Capítulo 57
El Sirviente y la Serpiente
Sentía fuego subir por sus piernas, sus rodillas temblaban y su garganta ardía con cada bocanada de aire que respiraba. Laurel había llegado hasta un claro, dándose cuenta de que parecía haberse quedado sola. Se dejó caer al suelo, agarrando hojarasca y tierra húmeda y frotó las heridas con fuerza, esperando poder disimular el olor del sangrado. Apenas pudo recobrar el aliento cuando los gruñidos volvieron. La manada de Greyback la había rodeado.
Uno a uno, emergieron de la oscuridad, amenazantes, depredadores. Habían pasado tanto tiempo viviendo de forma salvaje que parecía que sus formas humanas les estorbaba. Dientes afilados, ojos que brillaban en medio de la oscuridad, profundas cicatrices y, la sutil irregularidad en la manera en que se paraban, No avanzaron, ni se abalanzaron sobre ella y Laurel entendió con una retorcida sensación de alivio, que aquello significaba que Greyback les había prohibido hacerle daño y que él debía estar cerca.
Las manos de Laurel se movieron a sus lados, una rozando el filo del hacha, la otra, la suavidad de la caja de madera con los viales. Lupinaria,
—Dios, Remus
Recordó su cuerpo desplomado, recordó el llanto de Tonks, y sus ojos se aguaron. Apretó los dientes y se puso de pie, eligiendo tomar la caja.
—Tengo la cura. —dijo, su voz cruda por el dolor de su garganta. —Greyback les obligó a ser licántropos. Yo le ofrezco una elección.
Algunos se burlaron. Algunos se removieron, incómodos. Un hombre, alto y de hombros anchos, con una larga cicatriz que le recorría el rostro, la miró con los ojos entrecerrados.
—¿La Poción Matalobos? Es apenas un calmante. No existe una cura.
Laurel sacó un vial de la caja, sosteniéndolo en alto. La poción brillaba, proyectando luz plateada sobre sus rostros.
—Se llama Lupinaria. Es real. Una dosis, y el lobo deja de controlar sus vidas. Podrían volver a casa, a sus familias. A vivir sin tener que seguir las órdenes de Greyback.
—¿Y abandonar la manada? —Una mujer negra con enmarañadas rastras, dio un paso al frente —¿Abandonar a los nuestros, a los únicos que no muestran desprecio ante lo que somos?
—No —dijo Laurel alzando la voz—. Dejarían atrás el dolor. Dejarían de sentir los dientes de Greyback en su garganta cada luna llena.
Laurel escudriñó sus rostros, buscando grietas en su hostilidad.
—¿Creen que a él les importa? Sólo los ha usado para servir a Voldemort. —Laurel sacudió su cabeza, bufando con indignación. —Y no lo entiendo. He visto como los Mortífagos lo desprecian, lo torturan. Y Greyback permite ese maltrato porque lo que más quiere en el mundo es tener la Marca Tenebrosa. Ser considerado como un mago completo por ellos. Les aseguro, que sus vidas no serán mejores cuando los Sangre Pura estén a cargo. Yo les estoy dando la oportunidad de ser libres.
La manada clavó sus ojos en el vial destellando y los murmullos no tardaron en alzarse.
—Entonces los rumores son ciertos. Lupin se ha curado…
—Es imposible! El Ministerio ya habría echado mano de semejante descubrimiento…
—Oí que un infiltrado ha estado ofreciendo una poción a los licántropos solitarios, pero Greyback ha asegurado que es sólo un engaño…
—¡Y que importa lo que diga Greyback! ¡Nos dejó solos por meses sólo para jugar a ser el perro guardián de la familia Malfoy!
Los gruñidos en el claro se apagaron cuando una pequeña figura se abrió paso entre la manada. Un niño, de no más de ocho años, con el cabello largo y sucio, y llevando una desgarrada túnica que le quedaba demasiado grande levantó una temblorosa mano hacia Laurel.
