Disclaimer: Black Clover y sus personajes pertenecen a Yūki Tabata.


-Raíces-

Parte I. El error


Se estaba muriendo. Otra vez. Hacía tiempo que había dejado de contar las veces en las que un combate lo dejaba al borde de la muerte. Ya no tenía sentido. Su vida, al fin y al cabo, siempre había estado rodeada del hedor y la podredumbre de la muerte. Desde el momento en el que su madre murió en el parto de su hermana, cuando él apenas era un niño, supo que ese destino, esa sensación helada de ver a otros morir a su alrededor, lo iba a acompañar para siempre.

Lo constató cuando no tuvo más remedio que matar a su propio padre. Pero ¿qué más podía hacer? Debía salvar a su hermana de sus tenebrosas garras, pues a fin de cuentas ella era el único resquicio de bondad pura, de luz brillante que había en su lúgubre existencia.

No imaginaba que, años después, la muerte lo seguiría a él directamente tan de cerca, de forma continua y constante. Hacía poco más de un año que había estado a punto de morir en otra batalla similar, ardua como ninguna hasta ese momento, pero que no tenía nada que ver con las del futuro, como siempre sucedía. Esa batalla, sin embargo, tuvo algo distinto. Entre las sombras de la seminconsciencia, Yami vio el rostro de Charlotte cerca de él. Pero lo veía borroso, sin formas concretas. Le decía algo con insistencia, casi con rabia. Sin embargo, en ese punto no oía nada, casi no sentía, no podía hablar. Más tarde, descubrió que la implacable y distante Charlotte Roselei había proclamado delante de todos los que estaban allí presentes el amor que le profesaba.

A Yami le costó mucho aceptar la idea de que una persona que aparentemente lo odiaba estuviera enamorada de él. Sin embargo, también sabía que quería seguir indagando en esos sentimientos, descubrir qué pasaría si se daba la oportunidad de tener cerca el calor de alguien que lo amaba. Pero parecía que no iba a poder suceder.

Sentía los dedos de las manos fríos. Pronto dejaría de poder ver, escuchar y hablar. No era de extrañar. Las heridas que le cruzaban el pecho eran profundas, tenía el gusto metálico propio de la sangre en la boca. Empezó a alucinar. A pesar de que su último pensamiento había sido sobre Charlotte, vio a su hermana pequeña delante de sus ojos, justo como la recordaba: pequeña, menuda, frágil, asustadiza.

Parpadeó un par de veces con cansancio, despacio, pesadamente. La seguía viendo, pero al segundo parpadeo ya no era una niña indefensa que necesitaba su protección, sino que se había convertido repentinamente en una mujer. Sintió su ki y entonces comprendió que Ichika, en efecto, estaba allí, junto a él.

La observó con las pocas fuerzas que le quedaban. Había crecido mucho. Se parecía extraordinariamente a su madre, incluso llevaba el mismo peinado, con la trenza oscura recogiendo su cabello que ella se solía hacer. Era una imagen tan hermosa con la que morir que se sintió agradecido con el destino y con los dioses por haberle permitido verla antes de que su vida llegara a su fin.

Le preguntó qué estaba haciendo ahí, a su lado, porque no entendía bien cómo era posible que hubiese llegado de repente. Ichika le dijo que había sido gracias a sus idiotas, que Asta estaba vivo, y se le infló el pecho de orgullo. Aquellos chicos sin sitio en el mundo eran increíbles. Todos los que los habían rechazado no los merecían, no sabían la clase de personas que eran. Él había tenido la suerte de encontrarlos por el camino y, a pesar de que todos pensaban que Yami les había dado refugio, fueron ellos los que verdaderamente lo habían salvado.

Ichika continuó entonces hablando. Con las lágrimas pendiéndole de los ojos y la voz temblándole, le pidió perdón, porque lo había odiado durante años por algo que él no había hecho. Pero ese era el propósito, en realidad. Yami quería que su hermana viviera una vida tranquila, pacífica, sin culpa, aunque para ello tuviera que pensar que él era un asesino despiadado y sanguinario capaz de matar a todo su clan.

