Beth jugaba con sus dedos entrelazados mientras se distraía observando por la ventana de la camioneta. Grant mantenía su vista fija en el camino; él no era una persona de pocas palabras. Grant siempre fue el extrovertido de su familia, de sus amigos, de sus compañeros de trabajo. Por lo tanto, los silencios incómodos implicaban una tortura.
—Elizabeth —dijo él, girando ligeramente la cabeza hacia ella.
—Puedes llamarme Beth, capitán —respondió, sonriendo.
—De acuerdo, Beth —corrigió, volviendo su atención a la carretera—. No me parece que tu jefe deba dejarte sola en los cierres.
Ella lo miró intrigada, arqueando una ceja.
—Al menos alguien debería acompañarte si él no lo hará —insistió.
—El cocinero a veces se queda, pero vive lejos, así que generalmente soy la última en cerrar. Es mi responsabilidad —explicó, encogiéndose de hombros.
—Es algo desconsiderado de su parte. Quiero decir, no es seguro para ti —dijo Grant, frunciendo el ceño.
—Es mi trabajo, capitán —replicó Beth.
—Beth, llámame Grant —pidió con determinación, inclinándose un poco hacia ella—. Y hablando de jefes —continuó, cambiando de tema—, no te meteré en problemas por atravesar el área de la cocina y luego entrar a la oficina, ¿verdad? En mi defensa, lo hice por una buena causa.
—Tranquilo, Grant —dijo Beth, soltando una risita—. No creo que mi jefe te reproche lo que hiciste para salvar a su nieta- confeso relajada mientras miraba hacia el frente.
—Bien, porque… espera —Grant guardó silencio. A su mente le tomó segundos atar los cabos. Luego se giró hacia Beth con una expresión de sorpresa y un poco de vergüenza
—Los ojos en la carretera, Grant —pronunció Beth con tono serio, pero una chispa de risa en su voz.
—Soy un idiota —se reprochó Grant, volviendo a concentrarse en la carretera—. Beth, lo lamento, yo… yo no sabía.
Beth se permitió reír por el error inocente del capitán. No lo podía juzgar por su preocupación, porque sabía que tenía razón.
—Mi abuelo es dueño de ese café desde hace unos treinta años. Él solía estar presente siempre en el local, pero su estado de salud ya no se lo permite —dijo con tristeza.
—Esa información me hace sentir peor —admitió Grant, con una expresión pesimista.
—Tranquilo, tú mismo lo dijiste, no lo sabías, y sé que, si le expreso tu preocupación a mi abuelo, él también lo entenderá —respondió Beth con un deje de malicia.
—¡Oh no, no, no, no lo hagas! ¡Por favor! —exclamó Grant, prácticamente suplicando.
Beth apretó sus labios para aguantar la risa. Era tanto cómico como tierno ver la cara de vergüenza de Grant.
—Y bien, ya que no puede ir, yo me he encargado de todo por él —Explicó Beth.
—Es un negocio familiar, entonces —dijo Grant, asintiendo.
—Sí, se podría decir, aunque de la familia solo quedamos mi abuelo y yo —respondió, mirando por la ventana.
—¿No tienes hermanos? ¿Tíos? ¿Primos? —preguntó Grant, curioso.
—Siempre fuimos una familia pequeña. Mis abuelos llegaron como inmigrantes, solo tuvieron a mi madre, y mi madre, pues a mí. Ella murió cuando yo apenas era una niña y jamás conocí a mi padre. —Hizo una pausa, sintiendo la tristeza—. Mi abuela falleció hace cuatro años, y mi abuelo quedó devastado.
—Lo siento mucho. Sé que no es fácil perder a un ser querido —dijo Grant con voz suave, mirando de reojo a Beth.
—No lo es, pero a pesar de todo, aún nos tenemos el uno al otro —afirmó Beth, esbozando una pequeña sonrisa.
—Ustedes dos contra el mundo, ¿eh? —agregó Grant, sonriendo también.
—Así es… —respondió Beth con un brillo en sus ojos—. ¿Y qué hay de usted, capitán? ¿A qué se dedica cuando no está dormido en el café?
