Capítulo 6: Dolor punzante.
Beta se había quedado dormida en el taburete que Avad había acercado la noche anterior, pero apoyada sobre la cama. Aloy se sobresaltó en cuanto recobró la conciencia; su brusco movimiento le provocó un dolor agudo en las costillas, su área más delicada. Aquel grito ahogado que soltó despertó a su hermana.
—¡Aloy! —gritó Beta—. ¿Estás bien?
—Ah... —se quejó Aloy—. Sí, sí, estoy bien.
La cazadora hizo un gesto de dolor.
—No mientas, Aloy, te duele —la regañó Beta, poniendo cara seria.
Había encendido su foco con discreción para revisar los signos vitales de Aloy, y estos indicaban que aún tenía fiebre. Con un trapo humedecido, se lo acercó a su hermana. Aloy lo miró y, rendida, lo colocó sobre su frente.
—Sí, debo admitir que me duele —se quejó una vez más—, pero no debe impedirme moverme de aquí.
—¿Quieres dejar de moverte? Por lo menos hasta que te deje de doler —la reprendó Beta, colocándole un cojín para que pudiera recargarse y no hiciera más esfuerzo.
—Beta, llama a Erend —pidió Aloy de forma tosca. Al parecer, estaba enojada, pero no entendía bien por qué.
Beta arqueó las cejas. Aloy estaba furiosa, pero no hizo otra cosa más que obedecerla y salió del lugar. Fácilmente podría haber llamado a Erend por su foco, pero también quería informar a Marad y a Avad que Aloy había despertado.
Por su parte, Aloy pensó que ningún dolor de huesos sería impedimento para salir de allí e investigar por su cuenta qué había pasado con esas máquinas. Sin embargo, cuando puso un pie en el suelo, sus piernas la traicionaron y cayó, lastimándose aún más las costillas. Un dolor electrizante recorrió su cuerpo.
—¡Ay! ¡Esto es una...! —se quejó—. ¡Maldita sea!
Aloy estaba enojada, pero consigo misma. Tirada en el suelo, sin poder moverse para levantarse, se sentía como una completa inutilidad. Nada de lo que pensara podría cambiar su opinión.
—¿Qué pasa, Aloy? ¡Levántate!
Tomó aire, resopló tres veces y se apoyó en la cama con los brazos. Por fin, sus piernas respondieron, pero quizá Beta tenía razón: estaba tan malherida que lo mejor sería quedarse ahí recostada. Se sentó en la orilla de la cama, el lugar más cercano donde pudo acomodarse. Suspiró, rindiéndose.
—Maldita sea —se quejó nuevamente—. Creo que definitivamente es mejor trabajar sola. De no ser por los soldados, esto no habría pasado.
Aloy se cubrió el rostro con las manos, rendida. Aún estaba enojada y no quería llorar, pero su cuerpo se lo exigía. Miró sus manos cuando las lágrimas comenzaron a caer sobre ellas.
—Parezco una cascada... ¿Qué me está pasando? —murmuró, sin poder dejar de llorar—. ¡Ay, no! Mejor me calmo antes de que todos regresen.
Se limpió el rostro con las manos y suspiró para tranquilizarse. Al recobrar la compostura, miró su cuerpo; de nuevo se sentía desnuda. Le habían quitado sus pieles y armadura, y aunque se sentía ligera y no le incomodaba, prefirió hacer un esfuerzo por regresar a la cama y taparse. No quería que la regañaran por moverse.
Una vez sentada contra el respaldo de la cama, acomodó las ligeras sábanas sobre su cuerpo y soltó aire. Echó un vistazo al lugar; era más pequeño que la habitación en la que solía quedarse. Las paredes eran de un blanco calizo que resplandecía por la luz de la ventana. Estaba entreabierta, pero le molestaba la idea de que alguien pudiera verla. Sin poder moverse mucho, trató de ignorarlo. Se sentía encerrada, sin mucho por hacer.
Entonces recordó el sueño que había tenido: Avad estaba con ella, tomándole la mano y acariciándola. No se decían nada, solo se miraban. Se encontraban en un jardín de flores, con el sol en el horizonte a punto de ponerse. Solo eso... De hecho, no recordaba las palabras que él le había dicho antes de despertar, pero estaba segura de que le hablaba.
