Capítulo 18
Miedo
—Fufu, parece que no te resistes a verme.
La voz de Pandora resuena, suave y melódica, casi como una canción, pero sus palabras atraviesan mi mente como cuchillas heladas. No siento mi cuerpo, ni siquiera la carga familiar de mi alma. Solo hay un vacío, un abismo en el que floto, atrapado en una calma inquietante, mientras el eco de su risa suave parece retumbar en cada rincón de mi ser.
Todo en ella es tan irreal que me resulta imposible distinguir entre su presencia y una ilusión.
Pandora se acerca, y sus ojos azules como el océano me envuelven con un brillo tan intenso que siento un escalofrío recorrerme. Su cabello, largo y de un platino casi translúcido, brilla como una cascada de luz a su alrededor, y en ese momento, mi propio cuerpo parece rendirse ante la abrumadora perfección que ella emana.
La gracia de sus movimientos, la calma de su expresión, todo me hace sentir diminuto, insignificante.
«A diferencia de ella yo…»
—En menos de una semana, ¿puedes creerlo? —pregunta con suavidad, su tono cargado de un humor burlón—. ¿Quién habría pensado que te vería tan… indefenso?
«Ya no somos iguales.»
Sé exactamente a qué se refiere, y mi propio pecho se retuerce en una mezcla de desesperanza y terror que nunca había sentido tan vivo. El acto de morir ya no es el problema; el verdadero miedo es la pérdida de lo que siempre me protegió, la posibilidad de que ya no tenga un segundo intento.
—Que alguien tan fuerte viva muriendo… de seguro es curioso —susurra Pandora, como si compartiera un secreto con un niño pequeño—. Y no es solo curioso… es divertido verte así. Como una hormiga, luchando para salir de su propio miedo.
Se queda mirándome, sus ojos profundos y fríos me recorren, y una sonrisa tenue aparece en sus labios. No hay enojo en su mirada, solo una calma tan profunda que resulta casi monstruosa.
Me doy cuenta de que para ella, esto es una escena que disfruta, una obra que ha creado y de la que se deleita en cada detalle.
—Dime —dice, su voz tan suave que podría confundirse con un susurro—. ¿Cómo se siente, Marco? ¿Cómo se siente mirar al abismo sin saber si caerás o te salvarás a tiempo?
Cada palabra suya parece envolverme en un miedo nuevo, diferente. La idea de mi propia mortalidad, el hecho de que ahora soy tan frágil como los demás, se convierte en una verdad que me ahoga.
—La muerte no es tan aterradora cuando sabes que regresarás, ¿no? —prosigue Pandora, sus palabras delicadas como el filo de una cuchilla—. Pero cuando cada respiración podría ser la última… ah, Marco, allí es cuando las cosas se vuelven interesantes.
Mientras me acerco a un miedo que no conozco, sus palabras parecen arrancar las pocas certezas que me quedan. Todas las personas en este mundo enfrentan su vida con una única oportunidad, y de algún modo viven y enfrentan cosas que probablemente son mucho peores que mis propios miedos.
Pero yo tenía la inmortalidad, y aun así, en cada enfrentamiento, moría de alguna forma.
Era fuerte, pero he sido débil en los momentos críticos.
—Tienes una gran capacidad mágica —prosigue, y su tono es el de alguien que evalúa una posesión, algo que le pertenece—. Una fuerza y talento nato. Entrenas todos los días, enfrentando a caballeros, incluso a un arzobispo. Eres bastante impresionante para un simple hombre —dice, inclinándose, su cabello brillante cayendo sobre sus hombros mientras su mirada penetra la mía con una calma calculadora—. No todos logran tanto sin volverse… débiles.
Pandora se acerca lentamente, y su vestido blanco ondea con sus movimientos, una tela tan simple que apenas cubre su figura, pero que le da un aire etéreo. Me observa con esa calma glacial que solo he visto en las estatuas, y por un segundo siento como si estuviera siendo juzgado, pesado y evaluado, cada parte de mí bajo su escrutinio.
Estoy crucificado, clavado en este lugar. La familiaridad de la situación es asfixiante; el frío metálico contra mi piel me hace recordar aquella celda.
—Mueres, a pesar de ser fuerte —dice, con un tono tan sereno que suena como una sentencia final—. ¿Nunca te has preguntado, Marco, cómo sería si todo lo que tienes desapareciera? ¿Si te enfrentaras a esto con el miedo humano común y corriente?
Mi cuerpo tiembla, pero no es algo que ella note o le importe. Su mirada se mantiene fija, su expresión tranquila y satisfecha, como si el hecho de verme aquí, a su merced, fuera exactamente lo que deseaba.
—¿Qué habrías hecho si aparecías sin poder alguno? Únicamente con el regreso tras la muerte —pregunta, ladeando ligeramente la cabeza, como si de verdad quisiera saber la respuesta.
Su voz es un susurro aterciopelado, casi cálido, pero sus ojos no tienen emoción.
Por un segundo, la pregunta me deja en blanco.
Mis pensamientos están enredados, pero las palabras salen solas.
—Habría muerto miles de veces para compensar mi debilidad.
Pandora sonríe, y la expresión parece casi tierna, aunque su rostro muestra un interés gélido. Su mano sube lentamente y acaricia mi mejilla, el contacto es tan suave que me hace sentir incomodo.
No hay compasión en su toque, solo una apreciación fría, como si estuviera tocando algo frágil y precioso.
—Eres parte de un propósito, Marco Luz. Tienes algo que otros no, por eso tuve que traerte a este mundo.
—¿Fuiste tú? —mi voz apenas es un murmullo, como si ya supiera la respuesta.
Su sonrisa se ensancha ligeramente, y la luz en sus ojos se intensifica, confirmándolo sin necesidad de palabras.
—El error actual es algo creado artificialmente —responde, con una expresión de satisfacción mientras mis pensamientos se enredan aún más. No ofrece explicación; no es necesario para ella.
Cierro los ojos por un instante, atrapado en esta realidad que se desmorona, y cuando los abro de nuevo, siento una extraña calma, casi agradecimiento.
—Gracias por traerme —murmuro.
—Ahora, debes enfrentarlo, así que te dejaré contigo mismo.
Pandora se inclina y me da un beso en la frente.
El contacto es tan delicado que podría ser un sueño, pero el frío que me invade es demasiado real, tan frío que siento cómo se filtra en mi mente, como si ella dejara un rastro de su presencia dentro de mí.
—Esta es la última vez que nos veremos aquí. La próxima será en persona, y espero que cumplas con tu propósito —dice, su voz baja, casi un susurro.
—Haré lo que yo quiera. No me interesan los futuros que tú y Subaru tienen en mente.
Pandora sonríe, pero sus ojos destellan un resentimiento profundo, aunque su tono no cambia.
—No menciones ese nombre, no traigamos malas energía a lo que es una escena enternecedora —dice, con una calma helada.
Siento el impulso de preguntar, de saber qué ocurrió, qué hizo Subaru para despertar su desprecio, pero antes de que pueda hablar, Pandora se desvanece.
El entorno comienza a fragmentarse y la realidad me golpea como una corriente fría y brutal. Cada sensación regresa a mi cuerpo, y con ella, un temor inexplicable que me oprime el pecho.
—Tomaremos un descanso —murmuran por algún lugar, pero honestamente no sé dónde estoy.
Algo es distinto, tan diferente que un escalofrío recorre mi espalda, helado y extraño. Es como si de repente el mundo tuviera más peso, como si cada esquina y cada sombra estuvieran esperando un descuido.
«¿Siempre se sintió todo tan aterrador?»
