Capítulo 27:

Esperanza [III]


AVISO: Este capítulo contiene escenas que tocan temas delicados, si no te sientes cómodo con estos temas te recomiendo saltes al siguiente capítulo, de lo contrario estás preparado, se recomienda discreción y el respeto merecido.


Hoshiyomi avanzaba frenético por los pasillos del hospital.

Cada golpe de su corazón era un martilleo en sus sienes, cada paso parecía impulsarlo hacia un abismo del que temía no poder regresar.

Sus labios estaban apretados en una fina línea, y su pecho subía y bajaba con una respiración errática mientras revisaba habitación tras habitación, llamando sin cesar el nombre de su paciente.

Negándose a creer que lo que se anunciaba por los altavoces era cierto.

Sakaki Yuya no podía haber desaparecido.

Las palabras resonaban como un mantra en su mente mientras empujaba puertas, interrumpía a colegas y exigía respuestas.

Algunos se limitaban a negar con la cabeza, otros alzaban los hombros con indiferencia.

Cada gesto de desinterés era una espina que se clavaba en su piel, alimentando un enojo que hervía bajo la superficie.

"¿Por qué?" Se preguntaba con urgencia. "¿Por qué has elegido esto? No lo entiendo."

Pensaba Hoshiyomi mientras recorría los pasillos, su mirada inquieta buscando alguna señal de Yuya.

"¿Por qué desaparecer? ¿Por qué huir?"

Para alguien como él, que valoraba profundamente cada instante de vida y encontraba significado incluso en los momentos más pequeños, las decisiones de Yuya eran un enigma.

¿Qué podía estar pasando por la mente de aquel joven para elegir la fuga en lugar de enfrentarse a lo que le aguardaba?

Un escalofrío subió por su columna.

El recuerdo del expediente de Yuya le asaltó de pronto, con una claridad hiriente.

Un cuerpo desnutrido, heridas mal curadas. Ah, sí, era un historial de negligencia, sin duda alguna.

Era un milagro que el chico siguiera con vida. Y, sin embargo, allí estaba, desafiando su propia supervivencia con actos impulsivos y desesperados.

Hoshiyomi forzó a sus piernas a moverse más rápido, aunque el ardor en sus músculos amenazaba con detenerlo.

"No puedo detenerme". Pensó con obstinación, aunque su cuerpo estuviera al límite.

Fue entonces cuando las palabras de un colega en la sala de descanso regresaron a su memoria, trayendo consigo una oleada de rabia.

—Ese chico no es más que otro caso perdido —había dicho con tono despreocupado mientras hojeaba un expediente—. ¿Por qué te esfuerzas tanto, Hoshiyomi? Hay pacientes que realmente lo merecen. —

Hoshiyomi había alzado la vista de sus propias notas, intentando mantener el control.

—Todos los pacientes merecen nuestro esfuerzo —Había respondido con suavidad, pero sus ojos reflejaban firmeza—. No somos quiénes para juzgar quién merece vivir o no. —

El hombre había soltado una risa seca.

—Eres demasiado idealista. La realidad no funciona así, ¿sabes? —Dijo su colega, recostándose con descuido en la silla frente al escritorio de Hoshiyomi. Su tono era más de resignación que de burla, aunque el aire condescendiente seguía presente.

Hoshiyomi, sentado con la espalda recta, alzó la mirada de las notas que estaba revisando. Sus ojos brillaban con esa tranquilidad inquebrantable que tanto desconcertaba a quienes lo conocían.

—Funcione o no, voy a lograrlo. ¡Alcanzaré el cielo! —Replicó con una voz tan firme que llenó cada rincón de la habitación.

Su colega parpadeó, sorprendido por la fuerza detrás de aquellas palabras, aunque en el fondo seguía pensando que eran poco prácticas.

—¿No sueñas demasiado alto? —Murmuró, cruzando los brazos—. Algún día alguien va a lastimarte por eso, ¿sabes? Los ideales no detienen las flechas ni las piedras. —

Hoshiyomi se quedó en silencio.

Su primer impulso fue responder, defender aquello en lo que creía con la misma pasión que lo guiaba día a día. Sin embargo, recordó las palabras de su padre, siempre sabio y prudente: "Enfrentar a un tonto te hace igual de tonto."