—Tengo que dejar de pensar en él... Ahora es un hombre comprometido y yo...—murmuró, con la mirada perdida.
—¡Aloy!—saludó Erend, irrumpiendo en la habitación con una gran sonrisa.
Aloy se sorprendió un poco. Quizá esperaba una bienvenida menos efusiva, lo que la consternó. Arqueó las cejas y luego sonrió. No le quedó de otra, además, estaba contenta de verlo.
—Hola, Erend... —extendiendo los brazos para abrazarlo. Él comprendió y se unió a ella.
—Gracias por preocuparte.
—No solo yo, toda la ciudad lo está —dijo Erend, aún embriagado por el abrazo.
Para Aloy era un abrazo fraternal; para Erend, algo más. Se ruborizó, pero se calmó al mirarla de nuevo.
—¿Cómo estás, Erend? Debo admitir que no esperaba ese golpe —dijo Aloy, afinando la garganta.
—¡Vaya! ¿Tú preocupándote por mí? Debería ser al revés. De verdad te vuelvo loca —bromeó Erend, haciendo reír a Aloy—. Todos estamos bien, excepto Marad y los sacerdotes. Dicen que esto es obra de "la sombra en el sol", alguna de sus profecías.
Aloy puso cara seria.
—Era de esperarse —suspiró—. Por lo menos, Marad nos creerá más a nosotros que a sus sacerdotes. ¿Has averiguado algo?
Erend adoptó un tono más sombrío. Recordar las circunstancias en las que la joven cazadora había estado lo asustaba demasiado; de cierta manera, temía volver a pasar por lo mismo que con su hermana.
— Aún no, debo admitir que no podía hacer esto solo. Tú eres la intelectual, la que sigue pistas, no yo… yo solo sé cómo luchar. El hecho de que tenga un foco no significa que lo use de la misma forma que tú.
— Está bien, te ayudaré con eso… —Aloy intentó moverse para salir de la cama.
— Oh, no, no, no, no puedes moverte de ahí hasta que te sientas bien —ordenó él con firmeza.
Aloy lo miró con enojo.
— No puedo estar aquí, Erend —dijo, clavándole la mirada, intentando explicarle sin palabras que no se sentía encerrada por las cuatro paredes, sino por todo lo que estaba sintiendo.
Erend estaba sentado en la cama frente a ella. No entendía del todo esa mirada, pero lo intimidaba.
En ese momento, llamaron a la puerta. Marad y Avad pedían entrar. Como pensaban que Aloy estaba sola, esperaron su permiso para pasar. Sin embargo, al abrir, se encontraron con Erend sentado junto a ella en la cama: una imagen dolorosa para Avad.
El Rey Sol tomó aire y trató de mantener la compostura. Tenía razones para ello. La primera, porque Aloy aún estaba herida y su salud era lo más importante. La segunda, porque no podía explotar en una situación cuyo contexto desconocía, aunque por dentro ya hubiera imaginado miles de cosas. Avad era bueno ocultando sus emociones, pero la mirada desafiante que lanzó a Erend los delató a ambos.
Aloy notó esto y se sintió ofendida.
— Me alegra verte mejor, Aloy —dijo Marad con voz tranquilizadora, ignorando por completo la tensión entre Avad y Erend.
— Gracias. Yo… estoy bien —mintió la joven. En realidad, le dolía todo el cuerpo.
— El golpe fue duro y casi imposible de calcular, Aloy. Me temo que estarás postrada por un par de días —informó Marad—. Los médicos nos han ordenado que debes tomar reposo.
La cazadora bajó la mirada. Quizá ya lo esperaba, pero no quería escucharlo. Por eso mentía. Sin embargo, sabía que realmente se sentía muy mal y que ni siquiera podía mantenerse en pie. Debía admitir, aunque fuera para sí misma, que tendría que obedecer a los médicos.
Avad la miraba con ternura. Se compadeció de ella. Sabía que le costaba mucho admitir que se sentía mal, ya que, horas antes, había querido marcharse. La entendía, pero también se sentía aliviado de poder verla más tiempo. Y eso lo hacía sentirse culpable.
— En un momento traeremos algo de comida y unos remedios que han estado preparando para ti, Aloy. Tendremos que retirarnos y dejarte descansar —dijo Marad, colocando las manos detrás de la espalda. Cuando adoptaba esa postura, todos sabían que debían obedecer.
