Capítulo 29:

Esperanza [V]


Fue un destello, una sombra que nunca había desaparecido del todo, un aviso insidioso de que las heridas más profundas siempre encuentran una forma de desgarrarse de nuevo.

Yuya mentiría si dijera que no esperaba este momento.

Desde la última conversación con su padre, aquel hombre que lo había dejado con una deuda impagable y un vacío irremplazable, había una parte de él que nunca dejó de mirar hacia la puerta, esperando lo inevitable.

Sin embargo, verlo ahí, cruzando el umbral como si nada hubiera pasado, acompañado por una mujer desconocida y el inconfundible hedor a alcohol, fue como un puñetazo directo al estómago.

Un golpe que no solo lo dejó sin aire, sino que le recordó, con cruel precisión, lo insignificante que siempre había sido para ese hombre.

Sus cejas, que ya no recordaban cómo fruncirse, volvieron a hacerlo, pesadas por el peso de su impotencia.

Y aun así, Yuya intentó contenerse, buscando algo, cualquier cosa, en los ojos de su padre.

Algún rastro de humanidad, un mínimo gesto que indicara arrepentimiento.

Pero Yusho tenía un talento especial: lograba decepcionarlo incluso cuando ya no quedaban expectativas que destruir.

—¡Yuya! ¡Llegaste! —Saludó Yusho, como si no hubiera pasado más de un año desde su abandono.

Como si no lo hubiera dejado hundirse en un infierno de deudas.

Como si el mundo entero no hubiera cambiado en su ausencia.

La sonrisa en el rostro de su padre, una mueca que antes le parecía cálida, ahora era un recordatorio de todo lo que odiaba de él.

Antes de que pudiera procesarlo, Yusho ya estaba junto a él, aferrando su hombro con una familiaridad que ahora le resultaba repulsiva.

—Has crecido bien. Sabía que podías cuidarte solo. —

Las palabras fluían con una ligereza insultante, cada una más dolorosa que la anterior.

—¿Cómo te ha ido? ¿Tienes un trabajo a medio tiempo? ¿Por qué no me habías contado? Así no me habría sentido tan presionado para pasarte dinero. —

El mundo de Yuya se detuvo.

—¿Qué...? —Fue lo único que logró articular.

¿Ese hombre hablaba de pasarle dinero? ¿Ese hombre, que había vaciado sus cuentas y lo había dejado a merced de prestamistas?

La incredulidad cruzó su rostro como un rayo, pero sus labios permanecieron sellados.

No podía.

No sabía cómo enfrentarlo.

Solo intentaba entender qué diablos hacía allí, en la casa que él había mantenido con tanto esfuerzo.

La voz de su padre lo arrastró de vuelta a la realidad.

—¡Ah! Yuya, ella es Miranda. —La mujer, que hasta ahora se mantenía colgada del brazo de Yusho, sonrió con desdén fingido—. Como te prometí, ella es tu nueva madre. Cuidará de ti de ahora en adelante. —

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

La mujer, con un aire de arrogancia apenas velada, le dedicó una mirada superficial antes de volver su atención a Yusho.

—¡Ah, pajarito! —Rió Miranda, lanzándose al pecho de su amante—. Me habías dicho que era un niño pequeño, no un adolescente. ¿Sabes lo difícil que es cuidar a un adolescente? —

Yusho la abrazó delicadamente, como si estuvieran en una escena romántica y no en medio de la devastación emocional de su hijo.

—No te preocupes, pajarita. Solo es hasta que cumpla dieciocho. Después de eso, estoy seguro de que Yuya querrá independizarse. —

La mujer giró hacia Yuya con una sonrisa cargada de malicia.

—Bueno, niño. Ya escuchaste. Coopera hasta los dieciocho, y luego podrás perderte. —

Las palabras eran como dagas, cada una clavándose más profundamente en su corazón.

Yuya, congelado, no podía moverse.

Su mente estaba atrapada entre el presente y los recuerdos que tanto había luchado por enterrar.

El perfume empalagoso de Miranda despertaba fantasmas que lo devoraban desde dentro.

El aire en sus pulmones se volvió denso, irrespirable.

Su respiración, antes tranquila, ahora era un jadeo errático.

Un torrente de imágenes lo golpeó: la burla de los prestamistas, las noches interminables trabajando hasta el cansancio, la soledad de un hogar vacío, el recuerdo doloroso de su destrozada infancia. Y ahora esto.

