Un Día Inesperado

En el reino humano, el sol comenzaba a descender lentamente, tiñendo el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa. Camila Noceda conducía su auto a lo largo de una carretera solitaria. La jornada había sido larga, y todo lo que deseaba era llegar a casa, cerrar los ojos y relajarse. Sin embargo, un extraño sonido, como un quejido proveniente del motor de su vehículo, la sacó de sus pensamientos.

Con una mueca de frustración, Camila suspiró mientras sus dedos apretaban el volante.

—No, no, no... ¡Vamos, por favor, no ahora! —exclamó, con un toque de desesperación.

Al instante, el auto se detuvo de golpe, como si el motor hubiera decidido rendirse. Con una mueca de resignación, Camila apoyó la cabeza en el volante, su paciencia agotada.

—¡Ay, Manny, siempre fuiste tú el que sabía de autos...! —susurró, riendo nerviosa.

Tras un suspiro, se bajó del vehículo y abrió el capó, solo para enfrentarse a un complejo amasijo de cables y piezas que no lograba entender. No era precisamente una experta en mecánica.

La tranquilidad de la tarde fue interrumpida por el sonido de un motor acercándose. Antes de que pudiera reaccionar, una grúa se detuvo a su lado, y un hombre con una apariencia que recordaba a Alador Blight, pero con orejas redondas y ojos azules, descendió del vehículo. Su cabello, de un vibrante color naranja, destacaba bajo la luz del atardecer. El uniforme gris azulado que llevaba tenía bordado en el pecho su nombre: Alan Brightman.

—¿Problemas con el auto, señora? —le preguntó con una voz cálida.

Camila levantó la vista, sorprendida por la aparición repentina, pero rápidamente sacudió la cabeza para disimular su asombro.

—Oh, sí... simplemente dejó de funcionar —respondió, sonriendo con alivio.

Alan le sonrió con simpatía.

—Bueno, tuvo suerte. Justo estaba regresando al taller. ¿Quiere que lo remolque?

Camila suspiró aliviada.

—Sería de gran ayuda, gracias.

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En el supermercado, el ambiente seguía siendo ligero, pero con una tensión creciente entre ellos. Mientras empujaba su carrito, Alan la acompañaba, ayudándola a cargar los productos.

—¿Y suele hacer compras después del trabajo?

Camila rió.

—Cuando tienes hijos en casa, la comida desaparece en segundos.

—Eso explica el carrito lleno —bromeó Alan.

Camila se estiró para alcanzar una caja en un estante alto, pero antes de que pudiera hacerlo, Alan, sin pensarlo, la levantó suavemente en sus brazos para ayudarla.

—¡Oh! Esto no estaba en mi lista de experiencias del día —dijo, sonriendo nerviosa.

Alan le sonrió juguetonamente.

—Siempre hay una primera vez para todo.

Cuando finalmente Camila alcanzó la caja, Alan la bajó cuidadosamente. Por un momento, sus ojos se encontraron, y la atmósfera se cargó de una incómoda energía. Camila apartó la mirada rápidamente, ruborizada, y continuó con la compra, tratando de disimular el leve nerviosismo que la invadía.

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La tarde continuó sin mayores contratiempos. Frente a la casa de los Noceda, Alan terminaba de trabajar en el auto, mientras Camila preparaba la cena. Después de un rato, él cerró el capó y se limpió las manos con un trapo.

—Listo, señora Noceda. Su auto está como nuevo.

Camila sonrió complacida.

—¿Cuánto le debo?

—Será un total de...

Alan se encogió de hombros.

—Nada. Lo hice como un acto de caridad.

Camila negó con la cabeza.

—No, no puedo aceptarlo gratis. Al menos déjeme invitarlo a cenar.

Alan dudó por un momento, pero su estómago gruñó y, finalmente, aceptó con una sonrisa.

—Bueno, no voy a rechazar una buena comida casera —dijo riendo.

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La cena transcurría en un ambiente relajado, la luz del sol entrando por la ventana mientras el aroma a comida casera llenaba el aire. Camila y Alan se sentaron frente a frente, compartiendo anécdotas de sus respectivos trabajos. Camila, como veterinaria, siempre tenía historias curiosas que contar, y Alan, aunque no era muy hablador por lo general, parecía cómodo en su compañía.

—Tuve que ponerle una camiseta a un gato hoy. ¡Y no fue nada fácil! Pensé que se iba a morir de la vergüenza —dijo Camila, riendo.

Alan soltó una sonora carcajada.

