Sombras de Venganza, Lazos de Familia
Sinopsis
En un mundo dominado por la Marina y los piratas, el legendario pirata Shanks se convierte en el guardián del trio ASL, después de que su pueblo es devastado por una Buster Call, marcando el comienzo de una nueva etapa en sus vidas. Mientras Shanks se esfuerza por criar a los niños y protegerlos del odio y el rencor, el vicealmirante Garp, en secreto, busca renunciar a la Marina para unirse a la causa revolucionaria de Dragon, sentando las bases para una épica lucha entre la justicia y la corrupción, todo mientras los tres niños crecen y se desarrollan en un mundo lleno de aventuras y desafíos
Capítulo 1: La caída de Dawn
La isla Dawn, un lugar envuelto en misterios y contrastes, se dividía en cuatro regiones bien definidas, cada una con su propia identidad y secretos ocultos. Villa Foosha, un pequeño y pintoresco pueblito, era un mundo aparte, ignorado por los gobernantes del reino de Goa. Sus casas de madera, pintadas con colores desgastados por el tiempo, se alineaban en calles estrechas y empedradas. Los habitantes, curtidos por el sol y el trabajo duro, habían aprendido a vivir con lo esencial, forjando una comunidad unida y resiliente. La indiferencia de los gobernantes había sido, en cierto modo, una bendición, pues les permitió crear su propia independencia y autosuficiencia.
En marcado contraste, el reino de Goa se alzaba como un estado soberano, parte del Gobierno Mundial, con toda la pompa y el poder que eso implicaba. Sus calles empedradas, flanqueadas por edificios imponentes y estatuas de mármol, reflejaban la opulencia de quienes lo habitaban. Los nobles, vestidos con trajes elaborados y joyas relucientes, paseaban por los mercados sin prestar atención a los sirvientes que cargaban sus compras. Sin embargo, esta prosperidad era solo una fachada, pues detrás de las altas murallas que separaban el reino de las zonas más pobres, se escondía una indiferencia cruel hacia aquellos que no formaban parte de su círculo privilegiado.
Más allá de las murallas, en los límites del reino, se encontraba la Gray Terminal, un lugar desolado y olvidado que servía como el basurero de Goa. Montañas de desechos se acumulaban bajo un cielo gris, mientras el olor penetrante de la decadencia impregnaba el aire. Entre los escombros, personas sumidas en la extrema pobreza luchaban por sobrevivir, buscando entre la basura algo que pudieran vender o comer. Era un recordatorio crudo de las desigualdades que existían incluso en un lugar aparentemente idílico. Los niños, con rostros sucios y miradas vacías, correteaban entre los montículos de basura, ignorantes de la vida que les había sido negada.
Y más allá, en el corazón de la jungla, se alzaba el monte Corvo, una región montañosa y peligrosa. Este lugar, cubierto por una espesa vegetación y habitado por criaturas salvajes, era el refugio de bandidos y malhechores que buscaban escapar de la ley. Los árboles gigantescos, con raíces retorcidas y ramas que se entrelazaban como garras, creaban un laberinto natural donde la luz del sol apenas lograba filtrarse. Era un territorio inhóspito, donde solo los más fuertes o los más desesperados se atrevían a adentrarse. Los rugidos de los animales y el crujir de las hojas secas bajo los pies eran los únicos sonidos que rompían el silencio, recordando a cualquiera que se aventurara allí que la naturaleza era la verdadera dueña de ese lugar.
La isla Dawn, con sus cuatro caras tan distintas, era un microcosmos del mundo mismo: un lugar donde la belleza y la miseria, el orden y el caos, coexistían en un frágil equilibrio. Cada región, con sus propias historias y desafíos, contribuía a la complejidad de este rincón del mundo, donde el destino de muchos estaba a punto de cambiar para siempre.