La bilis subió por su garganta.

El asco era insoportable, un veneno que se manifestaba con violencia.

Sin poder contenerlo, Yuya giró sobre sus talones y vomitó.

El sonido resonó como un eco incómodo en la habitación, pero no lo suficientemente fuerte como para silenciar las palabras que siguieron.

—¡Yuya! ¿Qué crees que haces? —Gruñó Yusho, el asco evidente en su tono.

Pero no fue su padre quien asestó el golpe final, sino Miranda, con su tono dulzón y cruel.

—Cariño, ese niño está desafiando tu autoridad. Vomitar apenas llega... No está bien. ¿Por qué no lo encierras en su habitación? Un poco de disciplina no le vendría mal. —

La mirada de Yusho vaciló por un instante, pero fue suficiente para que la idea echara raíces. Y antes de que Yuya pudiera recomponerse, una mano áspera lo agarró del brazo y lo arrastró hacia las escaleras.

—No puedo creer que me avergonzaras así. Tendrás que pagar por esto. —

Yuya no opuso resistencia.

No podía.

Su cuerpo, debilitado por el impacto emocional, era incapaz de moverse.

Cuando la puerta se cerró tras él con un golpe seco y una silla bloqueó su salida, el eco de las palabras de su padre lo envolvió como una prisión.

—¡Aprenderás a respetarme! —

Yusho regresó con Miranda, dejando a Yuya solo, encerrado en un silencio que gritaba más fuerte que cualquier insulto.

En la penumbra de su habitación, Yuya se dejó caer al suelo, abrazando sus rodillas con fuerza.

Las lágrimas, rebeldes, comenzaron a caer.

Y en ese momento, entendió algo con una certeza que le desgarró el alma: no importaba cuánto lo intentara, no había lugar para él en el corazón de ese hombre.


La luz pálida del amanecer apenas rozaba las cortinas cerradas, tiñendo de sombras alargadas los bordes de la habitación.

Yuya seguía en el suelo, su espalda apoyada contra la fría pared, como si esta fuera lo único que podía sostenerlo.

No había dormido.

La noche lo había arrastrado a un abismo de recuerdos que no hacía más que profundizar su agotamiento.

El frío se le había metido en los huesos, pero era el peso de su desamparo lo que realmente lo inmovilizaba.

Cerró los ojos, queriendo desaparecer por un instante, pero un leve vibrar rompió el silencio, trayéndolo de vuelta con un sobresalto.

Parpadeó, desorientado, mientras el sonido insistente lo llevaba a buscar frenéticamente en el bolsillo de su pantalón.

Cuando encontró el celular, lo desbloqueó con dedos temblorosos y...

Allí estaba.

El mensaje.

Pequeño, pero capaz de perforar la coraza de su soledad:

"Buenos días, Yuya. Espero que hoy encuentres un motivo para sonreír."

Un sollozo escapó de su pecho, rasgando el silencio de la habitación.

No era tristeza.

Era alivio, mezclado con una oleada de gratitud que parecía brotar directamente de su alma.

—Siempre… siempre te preocupas por mí —Murmuró, aferrando el teléfono como si este pudiera protegerlo del mundo.

Por un momento, el torbellino de emociones en su interior se calmó.

Aquellas palabras, aunque simples, eran un recordatorio de que alguien allá afuera aún lo veía, aún se preocupaba.

Se sintió más fuerte, lo suficiente como para buscar el contacto de Hoshiyomi y deslizar su dedo sobre el botón de llamada.

Pero entonces, la duda lo detuvo.

"¿Qué estoy haciendo?" pensó, con una mezcla de vergüenza y autodesprecio.

Hoshiyomi ya había hecho demasiado.

Siempre estaba pendiente, siempre buscaba animarlo.

¿Cómo podía ser tan egoísta como para pedirle aún más? Yuya se sintió pequeño, insignificante.

Era incapaz de afrontar su situación por sí mismo y ahora, en su desesperación, pretendía cargar a Hoshiyomi con más peso.

"No… Esto sería demasiado. Ya tiene suficiente con sus propios problemas."

Guardó el celular en su bolsillo, apretando los labios con fuerza mientras su vergüenza lo envolvía.

Pero el mensaje había plantado una chispa de fuerza en su interior.