Un hormigueo recorre mi espina dorsal y sube hasta mi cabeza, haciéndome sentir una presión que amenaza con desbordarse. Mis ojos comienzan a humedecerse y mis manos tiemblan sin control, como si el aire mismo se volviera pesado a mi alrededor.
¡Badum!
Siento un dolor punzante en el rostro, y mi corazón late con una fuerza que casi lo puedo escuchar retumbar en mi pecho.
«Puedo morir».
¡Badum!
Cada golpe de latido resuena en mi mente mientras la idea se adentra en mí con brutalidad: ahora un disparo, una espada, un puño, una maldición… cualquier cosa puede matarme. Todo a mi alrededor parece una amenaza, desde el aire que respiro hasta las personas a mis espaldas.
Ya no soy más que una vida, una frágil existencia en un mundo donde una sola vida es la única oportunidad.
«Puedo morir».
—No quiero morir —susurro, mi voz apenas un murmullo que se disuelve en el vacío.
Siento que mis pensamientos se aceleran, cayendo en una espiral.
¡Badum!
¡Badum!
Ahora soy débil, y aunque recuperara todo el poder que alguna vez tuve, podría morir igual. Si alguien me envenena, si me apuñalan, si cometo un error al usar magia, incluso si malgasto una cantidad mínima de maná.
Puedo morir como todos… como todos los que viven en este mundo.
Cada acción, cada segundo podría ser el último.
«Puedo morir». «Puedo morir».
—No quiero, no quiero morir.
¡Badum!
¡Badum!
¡Badum!
Antes, la muerte era solo un estado pasajero, una certeza que no temía porque sabía que regresaría. Volver de la muerte era algo seguro; me permitía no temer, me daba una valentía que nunca fue real.
Y ahora, no soy más que un humano en un mundo donde los demás son mucho más que eso.
Un humano en medio de seres que pueden matarme con una sola mirada, con un solo error.
«Puedo morir».
«Puedo morir».
«Puedo morir».
El dolor en mi rostro parece intensificarse; un ardor que antes habría ignorado, pero que ahora siento como si fuera un indicio de algo peor. «¿Y si se infecta?» «¿Y si la persona que me tocó tenía alguna enfermedad?» Puedo morir solo por respirar el aire equivocado.
«No quiero morir».
«No quiero morir».
«No quiero morir».
«No quiero morir».
No ahora, no cuando estoy empezando a entender lo que es querer vivir, no ahora que puedo sentir lo que antes ignoraba, lo que antes creía insignificante. No ahora que mi mejor amiga necesita ayuda, que mis decisiones importan de una forma real, que hay vidas que dependen de mi habilidad para sobrevivir.
«¿Podré hacerlo?»
Mi respiración se vuelve más pesada; el aire no llega a mis pulmones como debería. Mi visión se empaña, los sonidos del mundo exterior se vuelven lejanos, como si me estuviera quedando solo con el latido frenético de mi propio corazón.
¡Badum!
¡Badum!
Este miedo es diferente. No es el miedo de no lograr salvar a otros o de cometer un error irremediable. Es el miedo puro a la muerte, el miedo de saber que, si fallo, no hay vuelta atrás.
Y aunque quisiera seguir adelante, mi corazón late con un ritmo tan descontrolado que me recuerda la cruda verdad que ahora enfrento.
Badum! Badum!
Badum! Badum!
Puedo morir, esa es la verdad.
—Marco.
Levanto la mirada, aún aturdido, mientras el eco de mi miedo se instala en cada fibra de mi ser. «Debo encontrar una manera de sobrevivir», pienso, como un rayo de esperanza en medio del caos.
Si juego con cuidado, si planeo cada movimiento…
Pero un pensamiento se arrastra a mi mente. Crusch… ella se reunió con Fourier. Mi única pista de lo que ocurrió.
Ni siquiera pude defenderme cuando ella me atacó.
Entonces, si pienso en Roswaal y en lo que él cree saber.
Él piensa que al llevarme al borde de la muerte logrará que devuelva el tiempo, una muestra de que él y Natsuki Subaru están aliados en este juego. Sin embargo, ahora sé que Pandora no está aliada con ellos.
«¿Y si Natsuki Subaru no sabe que perdí el poder de regresar de la muerte?»
—Marco.
La voz de alguien intenta arrancarme de mis pensamientos.
Mi corazón sigue latiendo con furia, como si luchara por sobreponerse al pánico.
Si ellos creen que aún poseo el poder, y si intentan usarme… La ironía de mi situación se hace evidente, y siento un vacío amargo al recordar cómo alguna vez desprecié esa habilidad, cómo la abandoné cuando realmente podía haberla usado para algo más.
Ahora, sin ella, no tengo más que la misma mortalidad que todos.
—Mierda.
—¡Marco! —escucho la voz de Emilia, pero apenas la siento.
Intento concentrarme, pero mi mente se siente envuelta en bruma, una densidad de pensamientos y temores que me aprisiona. «¿Es esto miedo?» No es el miedo de perder algo, sino el miedo crudo y absoluto a la muerte.
Mi cuerpo me duele, y es una preocupación que ahora me consume. Todo se siente distinto; la situación, mis ciudadanos, mis amigos. Ya no puedo permitirme el lujo de actuar sin pensarlo, porque ya no hay un camino de regreso.
Cada paso que dé podría ser el último, y eso me pesa como una realidad inescapable.
«El cuerpo humano es sorprendente», pienso, recordando cómo lo había ignorado. Ahora, vuelvo a ser uno de ellos, un ser humano.
«No quiero morir».
El pensamiento es tan claro, tan visceral, que se ancla en mi mente como una necesidad absoluta. Quiero vivir, quiero conocer personas, quiero cuidar a mi gente, quiero ver los progresos de la tecnología que desarrollamos juntos.
Al aceptar mis emociones, al dejar de ignorarlas y de reprimirlas, ahora me siento más vulnerable que nunca, expuesto a un miedo que no había conocido hasta este momento.
«¿Por qué ahora?» «¿Por qué aquí, en el preciso instante en que debo aparentar no tener emociones?»
Un sabor metálico llena mi boca, el gusto amargo de la sangre, mientras el aire que respiro huele también a hierro y carne abierta.
—Marco, ¿me escuchas? —La voz de Emilia se filtra en mi mente, y mis ojos intentan enfocar su figura.
Pero mis pensamientos no pueden alcanzarla.
«Tengo miedo».
Es una verdad ineludible; ya no tengo escapatoria.
Ahora que soy humano, debo enfrentar las emociones como cualquier otro, como un ser que tiene mucho que perder. No, eso no es del todo cierto. Siempre fui humano, pero nunca me permití serlo… hasta que Emilia me mostró lo que significa aceptarse a sí mismo, hasta que me mostró este miedo a lo desconocido.
—Marco, te voy a curar, quédate quieto. —Siento las manos de Emilia buscando mis heridas—. No te muevas ¿sí?
—¡Espera! —digo con un tono urgido, mi voz tensa y temblorosa—. Debes tener cuidado… elimina también las bacterias… no, reemplaza mi sangre, podría estar infectada. Verifica que no haya daños más allá de la herida en mi rostro, por el… ¡Ugh! Duele demasiado.
Mis palabras se cortan por el dolor. Apenas puedo ver su rostro claramente, y mis pensamientos siguen desenfocados, enredados en un pánico que se apodera de cada rincón de mi mente.
—¿Marco?
Quiero respirar, pero el acto mismo me resulta sofocante. Mis pulmones se sienten apretados, como si el aire se escapara de mí cada vez que intento tomarlo.
—Ugh —respiro con dificultad, jadeando, como si cada intento me dejara aún más vacío.