Iba a morir. Estaba a punto de hacerlo. Pero entonces Ichika le mostró una píldora diabólica, como la que su padre le había dado a ella, muchos años atrás. Era de parte de Ryū, así que no titubeó ni un instante, pues si él pensaba que podría soportar el poder descomunal y destructor que implicaba tomarla, confiaría en su criterio.

Sintió una fuerza extraña recorriéndolo por completo y la fisionomía de su cuerpo incluso cambiando. Era una sensación reconfortante a pesar de todo.

Uno de los clones de Lucius iba a atacar a su hermana, pero no lo permitiría. No dejaría que le arrebatara la oportunidad de reconstruir una relación que pensaba que estaría perdida y rota para siempre.

—Aquel día, lo único que pude hacer por ti fue cargar con el peso de tu culpa —le dijo, mientras la atraía hacia sí para evitar que la dañaran. Alzó la mano y con la katana imbuida con el poder nuevo de su magia oscura, atacó al clon—. Pero esta vez, te protegeré.


Estaba lloviznando, pero parecía que una gran tormenta descargaría su furia en las próximas horas, incluso que se extendería a los próximos días. Ichika observó, a través de la ventana de su provisional habitación en la base de los Toros Negros, a su hermano, que fumaba junto al umbral de la puerta.

No imaginaba que su hermano mayor fumaría, pero si se detenía a pensar, ese hombre no era el niño que recordaba. Su esencia permanecía, porque eso difícilmente se marcha, pero había cambiado mucho con el paso del tiempo y lo había hecho lejos de ella, por tanto, a pesar de que le resultaba complicado asimilarlo, apenas lo conocía en ese punto de su vida.

Le parecía un hábito asqueroso, además de que no creía que fuera muy saludable. Pero sabía que provocaba una adicción enorme, así que no se molestaría en tratar de convencerlo de que lo dejara, porque de lo que sí estaba completamente segura era de que seguía siendo tan testarudo como siempre.

Lo vio adentrándose en la base, escuchó la puerta cerrarse con fuerza —porque, según le había dicho su hermano, estaba atascada por la humedad, que había ensanchado la madera— y sintió su ki moviéndose escaleras arriba. En apenas un par de minutos, estaba enfrente de su habitación.

—Pasa —dijo Ichika en tono suave.

Él entró. Olía a tabaco, pero ya no estaba fumando. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de forma despreocupada. Silbaba a destiempo incluso. Lo escudriñó con la mirada. Se parecía bastante a su padre por desgracia. Pero la similitud era solo física, pues el corazón de su hermano mayor era noble. Cuando lo miraba, aún parecía ver a aquel chico de trece años que adoraba pescar y la protegía de cualquiera sin dudar.

—¿Sigues yendo a pescar? —le preguntó, sorprendiéndolo. Lo supo al ver sus cejas alzándose. Después, él le sonrió.

—Siempre que puedo.

Ichika asintió. Se volteó para continuar mirando por la ventana. En el País del Sol siempre llovía. Suspiró con algo de cansancio. Su hermano se le acercó.

—Aquí no suele llover tanto.

—Qué mala suerte he tenido entonces. Llevo aquí dos días y no ha parado.

—¿Te gusta este sitio?

Ichika alzó el rostro. Lo giró. Su hermano no la miraba, solo observaba el paisaje empapado a través del cristal de la ventana.

—Si te refieres al Reino del Trébol, sí, no está mal. Si hablas sobre esta base… Bueno, no me disgusta del todo, pero se podría mejorar.

La carcajada grave, profunda, reverberó en la habitación. Incluso su risa, su voz, algunos gestos le habían cambiado. La nostalgia la abrumó. Habían perdido tanto tiempo juntos que no sabía si serían capaces de recuperar la idílica relación fraternal que llegaron a tener en su día.