Se levantó con torpeza, tambaleándose mientras sus músculos protestaban.

Al mirarse en el espejo del baño, casi no se reconoció.

Las ojeras oscuras, el rostro pálido y el cabello desordenado hablaban de noches de lucha y días de desgaste.

—No me rendiré… —Se susurró, como si aquellas palabras pudieran reconstruirlo desde las ruinas.

El agua fría sobre su rostro le devolvió una pizca de lucidez.

Lavó cada rincón de su piel, como si quisiera borrar algo más que la suciedad.

Como si al frotar lo suficiente, pudiera deshacerse de la culpa, la tristeza y el cansancio que lo atormentaban.

Se seco, limpio y peino.

Y con renovada resolución, se dirigió a la puerta.

Sus puños golpearon la madera con fuerza.

—¡Vamos! ¡Ábrete! —

Pero la puerta no cedió, indiferente a sus esfuerzos. Yuya apretó los dientes, las lágrimas comenzando a acumularse en sus ojos.

Entonces, una idea cruzó por su mente.

Detestaba la opción, pero la desesperación lo llevó a intentarlo.

—¡Papá! ¡Ábreme! ¡Voy a llegar tarde al trabajo! ¡Por favor! —Gritó, su voz desgarrándose mientras golpeaba la madera con el poco vigor que le quedaba.

Pero la casa permaneció muda.

Solo el eco de sus propios gritos le respondía.

El tiempo pasó como una pesadilla interminable.

Y cuando el reloj marcó las nueve de la mañana, el celular vibró nuevamente.

No obstante, el nombre en la pantalla fue como una daga directa al pecho: Jefe de tienda.

Sabía lo que venía.

Lo sabía antes incluso de contestar, pero sus dedos actuaron por instinto.

—¿Por qué no estás aquí? —El rugido de su jefe lo hizo encogerse aún más—. ¡Hay clientes esperando! ¡Qué irresponsable! Pensaba que eras más profesional. Esta es tu última oportunidad, ¿entiendes? Mañana, a primera hora, o no vuelvas. —

El clic al final de la llamada resonó como un veredicto. Yuya dejó caer el celular, que golpeó el suelo con un sonido seco.

Se llevó las manos al rostro, luchando contra un sollozo que amenazaba con escapársele.

Maldición… —Murmuró, con la voz rota por el cansancio y la impotencia.

Había luchado tanto para mantener ese empleo, para no perder el poco control que aún tenía sobre su vida. Y ahora, todo parecía derrumbarse frente a él.

Se sentó de nuevo en el suelo, abrazándose las piernas mientras la habitación parecía encogerse a su alrededor.

Nadie vino a abrir la puerta ese día.

Ni al siguiente.

La idea de que su padre pudiera haberlo olvidado, de que incluso él lo consideraba irrelevante, lo golpeó con más fuerza que cualquier palabra hiriente.

Estaba solo.

Otra vez.


La tercera es la vencida.

¿Han escuchado eso alguna vez?

Yuya lo encontró irónico cuando, al tercer día de encierro, la puerta de su habitación se abrió con un chirrido lento y casi ominoso.

Su padre, con una expresión intrincada y vacilante, entró, cargando una sombra de culpa que intentaba ocultar bajo una capa de indiferencia.

El eco de esos pasos bastó para que Yuya supiera que no enfrentaba a un padre, sino a un extraño, a un hombre que alguna vez respetó y que ahora no era más que un monstruo revestido de humanidad.

—Ya puedes salir. —La voz de Yusho era un murmullo apagado, casi temeroso. Ni siquiera tuvo el valor de mirarlo directamente, desviando la vista al suelo mientras añadía— Dejé las sobras de la cena en la mesa. —

Y luego, como el cobarde que Yuya sabía que era, huyó.

La puerta quedó abierta, como una burla cruel.

La libertad estaba ahí, a su alcance, pero el orgullo de Yuya le impidió correr hacia ella.

En su interior, una tormenta rugía, contenida solo por su férrea voluntad.

No le daría ese placer.

No le mostraría que lo había quebrado.

Esperó unos minutos.

Y solo cuando estuvo seguro de que su padre ya no podía escucharle, salió.

Cada paso que daba era una protesta silenciosa, un desafío, como si con su andar pausado reclamara el control que le habían arrebatado.