—Cálmate, me estás asustando —dice Emilia, y siento la calidez de su magia sanar mis heridas. Poco a poco, el sabor y el olor a sangre desaparecen, reemplazados por una paz momentánea.
—Duele… mi corazón… —murmuro, y siento cómo Emilia toma mi mano, apretándola con fuerza.
Ese simple contacto parece despertarme, como un ancla en la tormenta de mis pensamientos. Mis sentidos comienzan a enfocarse, y entonces veo una imagen fugaz: Crusch alejándose junto a Marcus.
«¡Levántate!», me ordeno, pero mi cuerpo sigue paralizado.
No puedo concebir la idea de que Crusch sea una traidora, no después de todo lo que hemos pasado. Aunque esté envuelto en la duda y el dolor, mi mente se niega a aceptar que ella me hiciera daño por voluntad propia.
Sin embargo, mis manos tiemblan y mi cuerpo no responde.
«¡MUEVETE!»
«¡MUEVETE!»
Apretando los dientes, siento que el control sobre mi cuerpo se me escapa.
«¡MUEVETE, MALDITA SEA!»
Toda la certeza que alguna vez tuve, esa fortaleza que me permitía avanzar sin miedo se disuelve en un abismo de pánico. Mi cuerpo, ese que siempre obedeció cada comando, ahora es como una marioneta rota, desconectado de mí.
Entonces, un dolor más profundo atraviesa mi pecho, un dolor que no se alivia con la curación de Emilia.
Es el dolor de saber, finalmente, que soy mortal.
Una punzada en el pecho me hace encogerme de dolor, y mi respiración se vuelve errática, cada inhalación un esfuerzo que me nubla la vista.
—¡Señorita Emilia! —escucho la voz de Reinhard, pero sus palabras son solo ecos mientras intento levantarme.
—¡Ayúdame! —grita.
El peso del pánico y el miedo a la muerte es sofocante.
Mi visión se vuelve borrosa, y el mundo alrededor se desvanece en un torbellino de sombras.
Apenas siento un suave golpe en mi cuello antes de que todo se vuelva oscuro.
Lo siguiente que siento es la suavidad de un sofá y la calidez de unas manos, delicadas y ligeras, que tocan mi frente. Sé de inmediato que son las manos de Emilia; puedo distinguir su toque, su ternura.
Sus manos me acarician con un cuidado que me hace sentir una calma fugaz, como el resplandor de una vela en la oscuridad. Pero el miedo sigue ahí, anidado en mi pecho. La ansiedad me consume, la presión de no querer fallar, el terror de la existencia misma.
—Estoy… estoy asustado —murmuro, abriendo los ojos para encontrarme con su rostro, sus ojos llenos de sorpresa y preocupación.
—¿Marco? —pregunta Emilia, y en su voz hay una preocupación profunda, algo que jamás había escuchado con tanta claridad.
Ella sigue acariciando mi frente, sus dedos suaves deslizándose con una calidez que me abraza.
No soy como esos dedos helados.
Son dedos llenos de cariño.
Acostado en su regazo, la miro sin poder hacer otra cosa, atrapado en su mirada amatista.
Tengo que pensar, intentar convencerme de que debo bloquear el miedo y analizar la situación. Pero el miedo no se va, no se apaga como antes, así que vuelvo a perderme en sus ojos, como si ella fuera el ancla que me mantiene a salvo de mis propios pensamientos.
Emilia me observa en silencio, sus ojos transmiten algo profundo, como si sin palabras pudiera decirme todo lo que necesito oír.
«Tómalo con calma, dime todo», parecen decir sus ojos.
—Crusch… Crusch va a intentar matarme —le digo, mi voz temblorosa, casi sin control—. No puedo decirte cómo lo sé, pero estoy seguro de que algo le hicieron. No puede ser que Crusch quiera matarme… además, no quiero morir.
La preocupación en el rostro de Emilia se intensifica; abre ligeramente los ojos, y luego los cierra, respirando hondo.
—Fuu~~. —Su suspiro es largo, tan profundo que parece llenar la habitación de un silencio reconfortante, como si intentara absorber toda mi ansiedad con su calma.
Mientras la observo, noto que su expresión es distinta a la que seguramente tengo yo en este momento. La suavidad en su rostro contrasta con la desesperación que siento en mi pecho, y sus ojos reflejan una ternura que me desarma.
Parpadeo varias veces, mis párpados temblando con un tic involuntario, como si ni siquiera pudiera controlar algo tan simple.
—¿Tienes miedo de morir? —me pregunta, su voz cargada de una tristeza que comprendo demasiado bien.
Siempre había sido incapaz de temerle a la muerte.
Desde que tengo memoria nunca lo había considerado un hecho importante.
Mi sentido de la responsabilidad apagaba cualquier emoción innecesaria.
Para cuando pude amar, fui obligado a oprimirlas aún más fuerte.
Para entonces, solo la deseaba.
La muerte.
Pero mi responsabilidad no me lo permitía; no hasta que terminase la investigación y pudiese liberarla al mundo. Por eso no luché de más, por eso me sentí tranquilo cuando el me disparó.
Lo único que me preocupaban eran los abuelos; para eso hice las rutas de escape.
Cuando vi que podría tener una nueva vida en este mundo, tampoco temí.
Con el poder de regresar de la muerte, no existía tal necesidad.
Ese poder, una bendición y una maldición al mismo tiempo, me había separado de la humanidad misma. Pero ahora, sin él, me siento expuesto, indefenso.
La fragilidad humana que nunca pude enfrentar.
«¿Todos viven así?»
—Yo… nunca lo había sentido como ahora.
Emilia me sonríe levemente, pero noto en sus ojos la lucha interna que está librando para mantener la calma.
—Es porque el Marco de ahora no es el mismo que el de antes —dice suavemente. Pone una mano en mi mejilla y su mirada me atraviesa, como si quisiera llegar hasta el rincón más escondido de mi ser—. Como tus padres me dijeron; Marco Luz no es capaz de sentir las emociones como los demás, pero eso no significa que no las tenga. Fue entonces cuando me di cuenta: tu eres muy frio.
—¿Frío? —pregunto, sorprendido—. Siempre intenté que todo saliera bien… sé que no soy la persona más cálida, pero…
Emilia niega suavemente con la cabeza, y una sonrisa traviesa se dibuja en sus labios.
—Siempre fuiste cálido con todos. —Me toma de mis mejillas, y veo un destello juguetón en sus ojos—. Jeje, esa es una de las cosas que me gustan de ti.
Su risa ligera llena la habitación, y sus palabras resuenan en mis oídos, produciendo una reacción que me sorprende: instintivamente, sonrío. Es una sonrisa débil, apenas un atisbo, pero ella la nota y su risa se suaviza, como si fuera exactamente lo que esperaba ver.
—Pero eres muy frío contigo mismo —continúa, su expresión cambiando a una de preocupación sincera—. Es doloroso, es muu~~y doloroso ver cómo te tratas.
Las lágrimas de Emilia continúan cayendo en silencio, y cada una de ellas parece traspasarme como un eco doloroso de mis propias emociones.
Su mano, firme y cálida, permanece en mi mejilla, transmitiéndome una fuerza y ternura que no sé cómo asimilar. Es como si, en ese momento, todo el miedo que me consume se estrellara contra la calma de su presencia, perdiendo parte de su peso.
—Marco, no tienes que ser fuerte siempre, ya lo he dicho antes —susurra.
Su voz es suave, pero la profundidad de sus palabras parece resonar dentro de mí.
—Todos necesitamos ayuda a veces, y… y yo estoy aquí para ti.
Sus palabras me envuelven con una calidez indescriptible.
Siento el temblor leve de su mano, aunque no se retira ni un milímetro.