El sol del mediodía brillaba con intensidad sobre la isla Dawn, filtrándose entre las hojas de los árboles y creando un mosaico de luces y sombras en el suelo del bosque. Tres niños avanzaban por un sendero estrecho, rodeados por el sonido de los pájaros y el crujir de las ramas bajo sus pies. El más pequeño de ellos, de cabello oscuro y una sonrisa inquieta, llevaba un sombrero de paja demasiado grande para su cabeza, que constantemente tenía que ajustar para que no le tapara los ojos. Su rostro, marcado por una expresión de entusiasmo perpetuo, contrastaba con la seriedad de sus hermanos mayores.
—¿Cuánto falta para llegar?— preguntó el menor, impaciente, mientras caminaba un poco más rápido para ponerse al frente del grupo.
—Todavía falta un rato, Luffy— respondió el mayor de los tres, Ace, con una expresión de fastidio. Llevaba un bastón sobre el hombro y su mirada denotaba cierta irritación, aunque era evidente que estaba acostumbrado a las preguntas constantes de su hermano menor. Su cabello negro, ligeramente despeinado, y su postura relajada, pero alerta, reflejaban la confianza de quien había crecido en un entorno hostil.
—Ya deberíamos estar cerca— añadió Sabo, el tercero del grupo, con un tono más calmado. Su sombrero de alta copa y su bastón lo hacían ver más refinado que los otros dos, pero su ropa desgastada delataba su vida en la Gray Terminal. Sus ojos azules, siempre atentos, escudriñaban el camino como si esperaran encontrar algo más que árboles y piedras.
—¡Quiero hacer la llamada ya!— insistió Luffy, saltando sobre una raíz que sobresalía del camino. —Makino dijo que nos esperaría con el Den Den Mushi, ¿verdad?—
—Sí, pero no va a desaparecer si llegamos cinco minutos tarde— respondió Ace, lanzando una mirada de advertencia a Luffy. —Y deja de saltar como un mono, vas a tropezar.
—¡No soy un mono!— protestó Luffy, aunque no dejó de saltar.
Sabo se rio entre dientes, observando la dinámica entre sus dos hermanos. —Relájate, Ace. No es como si tuvieras prisa por llegar tampoco— dijo, con una sonrisa burlona.
—No es eso— murmuró Ace, mirando hacia adelante. —Solo quiero asegurarme de que este idiota no se lastime antes de llegar.
—¡No soy un idiota!— gritó Luffy, deteniéndose de golpe y señalando a Ace con un dedo acusador.
—Lo eres— respondió Ace sin dudar, mientras seguía caminando sin mirar atrás.
Sabo se interpuso entre los dos antes de que la discusión escalara. —Vamos, los dos. Makino nos está esperando, y si no llegamos pronto, se preocupará— dijo, intentando calmar los ánimos.
Luffy hizo una mueca, pero finalmente siguió caminando, aunque no sin antes lanzarle una mirada de reproche a Ace. —Siempre estás de mal humor— murmuró, ajustándose el sombrero de nuevo.
—Y tú siempre estás hablando sin parar— replicó Ace, aunque esta vez había un dejo de humor en su voz.
El bosque seguía siendo un laberinto de árboles y senderos, pero los tres niños lo conocían bien. Habían recorrido este camino innumerables veces, y aunque a veces discutían, era evidente que compartían un vínculo inquebrantable.
Mientras tanto, el sol continuaba su camino en el cielo, iluminando el sendero que los llevaría a Villa Foosha, donde los esperaba Makino y la promesa de una llamada que Luffy no quería perderse por nada del mundo.
Los tres niños continuaban su camino por el bosque, avanzando entre los árboles y las raíces que parecían querer entorpecer su paso. Luffy, como siempre, iba un paso adelante, impaciente y lleno de energía, pero su prisa lo traicionó. Al intentar saltar sobre una roca cubierta de musgo, resbaló y cayó de bruces contra el suelo, golpeándose la cabeza contra una piedra afilada.
—¡Auch!— gritó Luffy, llevándose las manos a la frente. Cuando las retiró, estaban manchadas de sangre.
—¡Luffy!— exclamaron al unísono Ace y Sabo, corriendo hacia él.