—Quiero probarla. —dijo con una vocecita. Sus ojos, aunque brillaban como los demás, tenían una fragilidad que hizo que a Laurel se le encogiera el pecho.
—¡Atti, no! —espetó la mujer con rastas, abalanzándose hacia él, pero el niño se giró para encararla, mostrando unos dientes demasiado grandes para su pequeña boca.
—¡Greyback mató a mi hermano! —gritó, con las palabras entrecortadas—. Era lo único que me quedaba. Quiero irme. —Su mirada se suavizó al volverse hacia Laurel—. Puedes probarla conmigo. Quizás si ven que funciona, te crean.
Laurel contuvo la respiración. La proximidad del chico hizo que la manada se estremeciera; podía ver cómo sus fosas nasales se dilataban, oliendo su sangre. Todos sus instintos le gritaban que se retirara, pero ella se arrodilló, hundiendo las botas en la tierra húmeda.
—¿Cómo te llamas? —susurró ella, con dedos temblorosos mientras desenroscaba el frasco.
—Atticus. —dijo el niño, sus ojos clavados en la brillante aguja que Laurel estaba preparando.
—Va a ser solo un pinchazo. —le tranquilizó ella, inclinándose para arremangar su túnica, revelando un brazo demacrado, plagado de mordeduras.
Respiró hondo, e intentó mantener sus manos firmes. Atticus no se inmutó cuando la aguja le atravesó la piel, manteniendo la mirada fija en ella. El vial se vació, y su líquido plateado corrió por sus venas.
Por un instante, no ocurrió nada, pero entonces el niño se tambaleó, dejando escapar un gemido sordo al caer de rodillas.
¡Atti! —La mujer-lobo corrió hacia él, sujetándolo. La manada se acercó, los gruñidos se intensificaron, pero se congelaron cuando los ojos del chico parpadearon: el brillo antinatural se atenuó hasta convertirse en un cálido marrón. Sus largas uñas se retrajeron con un crujido, y los colmillos se encogieron hasta convertirse en dientes infantiles.
Un jadeo colectivo recorrió la manada cuando el pequeño cuerpo de Atticus se desplomó, su olor cambió y el almizcle salvaje fue reemplazado por algo inconfundiblemente humano.
—Es verdad. El lobo... ¡Se ha ido! —gritó la mujer-lobo, apretando a Atti contra su pecho—. ¡La Akardos no miente! ¡No miente! ¡Ya no tenemos que ser esclavos de Greyback!
La manada estalló. Algunos aullaron de la impresión, otros negaban con la cabeza sonriendo hacia el cielo. Un anciano se abalanzó sobre Laurel, solo para ser derribado por otros dos.
Laurel se levantó, con el corazón latiéndole con fuerza, y sacó otro frasco de la caja.
—¿Quién sigue?
El claro quedó en silencio. Entonces, lentamente, la mujer se puso de pie, con el niño aún en sus brazos.
—Yo…
Y entonces, un sonido bestial recorrió los árboles, un ronquido gutural y familiar. La manada se quedó paralizada.
—¡Traidores! —retumbó la voz de Greyback desde las sombras. —Morirán antes de probar esa cura.
La manada avanzó a la carrera, formando un muro de cuerpos enfrente de Laurel.
—¡LO SABÍAS! —El hombre lobo más fornido del grupo se adelantó y rugió de rabia. —¡Sabías que había una cura y nos dejaste pudrirnos!
Greyback curvó los labios y contorsionó su rostro destrozado.
—Eran débiles —siseó. —Deberían estar agradecidos. Llevar la licantropía en la sangre es un privilegio...
—¿Un privilegio? —Un hombre fibroso al que le faltaba una oreja se abrió paso entre la multitud, con la voz entrecortada. —¡Convertiste a mi hija en presa para tus juegos! ¡Ya no tenemos que seguir aullando a tus pies!