Él pareció leerle la mente, porque enseguida le preguntó:

—¿Qué piensas de mí, Ichika?

La joven apretó un poco los labios. Se suponía que solo podía leerle el ki y no los pensamientos, pero la dejó asombrada la forma tan exacta que tenía —que había tenido siempre, en realidad— de conocer sus inquietudes más profundas.

Tiró de sarcasmo para disimular.

—Que estás viejo, hermano.

Él se volvió a reír, pero cuando la carcajada finalizó, observó que su gesto se volvió serio, preocupado. Tal vez, también tenía esa sensación de que no podían volver a comportarse como los hermanos que fueron una vez, cuando vivían en la misma casa y el peso del tiempo no los había desgastado.

—Tienes razón; estoy viejo.

Ichika suspiró de nuevo. Su hermano parecía cansado. Además, notaba que tenía algo rondándole en la cabeza que no lo dejaba en paz. Decidió atajar la situación con seriedad y madurez, contarle cómo se sentía, porque, de esa forma, a lo mejor lograría que él se comportara igual.

—Pienso… que apenas te reconozco. Y me da miedo… Me asusta que no seamos capaces de volver a ser nosotros, como antes.

Agachó la mirada por pura inercia, pero entonces sintió la mano de su hermano posándose en su cabeza, así que tuvo que alzar el rostro de nuevo. Él, esta vez, le sonreía, pero no era un gesto de felicidad, sino más bien de comprensión. Se sentía igual que ella.

—Quédate unos días aquí. Todos los que quieras.

—¿No volverás a casa? —le preguntó, temerosa de la respuesta.

—No. Iré de visita, pero mi sitio está aquí.

Ichika volteó su cuerpo, la caricia finalizó, lo encaró. Estaba seria, su ki proyectaba decepción, tristeza y enfado y su hermano lo sabía. Pero le seguía sonriendo, con las manos metidas en los bolsillos, como si no le acabara de declarar su intención de volverla a abandonar.

—¿Qué es lo que te retiene en este lugar?

La respuesta fue el silencio, pero aquello la ayudó a recordar. Cuando la batalla acabó y a pesar del deplorable estado del cuerpo de su hermano mayor, se quedó de pie, mirando fijamente a alguien. Ichika, al voltearse para comprobar quién era el destinatario de su atención, vio a una mujer rubia devolviéndole la mirada. Estaba magullada; su cabello suelto alborotado parecía enredado. Sus ojos azules le transmitieron una calidez difícil de explicar.

Era curioso, porque ella no lo sabía, pero la primera impresión que tuvo de esa mujer su hermano había sido completamente la opuesta, pues sus ojos siempre actuaban como cuchillas heladas que mostraban su indiferencia por todos. Sin embargo, ella había percibido en su mirada un cegador destello lleno de amor. Y ese brillo se dirigía directamente hacia su hermano, así que fue fácil atar cabos con velocidad y entender cuál era el motivo por el que él no quería regresar.

—Soy capitán de una orden de este reino. Tengo compromisos, responsabilidades. Mis chicos me necesitan y…

—¿Es por esa mujer? —le interrumpió, sin escuchar casi lo que había dicho, porque sabía que era una lista de simples excusas.

Lo vio arqueando una ceja. Adoptó el mismo semblante serio que ella tenía desde hacía un buen rato. Ichika era avispada, siempre lo había sido, así que supuso que por eso su hermano no le había preguntado sobre cómo se había dado cuenta de lo que pasaba entre los dos. No hizo falta aclaraciones para saber de quién se trataba tampoco.

—En parte —reconoció él.

—¿La quieres?

Observó cómo se restregaba el rostro con la mano tras un suspiro denso, largo, cargado de indecisión.

—No lo sé.

—Pero es importante para ti, ¿verdad?

—Sí. Es muy importante para mí.

