Capítulo 21
Segundo Juicio
El aire aquí dentro es denso, sofocante. Cada susurro parece un grito, cada mirada pesa como una piedra atada al cuello. No sé si es el juicio o el simple hecho de estar en este lugar lo que me consume.
Lo único claro es que todo se reduce a un juego macabro donde perder no es una opción.
«Todo lo que tengo que hacer es seguir con el juego que ya tenemos en mente. Avanzar. Salir adelante por todos los que esperan que logre algo. Es así de simple.» Eso me repito una y otra vez.
Un mantra vacío que, por ahora, me mantiene de pie. Aunque no me engaño. Incluso mi vida está en juego, y si fallamos…
«¿Por qué?»
«¿Por qué mis manos tiemblan tanto?»
—Tsh. —Aprieto los puños, buscando un control que no llega. El sudor me empapa las palmas, y cada fibra de mi ser grita que debería estar en cualquier otro lugar. «Sé lo que debo hacer. Sé que es la única manera de salvar a todos.»
Pero… ¿y si no es suficiente?
No puedo permitirme pensar así. No ahora. No cuando tantas vidas están en la balanza. No puedo salvarme a mí mismo si otros quedan atrás, condenados.
—Estoy nervioso. —La confesión apenas escapa de mis labios, un susurro patético que el eco del silencio devora.
—Marco Luz.
La voz de Anastasia resuena con precisión quirúrgica, cortando a través del caos en mi mente. Al levantar la vista, sus ojos amatista están fijos en mí.
Implacables.
Hermosos y fríos.
Por un instante, pienso que esa mirada puede atravesarme, que ve todo lo que intento ocultar tras esta fachada de seguridad.
Y no me gusta lo que eso significa.
—Debes luchar. —Su sonrisa es casi cruel, como si disfrutara del espectáculo que estoy a punto de dar. Pero hay algo más en ella, algo que me hace sentir que está apostando todo a una sola carta: yo—. En tus manos hay mucho peso.
Sus palabras caen como plomo, pero no respondo.
No puedo.
Antes creía que ella y yo éramos iguales, dos caras de la misma moneda. Ahora sé que estaba equivocado. No somos iguales. Ni siquiera parecidos. Ella sonríe en la adversidad.
Yo… yo solo sobrevivo.
Aún si intento sonreír, aun sin sonrío.
No me siento bien en este momento.
Respiro hondo, obligándome a apartar la vista de Anastasia. Julius está a su lado, siempre estoico, siempre el caballero perfecto.
No sé si me tranquiliza o me irrita su presencia.
—Anastasia Hoshin. Julius Juukulius. —Pronuncio sus nombres como un juramento, como una promesa que no sé si podré cumplir—. La carta que les envié es cierta. Si quieren evitar que Priestella caiga, necesitamos algo más que mercenarios.
No digo más.
Ya es suficiente.
Ya lo saben.
El golpe que se avecina no es solo una amenaza económica; es una condena para el futuro de toda una ciudad.
—Esperaré con ansias nuestra reunión en Irlam. —La sonrisa de Anastasia se ensancha, triunfal.
Como si ya hubiese ganado.
No lo ha hecho. No aún.
Cuando Emilia pasa junto a mí, veo la determinación en sus ojos. No necesita palabras para hacerme saber que cumplirá con su parte.
Y yo… yo haré lo mismo.
Crusch me espera, siempre impecable, siempre fuerte. Es un pilar en el que puedo apoyarme, no importa si me mató en el pasado.
El gentío comienza a reunirse. Treinta y tres personas nos apoyaban antes. Ahora solo quedan veinte.
No importa.
Ganaremos.
Miklotov se adelanta, su voz grave y solemne.
—Damas y caballeros reunidos en este recinto sagrado.
Silencio absoluto. Todas las miradas se dirigen hacia los jueces, figuras distantes y amenazantes en sus tronos elevados.
—Se dará inicio a la segunda parte de este juicio. El acusado presentará pruebas y será interrogado por el defensor del acusante.
