamente, di un paso atrás y cubrí a Moroha con mi cuerpo, protegiéndola entre mi espalda y la pared. Mi respiración se volvió pesada, y cada músculo de mi cuerpo se preparó para lo peor. No podía permitir que le hicieran daño, no otra vez. Moroha, a pesar de su pequeño tamaño, me sujetó la camisa con fuerza desde atrás, como si entendiera que algo malo podría ocurrir en cualquier momento.
–No… –musité al sentir su aliento sobre mi mejilla.
–No te preocupes, Kagome, no pienso obligarte a amarme. Eso nunca va a pasar. De alguna forma… te quiero.
Moroha se aferró más fuerte.
–Entonces…
–Moroha, no…
–... entonces ayúdanos –sollozó mi hija, alzando la mirada suplicante.
Koga la miró desde su posición y le sonrió.
–Si realmente quieres a mi madre… ayúdanos –exigió Moroha con una determinación que me heló la piel–. No lo hagas por mí ni por mi papá. Hazlo por ella… y por Hoshi, que te quiere como si fueras su padre.
Sus palabras cayeron como un golpe seco en el aire. La intensidad en su mirada, tan parecida a la de Inuyasha cuando defendía lo que amaba, me hizo contener el aliento. Moroha apenas era una niña, pero en ese instante vi la fuerza de su sangre… era digna hija de un Taisho.
–¿Eso quieres…? –cuestionó con una sonrisa.
–Sí.
–Ok –dijo Koga con una calma que me alarmó. Se alejó de nosotras y golpeó la puerta con los nudillos para que le abrieran.
La puerta se abrió y un hombre musculoso y enorme, apareció en el umbral. Sus ojos fríos y vacíos se posaron sobre nosotros, y un escalofrío me recorrió la espalda.
–Saca a la niña –ordenó Koga sin siquiera mirarme.
–¡¿Qué?! ¡NOOO! –exclamé con desesperación, aferrando a Moroha contra mi pecho como si mi vida dependiera de ello… porque lo hacía.
–¡Mamá! –sollozó mi hija, aferrándose también a mí.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre me dio un golpe en la cara que me lanzó al suelo. Sentí el ardor inmediato en mis mejillas y el sabor metálico de la sangre en mi boca.
–¡Ten cuidado, idiota! –advirtió Koga con una autoridad que detuvo al hombre antes de que pudiera golpearme de nuevo.
–¡Mamá! –gritó, con la voz quebrada por el pánico.
–Moroha… –susurré, tambaleándome mientras trataba de levantarme, pero todo me daba vueltas.
Mi visión estaba borrosa, y el dolor me nublaba los sentidos.
Escuché la puerta cerrarse de golpe. Y mi corazón se encogió. Intenté incorporarme, pero antes de que pudiera hacerlo, unas manos firmes me sujetaron por la cintura.
–¡Déjame! –grité con lo poco que me quedaba de fuerza e intenté apartarme, pero el agarre se hizo más fuerte.
–Tranquila, Kagome –murmuró Koga cerca de mi oído–. No quiero lastimarte más de lo necesario.
–¿Qué haces? –cuestioné al sentir su mano recorrer mi abdomen.
–Pienso ayudarte… –murmuró.
–Déjame…
–¿Quieres mi ayuda o no la quieres? –me soltó con dureza, haciéndome girar bruscamente para que lo mirara a los ojos–. Piensa en tu hija… se nota que está desesperada por salir de aquí. ¿De verdad quieres arriesgarla?
Tragué saliva con dificultad, mi mente luchaba entre la confusión y el miedo.
–¿Qué quieres? –pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. Lo veía en su mirada, en esa sonrisa torcida que nunca le había visto antes.
–Lo sabes muy bien –respondió, con la voz teñida de una peligrosa mezcla de arrogancia y rencor.
–Tú no eres así, Koga… tú no… –mi voz se quebró, intentando encontrar al hombre que había conocido alguna vez, el que me había protegido en el pasado.