Su rostro está tan cerca que sus ojos, llenos de preocupación, parecen ver más allá de mis pensamientos, tocando cada rincón oscuro donde había ocultado mis emociones. Es mi ancla, mi salvavidas en este abismo de terror.
De alguna manera, cada palabra y cada toque suyo evitan que se construya una barrera donde guardar mis emociones.
—Si sientes miedo… está bien. Eso también significa que tienes algo por lo que vivir, algo que quieres cuidar, algo que no quieres perder —dice con una ternura que me atraviesa hasta lo más profundo.
«Lo entiendo».
Este miedo, lejos de ser una debilidad, es una señal de que, finalmente, quiero vivir de verdad.
Sin decir más, siento el impulso de abrazarla, de sostenerla, de decirle cuánto significa para mí. Pero sé que ella ya lo entiende. Esa certeza me calma, y el temblor en mis manos se reduce, el terror transformándose en un murmullo mientras la calidez de sus palabras empieza a disolver la oscuridad en mi interior.
Ira.
Rabia.
Me invade un torbellino de emociones, y me doy cuenta de que he hecho llorar a Emilia, no de alegría, sino de preocupación.
—Yo… no puedo decir que sea la más indicada o que sepa tanto como tú sobre la mente —murmura, y una sonrisa leve cruza su rostro—. Quizás Rem o Crusch, o hasta Petra, te darían mejores palabras; Lyza, la mama de Petra, siempre me da consejos cuando paso tiempo con ella.
La forma en que me mira, con esa mirada que parece desbordar cariño, hace que su voz se convierta en una melodía cálida en mis oídos.
—Pero, desde mi perspectiva, estás comenzando algo importante. Mi Marco va a empezar a vivir, pero no solo por responsabilidad, sino… también por sí mismo. —Su sonrisa se torna más cálida, entrecerrando los ojos en un gesto de afecto—. Vivir no es fácil. Mira que para mí tampoco. He llorado, he reído, he sentido miedo… ¡pero no quiero ocultarlo! No quiero hacer eso, no.
Emilia inclina la cabeza, como si ordenara sus pensamientos, intentando expresarse con esa dulzura que la caracteriza.
—Viendo a los demás he aprendido cosas… —pausa, observándome con una honestidad desbordante—. Gracias a lo que he vivido con todos he logrado avanzar por mi propio camino. Y, aunque suene mal, tú eres un gran ejemplo de lo que no debo hacer.
Mis labios se aprietan al escucharla.
—¡No, no! No lo digo porque seas malo, ¡para nada! —rápidamente mueve las manos, sus gestos tiernos mientras su mirada se torna un tanto perdida, buscándome con una mezcla de cariño y vergüenza—. Eres… eres alguien increíblemente cuidadoso, y cuando miras a las personas, lo haces con una mirada tan cálida…
La vergüenza la invade, y sus mejillas se tornan de un rojo vivo.
Avergonzada, intenta continuar.
—¡En todo caso! —exclama con un tono casi infantil, mientras parece que su cerebro se apaga por la vergüenza—. El Marco de ahora… tiene que enfrentar el cuerpo y las emociones que tanto negó, ¿no es así?
Mis ojos se abren con sorpresa.
Sé que tenía que enfrentar esto, lo he sabido siempre, pero las palabras de Emilia penetran de una manera diferente. A pesar de ser algo que yo mismo predicaba, siempre me rehusé a hacerlo.
Me negué a sentir, a enfrentar mi propia humanidad, porque mi sentido del deber me hacía apagar cualquier emoción que no sirva a ese propósito.
Pero ahora, estas emociones no pueden esperar más.
La presión, el miedo y el deseo de vivir han estallado dentro de mí, exigiendo ser escuchados.
—No sé si lo dije bien, quizás… probablemente no lo hice, jeje —susurra, con una risa nerviosa y sincera—. No soy muy buena con los consejos, pero…
—Es perfecto —le respondo con una sonrisa, aun sintiendo el miedo en mi pecho.
Ese miedo, el miedo a la muerte, la primera muestra de que mi cuerpo está conectado conmigo. En ese momento, siento que mis sentidos regresan, que vuelvo a recordar lo que es el dolor, lo que es ser vulnerable.
Recuerdo el ardor de las balas, el impacto brutal de cada golpe, el terror de ver a los que amo en peligro.
Badum!
Mi corazón se agita de nuevo, y mi respiración se vuelve a entrecortar, el miedo aún anclado en mi pecho.
—Marco, escúchalo —Emilia murmura con una suavidad casi maternal, inclinándome hacia su pecho.
El ritmo de sus latidos resuena en mis oídos, y, poco a poco, una calidez desconocida me invade, aunque el frío del miedo aún se aferra a mis huesos.
—Escúchalo —dice, con una dulzura que sólo ella podría expresar—. Este es mi corazón… esta es mi preocupación por ti y por todos.
Emilia comienza a acariciar mi espalda con movimientos lentos, acurrucando su mejilla contra mi cabeza. Su respiración pausada, cada exhalación un susurro que parece disolver mi miedo, me recuerda una canción antigua, una melodía que se vuelve familiar.
—Mi madre Fortuna hacía esto cuando yo estaba asustada —continúa, su voz un suave susurro en el silencio—. Ella me tomaba en sus brazos y me hacía escuchar su corazón… para que supiera que estaba viva, que tenía alguien a su lado con vida.
—¿Lo escuchas? —pregunta, y sus palabras me llenan de una paz que no puedo explicar.
—Sí —respondo en voz baja, sintiéndome, por primera vez, como un niño que encuentra refugio en alguien más.
—Bien, jeje… eres como un niño —bromea suavemente, y aunque quiero responder, sé que tiene razón.
—Pero mi Marco tiene muchas cosas que hacer, y yo… tu Emilia también las tiene —susurra, su sonrisa a pesar de la vergüenza hace que el color vuelva a su rostro—. Mi Marco no se rinde tan fácilmente.
—¿Tu Marco?
Ella me observa un instante, sus ojos aún avergonzados, pero firmes.
—Sí… mi Marco.
Intento organizar mis pensamientos, forzando mi mente a buscar respuestas mientras el tiempo corre y Crusch se acerca. Las palabras que dijo cuando disparó siguen retumbando en mi cabeza: «Debí hacerlo en cuanto te vi» … «¡Muere por todo lo que has hecho!».
Nada de eso tiene sentido. No hay lógica en esas palabras, no viniendo de Crusch, que siempre ha sido una amiga leal.
Crusch no me miraba con odio antes.
Algo en todo esto está mal, algo que no logro comprender por completo.
Me levanto de las piernas de Emilia y me siento en el sofá, mi cuerpo aun temblando por el miedo que persiste en mi pecho, llenando cada rincón de mi ser.
Llevo una mano a mi barbilla y la rasco levemente, buscando en mi mente alguna pista, algún detalle que me ayude a desentrañar el misterio de sus palabras. El miedo en mi interior se mezcla con la necesidad de encontrar una respuesta, de utilizarlo para forzar los recuerdos, porque de esto depende mi vida.
—Fu… —suelto un suspiro largo, y en el proceso, mi mano encuentra la de Emilia.
Nuestros dedos se entrelazan, y siento el calor de su piel envolviendo la mía, sosteniéndome. Mi agarre se aprieta, como si su mano pudiera calmar mi alma y sostener todo lo que me pesa en este momento.
—Estoy muy débil como para vencer a Crusch —le digo, sintiendo cómo el temor regresa, llenándome de duda.
—Entonces tendré que hacerlo yo —responde Emilia con una calma que me sorprende.
