Esto es un pequeño One que encontré por ahí, que no va a ningún sitio, pero estoy como haciendo limpieza de cosas en mis carpetas y viendo qué hay por ahí para publicar. Si eso dadle un beso a Himaruya de mi parte.
El único punto débil de Galia
En su opinión, España era el peor bebé del universo.
Lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y lloraba y lloraba.
Y lloraba y lloraba y lloraba.
Y seguía llorando.
Podía oírlo a través de las paredes de la domus aunque tuviera el cuatro al otro lado del Atrio. Los esclavos se ocupaban de mantenerlo alejado lo más posible para que no perturbara la paz de la casa con sus llantos, pero Roma le oía.
Le oía de todos modos y le frustraba, desquiciaba y desesperaba. Nunca se lo dirá a nadie, pero había deseado, pensado, planeado y preparado la manera para devolverlo a la península hispánica, donde sus esclavos se ocuparían de él, como con Grecia.
Al menos la casa estaría en silencio y él podría volver a oír sus propios pensamientos. Esos que no quería realmente oír y que le habían hecho mandar a Grecia de vuelta al Peloponeso. No soportaba verle y verla a ella, su Helena. Muerta.
No, no muerta, asesinada.
Creía que podría soportarlo con el ibérico, ya que se parecía bastante a sí mismo y, además, su relación con Iberia, aunque intensa, no había sido nunca tan influyente como con Helena. Por no decir que el español era su primogénito varón, el que iba a heredar todo esto algún día, el que debía aprender de él.
Heredar todo esto… ¿Todo el qué? Ni siquiera él lo tenía muy claro.
Los últimos tiempos el senado romano se había convertido en un lastre tan grande que parecía abarcar todo el territorio, la gente no creía en la república. Habían hecho caer Cartago, por fin y lo único que parecían haber sacado de ello era un enemigo igual o peor en el norte: Germania.
Sus tropas eran fieles a sus comandantes, el poder civil perdía peso y no tenía ni idea de qué significaba todo eso.
La Republica se desvanecía entre sus dedos como arena de playa, hasta había estallado una Guerra Civil y Helena no había estado ahí para cuidarle y aconsejarle, porque la idea de la conquista pasaba por asesinar a los pueblos hasta romanizarlos.
Parecía estar desafiando completamente cualquier idea que ella le hubiera enseñado sobre democracia y civismo hasta convertirse en unos bárbaros como tildaban a las gentes del norte.
Y, además, la culpa le carcomía hasta el punto que no había podido volver a ver a sus hijos a la cara desde el momento en que supo que ÉL había asesinado a Helena.
Así que siempre, siempre, siempre preguntaba a las esclavas por España, se aseguraba que tuviera de todo y de lo mejor y siempre, siempre, siempre le oía llorar desde el otro lado de la casa queriendo llorar él también.
Pero España no parecía tener ninguna clemencia.
Era un recordatorio constante de que le había quitado a su madre, de que había destruido todo. Si solo se hubiera parecido menos a él, si solo hubiera tenido la sangre menos caliente…
Pasaban los días, semanas y meses y daba igual lo que hiciera, cuantas comadronas trajera, cuantas esclavas probaran, qué leche especial le comprara, con que ropas suaves cubrieran su cuna o con que juguetes intentaran distraerle.
Roma estaba agotado y se sentía completamente desestabilizado. Todo estaba cambiando. El senado insistía en que la República era lo conocido y seguro, que las cosas habían ido bien, que este solo era un bache como muchos otros, que los problemas surgidos en los últimos tiempos solo eran de carácter administrativo, que se podían arreglar, que volvería la estabilidad como en los viejos buenos tiempos de las guerras púnicas.
Él sinceramente lo dudaba, más bien parecía que no tuvieran ni idea de a dónde iban y que trataran de agarrarse a un clavo ardiendo.
Y luego estaban esos tres, el triunvirato de Sila.
Crasso y Pompeyo parecían saber mejor de lo que hablaban, como casar las inquietudes nuevas para recuperar la confianza del pueblo y a la vez mantener a la milicia satisfecha. Tenían experiencia, habían incluso paliado la rebelión de los esclavos, mientras el senado, en contrapartida, cada vez le parecía más un montón de viejos y gordos corruptos demasiado adinerados y apoltronados para hacer verdadera política.
