El humo del cigarro se disipaba lentamente en la oficina, enredándose con la tenue luz del atardecer que entraba por la ventana. Roy Mustang exhaló con calma, observando cómo el fuego en la punta de su cigarro parpadeaba con cada bocanada. Sabía que tenía que dejarlo, y aún así, aquí estaba, sosteniéndolo entre los dedos como si fuera parte de él.

—¿Sabes que si sigues así, en un año estarás completamente adicto y sin pulmones?

La voz de Riza Hawkeye llegó desde la puerta sin necesidad de levantar el tono. Roy apenas giró la cabeza para mirarla.

—Me lo dices como si no lo supiera.

—Entonces déjalo.

Roy sonrió, pero no dijo nada.

Riza se cruzó de brazos, observándolo con esa expresión impenetrable que solía usar cuando sabía que él estaba a punto de hacer una estupidez.

—¿Realmente lo harás?

—¿Hacer qué?

—Esperar un año por él.

Roy cerró los ojos por un momento, recordando.

Los ojos de Edward Elric.

Esos ojos que deberían haber estado muertos pero que ardían con una determinación que ni siquiera los adultos más experimentados poseían.

—No tengo dudas —respondió finalmente.

Riza suspiró.

—Entonces empieza por cumplir tu promesa.

Roy abrió los ojos y la miró con una ceja en alto.

—¿Dejar de fumar?

—Y de beber.

Roy gruñó.

—Me estás pidiendo demasiado.

—Fuiste tú quien lo decidió.

Roy miró el cigarro por última vez antes de apagarlo en el cenicero. Se quedó viendo la colilla como si fuera el fin de una era.

—Un año sin fumar y sin beber…

—Y sin quejas.

—Ahora sí me estás matando.

Riza no respondió, pero la ligera curva en la comisura de sus labios era lo más cercano a una sonrisa que él podía obtener de ella.

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La decisión estaba tomada. Un año de espera. Un año de disciplina.

Y en ese tiempo, Roy Mustang tenía mucho que hacer.

—¿Estás bromeando?

Jean Havoc dejó caer su cigarro en la mesa con una expresión de absoluto horror. Breda, sentado a su lado, miró la escena con el mismo asombro.

—No, no puede ser —murmuró Breda, llevándose una mano a la cabeza—. ¡No puedes dejarlo, Mustang!

—¿Y por qué no? —preguntó Roy con una sonrisa, disfrutando de la reacción de sus hombres.

—Porque es parte de ti —se quejó Havoc—. Como tu estúpida chaqueta o esa cara de arrogancia que llevas a todas partes.

—Sí —intervino Fuery, con los lentes resbalándole por la nariz—. Se siente… extraño.

—Deberías apoyarme en esto —comentó Roy con fingida decepción—. Estoy haciendo un sacrificio por el futuro del equipo.

Breda bufó.

—Ah, claro, porque un niño de doce años va a ser la clave de nuestra unidad.

—No es un niño cualquiera —replicó Roy, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. Es un genio.

—¿Y qué? —intervino Falman, que hasta ahora había estado escuchando en silencio—. Un genio no lo es todo en un campo de batalla.

—No. Pero un genio con motivación es un arma imparable.

Hubo un breve silencio.

Riza, que había estado observando en silencio desde la esquina, decidió intervenir.

—Lo vieron, ¿no? —dijo, sin esperar respuesta—. Edward Elric no es un niño normal.

Breda suspiró.

—No digo que no lo sea, pero… un año, jefe. Un año sin cigarros, sin alcohol. ¿Realmente vale la pena?

Roy se acomodó en su silla y los miró con una expresión de absoluta confianza.

—Vale cada maldito segundo.

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Maes Hughes lo miró fijamente con los brazos cruzados.

—Déjame ver si entiendo.

Roy bebió su café en silencio, esperando.

—Vas a dejar el cigarro, dejar la bebida, controlar tus impulsos, y todo por un niño al que conociste hace apenas un mes.

—No cualquier niño.

Hughes hizo un gesto dramático con las manos.

—¡Oh, claro! Perdón, perdón. No cualquier niño. Un niño genio.

Roy no dijo nada.

Hughes suspiró y se inclinó sobre la mesa.

—Dime la verdad, Roy. ¿Por qué estás haciendo esto realmente?

Roy miró el café en su taza, observando cómo el líquido oscuro se movía lentamente con cada pequeño movimiento de su mano.

¿Por qué lo hacía?

¿Era porque Edward era un prodigio? ¿Porque sería útil para su plan de convertirse en Führer?

Tal vez.

Pero no del todo.

Recordó la expresión de Edward cuando le dijo que viviera.

Cuando le dio una razón para seguir adelante.

Roy había visto hombres y mujeres rendirse ante el dolor, ante la pérdida. Había visto soldados fuertes quebrarse bajo el peso de la desesperación.

Edward Elric no se había quebrado.

No completamente.

Y Roy quería ver hasta dónde podía llegar.

—Porque creo en él —respondió finalmente.

Hughes lo miró con incredulidad.

—¿Estás diciendo que has desarrollado un instinto paternal?

Roy le lanzó una mirada de advertencia.

Hughes se echó a reír.

—No me mires así. Sabes que te hará bien. Algo de responsabilidad real en tu vida.

Roy bufó.

—Responsabilidad ya tengo de sobra.

—Oh, sí. Claro. Como tu gran responsabilidad de no llenar la oficina de humo.

Roy lo ignoró.

Hughes sonrió con diversión y dio un largo trago a su café.

—De todos modos, supongo que solo queda esperar.

Roy asintió.

Un año.

Solo un año más.

Y entonces, todo comenzaría.