Y en un segundo la manada entera se abalanzó sobre Greyback, con dientes y garras desgarrando su carne. Greyback se revolvió, como una monstruosa mancha borrosa entre los salvajes cuerpos, pero fue derribado como un ciervo atacado por lobos.
Laurel no lo pensó dos veces, tomó la caja con los viales y los empujó en las manos de la mujer-lobo que se había quedado apartada, sosteniendo al pequeño Atti.
—¡Una sola dosis! —le gritó, antes de recoger el hacha y salir corriendo a toda velocidad, alejándose de la jauría.
Se adentró en el bosque, con los rugidos de Greyback resonando tras ella. Las ramas le azotaban el rostro, sus heridas le quemaban, pero ella siguió adelante con más fuerza, guiándose en la oscuridad por la luminosidad de los incendios en el castillo.
Por fin, pudo salir del bosque, aliviada de ver el contorno de la cabaña de Hagrid a la distancia. Corrió de nuevo, pero entonces una sombra azotó el aire
CRACK.
Una rama del Sauce Boxeador la golpeó en la sien. Se desplomó, y el mundo giró en la oscuridad.
• •
Se despertó al sentir una mano enredada en su cabello, que la enderezó de un tirón. El hedor a sangre y podredumbre le llenó la nariz. El rostro de Greyback flotaba a milímetros del suyo:
Parte de su cuero cabelludo había sido arrancado, tenía profundas mordeduras en su cuerpo, y un enorme tajo le cruzaba el rostro, dejando uno de sus ojos lechoso e hinchado.
Sus labios rozaron su mejilla y ella sintió arcadas cuando él los presionó contra los suyos, su lengua embutiéndose entre su boca.
Sus ojos brillaron con un triunfo salvaje mientras susurraba, casi con ternura:
—Y así la bella durmiente despierta con el beso del príncipe. En serio te cagaste en mi vida, corderito. Me quitaste mi manada. Ahora tendré que hacerme una nueva, y estoy seguro de que me darás un par de cachorros preciosos, ¿verdad?
Greyback la arrojó al suelo, sujetándola y desgarrándole la túnica.
—Me darás una manada leal. No habrá más curas… No ganarás, perra.
—Ya gané, Fenrir. Se acabó —susurró Laurel, desafiante—. La manada es libre y yo preferiría clavarme en una estaca antes que darte bastardos.
Laurel le escupió en el ojo que le quedaba y Greyback rugió de rabia, levantándola y estrellándola contra el Sauce Boxeador. El árbol se estremeció, las ramas se congelaron en pleno latigazo al ser golpeado en su nudo secreto.
La Akardos dejó salir un gemido de dolor, pero sus ojos viajaron rápidamente hacia el brillo del filo del hacha que había olvidado. Tomándola con fuerza, se encaró con Greyback.
—Lárgate —gritó Laurel, alzando el arma por encima de su cabeza.
—No serás capaz, corderito. —se burló el licántropo, caminando hacia ella —Eres débil, inocente. Eres tan sólo una perra sin alma…
Y entonces Laurel balanceó el hacha con todas sus fuerzas.
La afilada hoja se hundió profundamente en su cráneo con un crujido espantoso.
Greyback se desplomó, convulsionando, con su único ojo abierto de par en par. Laurel se tambaleó hacia atrás; llevándose consigo el hacha, dejando al descubierto la enorme hendedura en su frente. Contempló el enorme cuerpo, la brillante sangre que manaba a borbotones de su cabeza contrastaba contra el color oscuro del suelo. Un agudo y lastimero sonido escapó de los labios de la mujer: sus propios sollozos, crudos y desquiciados.
Se tambaleó hacia el túnel del Sauce, adentrándose en él a rastras, hasta que todo fue oscuridad y silencio. Se encogió en el suelo húmedo, haciéndose un ovillo, clavándose las uñas en los brazos, halándose del cabello, esperando que con el dolor pudiese borrar el recuerdo del peso del hacha, del crujido del cráneo destrozado, del brillo de conmocionado en su ojo azul y el olor metálico y denso de la sangre de Greyback alimentando la tierra.