La simplicidad de sus palabras no refleja el peso del momento. Todo se reducirá a esto. Pruebas. Argumentos. Un juego de estrategia donde cada movimiento es crucial.
Crusch se levanta, elegante y majestuosa. Su mirada se clava en los jueces antes de girarse hacia el jurado. Harald está allí, su expresión relajada, confiada. Como si la victoria ya fuese suya.
«No, hijo de puta. Aún no.»
—Estimados jueces y jurado. —La voz de Crusch es firme, controlada, pero no carente de emoción—. Como prueba de los hechos ocurridos durante la guerra de Irlam y Costuul, quiero resaltar lo que ya hemos demostrado.
Saca el metía de comunicación de su bolsillo, sosteniéndolo en alto para que todos lo vean.
—Este metía fue obtenido del Culto de la Bruja.
El silencio se hace más pesado, más opresivo.
—Nos superan en comunicación. Nos superan en fuerza. Nos superan en número.
Abre el metía, y el sonido de la guerra inunda la sala. Metal chocando. Gritos. Órdenes gritadas en el fragor de la batalla.
Disparos.
Es un recordatorio brutal de lo que enfrentamos.
El juicio no es solo sobre justicia. Es una batalla por la supervivencia. Y yo no pienso perder.
—Irlam se dedicó a limpiar ambos frentes de batalla. Los cadáveres contaminados, especialmente los de los abatidos por las fuerzas de Costuul, han envenenado la tierra. Incluso los animales que se acercaron al área perecieron por completo —informa, midiendo sus palabras con cuidado.
Sabía que las imágenes hablarían por sí mismas, pero necesitaba establecer el contexto.
—¡Objeción! Acusaciones sin pruebas —interrumpe el defensor de Harald, golpeando el estrado con un puño. Su voz resuena en el tribunal, pero su tono desesperado traiciona la seguridad que intenta proyectar.
—A lugar. Continúe, defensora Crusch —ordena July Cariana, clavando sus ojos en el defensor con una mezcla de firmeza y desdén. Apenas mueve la cabeza, pero su presencia impone respeto.
No la conozco bien, pero el conflicto con el culto y nuestro historial parecen haberla puesto de nuestro lado.
Necesito hablar con ella al final del juicio; seguramente tiene información clave.
La puerta se abre, y Alsten entra con paso decidido, cargando una pieza de vidrio que brilla bajo la luz. Es grande, del tamaño de un brazo, y lo sostiene con ambas manos, como si transportara un objeto sagrado.
Las miradas se llenan de desconcierto; algunos fruncen el ceño, incapaces de comprender qué tiene que ver esa pieza en este juicio.
Sin decir una palabra, Alsten coloca el vidrio en un soporte improvisado.
Ajusta la lente con movimientos precisos, y en cuanto la imagen aparece proyectada, la sala se queda en silencio. El aire se vuelve denso, como si todos contuvieran el aliento al mismo tiempo.
«Debo llevarle una buena cerveza a Baltazar por esto», pienso mientras observo los rostros de los presentes. Sus expresiones oscilan entre la incredulidad y el asombro, y los murmullos empiezan a extenderse como un murmullo creciente.
—Es enorme… nunca había visto algo así —murmura un caballero con armadura pulida. Su voz suena reverente, como si estuviera frente a un milagro—. Los catalejos no muestran esta calidad.
Nada de esto ha sido fácil.
El vidrio, en este mundo, es más opaco, lleno de burbujas e impurezas. Al principio, conseguirlo fue un desafío en sí mismo. Tuve que construir un horno especializado, diseñado para fundirlo de manera uniforme.
Utilice lamictas de fuego para proteger la mezcla de residuos, filtrándola con arena fina y cuarzo triturado, en proporciones medidas con obsesiva precisión.
La diferencia con respecto a este mundo es en el proceso de purificación.
Una máquina rudimentaria, impulsada por vapor, genera vibraciones constantes que eliminan las burbujas atrapadas en el vidrio líquido. Cada vibración es un pequeño triunfo.
Cada imperfección eliminada, una victoria en esta batalla contra los límites de la tecnología local.
El tallado es un desafío aparte.