Así que en lugar de entrar en un debate que sabía sería inútil, desvió la mirada de su colega y volvió a las notas frente a él.

Una pequeña sonrisa cortés se formó en sus labios, un gesto que decía más de lo que cualquier palabra podría transmitir.

No era que no respetara la opinión de su colega; sabía que, a su manera, intentaba protegerlo.

Después de todo, trabajaban juntos desde hacía años, y aunque sus perspectivas chocaban constantemente, había entre ellos una base de respeto mutuo.

Pero Hoshiyomi no podía ni quería renunciar a sus creencias.

Los ideales no eran fantasías para él; eran la brújula que le permitía mantenerse firme en un mundo que muchas veces se sentía perdido.

—Sabes, a veces me sorprendes —Continuó su colega, rascándose la nuca con una risa breve—. A pesar de todo, sigues adelante. Supongo que hay algo admirable en tu terquedad. —

Hoshiyomi no respondió, pero su sonrisa se suavizó un poco.

Dejó que el comentario quedara suspendido en el aire mientras volvía a concentrarse en su trabajo. No obstante, aquellas palabras siguieron resonando en su mente, como un eco persistente.

"Si los ideales pueden salvar aunque sea una vida, valdrá la pena."

Todo pudo haber quedado ahí, en una charla superficial entre colegas, pero entonces su compañero, como siempre, no pudo resistirse a mencionar el tema que últimamente rondaba en voz baja por los pasillos.

El morbo, como una sombra persistente, siempre encontraba su lugar en los lugares donde el trabajo y el cansancio se entremezclaban.

—Oye, y hablando de tu paciente estrella... Se dice que su padre, el gran Sakaki Yusho, ha estado gastándose el dinero que gana en vicios y tonterías. —Murmuró con un tono malicioso, ese tono que Hoshiyomi siempre encontraba irritante.

Era como si el sufrimiento ajeno fuera un manjar que se saboreaba entre susurros.

Hoshiyomi, sentado detrás de su escritorio, sintió cómo la calidez del café que ahora sostenía y que le había antojado, comenzaba a enfriarse en sus manos.

No dijo nada, pero sus labios se apretaron, y por un instante su mirada se desvió hacia las notas sobre su mesa, como si aquello pudiera amortiguar las palabras venenosas de su colega.

—¿Sabes algo al respecto? ¿Su hijo no ha dicho nada? Aunque bueno, era de esperarse ¿no? —Continuó el hombre, con una sonrisa que no hacía más que aumentar la tensión en el aire—. Un hombre que toca el duelo como un payaso difícilmente puede ser un ejemplo. ¿No te parece irónico? —

Hoshiyomi mantuvo su silencio, pero la presión de sus dedos alrededor de la taza se volvió evidente.

No era del tipo que reaccionaba impulsivamente.

Había aprendido, con paciencia y esfuerzo, a elegir sus batallas, pero cada palabra de su colega era como un golpe calculado, buscando una grieta en su compostura.

—¿Y si su hijo es igual? —Añadió el otro, inclinándose hacia adelante, con una sonrisa cómplice que buscaba arrastrar a Hoshiyomi a su juego insidioso.

Pero...

Fue entonces cuando Hoshiyomi levantó la mirada, y sus ojos heterocromos, con ese brillo siempre calmado, se endurecieron.

Era una mirada que no necesitaba palabras para transmitir la gravedad de su descontento.

Por primera vez en toda la conversación, su colega titubeó, como si el peso de aquella mirada lo hubiera dejado sin aliento.

—¿Cómo puedes decir algo así? —Su voz fue baja, pero cada palabra llevaba consigo una carga de indignación fría, como una tormenta que se forma en silencio antes de desatarse—. ¿Estás culpando a un niño por los errores de su padre? —

El colega rió nervioso, retrocediendo un poco y alzando las manos en un gesto defensivo.

—¡Solo lo decía como una posibilidad! Vamos, no te lo tomes tan en serio... —

El sonido de la taza al ser colocada con firmeza sobre el escritorio interrumpió sus palabras. No fue un golpe violento, pero la intensidad del gesto hizo eco en la habitación.