Pasó el tiempo y Laurel no se movió de allí. Las ramas del Sauce reanudaron su agitación, sellándola en la oscuridad del túnel. Pero entonces resonaron pasos y voces que venían de arriba.
—Es Greyback, pero... ¿qué le pasó? —Harry se acercó con cautela.
—¡Caray!... su cara, su cuerpo... Nunca había visto nada tan sangriento. —Ron se había quedado atrás, con los ojos muy abiertos.
—Esto no fue magia. Esto fue... brutal. —Hermione tragó saliva, mirando hacia el túnel—. Quienquiera que lo haya hecho podría seguir ahí abajo.
Los amigos se miraron entre sí. Harry levantó su varita y apuntando a una pequeña rama en el suelo, pronunció:
—Wingardium Leviosa
La ramita se elevó, giró sobre sí misma en el aire, como atrapada por una ráfaga de viento, y se lanzó hacia el tronco, atravesando las ramas del sauce, que se agitaban amenazadoramente. El árbol se petrificó de inmediato.
—Iré yo sólo —dijo decididamente Harry. —Ustedes vuelvan al castillo, es muy peligroso.
—De eso nada, —repuso Ron. —Si tu vas, nosotros vamos contigo, Harry. ¡Métete en el túnel de una vez!
El trío se adentró sigilosamente en el túnel, respirando superficialmente y al unísono. La punta de sus varitas brillando con un Lumos tembloroso, proyectando sombras irregulares sobre las paredes de tierra.
Un crujido resonó más adelante. Harry se quedó paralizado, moviendo su varita hacia el sonido. La luz cayó sobre una figura encorvada contra la pared: una mujer, con la túnica hecha jirones y manchada, las manos clavadas en la tierra como si se anclara a ella. La mujer levantó la cabeza de golpe, con los ojos abiertos y sin pestañear, como un animal acorralado.
Ron se tambaleó hacia atrás, con la varita levantada.
—¡Desma…!
—¡Espera! —siseó Hermione, agarrándolo del brazo. —. Es ella. La señorita Noel.
Harry bajó la varita un poco, su mirada yendo de ella al hacha que yacía tirada cerca.
—Fuiste tú quien lo mató—dijo, más como una sombría afirmación que como una pregunta.
—No tuve opción. —dijo Laurel asintiendo, su voz deshilachada por el horror.
—Es mejor si usted se queda aquí abajo. —susurró Ron. —Es más seguro. Nosotros debemos irnos, debemos llegar hasta la Casa de los Gritos.
—¿La Casa de los Gritos? —preguntó Laurel —¿Por qué iríais allí?
Ron dudó, mirando a Harry y Hermione antes de responder.
—Buscamos a Nagini —contestó Harry finalmente —Tenemos que matarla.
Siguió un tenso silencio antes de que Laurel se enderezara. Su mirada había cambiado. Su espíritu estaba decidido a sobreponerse a aquel cruel enfrentamiento con Greyback. No había otro deseo en su mente más que acabar con Voldemort y sabía que la única forma de hacerlo era ayudando al Elegido.
—Voy con ustedes entonces— declaró simplemente. —Voy a ayudarles.
—Pero, Nagini estará con Voldemort… —susurró Ron, su mirada yendo desde Laurel hasta sus amigos. —Voldemort… ¿en qué podría ayudar? —Ron volvió a mirar a la mujer, sonrojándose. —Quiero decir… no puede hacer magia…
Los ojos de Laurel se volvieron en dirección a la entrada del túnel.
—No es algo de lo que me enorgullezca, —Laurel tomó el hacha, sus dedos firmes a pesar de la repulsión que sintió al recordar aquel crujido húmedo. —Pero quien ha dejado el cuerpo de Greyback allá fuera fui yo. La magia no lo salvó de mí, ¿verdad? No tengo miedo, Ron. Y tal vez necesiten a alguien que no dude un instante en lanzarse en contra de Nagini, ¿no?