Y también estaba Cayo.
Cayo era joven y no tenía experiencia, había ido con él a convencerle y la verdad, le había asustado de sí mismo.
Le hablaba de las tierras del oeste, más allá de los Alpes, de bosques, tierras fértiles, riquezas, puestas de sol y viajes a galope y por primera vez en su vida, sentía que la aventura de descubrir cosas nuevas no le llamaba.
Esa noche no había podido dormir en toda la noche y España no había ayudado.
Así que, de madrugada, sudado, acalorado, agotado y enfadado, se había personado como una bestia enfurecida en el cuarto del íbero por primera vez en lo que parecían siglos, entre las disculpas de todos TODOS sus esclavos.
Había tomado a su hijo de la cabeza y una esclava había saltado sobre él para proteger al niño, pensando que lo mataría por seguir llorando sin descanso.
La empujó al suelo en un arrebato de furia y fue en ese momento, cuando vio el miedo en los ojos de su esclava, que supo que había perdido la cabeza.
Su corazón bombeaba como si no hubiera un mañana bajo los llantos desconsolados del pequeño, todo agazapado mientras lo sujetaba aun de la cabeza.
Miró al niño, asustado de sí mismo y queriendo llorar también, lo abrazó contra su pecho.
Casi mágicamente, el español empezó a sofocar su llanto convirtiéndolo en un sollozo hasta quedarse dormido en sus brazos.
España no lloraba porque Roma hubiera matado a su madre, sino porque eso había hecho que perdiera también a su padre.
Sin decir palabra, Roma se llevó a su hijo consigo y esa fue la primera vez en largo tiempo en que ambos pudieron dormir hasta tarde de una sola tirada.
Cuando despertó, España no solo no lloraba, si no que se reía haciendo burbujitas y jugando con el pelo del pecho de su padre. No le quedó más que abrazarle fuerte y prometerse a sí mismo que nunca más volvería hacerle esto. Y que, si el español podía quererle y protestar hasta que le hizo caso, tal vez no era tan mala persona y tal vez no estaba haciendo las cosas tan mal.
Así que sonriendo sinceramente le prometió que le llevaría consigo a las Galias a correr una verdadera aventura con Cayo Julio Cesar y le enseñaría todo lo que Helena le había enseñado a él. España nunca había estado tan radiante.
No era el estilo de Roma tomar un par de hombres en un par de caballos y cabalgar al amanecer hacia las tierras del norte, así que los preparativos de la aventura fueron un poco más desesperadamente largos de lo que a padre e hijo (en especial al padre) les hubiera gustado.
Pero llevar un bebé a la guerra no es tarea fácil. No fueron pocos los consejos que recibió intentando disuadirle, pero ningún argumento tuvo tanto peso como los gritos desagarrados de su hijo.
La idea era clara "pero Hispaniae, si te llevo podrías salir herido" y el berrido de la criatura era claro "como no me lleves me muero aquí y ahora". Niños de sangre caliente. Maldita sea, no podía quererle más.
Siempre había pensado que encargarse de un bebé era una tarea aburrida y poco masculina, pero esta criatura... esta criatura era IGUAL que él. ¡Una copia suya en miniatura! ¿Cómo iba a dejar que nadie más se ocupara?
La sibila prometió buenaventuras para los dos y que un ángel rubio de ojos azules les robaría el corazón a ambos. Así que con un excelente pronóstico de buena fortuna fue que finalmente partieron con todo el grueso del ejército que pudieron convocar... y todo el sequito para satisfacer las necesidades de los hombres que a estos precede. Incluidas algunas comadronas, porque uno de los hombres tenía necesidades especiales.
Hasta le hizo hacer una pequeña armadura de su tamaño que le ponía como si de un muñeco se tratara... y lo consideraba adorable.
Cruzar la toscana a lo largo era un paseo, como unas vacaciones. El sol brillaba con fuerza y los campos florecían bajo el cielo azul infinito. Le contaba historias sobre reyes y princesas etruscas, las antiguas batallas que habían corrido él y Helena cuando aún era un niño y sobre el Gran Alejandro.
Por las noches le enseñaba las estrellas le hablaba de los dioses y los grandes héroes como ellos.