—Bueno, trabajo en Pony Express —contestó Grant, encogiéndose un poco.
—Suena a que entregan caballos a domicilio —dijo Beth, riendo.
Grant soltó una carcajada, negando con la cabeza.
—Pues no, es una empresa de entrega intergaláctica —aclaró, sonriendo ampliamente.
—Sé lo que es, Grant, solo estoy bromeando —dijo divertida—. Hemos atendido a algunos clientes de Pony Express.
—Imagino que Robert es uno de ellos —comentó Grant, inclinando la cabeza.
—Sí, el viejo Rob es un cliente recurrente. Es un sujeto muy agradable —respondió Beth.
—Fue él quien me recomendó el café. ¿Cómo es posible que nunca haya visto un café que tiene treinta años? — dijo sonando más como una queja hacia sí mismo.
Beth pensó un poco, observando la carretera.
—Puede ser que vivimos tan atrapados en nuestra vida rutinaria y nos sentimos tan cómodos en ella que no notamos las pequeñas cosas importantes que hay a nuestro alrededor —dijo, encogiéndose de hombros.
—Creo que eso me sucede más a menudo de lo que crees —admitió Grant, mirando hacia delante con una expresión pensativa.
—A mí igual, hasta hace algunos meses —dijo Beth, mirando brevemente hacia él.
Cuando estás enamorado, el tiempo parece poco y nace el deseo de nunca apartarse. Las pláticas, aunque simples, jamás son aburridas; la intriga de conocer cada aspecto de esa persona roba parte de tus pensamientos. Su compañía se convierte en un anhelo constante que solo se detiene cuando están juntos.
—Bien, aquí estamos —dijo Grant, estacionando la camioneta frente a la casa de Elizabeth.
Era como una casita de cuentos, con un jardín rodeado por una valla blanca y un caminito de piedras que daba hacia la puerta de entrada. Grant apagó el motor, se bajó del auto y abrió la puerta de Beth con una suave sonrisa.
—¿Lista? —preguntó, extendiendo la mano.
La vergüenza llegó de nuevo a Beth. Las sensaciones que la invadían cuando Grant la cargaba le hacían creer que estaba perdiendo la cabeza. Sin más, se limitó a asentar. Él nuevamente la cargó en sus brazos con delicada firmeza. Ambos cruzaron miradas por un instante; él la miró a los ojos y luego a los labios. Ella, al notarlo, desvió el rostro con timidez, sonrojándose.
—Gracias por traerme a casa —expresó ella, aún sin verle.
Grant dibujó una tenue sonrisa. La intención había nacido, pero no era el momento. Caminó hasta la puerta de entrada y la dejó ahí parada, a petición de ella.
—¿Seguro que podrás continuar sola? —preguntó, preocupándose de nuevo.
—Sí, estaré bien. Mi doctor me dijo que viviré después de todo —dijo Beth, sonriendo.
—Ha de ser un experto —Grant rió, pasándose una de sus manos por el cabello y cruzando los brazos.
—Gracias de nuevo, Grant, por todo. Si no hubieses llegado, no quiero ni imaginar lo que hubiese pasado —dijo Beth, mirándolo con gratitud.
—Podría rescatarte todas las veces que sea necesarias, princesa —contestó Grant, guiñándole un ojo.
Beth bajó la mirada con modestia ante el halago. Apretó los labios, pensando en qué responder, pero ese gesto la habían desarmado.
—Bueno, ya es hora de irme —intervino Grant, luego de soltar un gran suspiro mientras se giraba de regreso a la camioneta—. Buenas noches, Beth.
—Buenas noches, Grant —pronunció ella suavemente, sintiendo una oleada de calidez en su pecho.
El sonido melodioso de esa frase hizo que Grant se imaginara cómo sería escuchar esas palabras susurradas antes de dormir cada noche. Se preguntaba cuán imposible e irreal era alcanzar esa dulce fantasía.
Seguimos explorando la relación de Grant y Beth antes de volver al presente
Muchas gracias por leer