Marad miró a Avad para que lo siguiera, pero el único que hizo caso fue Erend. Avad se quedó con ella a solas. Cuando la puerta se cerró, la tensión entre ellos se hizo evidente.
Aloy lo miró y apartó la vista al notar que se estaba ruborizando. Avad hizo lo mismo.
— A-ah —balbuceó Avad—. Aloy, yo… siento mucho lo que pasó.
— No te disculpes por algo que no tiene nada que ver contigo, Avad —contestó ella con seriedad.
— Lo sé, pero de alguna manera me siento responsable. Estabas en mis tierras, en una guerra que no te correspondía, y aun así decidiste ayudar a mi gente una vez más —agregó—. Eso casi te cuesta la vida.
— No es nada —respondió Aloy, bajando la mirada.
— No intentes hacerte la fuerte, Aloy —la regañó él—. Eres humana, y está bien admitir que duele.
La joven pelirroja estuvo a punto de llorar otra vez. Por dentro sentía muchas cosas, y no precisamente por el dolor físico. Justo enfrente de ella estaba la razón de su agonía. ¿Por qué siempre que estaba con Avad se sentía así? Además, él tenía esa costumbre de hablar con una voz tan tranquilizadora que le era imposible enojarse y echarlo para que dejara de sentirse así.
Tomó las sábanas con los puños y aguantó las lágrimas lo mejor que pudo antes de hablar. Avad lo notó y, por inercia, se acercó a ella para tranquilizarla. Aún no la miraba a los ojos, solo veía sus manos. Y ahí olvidó toda compostura: tomó la mano de Aloy y la acarició en un intento de consolarla.
Cuando ella notó esto, las lágrimas finalmente brotaron. Sus miradas se encontraron justo cuando un par de lágrimas pesadas cayeron sobre las sábanas, oscureciendo el tejido ligero.
Aloy apartó su mano y desvió la vista, luego se secó las lágrimas con la tela.
— Marad te está esperando —dijo con seriedad—. Deberías irte ya.
Aún evitaba mirarlo.
El joven rey se levantó y suspiró, rindiéndose. Ni siquiera fue capaz de despedirse antes de cerrar la puerta tras de sí.
Detrás quedó una Aloy consternada y aturdida por lo que acababa de ocurrir. No le quedó otra opción que suspirar; no quería volver a llorar. Exhalar el aire de alguna manera le ayudaba.
— Odio esto. Todo era más fácil cuando… cuando Avad era libre —admitió en un susurro.
Dispuesta a descansar, Aloy comió algo y dejó pasar las horas hasta que anocheció. Se había olvidado por completo de su investigación sobre cómo habían entrado esas máquinas, pero el dolor en sus huesos le hizo considerar que, quizá, los médicos tenían razón: descansar era la mejor idea.
A la mañana siguiente, Erend y Beta estaban en los Maizales Reales, ayudando a los citadinos a levantar los escombros y retirar los restos de las máquinas que habían quedado tras la batalla del día anterior.
Aún se sentían los estragos de la Batalla de la Ardiente, y lo que acababa de ocurrir era otro golpe bajo. Sin embargo, no podían permitirse el lujo de decaer. Para la gente de Meridian, la destrucción y la reconstrucción ya eran una rutina inevitable. No les quedaba más que levantarse una vez más.
—Ah… debo admitir que esto es justo lo que mi pueblo no merece —se quejó Avad mientras caminaba junto a Marad.
—Es de sabios reconocer los errores, pero es de tontos cargar con los pecados ajenos. No condenes a tu gente por lo que hizo tu padre, Avad —le reprendió Marad con calma—. Cuando aceptamos este cargo, sabíamos que no sería fácil, ¿verdad?
—Sí… pero se me está complicando más de lo que pensé.
—Lo que quizás no notas —continuó el consejero— es el cariño que tu gente te tiene. Tú los liberaste de aquel régimen. Gracias a ti, pueden dormir sin temor a desaparecer de un día para otro. Les diste esperanza, y si miras a tu alrededor, te lo agradecen con trabajo y lealtad.
Marad extendió un brazo, señalando a los habitantes de Meridian, quienes se afanaban en reconstruir la ciudad. Eran hombres y mujeres que trabajaban hombro con hombro, sin importar la fatiga o la tristeza. Incluso Beta, quien no tenía obligación alguna de ayudar, estaba colaborando.