Fabrico mis propios discos abrasivos, mezclando polvo de corindón con pegamento animal. La rueda, conectada a la tercera versión de mi máquina de vapor, gira de manera estable.
Cada giro es un riesgo; cualquier error puede arruinar horas de trabajo.
Finalmente, intento imitar un revestimiento antirreflejante aplicando capas ultrafinas de plata. No es perfecto, pero funciona.
No es una obra maestra, pero cumple su propósito.
«No es como una moderna», pienso mientras la observo con orgullo, «pero en este mundo… es casi magia.»
—Como pueden observar —dice Crusch, volviendo su atención al tribunal—, estas son imágenes en vivo del campo de batalla.
Oslo sostiene el metia, moviéndose con cuidado para proyectar cada detalle. Lo que antes eran sombras borrosas ahora se muestra con una claridad inquietante. Heridas abiertas, cuerpos mutilados, la tierra ennegrecida.
El silencio en la sala es sepulcral.
El impacto visual es demasiado. Una mujer entre el público se lleva una mano a la boca, su rostro palidece al instante.
—¡Por el dragón! ¡Quita eso! —grita, con voz ahogada, mientras retrocede tambaleante.
El sonido de arcadas rompe el silencio.
Harald me observa desde su lugar. Sus ojos, llenos de incredulidad, ahora muestran algo más profundo: miedo. No entiende cómo lo he conseguido, pero sabe que algo ha cambiado.
—En este mundo atrasado —susurro para mí mismo—, una simple lupa es suficiente para traer justicia.
Desde el suelo hasta el horizonte, masa purpurea y cuerpos a medio consumir. Huesos y partes de cuerpos regados por doquier. Lo que vivió el frente no puede ser catalogado como otra cosa que el infierno en tierra.
Ambos frentes vieron y pasaron el mismo infierno para poder volver a casa.
—¿Una magia que pueda causar que los cadáveres del enemigo se transformen de este modo? —pregunta Crusch, y ella misma se responde—. Por supuesto, solo es posible para el culto de la bruja.
De esta forma no demostramos nuestra inocencia, lo sé.
Esa nunca ha sido nuestra verdadera intención.
—El comandante Oslo reporta que, justo antes de transformarse en bestias sin juicio propio, se tomaron un cristal. —Ella mira hacía Oslo, y este enseña un cristal negro, circular—. Casi parece una canica, pero eso tan pequeño puede y acabó con la vida de todas estas personas.
Crusch mira hacía los jurados de forma intimidante.
—Podría estar en tu comida, podría estar en forma de golosina. No te darías cuenta, porque no podemos sentir el miasma. —Crusch aprieta sus manos—. Los intereses de mi acusado en todo momento han sido de informar, de luchar en contra del culto de la bruja.
La forma de ganar este juicio no es demostrando mi inocencia directamente.
—Es un hecho grave que esto esté afuera sin que nadie tenga conocimiento de su existencia. Esto es algo que todos los reinos deben tener en conocimiento. —Crusch mira hacía los sabios con determinación—. La decisión que se tome determinará el futuro del reino, no… del mundo.
Su mirada se sostiene, mientras que todos parecen entender muy dentro de sí que esto no se trata solo de beneficios o poder político.
—Con la existencia de esto cualquier persona puede convertirse en un simple títere; ni siquiera nos daríamos cuenta.
Oslo ajusta el metía y se aproxima hasta donde los disparos resuenan con furia. La sala se sumerge en un silencio tenso, roto únicamente por el eco de los proyectiles y los gritos lejanos.
El resplandor intermitente de las explosiones comienza a bañar el tribunal en destellos que obligan a más de uno a entrecerrar los ojos.
Entonces, la imagen proyectada revela el horror: una manada de Mabestias desciende sobre el terreno.
Criaturas deformes, amalgamas de carne y hueso retorcidos, que rugen con una ferocidad inhumana. La sangre salpica el suelo en patrones grotescos mientras los soldados intentan contener la horda.
