La lluvia golpeaba con suavidad los vidrios del tren mientras avanzaba por el paisaje verde y tranquilo del este de Amestris. Roy Mustang observaba el reflejo de su propio rostro en la ventana, su mirada oscura perdida en el vaivén de los campos. A su lado, Riza Hawkeye revisaba unos documentos en silencio.
—¿Crees que sea cierto? —preguntó de pronto, sin apartar la vista del papel.
Roy no respondió de inmediato. La verdad, no sabía qué pensar. Cuando le llegó el informe, lo había leído dos veces antes de decidir que debía verlo con sus propios ojos.
"Transmutación humana exitosa."
Esas eran las palabras que habían llamado su atención. Si la alquimia tenía una verdad absoluta, era que la transmutación humana era imposible. Y si alguien lo había intentado y seguía vivo para contarlo, entonces había algo aquí que debía entender.
—Si lo es —respondió finalmente—, esto podría cambiarlo todo.
Riza asintió con seriedad, pero su mirada se endureció.
—¿Y si solo encontramos un desastre?
Roy suspiró.
—Entonces me aseguraré de que no se repita.
El resto del viaje transcurrió en silencio.
Cuando el tren llegó a la pequeña estación de Resembool, Roy bajó primero y respiró el aire fresco del campo. Todo era demasiado tranquilo, demasiado apartado. No encajaba con lo que esperaba de un lugar donde alguien hubiera cometido un acto de alquimia tan prohibido.
Los rumores decían que alguien había realizado una transmutación humana en este pueblo. Y no solo eso. Que quienes lo intentaron lograron sobrevivir.
Roy tenía que saber quiénes eran.
Caminaron hasta una casa pequeña donde vivían las únicas personas que parecían conocer los detalles de lo sucedido: una anciana llamada Pinako Rockbell y su nieta, una niña de cabellos dorados llamada Winry. La puerta estaba entreabierta cuando llegaron.
—Adelante —dijo una voz áspera desde dentro.
Roy entró primero, seguido de Riza.
Pinako Rockbell los esperaba sentada en una mesa con un cigarro en la boca y los ojos afilados de alguien que ya había visto lo peor de la vida.
—Así que el ejército viene a husmear —dijo sin rodeos—. ¿Qué quieren?
Roy se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de su abrigo.
—He oído cosas —respondió—. Cosas que no deberían ser posibles.
Pinako no se inmutó.
—¿Y qué te hace pensar que te lo contaré?
Roy sonrió con calma.
—Porque si alguien intentó una transmutación humana y sigue vivo, entonces necesita ayuda.
Un largo silencio se extendió en la sala.
Winry, que estaba al lado de su abuela, bajó la mirada con frustración. Sus pequeñas manos estaban apretadas en puños.
Pinako suspiró y señaló la puerta trasera.
—Si realmente quieres saberlo, ve a verlo por ti mismo.
Roy y Riza se miraron un momento antes de avanzar.
Cuando cruzaron la puerta, lo primero que sintieron fue el peso de un aire denso, cargado de algo indescriptible.
La casa al fondo del patio estaba en ruinas. Paredes quemadas, el techo a medio derrumbar. Un hogar que alguna vez estuvo lleno de vida, ahora reducido a cenizas.
Y ahí, en el umbral de lo que quedaba, estaba él.
Un niño.
No podía tener más de once años. Su cabello dorado estaba desordenado, cayéndole en mechones sobre la frente. Su piel era pálida, casi enfermiza, y sus ojos…
Roy se detuvo.
Esos ojos.
Había visto muchas miradas en su vida. Ojos que suplicaban, que odiaban, que se rendían.
Pero nunca había visto unos ojos como esos.
Eran los ojos de alguien que ya no tenía nada.
Muertos.
Y sin embargo, detrás de ese vacío, de esa tristeza abrumadora, Roy vio algo más.
Un fuego.
No, no era una simple chispa. Era algo más profundo, algo que había sobrevivido a la desesperación y al dolor.
Detrás de esa mirada vacía… estaba la determinación.
Edward Elric estaba en una silla de ruedas, su cuerpo delgado cubierto por una manta raída. Su brazo derecho y su pierna izquierda habían desaparecido, reemplazados solo por vendajes apretados. A su lado, una armadura de gran tamaño se mantenía en pie, inmóvil, con una presencia imposible de ignorar.
—¿Qué quieren? —preguntó Edward con voz ronca.
Roy avanzó con calma, metiendo las manos en los bolsillos.
—Eres Edward Elric.
—¿Y qué si lo soy?