—¡Pobrecito! Yo tuve que atender un cliente en el taller que insistió en que su coche hacía ruidos porque estaba poseído por un espíritu. Terminé explicándole que solo necesitaba cambiar las bujías.

Camila sonrió traviesa.

—Bueno, no es tan raro. Yo también he tenido casos raros. La semana pasada, una iguana se comió un zapato. Imagínate la cara de la dueña.

Alan rió con ganas.

—No puede ser, ¿cómo? ¿Se lo tragó entero?

—¡Todo! Y no solo eso, sino que se le ocurrió que su mascota podría estar 'haciendo una declaración de moda' o algo así. Fue toda una charla filosófica.

El tiempo pasó volando entre risas y relatos de días inusuales, como si el almuerzo se hubiera transformado en una especie de pequeño refugio entre ambos.

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Después, en la sala, Camila se acomodó en el sofá, mirando una propaganda en la televisión de "Frontera Cósmica", una serie de ciencia ficción clásica. Alan no pudo evitar sorprenderse al verla tan absorta en la pantalla.

—No me diga que también es fan de Frontera Cósmica.

Camila apartó la vista de la pantalla con una sonrisa tímida, que pronto se tornó melancólica.

—Bueno... lo era. Pero... ya no tanto. Fue más una etapa, algo que me ayudó a escapar en su momento.

Alan asintió lentamente, comprendiendo más de lo que Camila esperaba.

—Seee... el bullying por ser "nerd" realmente apesta... Yo... también pasé por algo así. La gente no entiende lo que significa ser diferente, y peor cuando lo que te apasiona no es lo "cool" —dijo Alan, con una sonrisa que reflejaba una cierta empatía—. Pero, ¿quién necesita ser "cool" cuando tienes personajes como Avery y Randish?

Camila sonrió, aliviada por la respuesta tan comprensiva de Alan. Era un alivio que él no la juzgara.

—¡Exacto! —exclamó—. Avery siempre me fascinó, pero Randish... ¡ella es todo! ¿Cómo no adorar a una mujer tan valiente?

De pronto, ambos se encontraron en medio de un juego de rol.

—Randish, sin ti, la Estrella Solaris nunca habría salido del campo de asteroides —dijo Alan, con ojos brillantes.

Camila sonrió coqueta.

—Capitán, yo solo sigo sus órdenes. Pero usted es mi estrella guía.

El tono se hizo más intenso, como si las líneas entre la realidad y la fantasía se desdibujaran por completo. Sus ojos se encontraron y, por un instante, el aire a su alrededor parecía detenerse. El silencio fue breve, pero cargado de algo que ninguno de los dos esperaba.

Sin previo aviso, sus rostros se acercaron, y en un parpadeo, sus labios se rozaron en un beso fugaz. Fue algo tan inesperado y rápido que ni siquiera tuvieron tiempo de procesarlo antes de separarse.

Alan parpadeó nervioso.

—Oh... lo siento, yo...

Camila se llevó la mano derecha a la boca.

—No, yo también... no sé qué pasó.

Un momento de incomodidad se instaló entre ellos, y Alan se levantó rápidamente, recogiendo sus cosas.

—Creo que mejor me voy. Gracias por la cena.

Camila, aún atónita, asintió.

—Sí... claro...

Él salió apresuradamente de la casa sin mirar atrás, dejando a Camila sola en la sala, atrapada en un torbellino de emociones.

—¿Por qué hice eso? ¿Por qué hice eso? ¿Por qué hice eso? —murmuró, aferrándose la cabeza con ambas manos, como si quisiera arrancar esos pensamientos de raíz.

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Un rato después, Camila estaba en el baño, de pie frente al espejo. Tras cepillarse los dientes, alzó la vista y se quedó mirando su reflejo. Sus ojos, cargados de culpa, recorrieron cada rasgo de su rostro mientras un susurro amargo escapaba de sus labios.

—Camila… grandísima tonta… —murmuró con un deje de reproche—. Eres una mujer casada… tienes dos hijos y… y…

Su voz se quebró al final, ahogada por el peso de sus propios pensamientos.

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Más tarde, ya en la cama y con su pijama puesta, sostenía entre sus manos una foto familiar. Sus dedos temblaban al recorrer los rostros sonrientes de su esposo y sus hijos gemelos. Su visión se nubló cuando las primeras lágrimas rodaron por sus mejillas, cayendo sobre la imagen.

—Oh… Manny… niños… perdónenme… —susurró con la voz apenas en un hilo quebrado por el remordimiento.