—La ruta que une Irlam y Costuul está infestada de Mabestias. —Oslo alza la voz para imponerse al ruido de fondo—. Si esta situación persiste, es solo cuestión de tiempo para que la Serpiente Negra sea atraída.
La simple mención de esa criatura hace que varios miembros del jurado palidezcan. Otros se limitan a apretar los labios, conteniendo cualquier reacción visible, aunque sus ojos traicionan el terror que sienten.
—Con esto, jurado y jueces, concluyo mi primera defensa. —La voz de Crusch es cortante, como si cada palabra fuera un veredicto en sí misma.
La razón por la cual nuestras defensas son insuficientes es simple: carecemos de información clave. Lo único que poseemos es el testimonio de Erick Costuul.
Y eso no es suficiente.
Crusch cierra el metía y se dirige hacia mí, sus ojos cansados, pero llenos de una resolución inquebrantable. Compartimos una mirada silenciosa, una sonrisa fugaz que reconoce el peso de esta batalla.
A veces, una sonrisa es el único escudo que puedes levantar frente a lo inevitable.
Sin embargo, el aire se tensa cuando Julián Meyer se levanta. Su sonrisa es medida, calculada.
El tipo de sonrisa que anuncia una trampa.
—En aras de presentar una causa justa, señores del jurado y respetados jueces, hago referencia al acusado, Marco Luz, como cómplice del Culto de la Bruja. —Julián deja que las palabras se asienten, disfrutando de la reacción del público antes de continuar—. Las imágenes mostradas son impactantes, sí, pero no se dejen engañar. La defensora ha buscado distraerles del verdadero crimen.
Sus ojos recorren la sala, deteniéndose en cada rostro por un instante, como si estuviera midiendo el efecto de sus palabras.
—Como dijo su defensora: "Podría estar en tu comida, podría estar en forma de golosina. No te darías cuenta, porque no podemos sentir el miasma." —Su tono es burlón, pero afilado. Cada palabra es una daga.
Crusch y yo intercambiamos una mirada. Ella suspira, y yo siento cómo la tensión se acumula en mis hombros.
—Tales conocimientos, en tan poco tiempo. —Julián avanza, su voz adquiriendo un tono casi teatral—. Descripciones tan detalladas, sin siquiera poder prescribir el fenómeno. Sus palabras son su propia trampa.
Abro ligeramente los ojos. Tiene razón.
—¡Objeción! Acusaciones sin fundamento.
—A lugar, continue, defensor Meyer. —Solomon van Mercury toma la palabra por primera vez, mirándome con decepción.
El murmullo en la sala crece.
Las miradas se cruzan, llenas de incertidumbre.
—Solo los creadores de semejante monstruosidad podrían poseer tal conocimiento. —Julián extiende una mano hacia el jurado—. No es normal que quienes afirman no haberlo creado puedan describirlo con tanta precisión, salvo por enfrentarse al Arzobispo de la Pereza.
El golpe es efectivo, una ofensiva estratégica destinada a sembrar dudas.
Y ahora, llega mi turno.
—Solicito que Marco Luz suba al estrado. —La voz de Julián se tiñe de satisfacción mientras me observa.
Mantengo la calma, aunque todo dentro de mí grita. Me levanto lentamente, cada paso resonando en el silencio de la sala. Siento las miradas clavadas en mí, algunas llenas de juicio, otras de compasión.
Pero ninguna me ofrece alivio.
Ni siquiera la mirada preocupada de Emilia.
Me siento en la gran silla, desde donde todos pueden observarme, menos los jueces. Julián sonríe, y yo me aferro a mi máscara de neutralidad.
«Estoy asustado.»
No puedo negarlo.
Quiero salir corriendo, dejar todo atrás. Pero sé que no es una opción. Esto forma parte de mi vida, y ahora debo enfrentarla.
—Conde Luz, ¿tiene usted una red de información dentro del culto? —pregunta Julián, su tono amable, pero sus intenciones claras.
—No, no tengo ninguna red de información dentro del culto. —Mi respuesta es directa, sin emoción.
Julián frunce el ceño, pero no se detiene.
—¿Posee más bienes del Culto de la Bruja, aparte de los metías mostrados?