Harry dejó su mirada clavada en Laurel, estudiando la forma en que sus nudillos se ponían blancos alrededor del hacha. Los ojos marrón rojizo de la mujer parecían centellear con la tenue luz de las varitas. Ya no había miedo, sino ferocidad. La misma ferocidad que había visto en Sirius, en Lupin, aquel día en la batalla en el Ministerio de Magia.
—Vienes con nosotros. —dijo con determinación y siguió el largo trecho que quedaba hasta la Casa de los Gritos.
• •
El túnel empezó a ascender, y un poco más allá por fin vieron un resquicio de luz. Se aproximaron lentamente hasta la salida del túnel. La abertura había sido tapada con una especie de cómoda por la cual se alcanzaban a oír las voces en la habitación. Harry y Ron se cubrieron con la capa de invisibilidad que Hermione les había pasado y asomaron sus cabezas por entre el boquete.
—Permítame ir a buscar al chico. Permítame que le traiga a Potter. Sé que puedo encontrarlo, mi señor. Se lo ruego.
La voz era inconfundible. Sedosa, tranquila, incluso ahora, en presencia de Voldemort, mantenía la compostura, pero Laurel sintió como si el suelo se hubiera desvanecido bajo sus pies. El corazón le dio un vuelco.
Severus.
Empujó a Ron a un lado para poder ver la habitación a través del limitado espacio que había entre suelo y cómoda, ganándose una protesta silenciosa del chico, pero Ron se lo permitió al ver su rostro: demacrado, triste, con la mirada fija en el par de brillantes zapatos negros de Snape que se hallaba parado a sólo unos cuantos centímetros de la cómoda.
Harry, en vez de mirar hacia Snape, posó sus ojos un poco más allá. Pudo ver a Nagini, enroscándose sobre si misma dentro de una esfera flotante. Pudo ver el borde de una mesa y una mano blanca de dedos largos jugueteando con una varita.
Snape dio unos pasos, alejándose de la cómoda y Laurel por fin pudo verlo, enmarcado por la luz parpadeante de las lámparas de aceite. Su túnica negra ondeaba como tinta a su alrededor, con la cabeza ligeramente inclinada en señal de súplica. Laurel podía ver la tensión en su mandíbula, la forma en que sus manos estaban entrelazadas atrás de su espalda para ocultar el temblor en sus dedos.
Voldemort se puso de pie y se acercó lentamente hacia él como un depredador, con Nagini deslizándose cerca en su orbe encantado. El Señor Tenebroso observaba a Snape con una calma inquietante.
Por su parte, Harry seguía con la mirada fija en Nagini, preguntándose si habría algún hechizo que pudiera penetrar la protección que la rodeaba, pero no se le ocurría nada. Un intento fallido, y revelaría su posición...
—Tengo un problema, Severus —dijo Voldemort en voz baja.
—¿Mi señor? —preguntó Snape.
Voldemort levantó la Varita de Saúco, sosteniéndola con tanta delicadeza y precisión como la batuta de un director de orquesta.
—¿Por qué no me funciona, Severus?
En el silencio, Harry imaginó oír a la serpiente siseando levemente mientras se enroscaba y desenrollaba. ¿O era el suspiro sibilante de Voldemort que flotaba en el aire?
—¿Mi.… mi señor? —dijo Snape con la mirada perdida—. No lo entiendo. Usted... usted ha realizado magia extraordinaria con esa varita.
—No —dijo Voldemort—. He realizado mi magia habitual. Yo soy extraordinario, pero esta varita... no. No ha revelado las maravillas que prometía. No siento ninguna diferencia entre esta varita y la que conseguí de Ollivander hace tantos años.
El tono de Voldemort era pensativo y tranquilo, pero la cicatriz de Harry había empezado a latir. El dolor le crecía en la frente, y podía sentir esa furia controlada creciendo en su interior.
—Lo he pensado largo y tendido, Severus —repitió Voldemort. —Me pregunto, ¿por qué rehusaste venir cuando te llamé?