Levanto la vista hacia ella, pero en lugar de duda o miedo, veo determinación en sus ojos. El amor y la firmeza que refleja son tan profundos que por un momento pierdo las palabras.
—¿No dudas? Crusch es nuestra amiga.
Emilia aprieta mi mano con más fuerza y asiente, sus labios formando una línea firme.
—Me duele —admite, con una sinceridad que me quiebra—, pero si tú lo dices es por algo. El Marco que amo no dice mentiras porque sí. Solo tengo que detenerla ¿no es así?
Sus palabras me golpean como una suave ola que arrastra todo el peso de mi miedo y mi duda, y siento que me envuelven, que me sanan.
Cierro los ojos, tratando de asimilar lo que me dice, intentando encontrar una respuesta mientras una chispa de claridad empieza a formarse en mi mente.
Si pienso en Fourier y en la posible influencia que haya tenido en Crusch… en el contacto que él pudo haber tenido con ella, en lo que eso podría significar. Y entonces, una idea surge.
«¿Tacto?»
Mis pensamientos regresan a los libros de hechizos de Echidna, a sus estudios en las artes más oscuras, y solo uno de esos libros aparece en mi mente: "Maldiciones". Un tomo escrito en sus experimentos con hechizos malditos, aquellos que podían causar estragos en el cuerpo y mente de una persona.
Me levanto y miro por la ventana, observando cómo la luna brilla en el cielo, alta y llena.
La media noche: Cuando la luna está en su punto más alto.
—Una maldición… —murmuro, volviendo la mirada hacia Emilia, pero noto que mi expresión se oscurece al pensar en lo que esto significa—. No tenemos a Beatrice para que pueda deshacerla.
Un brillo de preocupación se refleja en sus ojos.
Tomo aire, intentando calmarme, y sigo.
—Frey pudo haber maldecido a Crusch para manipular su temor, hacer que sus emociones la controlen y ver a alguien más en mi lugar.
—¿Por qué Frey haría algo así? Nunca lo vi como una mala persona —pregunta Emilia, ladeando la cabeza con ese gesto tan propio de ella, tan dulce y lleno de sinceridad.
Con la mirada, le doy una respuesta muda, y veo cómo sus ojos empiezan a comprender.
—¿Recuerdas la lucha contra el Culto de la Bruja en el Árbol Flugel?
—No soy tonta, Marco —me responde, inflando sus mejillas en un leve puchero que casi hace que su semblante preocupado se desvanezca—. Sé que esto va más allá de lo que veo.
Me sorprende su determinación y esa intuición que me parece tan… tierna. Con la dulzura de una niña, pero con la fortaleza de alguien que ha conocido el dolor y sigue adelante.
«¡Qué linda!»
Acaricio su mano, sin apartar mi mirada de ella.
«Ha cambiado tanto.»
No me canso de apreciarlo y, de cierta forma, sentirme orgulloso.
«Ya es hora de que lo sepa.»
—Crusch era en realidad…
—¡No lo digas! —me interrumpe, entrelazando sus dedos con los míos y sosteniéndolos con fuerza—. Puedo imaginar lo que vas a decir, pero no quiero escucharlo de ti. Yo quiero esperar, quiero escuchar lo que ella tiene que decirme. Quiero que Crusch me lo diga cuando esté lista. Quiero que confíe en mí.
Emilia me mira con una tristeza tan profunda que mi propio corazón se siente arrastrado en su melancolía. En ese instante, veo lo pura y fuerte que es su alma, una luz que parece brillar incluso en la noche más oscura.
La esperanza en medio de este caos.
—Eres un ángel —le digo, mi voz apenas un susurro, pero lleno de sinceridad—. De verdad… Emilia es un ángel.
Una sonrisa leve asoma en mis labios, y siento cómo el miedo empieza a ceder, cómo se transforma en algo más suave, más llevadero, gracias a ella.
—Soy normal, soy normal, ¡tú eres el raro! —replica Emilia, apuntándome con un dedo decidido mientras sus ojos brillan con determinación—. ¿Cómo podemos ayudarla?
En su voz hay una chispa de confianza, pero la verdad pesa sobre mí como una losa. El problema es que no tengo conocimiento sobre cómo remover una maldición. Aunque mi sensibilidad al maná y al miasma ha aumentado, enfrentar una maldición es un cuento diferente.
Debo entrar sacar la maldición del cuerpo de Crusch.
Y si me equivoco… podría matarla.
Además, la maldición podría traspasarse a mí.
—Reinhard… él parece saber muchas cosas. ¿No podría ayudarnos? —la proposición de Emilia me termina por despertar del torbellino de pensamientos oscuros.
—Ve a buscarlo —le digo, sintiendo que esa puede ser nuestra única opción.
Reinhard Van Astrea; el santo de la espada, dotado con habilidades que superan a las de cualquier otro. Estoy seguro de que tiene el poder para evitar todas las maldiciones. Si logro extraer la maldición de Crusch, y en el pequeño espacio le paso la carga a Reinhard, tal vez, solo tal vez, él podría eliminarla.
«Nunca lo he intentado, pero en teoría debería ser posible»
Pero, al mirar hacia Emilia, ella niega con la cabeza.
—No te dejaré solo con Crusch —afirma, su voz firme y decidida. Comprendiendo parte de mi plan, lo rechaza de inmediato—. No te has recuperado, no puedes detenerla. Debes ir a buscarlo tú.
Rechazo con la cabeza, sintiendo el peso de la decisión que debo tomar.
—De seguro hay condiciones para que la maldición se active. Es posible que la maldición mate a Crusch, así que debo removerla al instante.
Su expresión se vuelve seria, y veo cómo la preocupación se asienta en sus rasgos.
—Pero entonces tú la sufrirás. Podrías morir.
Intento sonreír, aunque el miedo se aferra a mis palabras y tiemblo al pronunciarlo. Mis manos aún tiemblan, y mis dientes no dejan de chocar entre sí.
—Lo sé, aun así… ¿no tengo a la mejor sanadora de todos los tiempos? —Le guiño el ojo, tratando de infundir un poco de ligereza en el aire pesado que nos rodea.
—¡Hmpf! No estoy ni cerca, aún. —Ella sonríe, levantándose con un gesto que mezcla determinación y una pizca de alegría.
Sus ojos brillan con esa luz que solo ella puede proporcionar, y por un instante, el temor se disipa un poco. Aun así, la urgencia de nuestra situación pesa sobre nosotros.
Se dirige a la puerta.
Sin embargo, antes de que se vaya.
—Emilia, tengo miedo —confieso, dejando caer la fachada de fortaleza. Es la verdad, y en su presencia, puedo dejarme ser vulnerable.
Ella se detiene, girando lentamente hacia mí con una expresión de empatía profunda.
—Lo sé. Así que, ¿qué vas a hacer? —pregunta, y su voz es un suave reto, un llamado a la acción.
La miro, sintiendo cómo la conexión entre nosotros se intensifica. En ese instante, la calidez de su mirada y sus palabras se entrelazan con mi propio deseo de vivir, y por primera vez, creo que puedo enfrentar lo que viene.
—Voy a enfrentar lo que sea necesario, no solo por mí, sino también por ti y por todos —le digo, y en su mirada veo una mezcla de orgullo y alivio.
«Quien diría que acabaría siendo sermoneado y levantado dos veces seguidas por Emilia».
Ella sonríe, y esa sonrisa es un faro en el que puedo seguir avanzando.
—Entonces vamos a hacerlo juntos.
Toc! Toc!
Mi corazón se detiene, un golpe seco que resuena en mi pecho. Agarro mi pecho con fuerza, sintiendo cómo el miedo se apodera de cada rincón de mi ser mientras miro hacia la puerta, que parece alejarse cada vez más.