Siento el sudor en mis manos. Me obligo a mantenerlas quietas sobre mis piernas. Recuerdo algo que Crusch me dijo una vez: «Escribe la palabra "esfuerzo" en tu mente cuando todo lo demás falle.»
—Quemamos la ropa, fundimos las armas y guardamos algunas piezas para investigación. —Mi voz suena más firme de lo que esperaba—. Necesitamos conocer la calidad de las armas, su dureza. Si queremos enfrentar al enemigo, debemos entenderlo.
Miro hacia los jueces, buscando transmitir mi determinación.
—Irlam siempre ha declarado al Culto de la Bruja como el enemigo número uno. Ya hemos acabado con un Arzobispo y una Gran Mabestia. Hemos luchado contra otro Arzobispo, hiriéndole de gravedad.
Mis palabras son duras, pero Julián parece disfrutarlas.
—¿Cómo es posible que prepararan balas Yang? —Su tono es incisivo—. Dicen que nadie puede detectar el miasma. Entonces, ¿cómo se prepararon con antelación? ¿Cómo saben que esas píldoras provienen del culto?
Aprieto mis manos, manteniendo la compostura.
—¡Objeción! —La voz de Crusch resuena con autoridad—. Esa información será presentada como prueba.
Las miradas se vuelven hacia los jueces. El juicio continúa. Y la batalla está lejos de terminar.
—Denegado. —La voz áspera de Frederick Le Gran retumba en la sala, como un martillo dictando sentencia—. Las leyes estipuladas no contemplan la prohibición de mencionar un testigo basado en el conocimiento que se tenga sobre él. Conteste, Conde Luz.
El intento fallido de Crusch pesa en el aire. No tengo más opción que mirar al frente, fijando la vista en los jueces.
—Hay personas que pueden ver el miasma desde su nacimiento, sin necesidad de ser cultistas.
—¿Existe alguien en su ciudad con esa capacidad? —pregunta Julián, su mirada inquisitiva escudriñándome.
Asiento lentamente, entrelazando las manos para mantener la calma. Desvío una breve mirada hacia Emilia antes de responder.
—Sí. Actualmente, dos personas pueden verlo.
—¿Esas dos personas están vinculadas de alguna manera con la red de inteligencia que instaló en Costuul?
—No. —Niego con la cabeza, sin titubeos.
—¿Puede usted ver el miasma?
—No. —Mi voz se mantiene firme—. Puedo percibirlo levemente, pero no soy capaz de verlo como aquellos que nacieron con ese don.
—Tengo entendido que preparó balas Yang para contrarrestar a los soldados transformados. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto. —El sudor frío recorre mi frente, y cada palabra parece ser un paso más hacia el abismo.
Siento cómo las miradas se clavan en mí, inquisitivas, acusatorias. El ambiente se torna pesado, como si una nube oscura se cerniera sobre todos nosotros. Por un momento, mi mente parece desconectarse del presente, flotando en un limbo de incertidumbre.
—¿Informó a sus tropas que lucharían contra miembros del Culto de la Bruja?
—Si. —Respiro hondo antes de continuar—. Tomé la medida como contingencia, debido a los ataques previos que hemos sufrido.
—¿Sospechaba usted que el gran duque Harald Costuul era miembro del culto?
—Sí.
Julián sonríe, mostrando sus dientes como un depredador que acaba de acorralar a su presa.
—¿Qué motivo tuvo para sospechar?
—Ninguno concreto. —Mi respuesta es directa, pero sé que no bastará—. Fue un presentimiento basado en su comportamiento. No estaba seguro de su implicación hasta que Flynn, el discípulo del Sabio Bordeaux, utilizó un poder superior al de un Arzobispo, valiéndose del miasma.
Enderezo la espalda y miro al jurado con determinación.
—Las balas Yang solo causan dolor agonizante a los cultistas. Para quienes no lo son, actúan como balas comunes.
Julián se acaricia el mentón, evaluando mis palabras, aparentemente satisfecho. Pero aún no ha terminado.