España le miraba con sus dos brillantes esmeraldas como si le entendiera mientras balbuceaba sonidos parecidos a los que decía. Este, de todos tus hijos, va a ser el primero en hablar, ya puedes notarlo y créeme que cuando eso pase no va a parar y vas a echar de menos esta época.
Cruzar las montañas al norte cerca de la zona fronteriza fue una tarea bastante más difícil, los caminos eran largos y tortuosos, aun no estaban bien trazados y asfaltados en muchas zonas. A menudo cruzaban zonas boscosas en las que se oía a las bestias acechar o incluso habían recibido ataques inesperados de las gentes bárbaras germánicas y los propios galos.
Perderse era sencillo y estaban un poco desmoralizados con la perdida de una de las mujeres a garras de un oso, pero por suerte la tierra volvía a ser soleada y afable cuando llegaron al otro lado de los Alpes.
El cosquilleo de la conquista persistía en la boca del estómago de Roma y por supuesto, también su sonrisa de excitación, le hablaba aun a España de cómo se imaginaba que iba a ser el representante de las tierras galas y cómo quizás encontraban a Germania.
Discutía con Cayo sobre las estrategias que debían tomar y los centros políticos a conquistar comparando la actual con otras campañas militares en las que Roma había salido victoriosa. Lutecia. Ahí se dirigían.
Y aunque el viaje pareció eterno. Una tarde, exhaustos, llego la noticia tan esperada de boca de los guías locales que habían contratado en el camino. Estaban ya a menos de una jornada de viaje de la aldea más grande de la zona.
Decidieron hacer noche entonces y llegar a la mañana siguiente más frescos y descansados. Aprovechando el tiempo libre para ir a darse un baño en el Sena. Lo primero que haría sería construir unas termas. Lo prometía a cada ciudad nueva a la que llegaban.
A España el plan del agua fría del río tampoco parecía convencerle demasiado, algo tienen las aguas de esta parte del mundo que a nadie parecen convencerle mucho.
Tras un buen banquete, una buena orgía y una buena noche de descanso, Roma estaba preparado para encontrarse con el jefe de la tribu gala y agasajarle con regalos traídos.
Los exploradores romanos y esclavos galos conseguidos en combate en las fronteras aseguraban que los galos eran una mezcla entre ibéricos y sajones. Sin el temperamento irascible de los hispanos, pero tampoco la frialdad germánica.
Así que Roma había decidido que debían parecerse bastante a los latinos y esto sería sencillo.
Traía los regalos que a él le hubiera gustado recibir, telas, frutas y especias exóticas de Cartago. Arte heleno, aceite y vino mediterráneo y armas de la más fina ingeniería romana dignas de impresionar a cualquier señor de la guerra conocedor de las artes marciales de la época.
Y, desde luego, se traía a él. El mejor amante de la tierra. Y la firme promesa de no enamorarse de nuevo, fuera como fuera ese hombre.
Solo había olvidado una pequeña e insignificante cosa: Preparación para lo que realmente iba a encontrar ahí.
Habló con los hombres que parecían más grandes y fuertes y se autoproclamaban líderes del clan de los galos. Pero ninguno de ellos parecía tener esa... presencia especial de inmortalidad que solamente otra nación poseía.
Y de todos modos tampoco era que se notara fácilmente y a simple vista.
¿Cómo era posible? ¿Los galos no tenían un representante de su pueblo? Era la primera vez que se encontraba ante semejante tesitura. Porque además... es que no podía ser una chica, no tal como estaba organizada la jerarquía. ¿Entonces?
Era difícil hablar con los ciudadanos sobre la clase de persona que estaba buscando ya que tendían a asustarse con las cosas que una nación era capaz de hacer, como por ejemplo permanecer joven a pesar del paso del tiempo.
Tras pasar el día entero con varios de los jefes y no encontrar lo que buscaban se retiró de nuevo al campamento romano para hablar con Cayo y explicarle la situación completamente irregular.
Nada podía haberlos preparado para esto. ¿Significaba esto que no tenía identidad de grupo suficiente para tener una nación? ¿O quizás habían asesinado a su representante por brujo ardidos en el miedo y la superstición? ¿Significaba eso que los ciudadanos podían realmente matarlos? ¿Significaba eso que era un pueblo inconquistable?