—Sakaki Yuya no es un niño mimado. Llegó aquí con un cuerpo destrozado, desnutrido, emocionalmente devastado. Eso no es un lujo, es una tragedia. —Las palabras de Hoshiyomi cayeron como un martillo, contundentes y cargadas de una verdad innegable.

El silencio que siguió fue denso, como si el aire mismo se hubiera detenido.

Su colega abrió la boca para decir algo, pero al cruzarse nuevamente con los ojos de Hoshiyomi, pensó mejor en quedarse callado.

Había algo en ese hombre, en su bondad y en su firmeza, que podía hacer que cualquiera reconsiderara sus actos.

Finalmente, con un gesto nervioso, el hombre se levantó de su silla, balbuceando algo incomprensible antes de salir de la oficina.

Hoshiyomi, por su parte, dejó escapar un suspiro contenido y llevó una mano a sus sienes.

No buscaba conflictos, pero había líneas que no estaba dispuesto a dejar que nadie cruzara.

Kattobingu... —Murmuró para sí mismo, volviendo a su trabajo, como si aquello pudiera recordarle por qué valía la pena sostener sus ideales, incluso en un mundo que parecía decidido a pisotearlos.

La alarma del hospital volvió a resonar, está vez con más fuerza que antes. Y aunque Hoshiyomi se perdió por un momento, volvió a encontrarse.

El pánico aún se respiraba entre los pasillos del hospital, como un eco que se negaba a disiparse.

Hoshiyomi lo percibió en las voces tensas de sus colegas, en los pasos apresurados que resonaban sobre el linóleo. Sin embargo, al llegar al penúltimo piso, donde estaba la estación de enfermeras, la escena que lo recibió fue desconcertante.

Un pequeño grupo se había formado alrededor de una mujer que lloraba desconsoladamente, sus sollozos eran desgarradores, pero nadie parecía estar realmente afectado por ellos.

—¡Es mi culpa! —Gimió la mujer, ocultando el rostro entre las manos, sus hombros sacudidos por el peso de sus lágrimas.

—No es tu culpa —Dijo otra enfermera con una voz cargada de falsa empatía, mientras colocaba una mano en su hombro de manera mecánica—. No podías saber que iba a reaccionar así. —

La mujer negó con un movimiento abrupto, como si quisiera apartar tanto la mano como las palabras que intentaban consolarla.

—¡Le dije que desapareciera si no quería estar aquí! —Gritó, con una desesperación que heló el aire—. ¡Yo no creí que me tomaría en serio! —

Hoshiyomi se detuvo en seco, sus ojos heterocromos brillando con incredulidad.

Las palabras de la mujer cayeron sobre él como un trueno, atravesando su paciencia como una daga. Pero antes de que pudiera intervenir, otra enfermera rompió el silencio con un comentario cargado de veneno.

—¿Y qué? —Espetó, cruzándose de brazos con una expresión desdeñosa—. Si ese niño hizo algo estúpido, es su culpa, no tuya. ¿Quién lo mandó a ser tan débil? —

Un murmullo de aprobación recorrió al grupo, como si esas palabras hubieran dado permiso para dejar caer todas las máscaras de decencia.

—Además —Añadió otra, inclinándose hacia adelante como si compartiera un oscuro secreto—, Dicen que su padre es un pervertido y un fraude. ¿Qué esperaban de alguien criado por un hombre así? Seguro que el niño salió igual o peor. Apuesto incluso, que ha de estar haciendo algo asqueroso en este momento. —

Las demás rieron nerviosas, una risa incómoda y cruel, que chocó contra los ideales de Hoshiyomi como una ola helada.

Sus pasos, normalmente tranquilos, resonaron con una firmeza que hizo que las risas se apagaran de inmediato.

Se detuvo frente a ellas, su mirada una mezcla de furia contenida y decepción.

—Basta. —Su voz era baja, pero llevaba consigo un peso que hizo que el aire pareciera volverse más denso.

El grupo se congeló, las enfermeras intercambiaron miradas nerviosas, pero ninguna se atrevió a responder.