–Tal vez me cansé de ser el tipo bueno –dijo con una sonrisa amarga–. De ser el que espera pacientemente… de ser sumiso. ¿Esperar a que me quieras? Esa fue una estupidez. No sabes cuántas veces quise hacer esto…
Sin previo aviso, subió sus manos hacia mi rostro, pero no con la delicadeza de antes. Sus dedos se deslizaron por mis mejillas, pero no había ternura en su toque, sino algo mucho más oscuro.
–Koga…
–Eso es… –susurró cerca de mi oído–. Quiero que digas mi nombre…
–Basta, Koga… –le pedí, desesperada, intentando mantener la calma, pero el pánico se abría paso dentro de mí.
De repente, hundió su cabeza en mi cuello y me mordió con fuerza. Un grito seco salió de mis labios cuando lo sentí succionar con hambre, como si quisiera marcarme, como si intentara reclamar algo que nunca le perteneció. Mis manos golpearon su pecho con todas mis fuerzas, intentando apartarlo, pero apenas logró soltarme unos segundos.
Cuando lo hizo, me miró fijamente y sus ojos brillaban. Lentamente, con una deliberación que me erizó la piel, se despojó de su cinturón y lo dejó caer al suelo con un chasquido seco que pareció resonar en la habitación.
–Es mi condición para ayudarte –declaró con frialdad, sin apartar su mirada de mí.
Sentí que el aire se escapaba de mis pulmones.
–Koga… por favor… –suplicó mi voz quebrada.
–Si lo haces –continuó con una sonrisa–, estoy dispuesto a enviarle a Inuyasha la ubicación de donde estamos.
Sus palabras cayeron como un martillo sobre mí, cargadas de un chantaje cruel que me dejó sin aliento.
¿Cuánto de cierto había en esa promesa? ¿Era verdad lo que decía o simplemente estaba jugando conmigo, aprovechando mi desesperación? Mi mente gritaba que no le creyera, pero el miedo, la angustia y el deseo de proteger a Moroha me mantenían paralizada.
–¿Qué quieres que haga? –pregunté con voz temblorosa, temiendo la respuesta, pero sin ver otra salida.
Una sonrisa lenta y torcida se dibujó en su rostro, y algo oscuro cruzó por su mirada. Sus manos volvieron a mi cintura, pero esta vez no se detuvieron allí. Lentamente, como si disfrutara prolongar el momento, sus dedos subieron por mi costado, hasta detenerse peligrosamente cerca del nacimiento de mis pechos.
–Solo déjate llevar –susurró cerca de mi oído, con un tono que me hizo estremecer, pero no de la forma en que él parecía desear.
Cada célula de mi cuerpo gritaba que me apartara, que huyera, que luchara, pero mi mente estaba atrapada entre el horror y la preocupación por mi hija.
Y cuando mis labios rozaron los de Koga, sentí náuseas, sentí que traicionaba todo lo que era, todo lo que amaba. Cerré los ojos con fuerza, deseando borrar ese instante, deseando que nunca hubiera ocurrido.
O, aún mejor, deseaba con cada fibra de mi ser que Inuyasha apareciera de repente, me sacara de ese infierno y llenara de golpes a Koga, justo como lo había hecho hace más de once años, el día en que todo comenzó. Aquel maldito día que marcó nuestras vidas y nos llevó a este punto.
El recuerdo se filtró en mi mente como un relámpago doloroso, claro y amargo. El día en que Koga provocó aquella discusión entre Inuyasha y yo, con sus constantes provocaciones, sus miradas posesivas y el beso robado que Inuyasha no pudo ignorar. Terminamos peleando en el auto, en medio de gritos y reproches, y entonces... el accidente. El auto derrapó en una curva peligrosa del bosque. Las llantas perdieron el control, y en cuestión de segundos, todo se desmoronó.
Ese fue el día exacto en que Naraku me obligó a fingir mi muerte. Pero lo que no sabía entonces… lo que jamás pude imaginar, era que, en ese mismo instante, en medio del caos y del dolor, estaba embarazada. Que llevaba en mi vientre a la hija de mi único amor… Inuyasha.
.
–¡Mamá!