Roy inclinó la cabeza levemente.
—¿Por qué lo hiciste?
Edward parpadeó.
—… ¿Qué?
Roy se detuvo frente a él, mirándolo fijamente.
—¿Por qué intentaste la transmutación humana?
La expresión de Edward se endureció.
—Eso no es asunto tuyo.
—Quizás no lo sea —admitió Roy—, pero me interesa. Me interesa saber por qué alguien tan joven decidió hacer lo que incluso los alquimistas más experimentados temen.
Edward no respondió.
La armadura a su lado, Alphonse, se movió apenas.
—Queríamos recuperar a mamá —dijo con voz profunda, pero llena de dolor.
Roy asintió lentamente.
—¿Y ahora qué?
Edward frunció el ceño.
—¿Qué?
—Ya lo intentaste —continuó Roy, su voz tan firme como su mirada—. Fracasaste. ¿Y ahora qué? ¿Cuál es tu propósito? ¿Por qué sigues vivo?
Las palabras cayeron como un golpe seco.
Edward abrió la boca, pero no dijo nada. Sus dedos se apretaron contra la manta que cubría sus piernas.
Roy lo observó en silencio. Sabía que sus palabras eran duras. Sabía que cualquiera en su posición lo consideraría cruel.
Pero también sabía que este niño no necesitaba compasión.
Edward no necesitaba a alguien que le dijera que todo estaría bien.
Necesitaba una razón.
El fuego en sus ojos parpadeó.
—Quiero recuperar el cuerpo de Al —susurró finalmente.
Roy asintió.
—Entonces vive.
Edward alzó la vista, sorprendido.
Roy se inclinó un poco hacia él, bajando la voz.
—Si realmente quieres arreglar esto, si realmente quieres devolverle a tu hermano lo que perdió… entonces levántate.
Edward tragó saliva.
Por primera vez en mucho tiempo, alguien no le decía que se detuviera.
Por primera vez, alguien no lo trataba como un niño roto.
Roy se enderezó y se giró hacia Riza.
—Prepara los papeles.
Ella asintió.
Edward lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
Roy sonrió apenas.
—Te estoy dando un camino. Te estoy dando una razón para seguir adelante.
Edward apretó los dientes.
Alphonse se inclinó levemente.
—Hermano…
Edward cerró los ojos un momento.
Cuando los abrió, la llama estaba ahí otra vez.
Roy Mustang supo, en ese instante, que este niño algún día haría historia.
—¿Crees que sea cierto? —preguntó de pronto, sin apartar la vista del papel.
Roy no respondió de inmediato. La verdad, no sabía qué pensar. Cuando le llegó el informe, lo había leído dos veces antes de decidir que debía verlo con sus propios ojos.
"Transmutación humana exitosa."
Esas eran las palabras que habían llamado su atención. Si la alquimia tenía una verdad absoluta, era que la transmutación humana era imposible. Y si alguien lo había intentado y seguía vivo para contarlo, entonces había algo aquí que debía entender.
—Si lo es —respondió finalmente—, esto podría cambiarlo todo.
Riza asintió con seriedad, pero su mirada se endureció.
—¿Y si solo encontramos un desastre?
Roy suspiró.
—Entonces me aseguraré de que no se repita.
El resto del viaje transcurrió en silencio.
Cuando el tren llegó a la pequeña estación de Resembool, Roy bajó primero y respiró el aire fresco del campo. Todo era demasiado tranquilo, demasiado apartado. No encajaba con lo que esperaba de un lugar donde alguien hubiera cometido un acto de alquimia tan prohibido.
Los rumores decían que alguien había realizado una transmutación humana en este pueblo. Y no solo eso. Que quienes lo intentaron lograron sobrevivir.
Roy tenía que saber quiénes eran.
Caminaron hasta una casa pequeña donde vivían las únicas personas que parecían conocer los detalles de lo sucedido: una anciana llamada Pinako Rockbell y su nieta, una niña de cabellos dorados llamada Winry. La puerta estaba entreabierta cuando llegaron.
—Adelante —dijo una voz áspera desde dentro.
Roy entró primero, seguido de Riza.
Pinako Rockbell los esperaba sentada en una mesa con un cigarro en la boca y los ojos afilados de alguien que ya había visto lo peor de la vida.
—Así que el ejército viene a husmear —dijo sin rodeos—. ¿Qué quieren?
Roy se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de su abrigo.
—He oído cosas —respondió—. Cosas que no deberían ser posibles.
Pinako no se inmutó.
—¿Y qué te hace pensar que te lo contaré?