—¿Esto es lo que llaman profesionalismo? —Continuó Hoshiyomi, cada palabra pronunciada con una frialdad que cortaba como vidrio—. ¿Esto es lo que creen que significa cuidar vidas? —

Una de ellas intentó hablar, pero su mirada la silenció al instante.

—Si tienen tiempo para murmurar y burlarse, también lo tienen para trabajar. —Hoshiyomi alzó un dedo hacia el pasillo—. Quiero a cada una de ustedes buscando a Yuya en este piso. ¡Ahora! —

El grupo se dispersó en un torpe desorden, murmurando excusas y bajando la cabeza para evitar su mirada. Solo quedó la mujer que seguía llorando, sus lágrimas cayendo en un torrente imparable.

Hoshiyomi se agachó frente a ella, reduciendo la distancia entre ellos sin invadir su espacio.

Colocó una mano con gentileza en su hombro, la fuerza de su enojo se desvaneció al encontrarla tan frágil.

—Tranquila —dijo con una suavidad que contrastaba con la dureza de sus palabras anteriores—. Necesito que me ayudes. Cuéntame exactamente lo que pasó. Tenemos que encontrarlo. —

La mujer levantó la mirada, sus ojos rojos e hinchados por el llanto. Por un momento, solo pudo emitir un sollozo, pero poco a poco, el peso de las emociones comenzó a encontrar salida en palabras entrecortadas.

Hoshiyomi la escuchó con atención, su expresión permaneció imperturbable, pero su corazón se comprimió con cada detalle.

El mundo parecía detenerse mientras Hoshiyomi escuchaba el relato de la enfermera.

Cada palabra caía sobre él como un martillo, golpeando sin piedad su conciencia.

Al final, solo quedó una verdad fría y desgarradora que lo dejó sin aliento.

Yuya estaba dispuesto a morir.

No era una idea pasajera, un impulso desesperado o un arranque momentáneo.

No.

Esa decisión había echado raíces en su corazón mucho antes de que alguien lo notara, creciendo como una sombra que nadie había querido ver.

Hoshiyomi se puso de pie de golpe, sintiendo cómo la urgencia le quemaba en las entrañas.

Sus piernas lo impulsaron hacia las escaleras, tomando los peldaños de tres en tres.

Cada paso resonaba como un latido agónico, un recordatorio de que cada segundo contaba.

El relato de la enfermera lo perseguía como un eco persistente:

"Con su trato indiferente y difícil, pensé que regañarlo o molestarlo un poco sería suficiente para calmarlo o hacerlo recapacitar. Pero..."

Hoshiyomi empujó con fuerza la puerta de las escaleras, el metal resonó como un grito mientras se cerraba detrás de él.

"Me equivoqué. Él me miró de forma aterradora, y cuando quise notar, se comenzó a portar bien."

El corazón de Hoshiyomi latía con tanta fuerza que sentía que iba a explotar. El aire a su alrededor era pesado, denso, como si el mundo mismo supiera lo que estaba en juego.

"En mi ingenuidad pensé que mi amonestación había funcionado, pero cuando comenzó a preguntar dónde quedaba el techo, qué tan alto era el edificio, e incluso si las ventanas siempre estaban cerradas, tuve un mal presentimiento. ¿Por qué un niño haría esas preguntas?"

Hoshiyomi llegó al último tramo de las escaleras, empujando la puerta que conectaba a la azotea con tal fuerza que chocó contra la pared.

La luz del sol de la tarde lo cegó por un instante, pero su mirada se enfocó rápidamente en una figura solitaria al borde del vacío.

—¡Sakaki-san! ¡Yuya! —Gritó, su voz desgarrando el silencio que reinaba en la azotea.

El niño se giró lentamente, su frágil cuerpo se recortaba contra el horizonte, como si fuera parte de un cuadro trágico y sublime.

El viento jugaba con su cabello, y su mirada, perdida y vacía, se encontró con la de Hoshiyomi.

—Yuya... —

La voz de Hoshiyomi tembló, cargada de un dolor que ni él mismo sabía que podía sentir.

La escena frente a él era irreal, una pesadilla hecha carne. Yuya estaba allí, al borde del abismo, sus pies apenas tocando el suelo.