—Crusch —dice Emilia, abriendo la puerta, su voz llena de preocupación—. No te ves bien.
La mirada de Crusch es pesada, como si estuviera atrapada en un lugar distante, como la vez que la vi la primera vez en esta cruel realidad. Puedo sentir que la maldición ya ha comenzado a actuar sobre ella, y eso me llena de un terror profundo.
—Ya vuelvo, no tardo —Emilia dice, corriendo hacia el pasillo, dejando a Crusch sorprendida.
—Fue a pedirle algo a Reinhard —murmuro; no tiene sentido mentirle a quien puede ver a través de las mentiras.
Crusch ignora completamente mi comentario, su mirada perdida mientras observa el entorno, como si buscara algo que ya no está. Si quiero ayudarla, tengo que desarmarla.
Pero aun así, su maná es un obstáculo que no puedo ignorar.
Sin embargo, tengo una carta bajo la manga.
Meto mi mano en mi chaqueta, sintiendo el cristal piroxeno en su interior. La idea de absorber el maná de Crusch surge en mi mente, dejando solo la maldición, pero soy consciente del riesgo.
Si me equivoco, podría matarla.
«No puedo fallar».
Aprieto mis manos con fuerza, los dientes y labios tensos, mientras la tensión me recorre.
—Te ves mal —le digo, buscando una conexión, una forma de acercarme a la verdad oculta tras su dolor.
—Te quieren matar —responde, dándome la espalda, y eso me da la oportunidad de acercarme más.
Coloco mi mano en su espalda, sintiendo la calidez de su piel a través de la tela.
«Debo intentar ver más allá».
—No estamos hablando de mí —le aclaro, intentando mantener la serenidad en mi voz.
—¿No te importa tu vida? —su pregunta es directa, pero me duele más de lo que esperaba.
Intento sentir más profundo, intentando mirar a través de la puerta de Crusch. Cierro los ojos, intentando ver más allá de la superficie, pero lo único que encuentro es la nada.
Sin embargo, puedo sentirlo.
Es como si una corriente eléctrica me recorriera la mano, una vibración que me dice que hay algo muy anormal en Crusch. El dolor de usar maná me golpea en el pecho, así que me detengo.
No puedo dejar de tener cuidado, así que retrocedo unos pasos, dándole espacio.
—Le temo más a perderte —confieso, sintiendo cómo el miedo se mezcla con la urgencia de protegerla.
—Suena como si te estuvieses confesando —replica, un destello de sorpresa en sus ojos.
—Eres mi amiga, después de todo. No puedo dejar de preocuparme por ti —le digo, mi voz un susurro, pero lleno de una sinceridad que no quiero ocultar.
—Emilia se pondría celosa —bromea, esbozando una leve sonrisa al girarse hacia mí, su rostro iluminándose de nuevo.
La luz en sus ojos me da un respiro, aunque la tensión sigue en el aire, como un hilo frágil que amenaza con romperse en cualquier momento.
—¿Estás bien? —pregunta Crusch, su tono volviéndose serio de nuevo.
—Solo un poco agitado. Estoy nervioso —respondo, intentando mantenerme firme mientras el miedo corre por mis venas como un veneno.
Ella cierra los ojos levemente, dándome la espalda nuevamente, y siento cómo la conexión entre nosotros se tensa.
—Fourier me citó para hablar con él. Me dijo que debía hacer una misión pronto. Mi padre, mi gente, todos están en peligro —explica, llevándose las manos a la cabeza, su voz un susurro cargado de desasosiego.
—No sé qué hacer.
—Haz lo que te dice —le aconsejo, y la urgencia se filtra en mis palabras. Si su familia y las personas que ama están en peligro, no puede jugar con fuego.
—No voy a matar a nadie. Mi orgullo no me dejaría —ella responde con un tono desafiante, aunque su mirada revela la fragilidad de su resolución.
—No tienes que hacerlo. Recuerda que estamos juntos en esto; además, deberías contárselo a Emilia —insisto, sintiendo que cada palabra es un hilo que puede entrelazarnos más.
Ella me mira con fuerza, apretando los puños.
—Yo… no quiero.
—Ella debe saberlo. Es tu amiga.
Crusch intenta proteger a Emilia, así como a su gente.
La lógica de su miedo es comprensible, pero el silencio que guarda también la consume. Si no supiera quién es Crusch Karsten, nunca podría imaginar que Frey Karsten es, en realidad, Fourier Lugunica, ni que Crusch es Crusch Karsten.
—Yo… tienes razón —susurra, y su mirada se vuelve pesada—. Pero algo me lo impide.
Y entonces, el ambiente cambia.
Mis sentidos se agudizan, cada fibra de mi ser alerta.
Ya sabía que esto sucedería; lo había anticipado, pero el impacto es abrumador.
El aire se vuelve denso, y la habitación brilla con un resplandor casi irreal, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo exterior hubiera desaparecido. En medio de la confusión, siento que esto es solo el principio de lo que vendrá.
¡BADUM!
Mi corazón late con fuerza, resonando en mis oídos como un tambor de guerra.
Es como si el tiempo se desvaneciera, dejándolo todo en cámara lenta.
Mis piernas ceden, y en un último esfuerzo, intento mantenerme en pie, pero el peso de la situación es demasiado.
«¡MARCO LUZ!»
¡Bang!
El sonido del disparo reverbera en mi mente, y siento como si el proyectil estuviera atravesando mi corazón. Sin embargo, al abrir los ojos, la realidad me golpea: no estoy muerto.
Mis rodillas, flexionadas y temblorosas, me lo dicen todo. «He reaccionado instintivamente.» El miedo me ha otorgado una claridad momentánea, permitiéndome anticipar el movimiento de Crusch con mi cuerpo, no con mi mente.
Un sudor frío recorre mi frente mientras me esfuerzo por permanecer en control.
—¡Huyes! —exclama Crusch, su voz cargada de rabia, mientras intenta bajar su arma. Pero veo la oportunidad y, desde el suelo, me impulso, estirando mis brazos con todas mis fuerzas, lanzándome hacia ella como un proyectil descontrolado.
El impacto me hace sentir como si el mundo se detuviera.
—¡Ugh! —un grito se escapa de mis labios al sentir el dolor atravesar cada fibra de mi ser.
Crusch permanece inmóvil, atrapada en sus propios pensamientos, como si estuviera lidiando con fantasmas del pasado.
«Refuerzo de maná.» Recuerdo lo que aprendimos al observar a Emilia, la habilidad de forzar el maná a fluir a través de cada fibra de mis músculos. Siento cómo mis huesos crujen, pero la desesperación me empuja hacia adelante.
«Ella ya había aprendido de Wilhelm, así que ahora no hay quien le gane.» Me estiro, agarrando la muñeca de Crusch, mirándola fijamente a los ojos.
—¡Crusch! ¡Crusch! —grito su nombre, llamando a la mujer que aún reconozco en medio de su tormento—. ¡Por favor!
Pero antes de que pueda terminar, un rodillazo en mi estómago me envía rodando por el suelo, el dolor es una ola que me inunda, ahogándome. Caigo al lado de un mesón, sintiendo la dureza del suelo frío en mi espalda.
—¡No debiste revivir! ¡No debiste aparecer frente a mí de nuevo! —grita Crusch, sus ojos llenos de lágrimas, que caen como piedras en el silencio, dándome fuerza.
Lo sabía: ella no es una traidora.
¡Bang!
Un nuevo disparo se dirige a mi torso, pero logro esquivarlo, arrastrándome hacia un lado con una agilidad que me sorprende.
El peligro me mantiene alerta, el instinto de supervivencia empujando a mi cuerpo a moverse.