Roy sonrió con calma.
—Porque si alguien intentó una transmutación humana y sigue vivo, entonces necesita ayuda.
Un largo silencio se extendió en la sala.
Winry, que estaba al lado de su abuela, bajó la mirada con frustración. Sus pequeñas manos estaban apretadas en puños.
Pinako suspiró y señaló la puerta trasera.
—Si realmente quieres saberlo, ve a verlo por ti mismo.
Roy y Riza se miraron un momento antes de avanzar.
Cuando cruzaron la puerta, lo primero que sintieron fue el peso de un aire denso, cargado de algo indescriptible.
La casa al fondo del patio estaba en ruinas. Paredes quemadas, el techo a medio derrumbar. Un hogar que alguna vez estuvo lleno de vida, ahora reducido a cenizas.
Y ahí, en el umbral de lo que quedaba, estaba él.
Un niño.
No podía tener más de once años. Su cabello dorado estaba desordenado, cayéndole en mechones sobre la frente. Su piel era pálida, casi enfermiza, y sus ojos…
Roy se detuvo.
Esos ojos.
Había visto muchas miradas en su vida. Ojos que suplicaban, que odiaban, que se rendían.
Pero nunca había visto unos ojos como esos.
Eran los ojos de alguien que ya no tenía nada.
Muertos.
Y sin embargo, detrás de ese vacío, de esa tristeza abrumadora, Roy vio algo más.
Un fuego.
No, no era una simple chispa. Era algo más profundo, algo que había sobrevivido a la desesperación y al dolor.
Detrás de esa mirada vacía… estaba la determinación.
Edward Elric estaba en una silla de ruedas, su cuerpo delgado cubierto por una manta raída. Su brazo derecho y su pierna izquierda habían desaparecido, reemplazados solo por vendajes apretados. A su lado, una armadura de gran tamaño se mantenía en pie, inmóvil, con una presencia imposible de ignorar.
—¿Qué quieren? —preguntó Edward con voz ronca.
Roy avanzó con calma, metiendo las manos en los bolsillos.
—Eres Edward Elric.
—¿Y qué si lo soy?
Roy inclinó la cabeza levemente.
—¿Por qué lo hiciste?
Edward parpadeó.
—… ¿Qué?
Roy se detuvo frente a él, mirándolo fijamente.
—¿Por qué intentaste la transmutación humana?
La expresión de Edward se endureció.
—Eso no es asunto tuyo.
—Quizás no lo sea —admitió Roy—, pero me interesa. Me interesa saber por qué alguien tan joven decidió hacer lo que incluso los alquimistas más experimentados temen.
Edward no respondió.
La armadura a su lado, Alphonse, se movió apenas.
—Queríamos recuperar a mamá —dijo con voz profunda, pero llena de dolor.
Roy asintió lentamente.
—¿Y ahora qué?
Edward frunció el ceño.
—¿Qué?
—Ya lo intentaste —continuó Roy, su voz tan firme como su mirada—. Fracasaste. ¿Y ahora qué? ¿Cuál es tu propósito? ¿Por qué sigues vivo?
Las palabras cayeron como un golpe seco.
Edward abrió la boca, pero no dijo nada. Sus dedos se apretaron contra la manta que cubría sus piernas.
Roy lo observó en silencio. Sabía que sus palabras eran duras. Sabía que cualquiera en su posición lo consideraría cruel.
Pero también sabía que este niño no necesitaba compasión.
Edward no necesitaba a alguien que le dijera que todo estaría bien.
Necesitaba una razón.
El fuego en sus ojos parpadeó.
—Quiero recuperar el cuerpo de Al —susurró finalmente.
Roy asintió.
—Entonces vive.
Edward alzó la vista, sorprendido.
Roy se inclinó un poco hacia él, bajando la voz.
—Si realmente quieres arreglar esto, si realmente quieres devolverle a tu hermano lo que perdió… entonces levántate.
Edward tragó saliva.
Por primera vez en mucho tiempo, alguien no le decía que se detuviera.
Por primera vez, alguien no lo trataba como un niño roto.
Roy se enderezó y se giró hacia Riza.
—Prepara los papeles.
Ella asintió.
Edward lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué haces?
Roy sonrió apenas.
—Te estoy dando un camino. Te estoy dando una razón para seguir adelante.
Edward apretó los dientes.
Alphonse se inclinó levemente.
—Hermano…
Edward cerró los ojos un momento.
Cuando los abrió, la llama estaba ahí otra vez.
Roy Mustang supo, en ese instante, que este niño algún día haría historia.