—Shishishi— rió Luffy, tratando de ocultar el dolor detrás de su sonrisa habitual. —Solo es un rasguño— dijo, aunque la sangre que corría por su frente decía lo contrario.
—¡No es un rasguño, idiota!— gruñó Ace, agachándose para examinar la herida. —Te golpeaste feo. Esto necesita puntadas.
Sabo se arrodilló junto a Luffy, sacando un paño de su bolsillo. —Aquí, presiónalo para detener la sangre— dijo, colocando el paño sobre la herida. —Aunque seas de goma, no significa que no puedas lastimarte, Luffy.
—¡Pero soy un hombre duro!— protestó Luffy, aunque obedeció y presionó el paño contra su cabeza. —Además, la fruta goma goma me hace resistente.
—Resistente, no invencible— replicó Sabo, con un tono de voz más serio de lo habitual. —Aunque tu cuerpo sea elástico, tu cabeza sigue siendo tan frágil como la de cualquiera.
—Sí, y si no te cuidas, te vas a quedar sin cerebro— añadió Ace, cruzando los brazos. —Lo cual, en tu caso, no sería mucha pérdida.
—¡Oye!— protestó Luffy, aunque su queja fue interrumpida por un gesto de dolor al presionar demasiado fuerte el paño.
—Vamos, tenemos que llegar a Villa Foosha— dijo Sabo, ayudando a Luffy a ponerse de pie. —Makino sabrá qué hacer. Ella siempre sabe cómo curarte.
—Sí, y si no lo hace, te voy a dar otra razón para llorar— añadió Ace, aunque su tono era más de preocupación que de amenaza.
Luffy se ajustó el sombrero de paja, que milagrosamente había quedado intacto en la caída, y sonrió de nuevo. —¡Vamos, entonces! No quiero que Makino se preocupe— dijo, aunque su voz sonaba un poco más débil de lo habitual.
Los tres hermanos reanudaron su camino, esta vez con Ace y Sabo flanqueando a Luffy, asegurándose de que no volviera a tropezar. El bosque parecía más silencioso ahora, como si también estuviera preocupado por el menor de los tres.
Mientras tanto, el sol seguía iluminando el sendero, y el pueblo de Villa Foosha estaba cada vez más cerca. Allí, Makino los esperaba con el Den Den Mushi y, lo más importante, con las manos expertas que sabían cómo curar las heridas de un niño demasiado valiente para su propio bien.
El Red Force, el emblemático barco de los Piratas Pelirrojos, se mecía suavemente sobre las aguas del Nuevo Mundo. El sol brillaba en lo alto, reflejándose en las olas y creando destellos dorados que parecían bailar sobre la superficie del mar. En la cabina del capitán, *Akagami no Shanks* estaba sentado en una silla de madera, con las botas apoyadas sobre la mesa y un tono de relajación que solo un hombre como él podía permitirse. Su capa negra, que colgaba de sus hombros con una elegancia natural, se movía ligeramente con la brisa que entraba por la ventana abierta.
El ambiente en el barco era tranquilo, aunque no por ello menos vigilante. Los miembros de la tripulación se movían con la familiaridad de quienes llevaban años compartiendo aventuras y peligros. Algunos jugaban a las cartas en cubierta, mientras otros revisaban las velas o simplemente disfrutaban del día. El sonido de las olas chocando contra el casco del barco creaba una melodía relajante, acompañada por el murmullo de las conversaciones y las risas ocasionales.
Shanks observaba el reloj de pared frente a él, cuyas manecillas avanzaban lentamente hacia las dos de la tarde. Un *Den Den Mushi negro, cuidadosamente colocado sobre la mesa, esperaba en silencio para ser utilizado. Era un aparato especial, uno que la Marina no podía interceptar, y que Shanks reservaba para conversaciones importantes. Cada mes, a esta misma hora, el capitán se aseguraba de que nada ni nadie interrumpiera este momento.
—Benn— llamó Shanks, sin apartar la vista del reloj.