Ichika posó la mano en el hombro de su hermano. Lo apretó ligeramente, con afecto. Le sonrió por primera vez. Se le notaba sobrepasado y ella solo quería ayudarle. Desde siempre, él se había ocupado de proteger a los demás, de atenderlos, de velar por su bienestar. Por eso, jamás expresaba cómo se sentía y sospechaba que aquello continuaba sucediendo de la misma forma. Si podía y la dejaba, se convertiría en su apoyo incondicional.

—Pues lucha por ella. Se le nota que siente lo mismo por ti.

—Eso pretendo.

—¿Cómo se llama?

—Charlotte.

—Es una mujer muy guapa.

—Lo es —afirmó él sin titubeos—, pero tiene cosas mucho mejores.

La joven asintió. Soltó el hombro de su hermano. No se esperaba que él, sobrecogido por aquella conversación, la abrazara con tanta desesperación. Pero se alegró al comprobar que entre ellos no estaba todo perdido y que aún tenían la oportunidad de reconstruir el especial e inigualable vínculo que los unió en el pasado.

—Gracias, mocosa —susurró en un hilo de voz tenue, casi trémulo.

—De nada. Cuenta conmigo siempre que lo necesites.


A Yami no le gustaban las reuniones. Todas se podían resumir en un montón de verborrea aburrida y constante que a nadie le servía para nada. Bueno, tal vez a algunos sí, pero a él no, porque nunca escuchaba. Además, tener una reunión significaba madrugar, pues siempre se empeñaban en programarlas a primera hora de la mañana.

Sin embargo, ese día le apetecía ir. Todavía no había visto a Charlotte. Era cierto que no habían transcurrido demasiados días desde que la guerra había acabado, pero tenían una conversación pendiente. Entendía que, a pesar de la expectativa y sus ganas, ese no era el momento más adecuado. El reino entero estaba patas arriba, había que tomar decisiones delicadas sobre la estructuración en sí del mismo y no había cabida para conversaciones privadas.

Charlotte era una mujer responsable, muy centrada, así que comprendía que no hubiera habido aún ningún tipo de comunicación por su parte. Aunque realmente fue él quien le dijo que quería que se tomaran un té juntos, así que ¿debía ser el que tuviera la iniciativa de invitarla a salir?

Sacudió la cabeza para librarse de la carga que esos pensamientos le suponían. No había problema; habían pasado pocos días y además se iban a ver en poco rato. Iría a hablar con ella cuando la reunión acabara para que concretaran la cita.

Yami pensó entonces que le había mentido a su hermana. No se quedaba en el Reino del Trébol «en parte» por Charlotte. No podía decir que no se iría exclusivamente por ella, pues su trabajo le gustaba y sus chicos lo necesitaban —y él a ellos, si era sincero—, pero pronunció aquella frase para restarle un poco de importancia a la ansiedad que le producía el hecho de constatar que aquella mujer que siempre le había parecido tan distante no paraba de ocupar ni un solo segundo su pensamiento.

Finral abrió un portal, lo cruzó junto a Nacht y pronto llegaron a la puerta de la sala de reuniones del Palacio Real. Se sentía un poco extraño asistir a reuniones con su vicecapitán, pero le gustó la sensación.

Fuera, seguía lloviendo casi sin descanso. Algunas veces escampaba durante un rato, pero el cielo seguía mustio, gris, y no parecía que hubiera previsión de que la situación atmosférica fuera a cambiar en los próximos días. Ichika tendría que quedarse algunos días más encerrada, para su pesar, aunque entretenimiento no le iba a faltar, pues los Toros Negros estaban reunidos todos por fin en su base. Estaba seguro de que aquel alboroto continuo la acabaría hartando, porque su hermana era una persona bastante introvertida, pero se alegraba de que hubiese decidido quedarse algunos días más junto a él.

