Este fanfiction está inspirado en Inuyasha, obra original de Rumiko Takahashi. Los personajes, nombres y elementos del universo de Inuyasha no me pertenecen; todos los derechos son de sus respectivos creadores. Esta historia es una obra de ficción sin fines de lucro, escrita con el propósito de entretenimiento y sin intención de infringir derechos de autor
Capítulo 10
El hospital seguía en caos tras lo ocurrido. Los doctores y enfermeras corrían de un lado a otro, atendiendo a Kagome, asegurándose de que su recuperación fuera estable. Mientras tanto, Sango y Miroku se quedaron en el pasillo, sin poder asimilar lo que acababa de pasar. Se miraron fijamente, y en ese instante… Ambos comprendieron la verdad. Miroku fue el primero en hablar, con la voz baja y temblorosa.
—Nosotros los unimos.
Sango parpadeó.
—¿Qué?
Miroku pasó una mano por su rostro y dejó escapar una risa incrédula.
—Cuando empezamos a salir, hace unos meses… dijimos que nuestros mejores amigos debían conocerse.
Sango sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—La cita a ciegas…
Miroku asintió.
—Tú me dijiste a quién llevarías porque yo ya conocía a Kagome.
Sango lo miró con incredulidad.
—La conocías de vista, ¿verdad? En la fiesta…
Miroku desvió la mirada por un momento.
—Sí, en la fiesta donde…
Sango comprendió de inmediato. Se llevó una mano a la boca, sintiendo que el destino jugaba con ellos de la manera más cruel posible. Miroku respiró hondo y continuó.
—Pero yo nunca te dije a quién llevaría.
Sango sintió su estómago encogerse.
—Querías que fuera una sorpresa…
Miroku asintió con una sonrisa amarga.
—La sorpresa era Inuyasha.
Se quedaron en silencio, sl peso de la verdad los aplastó. Desde el inicio, Kagome e Inuyasha estaban destinados a conocerse. Pero el accidente se los arrebató. El destino los separó… y luego los volvió a juntar de la manera más trágica posible. Sango sintió lágrimas en los ojos, pero las contuvo. Porque ahora… nada de eso importaba. Kagome estaba viva, pero no recordaba a Inuyasha.
Kagome seguía desorientada, su cuerpo se sentía pesado, como si hubiera estado sumergida en un sueño profundo del que no quería despertar. Había sentido algo antes de abrir los ojos…Un calor que llenaba todo su ser, una calidez indescriptible, una paz absoluta. Algo tan profundo y real que la hacía sentir a salvo. Pero cuando despertó, ya no estaba. Lo primero que vio al abrir los ojos fue aquel hombre, tenía el rostro más hermoso que jamás había visto. Cabello plateado, ojos dorados…Parecía un ángel, pero no lo conocía, no recordaba su nombre. Lo miró con detenimiento, tratando de buscar en su mente alguna pista, algo que le indicara que formaba parte de su vida… Pero no había nada, no podía ser un interés amoroso…
Kagome entró a su departamento seguida de Sango y Miroku.
Después de una semana en el hospital, finalmente la habían dado de alta. Los médicos estaban sorprendidos por su recuperación, pero ella no podía explicarlo. No tenía respuestas sobre cómo había vuelto, solo sabía que lo había hecho.
Y aún así, algo no se sentía bien.
Se detuvo en la entrada y dejó que la sensación la envolviera. Sus ojos recorrieron el lugar con una extraña familiaridad. Todo estaba en su sitio, como si nada hubiera cambiado. Cada mueble, cada objeto, cada pequeño detalle estaba tal y como lo recordaba antes del accidente.
Pero no era igual, algo en su interior le decía que faltaba algo. Una ausencia que no podía nombrar, pero que se hacía cada vez más evidente. Respiró hondo, tratando de ignorar la incomodidad que le causaba esa sensación.
—¿Han movido algo aquí? —preguntó sin mirarlos, aún recorriendo el departamento con la vista.
Sango negó con la cabeza.
—No, todo sigue donde mismo.
Kagome frunció el ceño. Si todo estaba igual, ¿por qué sentía que algo faltaba?
Sango le sonrió y le tomó la mano con suavidad.
—Te dejaremos un rato sola para que asimiles todo. Iremos por comida para cenar juntos.
Kagome asintió con una sonrisa leve, aunque en su interior, la ansiedad seguía latente.
Miroku, que estaba por salir, se giró hacia ella con una expresión traviesa.
—Antes de que nos vayamos… hay algo en la terraza que necesita tu atención.
Sango y Miroku se miraron por un segundo con complicidad antes de cerrar la puerta.