Llegó a la cocina, y al comprobar que estaba solo, se abalanzó sobre la comida.

No había dignidad en su hambre, solo una necesidad primitiva de sobrevivir.

Cada bocado era un recordatorio de los días perdidos, del abuso disfrazado de disciplina.

Pero entonces, una presencia rompió su concentración.

—Yuya, yo... —

Yusho estaba allí, y su sola voz hizo que la comida se tornara amarga en su boca.

Yuya le dio la espalda de inmediato, un gesto deliberado que era tanto rechazo como condena.

—Sé que estás molesto, pero lo hice por tu bien. Vomitar apenas llegue tu madre sería grosero. —

¿Madre?

La chispa de furia que Yuya había intentado suprimir se encendió con una intensidad devastadora.

Giró lentamente, su mirada helada y su expresión rígida, como si cada movimiento fuera una amenaza silenciosa.

Mi madre está muerta. —Su voz era un susurro cargado de veneno—. Murió cuando me dio a luz. ¿Acaso te has vuelto tan senil como para olvidarlo? No llames madre a esa mujer. Mi madre murió hace mucho, y esa mujer no es más que una extraña. Una cualquiera. —

—¡Yuya! —Yusho se adelantó, alarmado por el tono de su hijo, pero Yuya lo cortó sin piedad.

—¿No te resulta curioso? —Preguntó, con una calma que bordeaba la locura—. Todo se repite. Una mujer llega... y, ¿qué pasará después? ¿También me hará daño? —

El color abandonó el rostro de Yusho.

La insinuación de lo que había sucedido años atrás era demasiado clara, demasiado dolorosa.

—¡Eso no va a pasar! —Exclamó, desesperado.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te hace tan seguro? —Yuya se acercó, sus palabras un reto, su mirada una daga que perforaba la fachada de su padre.

—No... no pasará. —

¡Tú no sabes eso! —Gritó Yuya, golpeando la mesa con los puños para después avanzar hacia él—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido? ¡A mis diecisiete años no necesito una madre! ¡No necesito que traigas a otra mujer a mi vida! ¡Estaba mejor solo! Y tú... tú... —

Su voz se quebró, pero el enojo seguía ardiendo en sus ojos.

—¿Dónde demonios estuviste todo este tiempo? —Continuó, su tono cargado de reproche—. Rechazaste mis llamadas. Dijiste que pagarías a la terapeuta y luego... —

—Sobre eso... —Intentó Yusho, pero Yuya lo interrumpió con un grito de furia.

—¡Ah! ¿Y qué hay de la deuda? ¿Te endeudaste a mi nombre? ¿Qué clase de padre hace eso? —

Yusho retrocedió un paso, incapaz de responder, pero Yuya no lo dejó escapar.

—¡Dejaste que me hundiera en tus problemas! ¡Dejaste que pagara tus errores! ¡Incluso tuve que dejar la escuela para trabajar! —

—¿Ya no vas a la escuela? —

La pregunta cayó como una piedra en el silencio, pero Yuya se rió, una risa amarga y carente de humor.

—¿Ahora te importa? ¿Después de tres días de encierro? —su voz era puro sarcasmo, su mirada una condena—. Y para colmo, tú... —

Se detuvo, el zumbido en sus oídos ahogando el resto de las palabras de su padre.

No necesitaba oírlas.

Ya sabía lo que iba a decir.

El mundo de Yuya colapsó.

Su cuerpo tembló y, por un momento, todo pareció detenerse.

Luego, como si la rabia hubiera tomado el control total de su ser, se acercó y, sin pensarlo dos veces, escupió en el rostro de su padre.

El aire entonces se llenó de una dolorosa tensión.

Yuya se quedó inmóvil tras haberle escupido en la cara.

Observó a su padre con una mezcla de desprecio y expectativa.

Quería ver, necesitaba ver, aunque fuera un atisbo de arrepentimiento, un reflejo de vergüenza en sus ojos.

Pero lo único que recibió fue una sonrisa irónica que desbordaba una incomprensible calma.

—Eres gracioso, Yuya —Dijo Yusho mientras se limpiaba el rostro con el dorso de la mano, como si aquello hubiera sido un simple accidente.

La risa que acompañó esas palabras fue tan ligera, tan absurda, que hizo que el estómago de Yuya se revolviera.