Tenía ganas de volver a visitar su tierra, eso no lo podía negar, pero consideró que era prudente posponer el viaje, pues la situación en el Reino del Trébol era catastrófica. Cuando el camino de la recuperación se encauzase y él resolviera sus asuntos pendientes, regresaría sin duda. Estaba deseando volver a pasear por las calles del País del Sol, que olían a cerezo y carbón, comerse un enorme tazón de ramen en su restaurante favorito —¡rezaba por que no lo hubieran cerrado!— o ir a pescar al lago que había cerca de su antigua casa. Habían pasado demasiados años desde la última vez que había respirado el aire de aquel lugar que tantos recuerdos le traía y que tanto extrañaba.

Tomó asiento al lado de Nacht. Echó un vistazo rápido a los integrantes de la reunión y entonces vio a Charlotte, que esta vez se sentó en el lado opuesto de la mesa y no junto a él como solía hacer. La acompañaba su vicecapitana, que le hablaba sin cesar al oído.

Estaba guapa. Llevaba el pelo suelto a excepción de la trenza que siempre se hacía en el flequillo. Algunas vendas pequeñas tapaban su rostro, en la zona del pómulo izquierdo y la barbilla, pero irradiaba una serenidad que no recordaba haberle visto jamás.

Sus miradas se cruzaron durante un breve instante. Le sonrió con sorna, como siempre hacía, y movió el cigarro que pendía de sus labios, imitando un gesto de saludo. Para su infinito asombro y al contrario de la vergüenza que la recorría siempre en forma de sonrojo tras él dedicarle ese gesto, Charlotte se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y le sonrió. Fue una sonrisa breve, tenue, pero lo dejó paralizado. El semblante le cambió y no hizo nada más durante la reunión. No interrumpió a nadie, no volvió a fumarse un cigarro cuando el que tenía se consumió, no bostezó y, por supuesto, tampoco escuchó. Absolutamente nada. Ni una palabra. Incluso se tuvo que guiar por la postura de Nacht en una votación que ni siquiera sabía de qué iba.

Se quedó dos horas enteras pensando en Charlotte, abstraído por ese resquicio de complicidad que le había mostrado a través de una simple sonrisa. La miraba en algunas ocasiones de soslayo, pero ella estaba concentrada en la reunión; lo notaba en su ki. Sin embargo, de vez en cuando, en los momentos en los que la fijeza de sus ojos oscuros se intensificaba de más, el ki de la Capitana de las Rosas Azules sufría una fluctuación intensa que se esfumaba rápidamente.

Cuando la reunión finalizó, le dijo a Nacht al oído que le explicara su contenido con detalles una vez llegaran a la base, pues no había prestado atención ni un solo segundo. Como respuesta, recibió un resoplido repleto de hastío por parte de su vicecapitán.

Para su sorpresa, tras levantarse de la silla, Charlotte se le acercó. El bullicio en el que se había convertido la sala de reuniones impidió que los demás se fijaran en que estaban juntos. Solo se percataron sus respectivos vicecapitanes, que se fueron enseguida al observar la situación.

—¿Qué tal estás?

Las palabras le salieron con tal tranquilidad que no parecía real que esa fuera Charlotte. Quizás se había cansado al fin de la máscara de frialdad que había estado llevando durante años completos, en los que no se permitía ser ella misma.

—Estoy bien, ¿y tú?

—Yo también —afirmó con simpleza—. Ha parado de llover. ¿Quieres que demos un paseo? Te puedo acompañar a casa si te apetece.

Yami asintió de forma inmediata. Salieron de la sala sin que nadie se diera cuenta, pues todos estaban enfrascados en sus propias conversaciones, probablemente todas referentes a la reconstrucción del reino. A él en ese momento no le podía importar menos ese asunto.

Bajaron las escaleras del Palacio Real y se encaminaron hacia la base de los Toros Negros. El camino no era demasiado largo, pero el edificio tampoco quedaba cerca, así que tendrían un buen rato para pasear y charlar.

Pero no sabía qué decirle ni cómo abordar aquella importante conversación. Nunca se había enfrentado a una situación igual, porque nadie le había interesado de ese modo hasta que se enteró de que Charlotte estaba enamorada de él. Era valiente y osado en el campo de batalla, pero torpe como ningún otro en el terreno emocional. Toda la vida había estado centrado en proteger y cuidar a los demás, así que nunca le había dado la importancia que merecían sus propios sentimientos y no sabía manejarlos, mucho menos expresarlos.