—Y con la ayuda de Aloy, Meridian puede resplandecer aún más —añadió Marad antes de dejar a Avad con sus pensamientos.
El joven rey se quedó observando la escena. Marad tenía razón. Quizás le costaba admitirlo, pero su pueblo confiaba en él.
Con determinación renovada, Avad se unió a las labores. Trabajaron durante horas, y lo más complicado fue retirar al atronador caído en la entrada de los Maizales. Podría haber servido como barricada natural, pero era demasiado peligroso mantenerlo ahí. Las máquinas carroñeras olfatearían el metal tarde o temprano, y la última cosa que querían era otra emboscada.
Tras saquear lo que pudieron de la máquina, se deshicieron de los restos inservibles. Luego, los agricultores se acercaron a Avad para hablar sobre los daños a los cultivos. El resultado no era alentador. La cosecha se retrasaría varios meses, lo que afectaría las treguas con otras tribus, ya que el suministro de alimentos era clave en esos acuerdos.
—Lo más sensato sería notificarles lo sucedido —comentó Avad al líder de los agricultores.
—Que lo entiendan ya sería un avance, mi rey, pero no todos son personas razonables —respondió el hombre con seriedad.
Avad se llevó una mano al mentón, pensativo.
—Ya hemos negociado treguas antes —intervino Marad.
—Así es —dijo Avad con ironía—. Y la última vez, secuestraron a mi primo.
Marad reprimió una sonrisa, pero la tensión en el aire se alivió un poco.
—Tendremos un plan de respaldo —concluyó el monarca—. Gracias a todos por su ayuda.
Los pobladores se retiraron con rostros cansados y desanimados. Para ellos, aquella cosecha representaba más que alimento. Habían puesto su esperanza en ella, creyendo que marcaría un nuevo comienzo tras la Batalla de la Ardiente. Ahora, la sensación de que se avecinaba otro desastre pesaba sobre ellos.
El crepúsculo teñía el cielo de tonos dorados y púrpuras cuando Avad, sumido en sus pensamientos, permaneció en los campos devastados. De manera casi inconsciente, sus ojos se dirigieron a la dirección donde estaba la redentora. Suspiró, melancólico, debatiéndose entre ir a verla o mantenerse en su lugar.
—Todo esto sería más sencillo si no tuviera que cargar con esta corona —se dijo en voz baja—. De ser así, hubiera ido con Aloy a donde fuera.
Suspiró otra vez.
Marad, quien lo había estado buscando, llegó en ese momento. Había regresado después de organizar a los soldados para el día siguiente y, al notar que Avad no estaba en el palacio, supo exactamente dónde encontrarlo.
—Nunca te había visto escabullirte tan a menudo desde que eras un niño —comentó con tono casual antes de aclararse la garganta—. Se te está haciendo costumbre de nuevo.
—No me he movido de aquí —se defendió Avad, aunque le regaló una sonrisa a su consejero, admitiendo que en el fondo tenía razón.
El monarca suspiró una vez más, esta vez con más nostalgia que cansancio.
—Avad, sabes que no llevas esta carga tú solo —dijo Marad con seriedad—. Quiero entender qué es lo que pasa contigo.
—No pasa nada… —respondió, pero su voz sonó distante—. Solo que estoy siendo muy egoísta con mi pueblo.
Miró el horizonte, donde los últimos rayos del sol iluminaban los tejados de Meridian.
—¿Puedo saber por qué dices eso?
—Desde que Aloy apareció, el rumbo de mi vida cambió por completo —confesó Avad—. Antes creía que ser el Rey Sol era lo correcto. Ya no estoy seguro de eso.
—Debo admitir que luces más sombrío —reconoció Marad—. Pero sabes bien que esto no es como cambiarse una prenda. Es más complicado de lo que crees.
—Lo sé… —Avad bajó la cabeza y murmuró—. Si te soy sincero, la idea de casarme me aterra.
Marad arqueó una ceja.
—No creo que sea eso —dijo, apoyando una mano en su hombro—. Creo que lo que realmente te aterra es casarte con ella. Y olvidas que, al final, la decisión es tuya.
Avad soltó una risa amarga.
—¿Tú crees? ¿Y qué hay de los sacerdotes? No lo aceptarían tan fácilmente. Ni a mí ni a Aloy. Nos llamarían blasfemos. A ella la exiliarían y a mí… me encerrarían de por vida.