—Tengo una última duda. —Su tono se vuelve más peligroso—. Dos veces, Conde Luz. Dos veces un noble del Reino de Lugunica ha significado un daño para Irlam.
Su voz resuena en la sala como un eco acusador.
—El primero fue mi defendido, Harald Costuul, su rival. —Julián se acerca un paso, su sonrisa ensanchándose—. Y el segundo es alguien muy cercano a usted.
Levanta el dedo, señalándome con fuerza, su mirada llena de odio.
—El gran mago, el marqués Roswaal L Mathers. Dígame, Conde Luz: ¿Intentó matarlo? ¿Por qué no está presente en un juicio tan importante para su nombre? ¿Lo asesinó?
El impacto de sus palabras sacude la sala.
Los murmullos comienzan a extenderse como un incendio incontrolable.
Cierro los ojos un instante, bloqueando las miradas sorprendidas de los presentes. Mi mente trabaja a toda velocidad. Podría mentir. Podría decir que no sé nada sobre el paradero de Roswaal. Pero en este momento, incluso la verdad parecerá una mentira.
Julián no me da respiro.
—¿Cuál es el motivo, entonces, para que una familia tan poderosa, junto con el mago más poderoso del reino, Roswaal L Mathers, cediera todas sus propiedades y derechos de posición a usted, Marco Luz? ¿Puede explicarlo?
La sala estalla en un caos controlado. Los rostros de todos se vuelven hacia mí, asombrados, incrédulos, como si ya estuvieran dictando mi sentencia.
—¡Objeción! —La voz de Crusch irrumpe con fuerza, intentando ganar tiempo.
Pero en mi mente todo se difumina.
«¿Cuándo se enteraron?»
No lo sé. No tengo idea de cómo llegó esta información hasta aquí. Lo único que sé es que debo pensar. Rápido.
Si no lo hago, seré sentenciado. Seré asesinado.
Otra vez.
Otra vez, la verdad será pisoteada, y la mentira coronada como justicia.
«¿Acaso puedo lograrlo?»
«Por supuesto que no».
Ahí está otra vez. Ese Marco.
El Marco que vive solo para cumplir su deber.
Su mirada es penetrante, fría, implacable. Todo a mi alrededor se oscurece hasta que solo quedamos él y yo, enfrentándonos en silencio, como dos guerreros en medio de un campo de batalla invisible.
—Si me dejas tomar el control, yo me encargaría de todo.
Aprieto los dientes, conteniendo el miedo que amenaza con desbordarse.
Lo observo fijamente, sin ceder.
—No lo harías como yo quiero.
Mis palabras son un murmullo afilado, una barrera entre lo que soy y lo que él representa.
Yo no quiero más sacrificios. No quiero que inocentes sigan sufriendo. No quiero cargar con más arrepentimientos ni añadir más dolor a mi corazón ya desgastado.
Tengo personas que me apoyan.
Pero...
—En la vida nunca es suficiente. —Su voz es un eco oscuro en mi mente—. No importa lo bien que te apoyen, o cuánto te motiven. A veces las cosas simplemente no salen bien. ¿Verdad?
Tiene razón. La vida no es una línea recta. No basta con esforzarse o pensar positivamente para que todo mejore.
Las cosas buenas no suceden solo porque lo deseas con todas tus fuerzas.
—Un criminal como él debería ser sentenciado a muerte. —La voz de un noble en el lado de Harald resuena como un látigo.
—Nos mostró de lo que es capaz para intimidarnos y disuadirnos de acusarlo. —Señala otro, con el dedo temblando de indignación.
Tengo que pensar. Rápido.
—¡Silencio! —Miklotov alza la voz, su brazo extendido como un muro que detiene el caos—. Si el jurado continúa faltando al respeto a este recinto, se ordenará su exclusión inmediata.
«¡Garfield!» «¿Dónde demonios estás?»
Ya debería estar listo, preparado para presentar las pruebas en la tercera fase, junto con el testimonio de Erick.
«Mierda.»
El pensamiento me golpea como un puñetazo en el estómago.
«No estarán muertos... ¿verdad?»