Sus ojos, llenos de una tristeza insondable, parecían mirar a través de Hoshiyomi, como si él ya no perteneciera a este mundo.

Las palabras finales de la enfermera resonaron en su mente como un susurro helado:

"¿Cómo iba a saber que él iba a tomar esa decisión?"

—Yuya... —Repitió, esta vez en un murmullo suplicante, su voz quebrada por el peso de la escena.

El menor no dijo nada al principio, pero su postura lo decía todo.

Las manos temblorosas, el ligero balanceo hacia adelante, como si el viento pudiera llevárselo en cualquier momento.

Había una calma perturbadora en él, una aceptación que partía el alma.

Hoshiyomi avanzó lentamente, su mente luchando por encontrar las palabras adecuadas, por arrancar al niño de esa oscuridad en la que se había sumido.

Rogó al cielo, al destino, a cualquier fuerza que lo escuchara, que Yuya no estuviera allí.

Pero la realidad era cruel, y lo que vio rompió cualquier esperanza.

Yuya no solo estaba allí; estaba más que listo para dar ese último paso al vacío.

—Yuya. —Hoshiyomi lo llamó, con una voz que era un ruego.

Pero antes de que pudiera decir algo más, fueron seis palabras las que se deslizaron de los labios de Yuya, como un eco que perforaba el silencio.

Una pequeña oración, sencilla, pero mortalmente pesada.

—Lo siento mucho, perdón y gracias.—

El cuerpo de Hoshiyomi reaccionó antes que su mente pudiera comprender lo que esas palabras significaban.

Una sensación helada le recorrió la columna, como si el mismo aire a su alrededor le advirtiera de lo inevitable.

Y entonces...

Yuya se arrojó.

Fue un instante.

Un suspiro en el tiempo donde todo pareció detenerse, excepto el horror que se apoderó de Hoshiyomi.

En ese segundo, algo dentro de él se quebró.

"Fallé."

La idea golpeó su mente como un martillo.

"Fallé como médico, como persona."

Pero no podía permitirlo.

No podía quedarse ahí, siendo testigo del fin de una vida cuya llama apenas había comenzado a arder.

Y entonces corrió.

Corrió como si el peso de todo el universo descansara sobre sus hombros.

Corrió con una desesperación tan cruda que sentía cómo sus músculos se desgarraban con cada paso.

Corrió hasta que sus pies parecieron grabar su huella en el concreto, un testimonio de su lucha contra el destino.

No llegaría a tiempo.

El miedo lo atravesó, pero no se detuvo.

No podía detenerse.

Y, contra toda probabilidad, en el último segundo, su mano alcanzó la de Yuya. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de la muñeca del muchacho, justo cuando el vacío lo reclamaba.

Ahora estaban ambos al borde del edificio, al borde de la vida y la muerte.

El viento rugía, como si quisiera arrancarlos de ahí, como si el mismo cielo quisiera verlos caer.

Hoshiyomi se sostenía del barandal con una mano, mientras con la otra luchaba por mantener a Yuya suspendido entre el abismo y la salvación. El esfuerzo era insoportable; sentía cómo sus músculos ardían, cómo su muñeca crujía bajo la presión.

Pero no lo soltó.

No podía soltarlo.

En medio del caos, sintió un extraño alivio. Porque, aunque fuera a duras penas, había llegado a tiempo. Había logrado sujetarlo. Y eso, por ahora, era suficiente.

Pero para Yuya, el alivio no era más que una burla cruel.

No esperaba que nadie lo detuviera.

No esperaba que nadie lo salvara.

Su vida ya estaba decidida, y ese hombre —ese médico— estaba interfiriendo en algo que para él ya no tenía solución.

Miró hacia arriba, encontrándose con la mirada intensa de Hoshiyomi. Lo vio luchando, aferrándose con un esfuerzo casi sobrehumano, y la rabia comenzó a brotar en su interior como un fuego incontrolable.

—¿Por qué...? —Murmuró, con un hilo de voz que apenas era audible sobre el rugido del viento.

Pero la rabia pronto reemplazó a la confusión.

¿Por qué no podía simplemente dejarlo ir?

—¡¿Por qué?! ¡Suéltame! ¡Suéltame! —Gritó, agitando su cuerpo con fuerza, intentando zafarse.