—¿Sí, capitán?— respondió *Benn Beckman, su primer oficial, quien estaba sentado cerca, limpiando su arma con la precisión de quien conocía cada detalle de su herramienta. Su mirada era tan afilada como la hoja que sostenía, y su presencia transmitía una calma que solo los hombres experimentados podían proyectar.
—Asegúrate de que nadie interrumpa la llamada— dijo Shanks, con un tono casual pero firme.
—Ya lo sé— respondió Benn, asintiendo con la cabeza. —Todo está listo.
Shanks sonrió, satisfecho. Sabía que podía confiar en Benn para manejar cualquier situación, por complicada que fuera. El Den Den Mushi negro era una garantía de privacidad, pero Shanks no era hombre que dejara las cosas al azar. Cada mes, esta llamada era su momento más esperado, un instante en el que podía escuchar la voz de aquel niño que tanto significaba para él.
Fuera de la cabina, el sonido de las olas chocando contra el casco del barco creaba una melodía relajante. *Lucky Roux, el cocinero de la tripulación, pasaba por allí con un plato de carne en la mano, ofreciendo un trozo a cualquiera que se cruzara en su camino. Su risa jovial resonaba en el aire, y su presencia siempre era bienvenida entre la tripulación.
—¿Seguro que no quieres algo, capitán?— preguntó Lucky Roux, asomando la cabeza por la puerta de la cabina.
—No, gracias— respondió Shanks, con una sonrisa. —Tengo algo importante que hacer en unos minutos.
Lucky Roux asintió y continuó su camino, disfrutando de su bocado mientras se alejaba.
El *Red Force* continuaba su rumbo, navegando con la elegancia de un barco que había visto innumerables batallas y aventuras. En cubierta, *Yasopp, el tirador de la tripulación, ajustaba su rifle mientras intercambiaba bromas con *Monster, el mono que acompañaba a *Bonk Punch*. Más allá, *Building Snake, el navegante, revisaba las cartas marinas con una concentración impecable.
En la cabina, Shanks esperaba pacientemente, con la certeza de que, en unos minutos, escucharía la voz de aquel niño que tanto significaba para él. El Den Den Mushi negro permanecía en silencio, pero el capitán sabía que pronto cobraría vida.
—Benn— dijo Shanks de nuevo, esta vez con un tono más suave. —¿Crees que estará bien?
Benn dejó de limpiar su arma por un momento y miró a Shanks con una expresión seria. —Es Luffy— respondió, como si eso lo explicara todo. —Ese chico tiene más fuerza de voluntad que la mayoría de los piratas que conocemos.
Shanks asintió, aunque su mirada se perdía en el horizonte. —Sí, tienes razón— murmuró, ajustándose la capa negra que llevaba sobre los hombros. —Pero a veces me preocupa.
—Es normal— dijo Benn, volviendo a su tarea. —Pero no olvides que él tiene a Makino. No está solo.
Shanks sonrió de nuevo, esta vez con más tranquilidad. Sabía que Benn tenía razón. Luffy no estaba solo, y eso era lo más importante.
El reloj marcó las dos en punto, y el Den Den Mushi negro comenzó a sonar. Shanks se inclinó hacia adelante, con una expresión de expectativa en su rostro.
—Es hora— dijo, mientras extendía la mano para responder la llamada.
Eran las 1:55 p.m. cuando los tres niños finalmente llegaron a Villa Foosha. El sol iluminaba las calles del pequeño pueblo, donde los aldeanos realizaban sus actividades cotidianas con la tranquilidad que caracterizaba a este rincón de la isla Dawn. Luffy, con el paño aún presionado contra su cabeza, caminaba entre Ace y Sabo, quienes lo flanqueaban como guardianes protectores. El sombrero de paja de Luffy, demasiado grande para su cabeza, se balanceaba con cada paso, mientras que el sombrero de vaquero naranja de Ace, con sus caras feliz y enojada, permanecía firme sobre su cabello oscuro. Sabo, con su sombrero de alta copa y su bastón, caminaba con la elegancia de quien había aprendido a moverse entre los escombros de la Gray Terminal.