Y antes de que pudiera hablar, su padre continuó, tratando de disipar la tensión con un tono que bordeaba lo paternal.

—Sabes, siempre me has sorprendido con tu capacidad de resolver problemas. Eres más fuerte de lo que yo jamás fui, hijo. Lo que lograste con la deuda anterior... fue admirable. Sabía que podía confiar en ti. —

—¿Qué...? —La incredulidad de Yuya quedó atrapada en su garganta.

Yusho dio un paso atrás, como si buscara alejarse de la tormenta que estaba desatando.

En su mirada no había arrepentimiento, solo una molesta mezcla de culpa y autojustificación.

—Lo cierto es que pensé que... ya sabes, cuando me dijeron que la deuda anterior había sido liquidada, creí que también habían perdonado todo lo demás. Por eso, bueno, me atreví a pedir un nuevo préstamo. —

Yuya sintió cómo el zumbido volvía a invadir sus oídos.

Cada palabra se convertía en una daga, perforando una herida que ya no podía cerrarse.

—¿Cuánto...? —Preguntó en un susurro, temiendo la respuesta.

—Bueno, esta vez... fueron quince millones. —

Las palabras parecieron resonar en la habitación como un trueno.

Yuya tembló, primero de shock, luego de pura ira.

Su padre no solo había vuelto a endeudarse, sino que lo había hecho con una cantidad que rozaba lo irreal.

¡¿QUINCE MILLONES?!

El grito de Yuya rebotó en las paredes. Su cuerpo entero vibraba de furia mientras se acercaba a su padre, agarrándolo por la solapa de su chillante traje.

¡¿A NOMBRE DE QUIÉN, PADRE?! ¡RESPONDE! —Su voz era un rugido desesperado, cargado de impotencia.

Yusho apartó la mirada, como si eso pudiera salvarlo de la condena de su hijo.

—...Tu nombre. —

La respuesta, aunque apenas audible, cayó sobre Yuya como una sentencia de muerte.

Lo soltó con brusquedad, dando un paso atrás, mientras una amarga risa brotaba de su garganta.

—Eres un genio, ¿sabes? Un verdadero genio. ¡Deberías recibir un premio al padre más irresponsable del siglo! —Su voz estaba cargada de un sarcasmo venenoso mientras retrocedía hacia la mesa.

—Pero esta vez será diferente, lo prometo. Iré de gira, conseguiré el dinero y... —

Yuya no pudo soportarlo más. Golpeó la mesa con tal fuerza que los platos temblaron.

¡CÁLLATE!

Gritó, sus ojos ardiendo de furia. El aire se sentía pesado, como si la tensión entre ambos pudiera partir la habitación en dos.

Yusho levantó las manos, como si intentara apaciguarlo, pero el daño ya estaba hecho.

—No entiendes nada, ¿verdad? —

Dijo Yuya, su voz ahora baja, cargada de un cansancio profundo. Lo miró con una mezcla de lástima y odio.

—Acabas de destruir lo poco que quedaba de mi vida. ¿Sabes lo que significa eso? ¿Sabes lo que acabas de hacerme? —

Yusho abrió la boca para hablar, pero Yuya lo interrumpió, con los ojos brillando de una furia contenida.

—No. No vuelvas a abrir la boca. No quiero escuchar más excusas, más mentiras. —Dio un paso atrás, respirando profundamente para contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

La habitación quedó en silencio. Yusho parecía haber envejecido de golpe, mientras Yuya se giraba, dispuesto a salir de ahí antes de que el caos terminara de consumirlo.

—Eres un cobarde. Siempre lo has sido. Y esta vez, no habrá una próxima. —

Con esas palabras, Yuya abandonó el lugar, dejando a su padre solo con el peso de sus decisiones.


Yuya cerró la puerta de su habitación, esta vez por voluntad propia.

El clic del pestillo fue un sonido diminuto, insignificante, pero para él marcaba la frontera entre el caos y su precaria soledad.

Entró al baño sin encender las luces.

Las sombras eran su único refugio.

Giró la llave de la ducha y un torrente de agua comenzó a caer, llenando el espacio con un murmullo constante que apagaba los ecos de su propia mente.

Sin molestarse en quitarse la ropa, se metió en la bañera.

El agua fría chocó contra su piel, empapando tela y cuerpo por igual, pero no hubo escalofrío, ni reacción.