La expresión de Snape no cambió. No visiblemente. Pero Laurel lo vio: cómo su respiración se entrecortaba imperceptiblemente, cómo parpadeaba un instante de más.
—Me he esforzado por buscar a Potter, mi Señor. Pensé que estaba cerca de capturarlo… Quería ofrecérselo en bandeja de plata, Señor.
—Me recuerdas a Lucius. Ninguno de los dos entiende a Potter como lo entiendo yo. Él no necesita ser buscado; Potter vendrá a mí. Conozco su debilidad, su único y gravísimo defecto: no soportará ver cómo otros caen a su alrededor, sabiendo que él, precisamente, es el causante. Querrá impedirlo a toda costa y vendrá a mí.
—Sí, mi Señor, pero podría morir de forma accidental, podría matarlo otro que no fuese usted…
—He dado instrucciones muy claras a mis mortífagos: han de capturar a Potter y matar a sus amigos, pero no a él… Pero es de ti de quien quería hablar, no de Harry Potter. Me has resultado valioso. Muy valioso. Eres un hombre inteligente, Severus, ¿seguro sabes por qué la Varita de Sauco se rehúsa a obedecerme?
—No... no puedo explicarlo, mi Señor. —Snape no lo miraba, sino que tenía la vista clavada en la serpiente.
—¿No puedes?
La punzada de rabia se sintió como una púa clavada en la cabeza de Harry: se metió el puño en la boca para no gritar de dolor. Cerró los ojos y, de repente, era Voldemort, mirando el rostro pálido de Snape.
—¿O quizás ya lo sabes? Eres un hombre inteligente, después de todo, Severus. Has sido un buen y leal sirviente, y lamento lo que debe suceder.
—Mi señor…
—La varita de saúco no puede servirme adecuadamente porque no soy su verdadero amo. La varita le pertenece al mago que mató a su último dueño. Tú mataste a Albus Dumbledore. Mientras vivas, Severus, la varita de saúco no puede ser verdaderamente mía.
Laurel sintió una oleada de adrenalina subirle por la garganta, ardiendo como fuego. Se quedó sin aliento. El corazón le retumbaba en los oídos. No entendía las complejidades de la creación y comportamiento de las varitas, ni quién era el verdadero dueño de la Varita de Saúco. Lo que sí comprendía era la peligrosidad en la voz de Voldemort, la serena condena de sus palabras. Podía presentir que se acercaba el momento, el momento en que todo se desmoronaría sin remedio.
—¡Pero, mi Señor! —protestó Snape, alzando su varita
—No puede ser de otra manera —dijo Voldemort—. Debo dominar la varita, Severus. Al dominar la varita, por fin dominaré a Potter.
Iba a matarlo.
Su visión se redujo, el mundo se redujo al rostro pálido y demacrado del hombre que amaba, de pie como una sombra ante el abismo. Sus manos se apretaron contra el suelo de tierra. No permitiría que eso sucediera.
Un escalofrío le atravesó la espalda, y su rostro se drenó totalmente, dejando solo fría y cáustica determinación en su mirada. Una sensación que nunca había sentido antes la invadió. No sintió odio, ni rabia, ni miedo, sólo la impetuosa necesidad de actuar en ese mismo instante.
Harry, Ron y Hermione también lo sintieron. Ron la agarró del brazo. Los ojos de Hermione se abrieron de par en par, alarmada y susurró:
—Laurel, no…
Pero era demasiado tarde.
Se arrancó la Capa de Invisibilidad y la arrojó sobre el trío con un movimiento rápido. La cómoda chirrió violentamente contra el suelo de madera cuando la apartó con todas sus fuerzas; el chirrido de madera contra madera resonó por la cabaña como un grito.
—¡NO!
No lo dudó; se movió, colocándose entre Snape y el Señor Tenebroso, con los brazos abiertos.
—¡Avada Kedavra!