Hoshiyomi, quien siempre había sido un hombre tranquilo, sereno, se encontró perdiendo el control.

No podía permitirse perderlo.

—¡¿De qué mierda estás hablando?! —Gritó, su voz cargada de una mezcla de desesperación y furia. —¡No puedes morir aquí!—

—¡Cállate! ¡Cállate! ¿Qué sabes tú si quiero o no morir? ¡No sabes nada!— Yuya escupió las palabras como si fueran veneno, cada una cargada de su dolor acumulado.

—¡Entonces déjame saberlo! ¿Por qué quieres morir? ¡Dímelo!—

—¡No! Vas a burlarte igual que ellos.—

Esa palabra, "ellos", resonó en la mente de Hoshiyomi. Su mente se llenó de imágenes: las miradas indiscretas de las enfermeras, los susurros de los médicos, los rumores que corrían por los pasillos. La soledad de Yuya era palpable, un peso que lo había estado aplastando durante tanto tiempo.

Hoshiyomi negó con fuerza, su mandíbula tensándose mientras luchaba por mantenerlo sujeto.

—¡No me burlaré! —Prometió, con una intensidad que hizo que Yuya se detuviera por un momento. —¡Jamás despreciaría a un ser humano! Mucho menos a un niño como tú.—

—¡Deja de tratarme como un niño! —Yuya comenzó a llorar, las lágrimas cayendo libremente mientras su voz se quebraba. —¡Todos me tratan así! ¡Con lástima! ¡Como si no valiera nada! ¡Como si no entendiera nada!—

—¡Eso no es verdad!— Hoshiyomi replicó, su voz llena de una fuerza que parecía venir de lo más profundo de su ser.

—¡Lo es! —Yuya respondió, su voz rota por el llanto. —La escuela, la calle, este lugar... ¡Todos me odian! Nadie me quiere aquí. ¡¿Qué te hace diferente a ti?!—

—¡Yo me preocupo por ti!—

Las palabras estallaron en el aire como un trueno. Yuya se quedó en silencio por un momento, procesándolas.

—¡No es cierto!—

—¡Es la verdad! ¿Qué otra explicación hay para que esté aquí, aferrándome a ti, luchando porque no tomes la peor decisión de tu vida?—

Las palabras de Hoshiyomi perforaron el muro que Yuya había construido alrededor de sí mismo.

Por un instante, solo uno, el muchacho se permitió creerle.

Pero luego, como una sombra que nunca desaparece, el recuerdo de las deudas de su padre, las burlas, las miradas de desprecio, todo volvió a invadir su mente.

"Aunque viva, no cambiará nada."

Yuya volvió a removerse, con más fuerza que antes. Sacó una pluma de su bata y, con un gesto desesperado, intentó arañar la mano de Hoshiyomi.

—¡Suéltame! —

El dolor fue agudo, pero Hoshiyomi no lo soltó.

No podía soltarlo.

—¡Sé que estás asustado! ¡Sé que estás solo! —Gritó, con un tono que era una mezcla de súplica y demanda. —Pero, por favor, no me dejes de lado. Yo no soy como ellos. Yo me preocupo por ti. Espero, cada día, verte recuperarte. Espero verte sonreír.—

"Sonreír."

Y entonces, la pluma tembló entre los dedos de Yuya.

Las palabras de Hoshiyomi resonaban en su mente como un eco lejano, pero constante.

"Por favor, no me dejes de lado... yo me preocupo por ti... quiero verte sonreír".

Aquellas frases, llenas de una sinceridad desgarradora, eran como pequeñas grietas que comenzaban a formar fisuras en la coraza de su desesperación.

Sin embargo, fue otra voz, una más suave, más íntima, la que lo golpeó con fuerza.

"Yuya, mientras tengas vida, mientras tu corazón lata... ¡No te rindas! Mi niño precioso, aunque yo ya no pueda verte, espero que vivas. Espero que vivas tu vida como tú deseas. Y cuando llegue el momento, Yuya, estaré tan orgullosa de ti."

El rostro de su madre atraves de ese video que dejó atras, frágil pero lleno de amor, brilló en su mente como un faro en medio de la tormenta.