Era como si su carne hubiera olvidado sentir.

Se dejó caer lentamente, apoyando la espalda contra la pared helada. La frialdad penetró hasta sus huesos, un recordatorio casi cruel de que seguía vivo, aunque por dentro se sintiera vacío.

Cada gota que caía parecía cargar con el peso de las palabras de su padre, con el eco de una deuda que no solo era monetaria, sino emocional.

Esa carga, inmensa e inescapable, comenzó a aplastarlo de nuevo, igual que un manto de hierro sobre sus jóvenes hombros.

Poco a poco, su cuerpo cedió.

Resbaló contra la pared hasta quedar sentado en el suelo de la bañera, las piernas dobladas bajo el peso de su propio abatimiento.

El agua corría sobre él, arrastrando consigo las últimas migajas de su fortaleza.

Finalmente, las lágrimas brotaron, deslizándose por su rostro como un río contenido que había encontrado su cauce.

No hubo sollozos, solo silencio.

Silencio y un dolor tan profundo que parecía llenar el espacio vacío en su pecho.

Era un dolor que no necesitaba ruido, porque lo devoraba todo.

A sus diecisiete años, Yuya sintió cómo su mundo se rompía nuevamente.

Las lágrimas caían, una tras otra, mezclándose con el agua que se acumulaba a su alrededor.

Allí, en esa bañera, era solo un joven que había intentado ser fuerte, pero que ahora se rendía a la cruel verdad: estaba quebrado.

La habitación no emitía juicio.

Las sombras lo envolvieron, el agua siguió cayendo y el mundo, como siempre, permaneció indiferente.


A la mañana siguiente, Yuya despertó con el tenue sonido del despertador.

Había dejado de usar su melodía favorita; ahora sólo era un pitido monótono que lo obligaba a enfrentar el día.

Su cuerpo parecía programado, moviéndose de forma automática hacia el baño mientras sus pensamientos trataban de organizarse.

Hoy era día de trabajo.

Eso era lo que se repetía una y otra vez.

Mantenerse ocupado era lo único que le permitía distraerse, aunque fuera por unas horas.

Se lavó la cara con manos temblorosas, dejando que el agua fría intentara borrar el cansancio acumulado en sus ojos.

Pero cuando alzó la vista al espejo, lo que vio lo paralizó.

Un rostro demacrado, ojos hundidos y apagados, labios resecos y un semblante que apenas parecía humano.

Un muerto en vida, pensó.

Era imposible salir así.

Nadie lo miraría como a un profesional; lo verían como a un miserable que ni siquiera podía sostenerse.

Soltó el aire de golpe, apoyándose en el lavabo.

Sus hombros se desplomaron mientras un nudo se formaba en su garganta.

No podía.

La rutina, el esfuerzo de aparentar... todo se sentía inútil.

Se giró lentamente hacia su habitación y volvió a acostarse, cerrando los ojos con la esperanza de que el sueño le ofreciera un respiro, aunque fuera breve.

Pero cuando despertó, horas después, algo irrumpió en el silencio de la casa.

Un ruido.

Al principio no estaba seguro de qué era. ¿Voces? ¿Risas? ¿Música?

Yuya frunció el ceño, levantándose con pesadez.

Una sensación incómoda se extendía por su pecho.

Salió de la habitación tambaleándose, con una energía oscura impulsándolo hacia el origen de aquel bullicio.

Algo no estaba bien.

Lo que encontró al bajar las escaleras lo dejó sin aliento.

El pasillo estaba lleno de hombres y mujeres que no conocía, todos hablando y riendo como si estuvieran en el mejor lugar del mundo.

El olor a alcohol y cigarro impregnaba el ambiente, mezclándose con el volumen elevado de una música que no recordaba haber permitido.

¿Una fiesta?

Yuya sintió cómo una corriente de adrenalina le recorría el cuerpo.

Bajó los escalones con pasos firmes, ignorando las miradas fugaces de los extraños. Y cuando llegó al centro de la sala, la vio.

Miranda, la mujer que se había proclamado su madre, bailaba con un hombre que definitivamente no era su padre.

Llevaba un vestido llamativo y una sonrisa despreocupada, completamente ajena al caos interno de Yuya.

Una ira profunda se encendió en él.

Quería gritar, destrozar todo lo que estuviera a su alcance, arrancar aquella falsedad de raíz. Pero...