Negó con la cabeza, sintiendo cómo las cadenas de su destino lo ataban más fuerte con cada pensamiento.
Se le olvidaba un punto muy importante. Resplandeciente, tú eres quien tiene el poder de cambiar todo, pero sí, es complicado. Ambas partes deben estar de acuerdo —respondió el consejero.
— Sí, convencer a los sacerdotes será lo difícil…
— Oh, no, no. Me refiero a la redentora —interrumpió Marad—. Como tu amigo y mentor, te recomiendo que aclares con ella tus sentimientos primero.
El consejero se quedó observando la reacción del Rey Sol, pero él solo se mordió el labio inferior.
— Es difícil ocultarte las cosas, ¿eh? —le dijo el joven—. Pero no sé si pueda hacerlo. Ella ya me ha rechazado varias veces.
— Eso es porque nunca se lo has dicho de forma directa. Habla desde el corazón, Avad. Y por favor, aclara tus pensamientos, sabes que hay mucho más en juego que todo esto. Piensa bien lo que vas a hacer —concluyó el consejero, dándole dos palmadas en la espalda y alejándose, pues ya casi no quedaba luz del sol.
El joven rey permaneció allí, observando por última vez el horizonte. Un suspiro escapó de sus labios. Estaba más que claro que no podía hablar de sus sentimientos con ella. El rechazo parecía una certeza. Sus inseguridades eran completamente comprensibles, pero, aún así, no perdía la esperanza de decírselo algún día…
— ¿Qué va a pasar si se lo digo demasiado tarde? Quizá Marad tiene razón, debo hablarle con la verdad —discutía Avad consigo mismo mientras caminaba de regreso al palacio.
Cuando llegó a sus aposentos, se tumbó en la cama. Se quitó la pesada corona y suspiró. Estaba agotado. Todo el día había estado trabajando junto con su gente, limpiando los estragos de la batalla y dando ánimos. Pero, al recordar que ese día no había visto a Aloy, se sintió inquieto. Ya había pegado la cabeza a la almohada cuando de repente dio un brinco y se levantó de la cama. Se quitó los zapatos que combinaban con su traje real y se puso unas sandalias sencillas para hacer el menor ruido posible. Tomó su capa grisácea con capucha y salió en dirección a la choza donde Aloy se encontraba recuperándose.
Antes de llegar, se detuvo en un jardín. Notó unas flores moradas que crecían alrededor de una casa, bellísimas. No conocía su nombre, pero dudó solo un momento antes de arrancar una. Pensó que el sol lo perdonara por lo que estaba a punto de hacer, y, tras pensarlo un instante, las arrancó con cuidado. Guardó la flor en sus manos y continuó su camino.
Cuando llegó a la puerta de la choza, nuevamente vaciló. Estaba ahí, con la flor en mano, preguntándose qué reacción provocaría en Aloy. ¿Lo aceptaría? ¿Qué significaba ese detalle? No, no quería pensar más en ello. Tomó aire y tocó la puerta.
— Avad —saludó Beta, dedicándole una sonrisa—. Adelante.
Ella hizo una pequeña reverencia y se agachó cuando el monarca pasó junto a ella. Avad se veía nervioso, y, al ver la flor que llevaba, Beta sonrió.
— Aloy, vengo en un momento, se han tardado con la cena —dijo con simpatía, y cerró la puerta tras de sí.
Dejando a los dos jóvenes a solas, Avad se quedó quieto, nervioso. Su rostro se ponía más rojo con cada segundo que pasaba. Sus orejas ardían, sus manos estaban sudorosas.
— ¿Hola? —comenzó Aloy, burlona—. Estoy bien, gracias.
Aloy estaba sentada en la cama. Ya se sentía algo mejor, aunque aún sentía que le faltaban energías. Echaba la culpa a la inactividad del día, ya que no la dejaban moverse.
— Perdón —se disculpó él—. Disculpa… yo…
Aloy arqueó las cejas. Avad parecía más nervioso de lo habitual. Ella, en un intento por calmarse, se levantó y comenzó a bajarse de la cama, aunque con algo de dificultad. Aún le costaba moverse, y su rostro reflejaba el dolor que aún sentía.