Intentó convencer a Cayo de que en realidad esa era la mejor de las situaciones. Él se convertiría en su representante sin necesidad de matar a nadie, los amaría y organizaría hasta que se consideraran del pueblo de Roma y sería la romanización más sencilla que habrían hecho nunca.
Cayo no parecía del todo convencido, igual que no lo parecía el mismo Roma, asiéndose a suposiciones como argumentos solo para no mostrar que esta situación le ponía mucho más nervioso de lo que le ponía cualquier cosa que pudiera haberse imaginado.
Desde luego se había imaginado al representante de los galos. Un hombre grande y fuerte como Germania, frío calculador e inteligente al que costaría tomarle el pulso debido a su impulsividad desmesurada.
O tal vez uno apasionado, rápido y tenaz como Cartago al que tendría que hacer frente por años hasta desfallecerlo, más por resistencia que por fuerza real.
O a lo mejor sería una mujer, una parecida a Helena o a Iberia que le haría sentir el remordimiento y la culpa a cada mirada.
Sinceramente, sabía bien que era lo peor entre esas opciones.
Pero podía lidiar con un gigante sin corazón de fuerza brutal. Era astuto.
Incluso con su culpa. Era fuerte de mente o había aprendido a serlo.
Lo que no podía, simplemente, era lidiar con un fantasma.
Pasaron unos cuantos días viviendo con los galos, aprendiendo sus costumbres, jerarquías… Había algunas mujeres en las casas, les traían comida y bebida de la tierra hasta que la situación se hacía un poco insostenible y Roma empezaba a parecer estúpido mientras seguía preguntando una y otra vez por el alma del clan.
Repartieron los regalos entre los jefes y les explicaron sobre el pueblo latino, pero ninguno hizo el truco. La persona seguía, según Roma que se negaba a aceptar que realmente le hubieran logrado matar, escondida entre la multitud. Como un cargo secundario. Como un consejero, igual que hacía él con el senado o los reyes. Había ido a entrevistarse con todos ellos tampoco lo había encontrado.
Hasta una tarde, habría sido una tarde más como cualquier otra en la que las mujeres galas se acercaban a sus tiendas a traerles hospitalidad salvo porque esa tarde, Roma estaba jugando con su hijo cuando llegaron y la mujer rubia de ojos azules, no pudo resistirlo más.
Hizo un gesto con la cabeza a las demás para que volvieran al pueblo y se acercó a ambos con una sonrisa un poco temblorosa. Lo que no consiguieron mil preguntas y regalos, lo consiguió un bebé.
Roma ni siquiera había reparado realmente en ella hasta que con la sonrisa más dulce y triste que había visto nunca, le pidió si podía cargar al bebé porque… ella quería un hijo. Se había quedado embarazada en incontables ocasiones y nunca había conseguido dar a luz a ninguno vivo y empezaba a creer que eso era simplemente imposible porque ya tenía a sus ciudadanos.
Pero no podía ser eso. Germania tenía a sus hijos. Britania también. Así que creía estar bajo la maldición de alguna malvada bruja y no tenía ni idea de cómo romper tal hechizo.
Eso y sentirse sola desde que no podía encontrar a su hermana y su amiga Iberia fue lo que hizo el truco. España la conquistó con sus ojos verdes que le recordaban a ella y Roma dio el golpe de gracia con su ritual de seducción.
Cenas a la luz de las velas, paseos junto al Sena viendo el atardecer, noches estrelladas haciéndola reír, contándole historias, abogando a su corazón herido de madre con España y la triste historia de la muerte de su madre.
Se le encogió el corazón cuando Galia vio en él a Iberia y le contó a Roma como llevaba mucho, mucho tiempo buscando a su amiga.
Él le habló de Helena y de Cartago y de Iberia. Se había prometido no hacerlo, pero Galia curaba corazones nada más escuchando y él también estaba desfalleciendo a sus encantos a pesar de las promesas firmes que ahora parecían palabras vagas y vacías dichas en tiempos de ignorancia.
El dolor compartido no hizo más que afianzar sus lazos.
Germania no tardó en personarse unos días más tarde, llegó cabalgando tan presto como fue capaz cuando sus exploradores le avisaron de los avistamientos romanos cerca de la capital gala.
Para entonces el grueso del ejercito latino ya se había retirado, pero con la firme promesa de volver.
El proceso había empezado. Estaba embarazada. Lo sentía.