Ella se le volvió a adelantar. Era increíble lo resuelta que estaba actuando ese día. Le gustaba ver esa faceta suya, que hasta entonces le era desconocida. Se moría por descubrir todas las demás que intuía que tenía pero que nunca se había atrevido a mostrar.

—¿Sigue tu hermana aquí?

—Sí. Se va a quedar unas semanas.

—Debes estar muy contento.

—Lo estoy —confirmó Yami. Sonrió con naturalidad. Realmente estaba muy feliz de haberla podido recuperar—. Pensaba que no volvería a verla nunca.

—¿Tan lejos está tu país?

Yami se rio. Se metió la mano en los bolsillos, pues no quería estropear el momento poniéndose a fumar, porque sabía que a Charlotte le molestaba el olor del tabaco y el humo.

—Está lejos, sí, pero se puede ir desde aquí. En barco, por ejemplo.

—¿Y por qué nunca has ido?

Charlotte se sonrojó un poco tras hacer esa pregunta. Yami supuso que se había sentido mal al entrometerse en su pasado, en su espacio más privado, pero a él le gustó que se interesara por una parte de su vida que no le había contado a nadie. Que ella fuera la primera en escuchar la historia que más le costaba relatar parecía un buen comienzo para su relación.

—¿Seguro que quieres saberlo?

—Claro que sí —dijo ella sin duda alguna.

Durante el camino hacia su base, Yami le contó todo: su verdadero nombre, que su madre había muerto en el parto de su hermana y que ella era maltratada sistemáticamente por el hombre que había ayudado a su madre a concebirlo. También le habló de la píldora diabólica, del incidente con Ichika, de que se culpabilizó durante años de la masacre que ella había llevado a cabo de forma totalmente inconsciente y que por eso no podía volver. Sin embargo, omitió las circunstancias y el causante de la muerte de su padre. No supo por qué, pero sintió que la decepcionaría si le contaba algo tan grave.

Cuando quisieron darse cuenta, ya habían llegado a la base de los Toros Negros. Yami se maldijo al percatarse de que no había dejado apenas hablar a Charlotte. No la veía molesta, sin embargo. No parecía ser alguien a quien le gustara mucho hablar, pero acababa de descubrir que era muy buena escuchando. Aun así, le habría gustado saber un poco más de ella también.

Empezó entonces a llover con cierta fuerza. Se refugiaron en la entrada de la base, al lado de la puerta. Ambos apoyaron la espalda en la superficie de madera mientras miraban el cielo. Parecía un chubasco pasajero, así que Charlotte le dijo que esperaría a que escampara para marcharse.

Yami se volvió a meter la mano en los bolsillos. Miró hacia arriba, al cielo cubierto de gris. Suspiró y, sin poder aguantarse más, le preguntó a Charlotte:

—¿Te importa si me fumo un cigarro?

—Qué remedio —respondió ella tras encogerse de hombros.

Agarró el paquete de tabaco que llevaba dentro del bolsillo, lo sacó y cogió un cigarro de su interior. Con el mechero que tenía en el grimorio lo prendió. Se lo fumó enseguida por la ansiedad que le provocaba la situación, aunque su mente no quisiera aceptarlo. Estaba nervioso. Más bien, Charlotte y sus silencios apacibles, sus sonrisas a medio hacer, su forma de escuchar tan empática y atenta y su cercanía hacían que se sintiera fuera de su propia piel.

El temporal amainó, pero no dejó de llover por completo. Quizás Charlotte aprovecharía para marcharse en ese momento. Le daba un poco de apuro que fuera ella quien lo había acompañado a casa y no al revés, y también que se fuera caminando sola, pero sabía que no la convencería para que dejara que Finral la llevara de vuelta a la capital.