Moroha corrió hacia mí en cuanto me vio aparecer por la puerta. Sus pequeños brazos me rodearon con fuerza, como si no quisiera soltarme nunca más. Aunque yo estaba emocionalmente destrozada, la abracé con toda mi alma, aferrándome a su calor, a su inocencia, a ese lazo que nos mantenía unidas y que, en medio de todo el caos, me daba la fuerza que sentía perder.
La estreché con ternura mientras hundía mi rostro en su cabello y respiraba su aroma, intentando calmar la tormenta que rugía en mi interior.
–¿Te hicieron daño? –le pregunté en un susurro tembloroso, tomando suavemente su cara entre mis manos para inspeccionarla.
Mi mirada buscaba desesperadamente cualquier signo de que le hubieran hecho daño, cualquier indicio de que algo había salido mal mientras yo no estaba.
Ella negó con la cabeza, con esos ojos grandes y llenos de preocupación que tanto me recordaban a Inuyasha. Sin decir nada, llevó una de sus manos hasta mi rostro y acarició con delicadeza el lugar donde sentía el ardor del golpe. Sus dedos trazaron con cuidado la línea de mi labio roto.
–Mami… –susurró con la voz quebrada.
–No es nada, cariño… –le aseguré con una sonrisa débil, tratando de tranquilizarla–. Solo es un rasguño. No tienes que preocuparte, ¿sí?
Ella frunció el ceño, claramente sin creerme del todo.
Y entonces, miré a mi alrededor. Kikyo nos veía fijamente… pero esta vez, Kagura no estaba.
Lo único que quedaba de ella era la mancha de sangre en el suelo. El aire se me atascó en la garganta.
–¿Dónde está Kagura? –pregunté con la voz quebrada.
Kikyo sonrió con frialdad.
–La basura está donde pertenece.
Y en ese momento, supe que algo dentro de mí se rompía para siempre.
No. No puede ser.
Mis piernas flaquearon.
–¿Qué… qué hiciste? —susurré con la voz temblorosa.
Kikyo cruzó los brazos, observándome con esa fría indiferencia que siempre me había helado el alma.
–Hice lo que debía hacer, Kagome. Kagura ya no es más un problema.
Las palabras me golpearon como una bofetada.
–No… –Negué con la cabeza, sintiendo la desesperación escalar por mi pecho–. No puede estar muerta. ¡No!
Kikyo alzó una ceja con arrogancia.
–¿Eso crees? Qué ingenua, Kagome. Pero dime, ¿acaso importa? ¿Desde cuándo te preocupas tanto por ella?
Su tono burlón me encendió la sangre.
–¡Por supuesto que me importa! –grité, sintiendo que la ira me llenaba de un fuego incontrolable–. ¡Es una persona! ¡No un simple obstáculo que puedes desechar cuando te plazca!
–¿Y qué me dices de mí? –su voz se tornó más oscura, con un deje venenoso–. Durante años fui el obstáculo en tu camino, y en el de Inuyasha… y nadie pareció preocuparse por mí.
Supe, en ese instante, que no valía la pena razonar con ella. Apreté los puños con fuerza.
–Mami… –Moroha se aferró a mi mano, su pequeña voz se mostró quebrada por el miedo.
Le di un apretón, tratando de tranquilizarla, aunque yo misma estaba al borde de un ataque de pánico.
–¿Dónde está Kagura? –exigí una vez más, con la poca firmeza que me quedaba.
Kikyo sonrió.
–Dime, Kagome… ¿alguna vez has perdido algo importante? Algo que, cuando te das cuenta, ya es demasiado tarde.
No respondí. No lo necesitaba. La sangre en el suelo era suficiente.
Un nudo sofocante se formó en mi garganta al mirarla.
–Eres un monstruo…
Kikyo inclinó la cabeza con fingida inocencia.
–¿Un monstruo? No más que ustedes. No más que los hermanos Taisho que siempre han tomado lo que han querido sin importar el costo.
–¡No es lo mismo! –grité, sintiendo las lágrimas amenazar con salir–. ¡No tienes derecho a decidir quién vive y quién muere!
–¿No? –Kikyo se encogió de hombros–. Pues lo acabo de hacer.
El silencio cayó como un muro entre nosotras.
Koga, quien hasta ese momento había permanecido en un tenso mutismo tras de mí, dio un paso al frente.