—¡Eh, Luffy!— saludó un aldeano desde la puerta de su casa, levantando la mano con una sonrisa.
—¡Shishishi!— rió Luffy, respondiendo al saludo con su habitual entusiasmo, aunque su voz sonaba un poco más débil de lo normal.
—¿Qué te pasó esta vez, muchacho?— preguntó otro aldeano, al ver la sangre en el paño.
—¡Nada! Solo un pequeño golpe— respondió Luffy, tratando de restarle importancia.
—Pequeño golpe, dice— murmuró Ace, con una expresión de fastidio. —Este idiota se cayó y se abrió la cabeza.
—No es para tanto— replicó Sabo, aunque su tono denotaba preocupación. —Pero necesita puntadas, y rápido.
Los tres continuaron su camino hacia el bar, donde Makino los esperaba. La joven bartender, conocida por su amabilidad y su habilidad para manejar tanto las bebidas como las heridas, estaba detrás de la barra, limpiando unos vasos. Al ver entrar a los niños, su rostro se iluminó con una sonrisa, pero esa expresión cambió rápidamente al notar el estado de Luffy.
—¡Dios mío, Luffy!— exclamó Makino, dejando el vaso que sostenía y saliendo de detrás de la barra. —¿Qué te pasó?
—Shishishi— rió Luffy, tratando de ocultar el dolor detrás de su sonrisa. —Solo fue un accidente.
—Un accidente que necesita puntadas— dijo Ace, cruzando los brazos. —Este tonto no sabe caminar sin tropezar.
—No es mi culpa— protestó Luffy, aunque su voz sonaba más como un quejido que como una defensa.
Makino se acercó rápidamente, examinando la herida con ojos expertos. —Esto es más grave de lo que parece— dijo, con un tono de preocupación. —Ven, siéntate aquí. Voy a buscar el botiquín.
Luffy obedeció, sentándose en una de las sillas del bar mientras Ace y Sabo se quedaban de pie a su lado, vigilantes.
—Gracias, Makino— dijo Sabo, con un tono de gratitud. —Sabemos que puedes ayudarlo.
—Claro que puedo— respondió Makino, regresando con el botiquín en las manos. —Pero, Luffy, tienes que tener más cuidado. No puedes seguir lastimándote así.
—Lo sé— murmuró Luffy, bajando la mirada. —Pero es que quería llegar rápido para la llamada.
—La llamada puede esperar— dijo Makino, con firmeza pero sin perder su dulzura. —Tu salud no.
Mientras Makino comenzaba a limpiar la herida, los aldeanos que habían seguido a los niños hasta el bar se congregaron afuera, murmurando entre sí. Todos conocían a Luffy y lo querían como a uno más del pueblo, por lo que verlo herido les preocupaba.
Dentro del bar, el ambiente era tenso pero lleno de cariño. Makino trabajaba con precisión, asegurándose de que Luffy estuviera lo más cómodo posible. Ace y Sabo no se separaban de su lado, listos para ayudar en lo que fuera necesario.
Una vez que Makino terminó de curar a Luffy, los tres niños bajaron al sótano donde estaba el Den Den Mushi. El caracol telefónico comenzó a sonar, y Luffy, con los ojos brillantes de emoción, se abalanzó sobre él antes de que Ace o Sabo pudieran detenerlo.
—¡Es hora!— dijo Luffy, ajustándose el sombrero de paja con una mano mientras extendía la otra para responder la llamada.
Ace y Sabo se quedaron atrás, observando a su hermano menor con una mezcla de exasperación y cariño.
—Este mocoso nunca cambia— dijo Ace, aunque su voz sonaba más suave de lo habitual.
—Es parte de su encanto— respondió Sabo, sonriendo.
Los tres niños ingresaron al sótano, sin imaginar que esta sería la última vez que verían el pueblo y a su gente sonreír. El Den Den Mushi negro, cuidadosamente colocado sobre una mesa, esperaba en silencio para ser utilizado.
—¡Vamos, Luffy!— dijo Sabo, animándolo. —No hagas esperar a Shanks.