La enfermiza luz verde de la muerte surgió de la varita de Voldemort. Golpeó a Laurel de lleno en el pecho. La fuerza de la maldición le echó el pelo hacia atrás, y se disipó inocuamente, dejando a Laurel envuelta en una neblina brillante e iridiscente.
Voldemort la miró fijamente, con el rostro contraído por la incredulidad. Snape, tambaleándose hacia atrás ante el rayo de luz que nunca llegó, la miró como si fuera un fantasma.
—Laurel...
Laurel giró la cabeza ligeramente, encontrando los ojos de él por un instante.
—No dejaré que mueras, —dijo en voz baja y feroz.
Voldemort perdió la compostura.
—Akardos —siseó, con veneno impregnando cada sílaba.
Movió su varita imperceptiblemente, pero ya sabía la verdad: su magia era inútil contra ella. Y entonces, sin necesidad de usar Legeremancia, Laurel comprendió lo que estaba a punto de hacer
Nagini.
El orbe que rodeaba a la serpiente se disolvió con un movimiento de su pálida mano, y la enorme serpiente cayó pesadamente al suelo, desenrollándose con una gracia aterradora, sus ojos amarillos clavándose en Laurel.
—Mátalos —ordenó Voldemort.
Nagini atacó, abriendo sus mandíbulas de par en par y Laurel se echó hacia atrás, blandiendo el hacha que llevaba en su mano, pero no tuvo la destreza suficiente para golpear a la serpiente. Nagini se encogió de nuevo, preparándose para otro ataque y el tiempo se ralentizó mientras Snape se abalanzaba, chocando su cuerpo con el de Laurel apartándola justo cuando Nagini se lanzaba sobre ella. La fuerza de su empuje la hizo tambalearse de lado, pero entonces los colmillos de la serpiente se hundieran profundamente en la base del cuello de Severus. Un jadeo ahogado se le escapó, mitad dolor, mitad furia, al sentir el veneno quemando sus venas como fuego líquido.
¡Severus! —chilló Laurel, blandiendo el hacha con la vista nublada por las lágrimas.
La hoja impactó contra el cuerpo escamoso de Nagini, desgarrando la carne. La serpiente retrocedió con un siseo, salpicando de sangre negra las tablas del suelo. Laurel arrancó el hacha, con los músculos ardiendo por el esfuerzo, y volvió a golpear con fuerza, clavándose en uno de los espeluznantes ojos de Nagini. La serpiente emitió un chillido estridente y ensordecedor, agitándose salvajemente, mientras el rugido de furia de Voldemort sacudía la casa.
—¡Basta! —La varita del Señor Oscuro atravesó el aire, invocando a Nagini de vuelta en un orbe conjurado a toda prisa.
Acunó a su Horrocrux herido; sus ojos carmesí brillaban de odio yendo del cuerpo desplomado de Snape a Laurel quien aún sostenía el hacha en alto.
—Tu… despreciable bestia—espetó, alejándose lentamente entre las sombras—. Tendrás que ver como ese miserable traidor se ahoga en veneno. La varita ya es mía.
Voldemort salió de la habitación sin mirar a atrás
—Laurel… —La voz de Snape era débil, apenas un susurro.
Se giró hacia él y la visión la destrozó.
Severus estaba desplomado en el suelo, con la mano apretada sobre la herida abierta; sangre manaba entre sus dedos. Respiraba con dificultad. Sus ojos, normalmente agudos e inteligentes, estaban nublados por el dolor.
Laurel se arrodilló junto a él.
—No, no, no... quédate conmigo —suplicó, presionando las manos sobre la terrible herida.
La sangre se acumulaba bajo él, oscura y viscosa, mezclándose con el veneno que rezumaba de las mordeduras. Su respiración era entrecortada, resollando a cada inhalación.
—Vas a estar bien. Puedo arreglar esto, lo arreglaré, lo arreglaré —repetía la mujer como una letanía.