«Crusch quiere matar a Fourier.» Esa idea se asienta en mi mente como un peso, su deseo de venganza ardiendo entre nosotros. Si quiero detener a Crusch, debo usar maná también; no puedo vencer a alguien tan fuerte solo con esta frágil fuerza que me queda.
Mis ojos recorren la habitación, buscando algo, cualquier cosa que me ayude. En la distancia, veo: una mesa con un frasco de tinta para escribir.
Mi corazón se acelera al vislumbrar la posibilidad.
—¡Me rindo! ¡Eres muy fuerte! —Mis palabras brotan de mis labios, cargadas de desesperación y miedo. Mis manos tiemblan; mis ojos apenas pueden mantenerse abiertos.
Pero, a pesar de todo, mi cuerpo no se ha rendido.
No dejaré que Crusch me mate, ni dejaré que ella muera.
La vida es una sola para todos, así que debo protegerla, aunque eso signifique enfrentarla.
Crusch sonríe, una sonrisa melancólica, como si estuviera atrapada en un sueño del que no puede escapar.
—Lo hice mal, lo sé. Me dejé llevar por mi situación. —Intento levantarme, pero Crusch me apunta con firmeza, su mirada es de acero.
—¡No te muevas! —me grita, y me agacho instintivamente, mostrándole mi inferioridad ante ella.
El suelo parece ser mi único refugio.
Es un sueño, uno en el que Crusch gana ante Fourier. Pero no lo creo; la Crusch que conozco no busca ganar solo para ser superior.
—Mira, no tengo armas, ni mucho menos maná. —Levanto mis manos, mientras me arrodillo levemente, una súplica silenciosa —. De verdad, Crusch, me has salvado.
Es un sueño donde Fourier acepta que lo arruinó, y que merece morir por ello.
Intento levantarme, pero ella sigue apuntándome, lista para disparar.
Podría morir en cualquier momento; el fin podría llegar con un solo movimiento en falso, con cualquier palabra mal pronunciada.
Así que tengo que apreciar cada acción que hago, cada respiro que tomo.
Necesito entender mi cuerpo, aprender a controlarlo.
No puedo forzarlo; no puedo pensar que está mal sentir miedo.
Tengo que actuar con lo que tengo y mejorar en cada paso.
—¿Por qué lo hiciste? —La mirada de Crusch es la de alguien que lo ha perdido todo, un eco de desesperación que resuena en mi corazón.
Entonces, mi pecho se estruja, porque en parte, soy culpable de su sufrimiento.
Yo mismo traté su situación como algo irreversible; me olvidé de sus propios objetivos. Dije que era mi amiga, pero en el fondo, había olvidado lo que la hacía ser Crusch Karsten.
En algún momento se volvió solo Crusch, como si el efecto de la habilidad de la gula me hubiese atacado también.
«Soy una basura».
—No tuve otra opción… Me revivieron para causar caos en este mundo.
Es un sueño para ella, así que, incluso si su bendición divina se activa o no, no importará.
Quizás mis palabras son la verdad que temo enfrentar.
Me levanto lentamente, caminando hacia ella mientras su arma comienza a temblar en sus manos.
Los trazos de maná se debilitan, y con ello, una revelación se asienta en mi mente.
«Magia para insonorizar».
La razón por la que nadie vino a rescatarme antes, la razón por la que el mundo exterior permanece ajeno a nuestra lucha. Fourier había lanzado un hechizo en esta habitación, un truco que utilizaba nuestro campamento a su favor.
Él sabía que Crusch haría esto.
«Una misión».
La maldición que él puso en ella.
—Tú eras el Rey León. No importa cuán difícil fuera la situación, nunca cambiarías tu orgullo; siempre encontrarías una forma de llevar a todos por el buen camino.
—Quizás solo desde tus ojos.
Puedo ayudarla, puedo guiarla hacia un camino diferente.
Incluso si mi vida está en peligro, quiero ayudarla a encontrar una respuesta.
Camino lentamente hacia ella, mientras ella retrocede, hasta chocar con el mesón que la detiene. Me acerco más, acercándome hasta que siento la boquilla del arma presionándose contra mi pecho.
—Bien, ahora mi vida depende de ti.
Fourier debió pensar que, al incrementar su deseo de matarle, Crusch dispararía sin dudarlo. En este mundo, las concepciones sobre la vida son diferentes, pero Crusch no es así.
En especial con alguien como Fourier.
«Antes debió dispararme por ver a Fourier dándole la espalda, quien sabrá que habrá escuchado».
—Debiste ir a verme, debiste pedirme ayuda en cuanto reviviste. —Ella sigue llorando, y todo lo que puedo hacer es mover lentamente mi mano.
—No podía hacerlo.
—¡ENTONCES! ¿Por qué robaste todo de mí? Mi vida, la gente que amo, mi familia… —Su voz se quiebra, y puedo ver cómo sus manos apenas logran sostener el arma—. Mis objetivos, mi deseo de salir adelante. ¿Por qué me lo quitaste todo?
Aprieto mis labios, conteniendo la furia que ha reemplazado al miedo.
Mientras ella sostiene el arma, yo dejo de temblar. Una furia ardiente, un fuego que resuena en mi corazón. Aprieto mis manos con fuerza, sintiendo las emociones de Crusch como si atravesaran mi propia alma.
Por un instante, casi siento que mis propias lágrimas amenazan con brotar.
«Maldita sea…»
Sé que no hay mucho que pueda hacer, pero hay algo que sí debí hacer.
Hablar con ella, preguntarle cómo podría ayudarla.
Crusch Karsten es la más fuerte de todos; esa percepción se había grabado en mí.
Recuerdos de cuando cantamos, cuando bailamos, momentos en los que casi nos dejamos llevar por la vida, sin preocupaciones.
Para mí, Crusch Karsten era un pilar.
No, sigue siéndolo.
Crusch Karsten es un pilar en mi vida, una base inquebrantable que siempre me ha sostenido. Lo que no entendía es que a los pilares también hay que cuidarlos, que a veces el peso que llevan es demasiado y necesita ser aliviado.
—¡Responde! —exclama, su voz llena de desesperación.
En su mirada, veo la fragilidad de su fortaleza; el brillo de sus ojos se apaga, y me doy cuenta de que no va a ser necesario hacer mucho.
Se ha rendido.
—Lo siento. —Coloco mi mano sobre su cuello, buscando la carótida. La calidez de su piel contrasta con la frialdad que empieza a invadir mi pecho—. Prometo que te ayudaré. Esta vez, seré el amigo que nunca fui.
Aprieto levemente, observando cómo su cuerpo se relaja, cómo el peso de su lucha se desploma. En siete segundos, su conciencia se desvanece. Quito mi mano al instante, consciente de la responsabilidad que tengo en este momento.
Quiero evitar cualquier daño a su cerebro; el tiempo es esencial.
—Lo, lo logré. —Un suspiro de alivio atraviesa la habitación, como si la tensión que había impregnado el aire finalmente se disipara. He encontrado la manera de responder a mi miedo, de descubrir cómo ayudar a Crusch.
Pero entonces, un escalofrío recorre mi columna.
—Ug, ¡Agh! —Crusch empieza a tornarse morada, sus labios adquieren un tono azulado.
Casi como si estuviese asfixiándome, la desesperación se aferra a mi garganta.
—¡Mierda! —Miro su pulso. Este se va haciendo cada vez más lento, como si el tiempo mismo se detuviera.
Imbuyo maná en mis ojos, la sensibilidad se agudiza, y el maná de Crusch comienza a drenarse, revelando algo más: una herida, minúscula, casi como un alfiler.
«Otra maldición».