Se acercó a ella con pasos rápidos y la empujó sin mucha fuerza, pero lo suficiente para que perdiera el equilibrio.

Antes de que pudiera caer, Yuya la sujetó del brazo y acercó su rostro al de ella. Su voz, baja y contenida, tenía un filo cortante que helaba la sangre.

—¿Qué crees que estás haciendo? —

Miranda lo miró con sorpresa al principio, pero pronto su expresión se relajó en una sonrisa burlona. Como si nada de lo que él pudiera decir realmente importara.

—¿Así tratas a tu madre? —Respondió, recomponiéndose.

Mi madre está muerta —Escupió Yuya, soltándola con brusquedad.

Miranda rió, pero esta vez su tono fue más frío, casi indiferente.

—Sí, en eso estamos de acuerdo. Pero antes de que empieces con tus dramas, te aclaro algo: esto fue idea de tu padre. Dijo que una fiesta te haría sentir mejor, o al menos menos insoportable. Así que no me vengas con que esta casa es un templo y bla, bla, bla. ¿Queda claro? —

Yuya la miró con incredulidad.

Sus manos temblaron ligeramente mientras intentaba procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Cómo dices...? —

El aspecto derrotado de Yuya pareció ablandar a Miranda por un instante.

Su rostro se suavizó, y por primera vez, habló con algo que casi parecía sinceridad.

—Escucha, esto no es mi problema, pero con un padre como el tuyo... ¿por qué sigues aquí? En tu lugar, ya me habría largado. —

Dicho eso, se giró y desapareció entre la multitud.

Yuya permaneció inmóvil, sintiéndose como un niño perdido en medio de un mundo que no hacía más que aplastarlo.

Observó a su alrededor, viendo cómo su hogar se desmoronaba.

Las cosas que tanto le había costado recuperar, su refugio... ahora todo estaba manchado, invadido.

Sintió que los ojos le escocían, y por un momento, creyó haber regresado en el tiempo.

A aquella época en la que otros habían invadido su vida, arrebatándole todo lo que le daba paz.

—Te odio... —Susurró con los labios temblorosos.

Y entonces...

Las palabras de Miranda resonaron en su mente.

Tal vez tenía razón.

Sin pensarlo demasiado, Yuya subió a su habitación y sacó la maleta que guardaba bajo la cama.

Comenzó a llenarla con lo poco que consideraba importante: ropa, fotografías, algunos recuerdos.

Cuando terminó, miró el cuarto vacío por última vez y salió sin mirar atrás.

Atravesó la sala, ignorando las miradas curiosas de los invitados.

Nadie trató de detenerlo.

Nadie dijo una palabra.

Cuando salió, el aire frío lo golpeó con fuerza. No sintió tristeza, ni miedo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió libertad.

Sin embargo, esa libertad pronto se transformó en una risa que se desbordó de su pecho. Una risa desesperada que poco a poco se convirtió en llanto.

Cuando llegó a la parada del autobús, se dejó caer en el asiento, mirando cómo los vehículos pasaban uno tras otro, hasta que la ruta se agotó y quedó solo.

No sabía a dónde ir.

No quería molestar a sus amigos.

Se sentía como un niño abandonado, perdido en un mundo demasiado grande.

De repente, una lluvia torrencial cayó sin aviso. Yuya no se movió. Colocó su maleta en el asiento para protegerla y se recostó sobre ella, dejando que el agua fría empapara su cuerpo. Cerró los ojos y se rindió al vacío, esperando que el mundo se lo tragara.

Pero no fue así.

Cuando volvió a abrir los ojos, un lugar diferente lo rodeaba, cálido y seco.

Frente a él, una figura conocida sostenía dos tazas humeantes.

—Se ve que la estás volviendo a pasar mal, niño. Dime, ¿qué fue esta vez? ¿Una amante de tu padre? ¿Vendieron tu riñón? —

Era el jefe de los prestamistas. Su voz era grave, casi burlona, pero con un matiz que sugería una preocupación extraña.

—Mis hombres te encontraron en la calle y te trajeron aquí. Tu maleta está a tu lado, así que no te preocupes. —

Yuya lo miró, demasiado agotado para preguntar algo más.

Su cuerpo estaba vacío, pero en el fondo, una chispa de algo desconocido comenzaba a despertar.

Que irónico, ¿Cierto?