Pero Snape solo la miraba, sus dedos rozando los de ella, sus oscuros ojos llenos de remordimiento. Lloró, pero no eran lágrimas normales. Laurel abrió mucho los ojos al ver una sustancia azul plateada, que no era ni gas ni líquido, correr por sus mejillas.
Harry, Ron y Hermione emergieron de debajo de la cómoda, sus rostros ensombrecidos.
Harry avanzó despacio, con cautela, como en un sueño. El hombre que lo había atormentado durante años yacía en un charco de sangre y veneno, destrozado y moribundo. Y, sin embargo, de alguna manera, Harry no podía evocar el odio que había albergado durante tanto tiempo. Tal vez fuera la mirada en el rostro de Laurel: cruda, devastada, como si su corazón se hubiera hecho añicos. Tal vez fuera la forma en que Snape se había interpuesto entre Laurel y Nagini sin dudarlo.
Se agachó junto a Snape, sintiéndose inseguro de lo que debía hacer. Y fue en ese momento en que la mano de Snape se levantó y agarró la túnica de Harry, tirándolo hacia abajo con un inusitada fuerza.
Un terrible gorgoteo salió de la garganta de Snape, húmedo y áspero.
"Tómalas... Tó…malas..."
Harry se quedó petrificado, mirando hacia sus amigos.
—Harry —susurró Laurel con urgencia— La sustancia... recógela.
Hermione sacó un pequeño frasco de cristal de su bolso de cuentas y se lo entregó a Harry con dedos temblorosos. Él asintió. Levantó su varita y la presionó suavemente contra el rostro surcado de lágrimas de Snape.
La sustancia plateada seguía goteando de los ojos de Snape. Reflejó la luz, arremolinándose y brillando mientras Harry la guiaba con su varita hacia el frasco. Siguieron más lágrimas, llenas de dolor, llenas de recuerdos.
Cuando el frasco estuvo lleno hasta el borde, y Snape parecía como si ya no le quedara sangre en el cuerpo, aflojó su agarre. Sus dedos se deslizaron de la túnica de Harry.
Entonces, una súplica escapó de sus labios.
"Mírame..."
Harry sostuvo su mirada. Confundido, pero reacio a negarle un deseo a un hombre moribundo.
Pero Laurel sabía. Sabía exactamente por qué Severus quería eso: lo que veía en el rostro de Harry. Veía a Lily. Los mismos ojos verdes. La misma luz.
Laurel volteó su rostro y se tapó la boca para ahogar el sollozo que amenazaba con escapar.
El pecho de Snape se casi no se movía, su respiración superficial y pedregosa se iba apagando y cerró los ojos débilmente.
Harry se quedó allí, atónito, sosteniendo el frasco como si eso lo explicara todo. Ron estaba detrás de él, tenso y serio. Hermione bajó la cabeza, con lágrimas en los ojos.
—Laurel —dijo Harry en voz baja—, tenemos que irnos. Él... Voldemort podría regresar.
Laurel no se movió.
—No lo dejaré —susurró—. No puedo dejarlo solo ahora.
Harry dudó. Miró el rostro pálido de Snape y luego a Laurel. Quedándose en silencio un momento más, buscando las palabras adecuadas. Pero ¿qué podía decir? No había consuelo que ofrecer…
—Me aseguraré de que alguien sepa que estás aquí —dijo Harry finalmente—. Lo prometo.
Laurel asintió sin mirarlo, sus ojos fijos en el rostro de Severus. Harry se guardó el frasco con cuidado en el bolsillo, se levantó y se dio la vuelta.
—Vamos —les dijo en voz baja a Ron y a Hermione, y los tres se dirigieron a la entrada del túnel.
Laurel se inclinó hacia delante y acunó la cabeza de Severus, colocándola en su regazo con manos temblorosas. Le apartó el pelo oscuro, manchado de sangre y sudor, y se inclinó para besarlo en la sien. Le dio otro beso en la frente, luego en la mejilla; sus lágrimas caían libremente, como frágiles ofrendas sobre su piel.