–¿Está muerta? –preguntó con cautela.
Kikyo lo miró de reojo.
–Deberías estar agradecido, Koga. Ahora puedes dejar de lado esa absurda confusión que tenías.
Él frunció el ceño.
–No respondas con rodeos, Kikyo.
Ella sonrió con suficiencia.
–Si quieres saberlo… ¿por qué no revisas tú mismo? –dijo apuntando la puerta tras de ella.
Las palabras flotaron en el aire, pesadas, cargadas de un significado cruel. Algo se rompió en la expresión de Koga, algo que al parecer solo yo noté.
¿Por qué?
Supe en ese momento que, si Kikyo decía la verdad, no había vuelta atrás.
No lo pensé. No lo razoné. Simplemente actué.
Me giré y corrí hacia la puerta del fondo, la única salida de aquel lugar, con Moroha sujetando mi mano con todas sus fuerzas.
–¡Deténganlas! –El grito de Kikyo se escuchó en todas partes.
Pero ya era demasiado tarde. Corrimos como si nuestras vidas dependieran de ello. Porque, en realidad, así era.
El eco de los disparos retumbaba en las paredes como una pesadilla sin fin. Corríamos de habitación en habitación, empujando puertas, tropezando con muebles viejos y escombros, sin saber si en la siguiente esquina encontraríamos la salida o la muerte.
Moroha jadeaba a mi lado, sus pequeños dedos se clavaban en mi brazo con demasiada fuerza.
–Mami… no me sueltes…
–No lo haré, amor… Te lo prometo.
Pero el miedo era un veneno ardiente en mi pecho. Los disparos continuaban, cada vez más cerca. ¿Venían por nosotras? ¿O simplemente estaban matando a cualquiera que se interpusiera en su camino? No lo sabía. Y no quería descubrirlo.
Corrimos por un pasillo angosto, las luces parpadeaban, proyectando sombras temblorosas en las paredes. Entonces, un estruendo. Un disparo. Grité. Moroha sollozó, aferrándose con más fuerza.
–¡Mami, no me dejes!
–¡Sigue corriendo!
Giramos por otro pasillo y, de repente, una mano fuerte me sujetó por el brazo. La oscuridad me envolvió. Un brazo de hierro rodeó mi cintura, una palma áspera cubrió mi boca antes de que pudiera gritar.
El pánico me devoró. Intenté forcejear, pero la presión aumentó, obligándome a quedarme quieta.
–Shhh… –una voz ronca susurró cerca de mi oído.
Y entonces lo sentí. El latido desbocado. El temblor en su respiración. El olor inconfundible. Abrí los ojos, e inmediatamente lágrimas ardientes cayeron por mis mejillas cuando al fin pude mirarlo en la tenue oscuridad.
–I-Inuyasha…
Estaba allí. Su rostro cubierto de sudor, su pecho subía y bajaba con dificultad, con su respiración entrecortada. Había corrido. Había peleado. Había llegado hasta nosotras.
Solté un sollozo ahogado y me lancé a sus brazos. Inuyasha me abrazó con tanta fuerza que sentí que podría desmoronarme en su pecho. Moroha gimió y él la sujetó también, rodeándola con la misma desesperación con la que me sujetaba a mí.
–¿Por qué…? –musité con dolor–. ¿Por qué tardaste tanto…?
–Ya pasó… ya las tengo… –su voz tembló.
Su promesa se sintió como un ancla en medio de la tormenta.
–Las sacaré de aquí –susurró contra mi cabello–. Ya todo terminó…
Un disparo rugió en el aire. El sonido hizo que todo se detuviera. La adrenalina volvió a azotarnos. Moroha chilló y se aferró más fuerte. Y entonces, como un huracán, una sombra cruzó la puerta.
Sesshomaru. Se movió con precisión letal, sus ojos dorados fríos como el hielo me miraron. Detrás de él, hombres armados entraron en formación, sus uniformes oscuros delataban lo que eran. Policías.
Habían llegado.
–¡No se muevan! –ordenó una voz firme.
Inuyasha nos cubrió instintivamente, su cuerpo nos protegió de cualquier posible ataque.