—¡Ya voy!— respondió Luffy, con una sonrisa que iluminaba su rostro a pesar del dolor que aún sentía en la cabeza.
El sótano estaba lleno de cajas y objetos viejos, pero para los niños, ese lugar era mágico. Era el lugar donde, cada mes, Luffy podía hablar con Shanks, el hombre que le había dado su sombrero de paja y le había prometido que algún día lo superaría.
Pero los niños no tenían idea de lo que se avecinaba. No sabían que, en unas horas, el pueblo que tanto amaban sería arrasado, y que esta sería la última vez que verían a sus habitantes sonreír.
El Den Den Mushi negro comenzó a sonar, y Luffy, con los ojos brillantes de emoción, se abalanzó sobre él antes de que Ace o Sabo pudieran detenerlo.
—¡Es hora!— dijo Luffy, ajustándose el sombrero de paja con una mano mientras extendía la otra para responder la llamada.
Ace y Sabo se quedaron atrás, observando a su hermano menor con una mezcla de exasperación y cariño.
—Este mocoso nunca cambia— dijo Ace, aunque su voz sonaba más suave de lo habitual.
—Es parte de su encanto— respondió Sabo, sonriendo.
Los tres niños ingresaron al sótano, sin imaginar que esta sería la última vez que verían el pueblo y a su gente sonreír. El Den Den Mushi negro, cuidadosamente colocado sobre una mesa, esperaba en silencio para ser utilizado.
—¡SHAANNNKSSSSSS!— gritó Luffy felizmente, con toda la fuerza de sus pulmones, como si quisiera que su voz llegara directamente al Nuevo Mundo.
Shanks, al otro lado de la línea, retiró el Den Den Mushi de su oreja con una mueca de dolor, pero una sonrisa cálida se dibujó en su rostro.
—Hola, Anchor— saludó Shanks, con un tono de cariño que solo reservaba para Luffy. —Parece que estás lleno de energía, como siempre.
—¡Shanks! ¡Shanks! ¡Te extrañé!— exclamó Luffy, saltando de un lado a otro, como si el dolor de su herida hubiera desaparecido por completo.
—Yo también te extraño, pequeño— respondió Shanks, riendo suavemente. —Pero cuéntame, ¿qué has estado haciendo?
—¡Ah! ¡Shanks, tengo que presentarte a mis hermanos!— dijo Luffy, emocionado, mientras agarraba a Ace y Sabo por los brazos y los empujaba hacia el Den Den Mushi. —Este es Ace, y este es Sabo. ¡Son mis hermanos!
Ace, con su sombrero de vaquero naranja que mostraba una cara feliz y otra enojada, cruzó los brazos y asintió con la cabeza, sin decir mucho. Sabo, con su sombrero de alta copa y su bastón, se inclinó ligeramente, mostrando un gesto de respeto hacia el hombre del que tanto había oído hablar.
—Hola— dijo Ace, con un tono un tanto desinteresado, aunque no pudo evitar sentir curiosidad por el hombre del que tanto hablaba Luffy.
—Es un honor conocerlo, emperador Shanks— añadió Sabo, con una inclinación de cabeza respetuosa. Sabía muy bien quién era Shanks y la importancia que tenía en el mundo pirata.
—Emperador, ¿eh?— dijo Shanks, con una risa ligera. —No hace falta tanta formalidad, Sabo. Si son hermanos de Luffy, eso los hace casi como familia para mí.
—¡Sí!— gritó Luffy, interrumpiendo. —¡Hicimos un juramento de hermandad con una botella de sake! ¡Somos hermanos ahora!
—¿Un juramento de hermandad, dices?— preguntó Shanks, levantando una ceja con interés. —Eso suena importante.
—Sí— explicó Sabo, tomando la palabra. —Hace unos meses, brindamos con sake y juramos ser hermanos. Es un vínculo que no se romperá nunca.
—Eso es algo hermoso— dijo Shanks, con un tono sincero. —Los lazos de hermandad son más fuertes que cualquier cosa en este mundo. Cuídense unos a otros, ¿de acuerdo?