Cuando una maldición se activa, no se puede detener.
Pero, sigue siendo maná.
Y tengo algo que puede absorberlo.
El poder de tener manos que lo hagan todo, el poder del alcance oculto.
Una habilidad nacida de la pereza infinita, pero que, por ende, tiene utilidades infinitas.
—Puedo morir —susurro, el terror anidando en mi pecho. No solo debo controlar el miasma en mi cuerpo, sino también el rebote en mi puerta.
Lo que estoy a punto de hacer es casi un suicidio.
Mis manos empiezan a temblar, y mi respiración agitada me interrumpe los pensamientos. El aire en la habitación se siente espeso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido, atrapándome en un momento de pura ansiedad.
—Es hora de actuar. Emilia debe llegar en cualquier momento, pero cualquier segundo más y te me mueres —le digo a Crusch, pero su mirada perdida me dice que no me escucha.
«Te salvaré».
De repente, una mano pequeña emerge de mi espalda, como si perteneciera a un bebé.
Siento cómo el miasma crece a mi alrededor, pero en lugar de rechazarlo, trato de expulsarlo.
Para mi sorpresa, algo comienza a suceder: el cristal piroxeno en mi traje se ilumina.
«Yo te ayudaré».
Una voz melodiosa, la voz de alguien que aprecio mucho.
Mis ojos se humedecen, pero no es hora de lamentaciones.
—Entendido, Maestro.
«Así que mi hija me estaba escondiendo a su hermano».
«La voy a castigar cuando la vea».
Miro la mano hecha de pura oscuridad, y un profundo revuelo se instala en mi estómago, provocando nauseas severas. «No puedo durar mucho tiempo». Debo soportar ambas maldiciones hasta que llegue Reinhard.
Con extremo cuidado, acerco mi mano hacia su cabeza.
Si quiero soportar a los dos parásitos, entonces debo sostener solo uno y aguantar el otro.
«Te ayudaré a aguantar el golpe».
Asiento, sintiendo cómo mi corazón quiere escapar de mi pecho. Podría morir, o peor aún, tener un ataque psicótico y matar a Crusch.
«¿Veré a ese hombre? ¿Veré a Roswaal?»
No, incluso yo sé la respuesta.
Mi mayor arrepentimiento en este mundo no es otro ser sino yo mismo.
Tomo la maldición, sintiendo cómo su fuerza corrosiva empieza a desmoronar mi mente a medida que me acerco. La miro por un instante, pero tras tragar saliva, dejo de pensar.
Confiaré en mi cuerpo, en mi instinto de supervivencia.
«¡Toma la otra rápido!»
Agarro la maldición de su mentón, aquella que absorbe su maná.
«Intentaré eliminarla si no aparece ese pelirrojo, pero podrías morir al instante.»
«¿Puck conoce a Reinhard?» pienso, antes de concentrarme en mi objetivo.
Una bruma empieza a crecer a mi alrededor. Es como si estuviese flotando, como si todo a mi alrededor se tornara irreal. Sé que la Crusch frente a mí es real, pero no puedo asegurarlo al cien por ciento.
Intento acariciarla, pero mi mano la atraviesa.
—¡Mierda! —exclamo, cayendo de espaldas.
El césped me rodea y me encuentro en medio de un bosque.
Ante mí, está el yo que más odio.
—Tú la mataste. —Le digo a Marco Luz, no, al monstruo que se erige frente a mí.
Aquel que puede usar el retorno por muerte y trata a los demás como si no importaran. Aquel que sabía que tenía la posibilidad de volver a verla, y por eso se creía capaz de hacer lo que quisiera.
Aquel cuya responsabilidad pesaba más que cualquier sentimiento.
—Sí, por eso moriré. —Su mirada no refleja sufrimiento alguno; realmente no le importa.
Puede regresar de la muerte y recuperar todo.
—La mataste, así como las viste morir a las dos. Tanto a Emilia como a Rem, las vimos morir de formas horribles.
—Así es, ¿y? —El monstruo se levanta.
Esa es la razón por la que, al tener el poder, tu humanidad se pierde.
—Puedo volver de la muerte, así que nada importa. No importa si ella muere o si yo la mato. Solo debo vivir con el recuerdo; la realidad será otra.
Aprieto mis manos y siento una pistola en ellas.
—Parece que has logrado crear algo bueno. Lástima que hayas perdido ese poder; ahora que lo sé, no cometeré ese error.
En ese entonces, aún era una máquina de supervivencia.
No sabía lo que era vivir.
—En cambio, tú eres un inútil. Sabes que tu forma de sobrevivir es aprovechar tu mente, pero la llenas de emociones que no puedes controlar.
Incluso en ese entonces, era reacio a usar el poder a mi antojo.
—Parece que será necesario, ahora que he visto el futuro. Es la conclusión más lógica. Lo que evitaba que abusara de ese poder era mi conocimiento del futuro, mi férrea confianza en que podría manejarlo. Por eso, desde la situación con el culto, empecé a considerarlo.
No era un ser humano, al fin y al cabo.
Morir es morir, no hay más.
Aun así, no sé por qué nunca tomé ese paso; no comprendo cómo no lo consideré con más cuidado. De alguna forma, el remanente de humanidad que había en mí se aferraba a olvidarme de usar ese poder a mi antojo.
—Sobreviviré a toda costa; entonces, podré disfrutar de este mundo.
—No lo harás. Tu forma de disfrutar nunca será la que deseas.
Apunto con el arma, mirándolo fijamente.
—¿Vas a matarme?
—Ya estás muerto; después de todo, eres un yo que ya no existe.
—¿Seguro?
Asiento, y él sonríe.
—Mátame, entonces.
—Lo haré; con eso pondré fin al pasado.
Intento presionar el gatillo, pero un dolor atraviesa mi cabeza.
«¡Marco!»
«¿Puck?»
Mis sentidos vuelven a mí por un instante, pero lo que veo termina por consumirme.
Tengo la pistola en mi cabeza, apuntándome a mí mismo mientras Crusch posa en el suelo.
La mano oculta desapareció, lo que significa:
«La maldición está en mí.»
Ni siquiera tengo mucho maná que pueda consumir.
—¡Marco!
«Mierda, voy a morir.»
De verdad.
Voy a morir.
Intento usar alcance oculto, pero nada me responde.
«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.»
No tengo tiempo.
—¡Marco!
Miro hacia Emilia, quien se acerca a mí con preocupación mientras corre.
Tengo que eliminarla, tengo que eliminar la maldición.
Muevo mis manos, agarrando mi pecho con fuerza.
Reinhard se mueve rápidamente, y todo se convierte en brumas oscuras.
—¿La... salvé, verdad? —No puedo ver, de hecho, no puedo sentir nada.
«Voy a morir.»
—¡Tonto! ¡Marco, eres un tonto! —Emilia empieza a llorar desconsoladamente.
Intento levantar mi brazo, pero mi cuerpo no responde.
«Así que voy a morir.»
«Después de llegar tan lejos.»
No me arrepiento; por lo menos pude salvarla. Ellas podrán encargarse de todo. Por suerte, dejé un legado, un precedente.
El amor por la investigación.
—No, no, no, no, no, no me dejes. ¡Marco, mírame! No puedes dejarme, no puedes dejarnos a todos.
—Debes resistir Marco Luz, aún te debo invitar a comer. —Reinhard sostiene mi mano.
Siento la magia de Emilia, pero no es suficiente para reponer lo que está sucediendo en mi interior.
Después de todo, sin querer, rompí parte de esto.
El circuito que estaba en mi cuerpo; rompí mi puerta.
«Que buen momento, de hecho.»
«No tengo descanso.»