–No te sueltes de mí… –me susurró con urgencia–. No te muevas.
Sus ojos me buscaron. Y, aunque intentaba mantenerse fuerte, vi el miedo. El miedo de perderme. El miedo de perdernos. Apreté su mano. Porque estaba allí. Porque habíamos sobrevivido. Y porque, a pesar de todo, aún no había algo que valía la pena salvar.
.
Los disparos se habían extinguido, pero el olor a pólvora y sangre impregnaba el aire, sofocaba y pesaba. Caminábamos entre los cuerpos inertes esparcidos por el suelo, por las balas perdidas incrustadas en las paredes y por los muebles destrozados. Cada paso resonaba en el macabro silencio, cada sombra parecía moverse con la amenaza de algo peor.
Inuyasha me sostenía con firmeza, su mano apretada en la mía, mientras cargaba a Moroha en su espalda. Ella escondía el rostro en su cuello, temblando, demasiado aterrada para mirar el caos que nos rodeaba.
Y entonces la vi.
Kikyo estaba en el suelo, con el rostro manchado de sangre, y sus muñecas esposadas con violencia por los oficiales que la rodeaban. Su expresión era una mezcla de furia y orgullo herido, entonces sus ojos se clavaron en los nuestros con ese brillo calculador que siempre me había puesto la piel de gallina.
–¡Son unos idiotas! –exclamó con ferocidad.
A pocos metros de ella, Koga yacía en el suelo, con su cuerpo cubierto de heridas. Su rostro estaba contorsionado por el dolor, pero no intentó moverse cuando un oficial presionó su cabeza contra el piso para inmovilizarlo.
Su mirada me hizo estremecer. Reflejaba tantas cosas: el peso de todo lo que habíamos vivido, lo que habíamos perdido, y también el eco silencioso de lo que acababa de ocurrir en esa celda. Me sentí desnuda ante él, vulnerable de una forma que hacía mucho no experimentaba, y el recuerdo aún fresco de Koga susurrándome al oído me atravesó como una daga.
Mis manos comenzaron a temblar involuntariamente. Pero Inuyasha lo notó de inmediato. Con ese instinto protector que siempre había tenido conmigo, reforzó su agarre.
El aire se volvió más denso. Más… triste.
Sesshomaru avanzó entre los escombros con la mirada fría como una cuchilla, su postura estaba rígida como si contuviera algo a punto de estallar.
–¿Dónde está Kagura? –preguntó, su voz sonó grave, controlada, pero con una amenaza latente.
Silencio.
Un silencio espeso y helado se instaló, el tipo de vacío que precede a la tragedia.
Sesshomaru dio un paso más, sus ojos ardían. Lo podía ver desde donde estaba.
–¡¿Dónde está Kagura y mi hija?!
El grito hizo eco en las paredes destruidas. Su desesperación, su dolor, eran tan crudos que sentí que el suelo se estremecía bajo nosotros.
Y entonces, un sonido rompió el silencio.
–¡Papá!
La pequeña voz hizo que todo se detuviera.
Un oficial apareció en el umbral de una puerta derrumbada, sosteniendo de la mano a una niña de cabellos plateados.
Ella corrió, sus pasos resonaron contra los escombros, sus lágrimas brillaban bajo la tenue luz.
Entonces, Sesshomaru se volvió en el acto, y cuando su hija se lanzó a sus brazos, la atrapó con un gesto desesperado, abrazándola con tanta fuerza que parecía querer fundirse con ella.
–Papá… –su vocecita sollozó contra su pecho–. Papá…
Sesshomaru cerró los ojos, sus labios temblaron sobre la cabeza de su hija. Su brazo la envolvió como si nunca más fuera a soltarla.
Un nudo ardiente se formó en mi garganta. Verlo así, sosteniendo a su hija con tanto amor, me desgarró de una forma inexplicable.
Pero el momento se quebró cuando Sesshomaru levantó la vista y preguntó de nuevo, con un tono que heló la sangre en mis venas:
–¿Dónde está Kagura?
Y entonces todo se desmoronó.
Una risa cortante, cruel y venenosa, rompió el aire. Kikyo se echó a reír, su cabeza se inclinó hacia atrás, mientras su voz goteaba veneno.