—¡Sí!— respondió Luffy, con una sonrisa tan grande que parecía iluminar la habitación. —¡Ace, Sabo y yo vamos a ser los piratas más fuertes del mundo!
—Eso espero— dijo Shanks, riendo. —Pero recuerda, Anchor, ser fuerte no solo significa tener poder. También significa proteger a quienes amas.
—Lo sé— dijo Luffy, con un tono más serio, aunque solo por un momento. —¡Y cuando sea el rey de los piratas, te devolveré tu sombrero!
—Estaré esperando ese día— respondió Shanks, con una sonrisa que transmitía tanto orgullo como nostalgia.
—Emperador Shanks— intervino Sabo, con un tono respetuoso pero firme. —Todavía no se cuelgue la llamada. Luffy tiene más que contarle.
—Ah, claro— dijo Shanks, ajustándose en su silla. —Siempre hay más con Luffy, ¿no es así?
—¡Sí!— exclamó Luffy, retomando su entusiasmo. —¡Shanks, tengo que contarte todo lo que hemos hecho! ¡Ace, Sabo y yo hemos estado entrenando mucho! ¡Y también hemos peleado con bandidos en el monte Corvo!
—Suena como si se estuvieran divirtiendo— dijo Shanks, con una risa cálida. —Pero recuerden, chicos, el mundo es más grande de lo que imaginan. No subestimen a sus enemigos.
—¡No lo haremos!— dijo Luffy, con determinación. —¡Y cuando sea más fuerte, voy a visitarte en el Nuevo Mundo!
—Te estaré esperando— respondió Shanks, con un tono que dejaba claro que cada palabra era una promesa.
Ace, que había permanecido en silencio la mayor parte del tiempo, finalmente habló. —Oye, Shanks— dijo, con un tono más directo. —¿Cómo es el Nuevo Mundo?
Shanks sonrió, notando la curiosidad en la voz de Ace. —Es un lugar lleno de desafíos— respondió. —Pero también de oportunidades. Si quieren ser fuertes, es el lugar donde deben estar.
—Ya lo veremos por nosotros mismos— dijo Ace, con una determinación que no pasó desapercibida para Shanks.
—Eso espero— dijo Shanks, con una sonrisa. —Y cuando lleguen, les mostraré lo que significa ser un verdadero pirata.
Luffy, con los ojos brillantes de emoción, saltó de nuevo. —¡Shanks, te voy a superar! ¡Y cuando lo haga, seré el rey de los piratas!
—Estaré esperando ese día, Anchor— respondió Shanks, con una sonrisa que transmitía tanto orgullo como nostalgia.
La conversación continuó, llena de risas y promesas, mientras los tres niños compartían sus aventuras y sueños con el hombre que tanto admiraban. Sin saberlo, estaban forjando un vínculo que los uniría para siempre, incluso en los momentos más oscuros.
Mientras los niños permanecían en el sótano, sumergidos en su conversación con Shanks, un murmullo lejano comenzó a filtrarse desde el exterior. Al principio, eran apenas susurros, pero rápidamente se transformaron en gritos desgarradores. Algo ocurría afuera, algo que no podían ver pero que sentían en el aire, como una sombra que se cernía sobre ellos.
—¿Qué es eso?— preguntó Luffy, frunciendo el ceño y mirando hacia la puerta del sótano con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—No lo sé— respondió Ace, con una expresión seria. Su instinto le advertía que algo andaba terriblemente mal.
—Esto no suena bien— dijo Sabo, apretando los puños mientras intentaba mantener la calma.
En ese momento, la voz de Makino resonó desde arriba, tensa y llena de urgencia.
—¡No salgan del sótano!— gritó, antes de que sus palabras se perdieran en un mar de alaridos que inundaron el pueblo.
Los tres niños se miraron, confundidos y asustados. Los gritos de Makino y los demás habitantes de la isla se mezclaban con un ruido ensordecedor, como si el mundo entero estuviera colapsando a su alrededor.
—Makino…— murmuró Luffy, con una voz temblorosa que no lograba ocultar su miedo.