Kagome sintió un pequeño nudo en el estómago, no sabía por qué, pero su corazón comenzó a latir con fuerza. Algo la llamaba. Sus pasos fueron lentos mientras subía las escaleras, como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no comprendía. Cuando abrió la puerta de la terraza, la luz cálida del atardecer la envolvió por completo. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse, pero cuando lo hicieron, sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
Frente a ella, en lo que antes era un espacio vacío, había un jardín. No cualquier jardín. Era lo que siempre había querido hacer con ese lugar. Las flores se distribuían en una armonía perfecta, como si cada una hubiese sido colocada con intención y cuidado. Enredaderas trepaban por una estructura de madera que daba sombra a una silla de lectura en el centro de un pequeño gazebo. A un lado, el sonido de una fuente de piedra llenaba el aire con su murmullo constante.
Era su sueño, el sueño que nunca tuvo tiempo de cumplir. Se acercó con pasos lentos, sintiendo que cada flor, cada rincón, cada detalle había sido diseñado especialmente para ella.
Pero, ¿por quién?
Antes de que pudiera procesar la pregunta, sintió algo. No era un ruido, ni un movimiento. Era una presencia. No necesitó girarse para saber que alguien estaba ahí. El aire a su alrededor cambió, como si se volviera más cálido, más denso. El sonido de una respiración cerca de su oído la hizo estremecer.
—¿Te gusta?
El escalofrío recorrió su espalda de arriba abajo, siró lentamente y lo vio. Era el hombre del hospital. Aquel que había estado junto a su cama cuando despertó. El mismo que, de alguna manera inexplicable, hacía que su pecho se sintiera pesado, como si algo dentro de ella estuviera a punto de romperse. Sus ojos eran intensos, y sin embargo, su expresión no ocultaba la tristeza.
—Sí… —respondió en un murmullo—. Es hermoso.
Su voz apenas salió, pero sabía que él la había escuchado.
—¿Tú lo hiciste?
Él asintió, pero sus ojos no se apartaron de los de ella.
—Estuve toda la semana trabajando en ello.
Hizo una pausa, como si cada palabra que decía tuviera que ser cuidadosamente elegida.
—Tal vez no me recuerdes, pero aun así… quería darte algo por haberte recuperado.
Su pecho se apretó, no lo entendía. No sabía por qué la mirada de ese hombre le removía algo tan profundo en su interior. Algo en él le resultaba familiar, más allá del hecho de haberlo visto en el hospital. Era como un eco en su memoria, una sombra de algo que debió estar ahí, pero que se escapaba antes de que pudiera alcanzarlo. Él desvió la mirada por un momento y respiró hondo.
—Ahora que todo terminó… me retiro.
Las palabras la golpearon con una fuerza inesperada.
¿Por qué?
¿Por qué sentía que si él se iba, algo dentro de ella también lo haría?
Él se giró levemente y esbozó una pequeña sonrisa melancólica.
—Espero que tengas una gran vida. Adiós, Kagome.
Le extendió la mano, era un simple gesto de despedida. Pero para Kagome, era mucho más que eso. Sintió que, si no tomaba esa mano, algo se rompería de manera irreversible. Lentamente, acercó su mano hasta que sus dedos rozaron los de él.
Y entonces, todo cambió.
El aire desapareció.
El mundo dejó de existir.
Su mente se llenó de imágenes.
No eran recuerdos cualquiera.
Eran suyos.
Un departamento con latas de cerveza y comida chatarra.
Discusiones, risas, noches en vela.
Una librería y un hombre pelirrojo con un cuaderno de notas.
Una persecución en un hospital.
Lágrimas, desesperación, miedo.
El sonido de un monitor apagándose.
Y un beso.
El beso que la había traído de vuelta.
Cuando la visión terminó, una lágrima rodó por su mejilla, lo miró, sintiendo que su corazón latía con una intensidad que la asustaba.
—No fue un sueño… —susurró con la voz entrecortada—. Todo pasó… ¿verdad, Inuyasha?
Él la miró con los ojos llenos de emoción, y en el instante en que escuchó su nombre salir de sus labios de esa manera, algo dentro de él se rompió.
No pudo contenerse, la tomó en sus brazos y la besó, no con desesperación, ni con prisa.
Sino con la certeza de que ese beso significaba todo lo que no había podido decir, todo lo que había sentido desde que la conoció. Toda la gratitud por haberlo traído de vuelta a la vida.
Porque ahora lo entendía. Kagome no solo lo había salvado del vacío de su existencia, lo había salvado de sí mismo.Y esta vez, no iba a dejarla ir.
La puerta de la terraza se cerró con suavidad tras ellos.
El silencio que los envolvía no era incómodo, sino cargado de una tensión palpable, de una emoción que se desbordaba en cada latido, en cada respiración contenida.