–La basura está donde pertenece… –susurró con burla, con mucha satisfacción.
Sesshomaru se tensó.
El mundo pareció desvanecerse, desmoronarse a su alrededor.
Me miró y buscó respuestas en mis ojos, pero yo… yo solo tenía una cruda confirmación.
–Sesshomaru…
Y, en ese instante, supe que algo se había roto dentro de él. Algo que tal vez jamás volvería a ser reparado.
La risa de Kikyo no cesaba. Era aguda, cruel, llena de un gozo retorcido que me hizo estremecer. Sesshomaru permanecía inmóvil, con su rostro de piedra, pero sus ojos… sus ojos estaban vacíos, como si el alma se le hubiese drenado en un solo instante. Era el miedo a la muerte, a la pérdida, lo que flotaba en el aire. Yo podía sentirlo, apretándome el pecho, dejándome sin aliento.
Y entonces… A lo lejos se escuchó, un jadeo doloroso y unos pasos arrastrados…
Kagura apareció.
Su figura emergió de la penumbra, tambaleándose. Su mano presionaba su hombro ensangrentado, su rostro se mostraba pálido, pero sus labios entreabiertos por la respiración errática era lo único que llamaba mi atención. El tiempo pareció detenerse. Sesshomaru se giró de golpe, sus ojos dorados le llenaron de alivio y desesperación en un solo parpadeo. Nadie se movió. Nadie osó interrumpir el momento. Incluso Koga, adolorido en el suelo, cerró los ojos…
–Vaya, qué conmovedor –dijo Kikyo, con burla–. Justo cuando creías haberla perdido, vuelve arrastrándose. No es nada nuevo en ella…
Sesshomaru no la escuchó. Él solo veía a Kagura. Se acercó a ella con cautela, como si temiera que al tocarla desapareciera. Sin embargo, ella sonrió.
–No me mires así… –susurró, jadeando–. Estoy aquí… aún estoy…
Pero su voz tembló, y Sesshomaru la sostuvo antes de que pudiera desplomarse. Ella apoyó su frente contra su pecho, cerrando los ojos por un momento. Yo solté el aliento que ni siquiera sabía que estaba conteniendo. Sentí el alivio de Inuyasha junto a mí. Sentí la tensión abandonar su cuerpo. Por un instante, solo un instante, pensé que todo estaría bien.
Pero entonces Kagura habló.
–Sesshomaru… prométeme algo.
Él la miró fijamente, sus dedos temblorosos recorrieron su mejilla.
–No digas estupideces… –susurró.
Pero ella sonrió.
–Prométeme que cuidarás de Kanna. Que harás de ella una buena mujer…
Sesshomaru se tensó.
–No hables como si…
Kagura alzó la mano temblorosa y la colocó sobre su rostro, deteniéndolo.
–Sesshomaru… –susurró con ternura–. Prométeme que le encontrarás una buena madre. Alguien que juegue con ella… alguien que la quiera…
–Ya no digas nada…
–... mejor si es Rin. Asegúrate de que sea ella… –musitó cada vez más despacio–. No puedo confiar en nadie más…
–Basta no hables más.
–¿Te digo algo? –continuó, al parecer ajena a todo el dolor que sus palabras provocaban–. Siempre te he amado… Desde aquellas noches en las que entrabas en la habitación a acurrucar a Kanna… hasta aquella vez que me dijiste que…
Su voz se quebró, y Sesshomaru cerró los ojos con fuerza.
–Guarda silencio –le ordenó, desesperado–. Por favor…
A lo lejos, se oyó el ulular de una ambulancia. La esperanza brilló por un segundo en su mirada. Pero Kagura jadeó, su cuerpo convulsionó y un hilo de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Sesshomaru se aferró a ella.
–¡No! ¡No hagas esto, ya viene la ayuda!
Ella sonrió, con los ojos empañados.
–No me arrepiento… no me arrepiento de haberte conocido, ¿sabes…? –susurró.
Él negó con la cabeza, desesperado.
–No lo hagas…
Kagura rió débilmente.