Le iba a hablar, porque no estaba de más proponérselo, pero sus acciones, de nuevo, lo dejaron mudo. Charlotte se apoyó contra su hombro, le acarició el brazo con su rostro. Él se quedó paralizado otra vez, justo como le había pasado en la reunión.

—Gracias por hablarme de ti —musitó. Sintió el calor de su aliento en la piel—. No sabes cuánto me alegra que todo esté bien. Que tú... estés bien.

No le respondió. Tampoco se movió. No habló, no la abrazó, no hizo absolutamente nada de las ideas que su cerebro le estaba proporcionando a tal velocidad que no le quedaba de otra que descartarlas todas, pues ninguna le parecía apropiada.

Charlotte pareció cansarse de la falta de respuesta. Sus ojos no le mostraron ni un atisbo de arrepentimiento al separarse de él y ponerse enfrente para despedirse. Su ki estaba sosegado, pero era cierto que el desconcierto no le dejaba analizarlo bien.

—Me tengo que ir. Me espera una montaña de papeles en el despacho.

—Le diré a Finral que te lleve. Está lloviendo todavía.

—No te preocupes, Yami —aseguró mientras sonreía—. Solo son cuatro gotas. Me hará bien caminar para pensar.

A Yami no le dio tiempo a decirle adiós siquiera. Charlotte comenzó a andar. Antes de adentrarse en el espeso bosque que separaba el distrito en el que se encontraba su base de la capital, ella se giró para hacerle un gesto con la mano, despidiéndose de él. El Capitán de los Toros Negros la imitó y después la perdió de vista.

No podía dejar de recordar la sonrisa cargada de tristeza que le había dedicado justo antes de marcharse.


El pasillo del piso de arriba de la base de los Toros Negros era un auténtico caos. Ichika escuchaba los ruidos desde su habitación. Salió para pedirles que se callaran de una vez. Lo iba a hacer de malas maneras, demostrando que era la hermana de su capitán, porque ya estaba harta de semejante alboroto.

Sin embargo, al darse cuenta de que estaban todos mirando por la ventana, le entró curiosidad. Se hizo hueco como pudo y observó la imagen: su hermano estaba con la mujer rubia junto a la puerta de la base. Se fumó un cigarro a la velocidad de la luz y, después, ella se apoyó sobre su brazo. Y entonces él… no hizo absolutamente nada, así que todos fueron testigos de cómo ella se apartaba y se iba sin más.

—¡¿Pero qué hace?! —exclamó el mago espacial, que creía recordar que se llamaba Finral, con desesperación, casi llorando, al comprobar la actitud pasiva de su hermano.

Los demás chicos empezaron a hacer más escándalo, a armar más alboroto que nunca. Pero no era para menos; era completamente incomprensible aquel modo de actuar ante semejante oportunidad.

«Desde luego es un auténtico idiota», pensó Ichika mientras fruncía el ceño con insistencia. Se retiró del bullicio que había formado en el pasillo y volvió a su habitación. Ya se encargaría ella de solucionar la metedura de pata de su hermano que acababa de presenciar.


Continuará...


Nota de la autora:

Aaaay, llevaba tanto tiempo esperando la reunión de Yami e Ichika que no me he podido aguantar las ganas de escribir. Por supuesto, tenía que meterle yamichar. Ichika le va a echar una manilla a su hermano, que está un poco despistado el pobre. El momento en sí, el del manga, me encantó. «Lo único que pude hacer por ti fue cargar con el peso de tu culpa»; lo único, dice, como si fuera eso poco. Qué buena frase y cómo me gusta Yami, de verdad.

En fin, que como me iba a quedar muy largo y no me gustaba la conexión que hacían todas las escenas juntas, he decidido dividirlo en dos partes. No sé cuándo estará lista la siguiente, pero habrá, aunque solo la tengo en la cabeza, ni siquiera he empezado a escribirla. Tenedme paciencia.

Muchísimas gracias por leer.

¡Nos vemos en la próxima!