Kagome tomó la mano de Inuyasha sin dudarlo, guiándolo a su habitación. Sus dedos entrelazados parecían encajar con naturalidad, como si hubieran estado destinados a encontrarse, a sostenerse de esa manera.
No quería perder más tiempo.
Si algo le había enseñado todo lo que vivió era que la vida no espera. Que los momentos no deben dejarse pasar, que cada instante es único e irrepetible.
Cuando llegaron a la habitación, Kagome se detuvo frente a él.
No necesitó palabras.
Solo lo miró, con los ojos llenos de deseo y amor, con la certeza de que esto era lo que quería.
Inuyasha la observó en silencio por un momento, como si intentara memorizar cada rasgo de su rostro, cada matiz de su mirada. Luego, con una suavidad que contrastaba con la urgencia que sentía, alzó una mano y la deslizó por su mejilla, acariciándola con la yema de los dedos.
—¿Estás segura? —preguntó en un susurro.
Kagome no respondió con palabras.
Se acercó a él lentamente y, con la respiración entrecortada, lo besó.
El contacto fue suave al principio, como si estuviera probando el sabor de sus labios, como si quisiera asegurarse de que ese momento era real. Pero pronto, la dulzura se convirtió en hambre, en una necesidad que los consumía a ambos.
Inuyasha correspondió el beso con la misma intensidad, tomándola por la cintura y atrayéndola más cerca. Sus cuerpos se encontraron en un choque de calor y sensaciones, las manos de Kagome se deslizaron por su espalda, aferrándose a él como si temiera que se desvaneciera.
El latido de sus corazones se sincronizaba en una cadencia frenética.
Kagome sintió que la piel se le erizaba cuando las manos de Inuyasha comenzaron a explorarla, recorriendo sus curvas con una mezcla de ternura y deseo. Cuando él deslizó los labios por su cuello, dejando un rastro de besos ardientes, ella arqueó la espalda y dejó escapar un gemido ahogado. Sus manos temblorosas buscaron el borde de su camisa y, con un movimiento decidido, la deslizó por su torso, revelando la piel cálida y firme de su pecho.
Se tomaron un momento para mirarse. Inuyasha contempló el rostro de Kagome, sus mejillas enrojecidas, sus labios entreabiertos, la forma en que su pecho subía y bajaba con cada respiración entrecortada.
Era hermosa.
Kagome también lo observó, maravillada por la intensidad en su mirada, por la mezcla de pasión y ternura que reflejaban sus ojos dorados. Sin romper el contacto visual, ella llevó las manos a la cintura de Inuyasha y comenzó a desabrochar su pantalón con lentitud. Él no se movió, solo la dejó hacer, sintiendo que cada roce de sus dedos contra su piel lo incendiaba desde dentro. Cuando finalmente la ropa cayó al suelo y ambos quedaron expuestos ante el otro, un leve temblor recorrió el cuerpo de Kagome. No era miedo. Era anticipación.
Inuyasha pareció notarlo, porque se inclinó hacia ella y la besó de nuevo, esta vez con más suavidad, como si quisiera asegurarse de que cada caricia, cada roce, le hiciera saber cuánto la deseaba, pero también cuánto la adoraba. Cuando la levantó en brazos y la llevó a la cama, Kagome sintió que el mundo entero se desvanecía. No existía nada más que ellos dos.
Se hundieron entre las sábanas, perdiéndose en el calor del otro, en el vaivén de sus cuerpos moviéndose al mismo ritmo, descubriéndose, explorándose sin prisas pero con urgencia. Los suspiros se mezclaron con gemidos contenidos, con besos desesperados y caricias que encendían cada fibra de su piel. El tiempo dejó de tener sentido.
Kagome se aferró a Inuyasha con fuerza, hundiendo los dedos en su espalda mientras sentía cómo la llenaba de una manera que ninguna palabra podía describir.
Sus cuerpos se encontraron en el punto exacto donde el placer y el amor se funden en algo más profundo, más intenso, más real.
En ese momento, Kagome comprendió algo. Nunca antes había sentido algo así. No era solo el deseo, no era solo la atracción. Era la certeza absoluta de que Inuyasha era el hombre que siempre había estado destinada a amar. Cuando finalmente alcanzaron el clímax, sus nombres escaparon de sus labios entre jadeos y suspiros, como un rezo, como una promesa.
Y cuando el silencio llenó la habitación, solo quedaron sus cuerpos entrelazados, sus corazones latiendo en perfecta sincronía. Inuyasha la abrazó contra su pecho, como si no quisiera dejarla ir nunca. Y Kagome, con los ojos cerrados y una sonrisa serena en los labios, supo que no lo haría. Porque en ese momento, con su piel contra la de él, con su alma fundida a la suya…