— Aloy… trata de no moverte tanto —dijo él acercándose dos pasos más—. Sé que estás inquieta…
— Sí, un poco —bufó ella, frustrada—. ¿Qué pasa, Avad?
La pregunta de Aloy sonaba más bien retórica. Quería saber qué lo había traído a su habitación, especialmente tan tarde y con una expresión tan seria en el rostro.
— A-ah, sólo vine para ver cómo estabas —respondió él.
Aloy esperaba otra respuesta, pero él sonaba demasiado serio. Por eso, al escuchar su respuesta, la decepción invadió su rostro. Agachó la cabeza, ocultando la tristeza.
— Estoy bien —dijo finalmente, recobrando la compostura.
Ambos se quedaron en silencio, mirándose sin atreverse a decir nada más. Fue entonces cuando, finalmente, Avad miró las manos de Aloy. Ella las tenía apoyadas en sus piernas, temblorosas por los nervios. Él quiso tomarlas para tranquilizarla, pero no lo hizo. Se acercó más y, para estar a la misma altura que ella, quien estaba sentada en la orilla de la cama, se arrodilló frente a ella. Con nerviosismo, le ofreció la flor que había recogido.
— La vi cuando venía hacia acá. Ni siquiera sé el nombre, pero me pareció muy bonita. Supuse que te gustaría tener algo mío aquí mientras te recuperas —dijo mientras extendía la flor frente a la joven.
Aloy se puso colorada de repente. No sabía qué hacer. Nadie le había regalado algo tan sencillo pero tan significativo. Estaba acostumbrada a recibir armas, trajes, pero nada que tuviera un propósito tan personal. Y solo era una flor. Temblorosa, la tomó con una mano.
— Gracias, Avad —respondió ella, aún tímida.
Se quedaron en silencio otra vez. Cuando se miraron a los ojos, ambos apartaron la vista rápidamente, como si de pronto fueran conscientes de la tensión en el aire. Avad, sin embargo, no dejó que la oportunidad se desvaneciera.
— Aloy, yo… quería decirte algo —comenzó, todavía arrodillado frente a ella—. Es solo que cada vez que te tengo enfrente, me acobardo…
Aloy lo miró detenidamente. Avad la observaba con una esperanza palpable en sus ojos, un brillo diferente al que ella conocía.
— Solo dilo —pidió ella, fingiendo desinterés, pero por dentro se sentía nerviosa.
Él resopló.
— Antes de que sea demasiado tarde… en verdad, demasiado tarde, quiero que sepas que… —El corazón de Avad comenzó a latir con fuerza, tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho, pero ya no podía esperar más. Tenía que decirlo—. Yo…
Entonces, Beta abrió la puerta de la habitación, entrando con una bandeja que contenía dos platos de comida y dos vasos llenos de vino tinto. Al girarse hacia los dos presentes, se llevó una gran sorpresa. La posición de ambos dejaba mucho que desear, y la joven se puso pálida, luego, por la vergüenza, comenzó a ponerse colorada.
— Perdón por la interrupción…
— Oh, no te preocupes, Beta. Avad ya se iba —dijo Aloy, con la voz temblorosa.
La joven cazadora había percibido todos los nervios de Avad, así que suspiró de alivio cuando su hermana entró a la habitación. No quería sentir lo que acababa de vivir, así que aprovechó la oportunidad para despedir al Rey Sol de la manera más sutil que encontró.
Avad suspiró resignado.
— Hablaremos luego, Avad —le dijo ella amablemente, colocando una mano sobre su hombro y dándole dos palmadas para consolarlo. Al final, le dedicó una sonrisa.
El Rey Sol se limitó a sonreír. No era lo que había esperado, pero respiró hondo. Quizá no era el momento. Aloy no estaba lista, y debía respetar eso. Cuando Avad salió de la habitación, se quedó apoyado contra la puerta, mirando al cielo, esperando una respuesta. Además, una vez que su mente se aclaró, recordó su pesada responsabilidad: ya lo habían comprometido con otra persona.
— ¿Qué debo hacer? —se preguntó, lleno de frustración—. Si Aloy no fuera tan testaruda, podría derribar ese muro que siempre pone frente a mí.
Luego caminó hacia sus aposentos sintiéndose como el peor hombre del mundo. Esa noche, no pudo dormir mucho.
Hola, cómo estás
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Espero te guste!