Su memoria lo envolvió, cálida y suave, recordándole lo que había olvidado: que alguna vez, alguien lo había amado profundamente.

Incondicionalmente.

La pluma cayó de sus dedos.

Yuya quedó suspendido en el aire, el viento frío golpeándole el rostro, pero su mente estaba en otro lugar.

Pensó en su madre, en la promesa que ella le había dejado, en aquel deseo tierno y esperanzador que parecía tan distante ahora. Pensó en las palabras de Hoshiyomi, en cómo aquel hombre, a pesar de no tener ninguna obligación, se había arriesgado para salvarlo.

Él lo había buscado.

La imagen de Hoshiyomi subiendo las escaleras del hospital, ignorando las miradas indiferentes de los demás, cruzó su mente.

Lo había visto, aunque solo fuera de reojo.

Había visto cómo aquel hombre no dudó en correr hacia el techo, cómo lo había alcanzado justo a tiempo, cómo ahora se aferraba a él con una fuerza casi sobrehumana, incluso cuando su propia vida pendía de un hilo.

"No me dejó caer."

Esa revelación lo golpeó como un trueno. Hoshiyomi no solo estaba allí por obligación; estaba allí porque realmente le importaba.

Porque había hecho todo lo posible por detenerlo, porque no se había rendido, incluso cuando él mismo lo había hecho.

Un calor extraño comenzó a llenar el pecho de Yuya, algo que no había sentido en mucho tiempo. Una mezcla de culpa, tristeza y... una chispa de esperanza.

Sus ojos buscaron los de Hoshiyomi.

El médico seguía aferrándose con todas sus fuerzas, con el rostro tenso por el esfuerzo. Su mano, dañada por la pluma sangraba, pero no lo soltaba.

Sus labios temblaban por la presión, pero no dejaba de sostenerlo.

Y, aun así, había algo en su mirada que atravesó a Yuya de manera irremediable: una convicción inquebrantable.

Como si estuviera dispuesto a caer con él si eso significaba no abandonarlo.

—¿Por qué...? —Preguntó Yuya, esta vez no con rabia, sino con una vulnerabilidad que lo hacía parecer un niño perdido.

—Porque creo en ti. —La voz de Hoshiyomi estaba cargada de determinación, pero también de ternura. —Porque alguien en este mundo tiene que demostrarte que mereces vivir. No importa cuántas veces hayas sentido que no vales nada... yo estoy aquí para recordarte que sí lo haces.—

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Yuya, más calientes y pesadas que antes.

Su cuerpo dejó de luchar, y por primera vez en años, se permitió sentir.

Sentir el dolor, la tristeza, pero también el amor que alguien le ofrecía, tan puro, tan sincero.

"Mamá quería que viviera."

"Hoshiyomi también quiere que viva."

Entonces, con una última mirada al vacío, Yuya tomó una decisión.

Quizás no era definitiva, quizás no era para siempre, pero en ese momento, decidió intentarlo.

Aunque solo fuera por ahora.

Extendió su mano temblorosa y se aferró con fuerza a la de Hoshiyomi.

El médico, al sentir el gesto, dejó escapar un sollozo que había estado reteniendo.

Con un esfuerzo monumental, lo jaló hacia el otro lado del barandal.

Sus músculos gritaban de dolor, pero no se detuvo hasta que Yuya estuvo completamente a salvo.

Ambos cayeron al suelo, exhaustos, respirando con dificultad.

Yuya temblaba, como si su cuerpo aún no supiera cómo procesar lo que acababa de pasar. Y Hoshiyomi, a pesar de su propio agotamiento, lo envolvió en un abrazo protector.

—Estás a salvo, Yuya. —dijo, su voz rota pero llena de alivio. —No voy a dejarte solo.—

Yuya, con el rostro enterrado en el pecho de Hoshiyomi, dejó que las lágrimas fluyeran libremente.

No dijo nada, pero en su interior, algo había cambiado.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba completamente solo.

Y aunque el dolor seguía ahí, aunque la oscuridad aún lo envolvía, ahora había una pequeña luz.

Una chispa que apenas comenzaba a arder.

"Tal vez... solo tal vez... pueda intentarlo."