–Incluso repetiría la vez que… tu madre nos descubrió en el baño después de…
Sesshomaru la miró con dolor, y una chispa de tristeza en su sonrisa.
–Eres una idiota…
Ella rió, él también… pero el miedo seguía ahí, palpitante.
–Te quiero…
Y entonces…
Un disparo rasgó el aire. Kagura se estremeció en los brazos de Sesshomaru. Su cuerpo se puso tenso y, en un segundo eterno, sus ojos se abrieron con sorpresa antes de que todo el color se desvaneciera de ellos. Un charco carmesí comenzó a expandirse bajo su cuerpo.
–¡NO! –Sesshomaru gritó con una furia desgarradora, su voz resonó en cada rincón.
Inuyasha reaccionó al instante. Más disparos. Gritos. Caos. El hombre que había disparado, uno de los seguidores de Kikyo, fue derribado sin piedad. Pero ya era tarde.
Kanna gritó. Inuyasha la tomó en brazos, protegiéndola de la escena, mientras la niña se aferraba a su ropa, llorando con terror. Corrí hacia ella, rodeándola con mis brazos, tratando de calmar sus sollozos desesperados.
Pero al otro lado, todo se desmoronaba. Sesshomaru abrazaba a Kagura con fuerza, con una desesperación primitiva, temblando, negándose a aceptar la verdad.
–No… no me dejes… no me dejes…
Su voz se quebró, su cuerpo se inclinó sobre el de ella, y sus labios buscaron los suyos, pero no hubo respuesta. Ella ya no estaba.
–Kagura…
Un susurro. Un ruego.
–Abre los ojos…
Un grito desgarrador rompió la noche.
–Hazlo por Kanna… ¡Kagura!
Sesshomaru se quedó allí, sosteniéndola, pidiéndole que se quedara…
–Sé lo mucho que buscaste tu libertad… –susurró, con la voz rota–. Pero no así…
Le acarició el rostro con desesperación, como si con eso pudiera retenerla, como si con su tacto pudiera devolverle el calor a su piel.
–No lejos de mí…
Sesshomaru se aferró a Kagura como si al sostenerla pudiera evitar lo inevitable. Yo lo vi todo. Vi la desesperación en sus ojos dorados, la forma en que su rostro, siempre imperturbable, se torció en un gesto de puro dolor. Vi la sangre de Kagura manchar su ropa, su piel, sus manos que no querían soltarla.
Los oficiales entraron en acción, separándolos, asegurando la escena. Escuché el murmullo de las radios, el sonido de esposas ajustándose, los pasos firmes de los agentes rodeando a Kikyo. Y luego, su risa.
Me giré a tiempo para verla. Sonriente. Disfrutando del caos, del sufrimiento ajeno como si fuera un espectáculo hecho para ella. Sesshomaru levantó la mirada, fulminándola con un odio que nunca le había visto a nadie. Su voz, grave y afilada como una navaja, se alzó entre el bullicio. Mientras sacaba su arma y la apuntaba sin ninguna contemplación.
Los oficiales intentaron detenerlo, pero los amenazó con furia sin dejar de ver a Kikyo.
–Le arrebataron a una niña pequeña la oportunidad de crecer junto a su madre. Vivan con eso, vivan con ese remordimiento, con esa culpa –apuntó hacia otro lado–. Especialmente tú, Koga. Cárgala sobre tus hombros el resto de tu vida.
Koga, herido y sometido en el suelo, no dijo nada. No hubo burla en su rostro, solo algo parecido a la resignación.
Detrás de mí, sentí el cuerpo de Moroha temblar mientras abrazaba a Kanna con fuerza. Mi hija lloraba, mi sobrina también. Todo se había desmoronado frente a sus ojos inocentes. Inuyasha, de pie junto a ellas, respiró hondo, y aunque intentó contenerse, vi el destello de sus lágrimas cuando bajó la mirada.
El sonido de la ambulancia irrumpió en la noche. Las luces parpadearon en la oscuridad mientras los paramédicos se apresuraron a cargar a Kagura en una camilla. Sesshomaru se resistió a dejarla ir.