—¿Qué diablos está pasando allá afuera?— preguntó Ace, mirando hacia la puerta como si considerara salir a investigar.
—No lo sé, pero no suena bien— dijo Sabo, con un tono más calmado, aunque sus ojos delataban preocupación.
Del otro lado del Den Den Mushi, Shanks escuchaba todo con atención. Su voz, antes relajada y alegre, ahora sonaba grave y llena de preocupación.
—Maldita sea— dijo Shanks, reconociendo los estallidos a lo lejos. —¡Una maldita Buster Call! ¡Hijos de puta, malditos perros!
—¿Una Buster Call?— repitió Luffy, frunciendo el ceño al escuchar las palabrotas de Shanks. A sus siete años, no entendía completamente lo que significaba, pero el tono de Shanks le decía que era algo terrible.
—Es uno de los ataques más poderosos de la Marina— explicó Shanks, con una voz firme pero calmada. —Consiste en diez buques de guerra dirigidos por cinco vicealmirantes. Es una fuerza destructiva que arrasa con todo a su paso.
—¿Diez buques de guerra? ¿Cinco vicealmirantes?— dijo Sabo, sintiendo cómo el peso de las palabras de Shanks caía sobre sus hombros.
—¿Por qué… por qué están aquí?— preguntó Ace, con una mezcla de ira y confusión en su voz.
—No lo sé— respondió Shanks, con un tono sombrío. —Pero no pueden salir de ahí. No importa lo que escuchen, no salgan del sótano. ¿Entendido?
—Pero… Makino… los demás…— balbuceó Luffy, con lágrimas comenzando a formarse en sus ojos.
—Lo sé, Anchor— dijo Shanks, con un tono más suave. —Pero si salen, no podré protegerlos. Escúchenme bien: no se dejen ver por nadie de la Marina. No dejen que nadie los vea. Yo voy por ustedes.
—¿Vas a venir?— preguntó Luffy, con una voz quebrada por el miedo y la tristeza.
—Sí— respondió Shanks, con una determinación que transmitía seguridad. —Pero necesito que se queden ahí. No importa lo que pase, no salgan.
Los tres niños se miraron, sintiendo el peso de la situación. Los gritos afuera seguían aumentando, mezclados con explosiones y el sonido de cañones lejanos.
—Esto es… esto es una pesadilla— pensó Luffy, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.
—No podemos hacer nada— murmuró Sabo, apretando los dientes. —Si salimos, solo empeoraremos las cosas.
—Pero…— comenzó Ace, pero se detuvo, sabiendo que Sabo tenía razón.
—Escúchenme— dijo Shanks, con un tono calmado pero firme. —Todo va a estar bien. Solo necesito que se queden ahí y no hagan nada estúpido. ¿Entendido?
—Sí…— respondieron los tres al unísono, aunque sus voces temblaban.
—Bien— dijo Shanks, con un suspiro de alivio. —Ahora, manténganse juntos. Yo voy por ustedes.
La llamada continuó, pero el ambiente en el sótano era ahora tenso y sombrío. Los tres niños se acurrucaron juntos, escuchando los sonidos de destrucción que resonaban afuera.
—Shanks… por favor, apúrate— pensó Luffy, cerrando los ojos y apretando el sombrero de paja contra su pecho.
—No podemos hacer nada…— pensó Ace, sintiendo una impotencia que lo consumía por dentro.
—Esto es… esto es un infierno— pensó Sabo, mirando hacia la puerta como si esperara que en cualquier momento se abriera y todo terminara.
Shanks, al otro lado de la línea, escuchaba cada sonido, cada grito, cada explosión. Sabía que no podía perder tiempo.
—No se muevan de ahí— dijo Shanks, con una voz que transmitía tanto seguridad como urgencia. —Yo voy por ustedes.
Y mientras los tres niños lloraban en silencio, abrazados en el sótano, el mundo afuera se desmoronaba. Pero en medio del caos, una promesa resonaba en sus mentes: Shanks vendría por ellos.