–Ella me necesita –dijo, con la voz rota–. A Kagura nunca le ha gustado despertarse sola…
Se subió a la ambulancia, sin importarle nada más. Vi sus dedos enredados en la mano de Kagura, negándose a soltarla antes de abandonar el lugar.
Entonces, llegó el silencio.
El peligro había pasado. Nos habíamos salvado. Pero la sensación de alivio tardó en llegarme a pesar del dolor. Me aferré al brazo de Inuyasha, necesitando sentirlo cerca. Me miró con esa expresión suya tan particular, mezcla de preocupación y ternura.
Lo vi levantar la mano, un gesto simple pero firme que de inmediato llamó a alguien que conocía bastante bien: Bankotsu. Sin necesidad de palabras adicionales, Inuyasha le dio una orden que fue obedecida al instante. El hombre se acercó con rapidez y cubrió a las niñas con una manta, como si al hacerlo pudiera protegerlas de todo lo malo que acababa de suceder.
–Llévalas al auto. Nosotros iremos enseguida.
–De acuerdo –respondió Bankotsu con seriedad.
Sin embargo, Moroha no estaba dispuesta a moverse tan fácilmente.
–No quiero irme a ningún lado sin mis papás –protestó con determinación, sus ojos brillaron entre el miedo y el desafío.
–Moroha…
Di un paso adelante y tomé sus pequeñas manos entre las mías.
–Ahora todo está bien, cariño. Tu papá y yo estamos aquí, y él no dejará que nada malo te pase…
–Pero…
Antes de que pudiera insistir, bajé la voz para hablarle con suavidad:
–Mira a Kanna. Ella está asustada… ¿Por qué no van juntas un rato al auto y tratas de tranquilizarla? Le harás mucho bien.
La pequeña Kanna, con los ojos húmedos y temblando de miedo, dejó escapar un sollozo ahogado.
–Ma-mami… –susurró con voz quebrada, y mi corazón se rompió un poco más.
Cuando di un paso hacia ella para abrazarla, Moroha se adelantó con un gesto protector, envolviendo a la niña entre sus brazos y cargándola.
–Yo te cuidaré, Kanna… –le prometió con dulzura–. No te preocupes, lo haré hasta que tus papás vuelvan a la casa.
Ese momento me dejó sin palabras. Mi hija, mi pequeña, ya entendía lo que significaba cuidar a alguien más, proteger sin dudar.
Antes de marcharse, Moroha me miró y me dedicó una sonrisa cálida. Entonces ambas se alejaron hacia el auto, seguidas de cerca por Bankotsu, quien caminaba detrás como un guardián silencioso.
Inspiré hondo y volví a mirar a Inuyasha. El fuego que había ardido en sus ojos desde que me encontró se había suavizado. Su mano acarició mi mejilla, su pulgar limpió un rastro de lágrimas que ni siquiera sabía que había derramado.
Me sonrió y se inclinó, su aliento rozó mis labios. Y entonces, un gemido de dolor irrumpió todo.
Inuyasha se dobló sobre sí mismo, llevándose una mano al costado.
–¡Inuyasha!
–Estoy bien… –murmuró entre dientes.
Pero cuando intenté tocarlo, sentí la rigidez de su cuerpo, y el temblor de su respiración contenida. Lo obligué a sentarse en el suelo y revisé su costado. Sus ropas estaban húmedas de sangre junto a las vendas que lo rodeaban.
–¡Tienes las costillas rotas! –exclamé–. ¡¿Cómo pudiste ser tan imprudente?!
Él solo sonrió, como si nada importara. Como si no sintiera el dolor.
–Te encontré, Kagome. Eso es lo único que importa.
Me hundí en su pecho en silencio, temblando de cansancio y culpa. Sus brazos fuertes me envolvieron, y aunque su calor debería haberme reconfortado, algo en mi interior se retorció. Me sentía sucia. Dañada. Inútil. La sensación de los labios de Koga y sus manos seguía impregnada en mi piel como un veneno imposible de limpiar.
Inuyasha suspiró sobre mi cabello, ajeno a mi tormento interno, y yo me aferré a él con desesperación, buscando la paz que ya no sabía si merecía.
–Inuyasha… –musité sobre su pecho–. Tengo algo que decirte…
Continuará...
