-Raíces-

Parte II. Huellas del pasado


Se asomó al salón después de buscarlo en varios lugares de la sede y por fin lo encontró. La estancia estaba sumida en una tenue penumbra apenas alumbrada por una débil luz que irradiaba una lámpara maltrecha y que estaba colocada al lado de su sillón. Era casi de noche y la base, al fin, estaba medio vacía.

Ichika llevaba pocos días en la base de los Toros Negros, pero el ruido constante que albergaba ese edificio la estaba empezando a saturar. Pisadas fuertes a todas horas, gritos, risas excéntricas, muros cayendo, golpes volando, magia brotando y todo tipo de alboroto inundaban los días en aquel sitio. Y aquello, a alguien que apreciaba tantísimo el silencio como lo hacía la más pequeña del clan Yami, le producía una suerte de hartazgo que la estaba logrando cansar. Por suerte, varios grupos de los Toros Negros habían salido de misión durante algunos días y los que se habían quedado en la base parecían ser personas más calladas, introvertidas o que al menos respetaban el espacio de los demás.

Era un grupo pintoresco sin duda alguna e Ichika estaba acostumbrada a que la gente se comportara de forma más sosegada en general. Le estaba costando un poco asimilar las diferencias culturales, porque todo en ese sitio se hacía de modo distinto. La comida era grasienta en general o demasiado dulce, los utensilios para comer eran extraños y rudimentarios, la ropa era absurda —todavía no entendía por qué había una mujer que se paseaba por la base a todas horas semidesnuda— e incluso las puertas eran toscas y raras. Algo que le había gustado más eran las camas, aunque los primeros días no había dormido apenas al encontrar la superficie del colchón demasiado blanda.

Llevaba todos esos días dándole vueltas a la idea de que a su hermano le debió costar mucho adaptarse a ese lugar. Él llegó siendo un adolescente, sin conocer a nadie, sin que nadie lo ayudara y, aun así, fue capaz de progresar hasta llegar a ser capitán de una orden del reino. Era admirable desde luego. Siempre había sabido que su hermano era alguien noble y fuerte, pero le había sorprendido que se convirtiera en alguien tan poderoso, del que dependía tanta gente, de forma tanto directa como indirecta.

Ahora entendía un poco mejor por qué no quería regresar al País del Sol. La forma en que miraba a esos chicos, se reía con ellos —o muchas veces a su costa— o incluso los regañaba le dejaba saber que se habían convertido en un apoyo incondicional para él, en su familia podría ser incluso. No se sintió para nada desplazada, ni siquiera un poco celosa, porque esas personas habían logrado hacerle la vida más fácil y llevadera a su hermano mayor en un contexto extraño y ajeno, así que ella solo podía agradecerles. Los respetaba, reconocía sus capacidades, incluso algunos le caían bien y le hacían gracia, pero no podía soportarlos a todos juntos durante más de dos horas seguidas.

Entró en la estancia por fin, pero su hermano no se inmutó. Se sentó en el sillón de su lado, lo miró de forma directa, él solo pasó la página del periódico. Le dio una calada profunda al cigarro que pendía de sus labios, que se inclinó sobre su boca momentáneamente, pero después liberó una de sus manos para apartarse el cigarro y expulsar el humo. Presionó la colilla contra el cenicero que estaba encima de la mesa para apagarlo y soltó el periódico.

No estaba muy hablador. En su familia realmente nadie lo era. Si acaso su madre, y lo sabía por lo que su hermano le había contado de ella, ya que no había llegado a conocerla. Sin embargo, también le había dicho que sus ojos proyectaban una tristeza que nunca se fue. No le extrañaba. Recordaba bien las palizas de su padre, los insultos, las vejaciones, la protección constante de su hermano. Imaginaba que ella los habría tenido que vivir también. Muchas veces pensaba que le encantaría haber conocido a su madre, pero no siendo su hija, sino como alguien desconocido o simplemente como un ente abstracto que podía observarla en la época previa a su matrimonio, en la que tal vez ella era feliz. No le quedaban ni siquiera recuerdos, solo las historias de los demás, las palabras fugaces que retenía en su memoria, la poca ropa que pudieron conservar y su propia apariencia, según le habían dicho.

Qué cruel es la vida, pensaba recurrentemente. Qué sentido tenía parecerse a alguien a quien nunca iba a conocer, sentir las miradas inquietas o curiosas sobre ella, hacer sufrir a quienes la querían al verla, al recordarle que nunca, jamás, iba a regresar. Que nunca volverían a escuchar su voz suave, a ver su sonrisa, a sentir sus cálidos abrazos. Ryū le dijo en una ocasión que su parecido físico no era un castigo, sino más bien un regalo, porque de alguna forma era bonito ver a una persona que quieres en las facciones, en la presencia de alguien que nació de ella.

Quería preguntarle a su hermano cuál era su opinión al respecto; si su físico era para él una tortura o un alivio, pero no lo había hecho aún. No se sentía con ánimos suficientes para hablar sobre su madre de nuevo con él y sabía que lo entendía. Además, tenía algo pendiente que debía comentarle.

Ichika se caracterizaba por ser vehemente, por ser directa. No había tenido tapujos al traspasar la vida privada de su hermano, al que llevaba sin ver muchos años, para preguntarle si la razón por la cual se quedaba en el Reino del Trébol era aquella mujer con la que compartía una relación un tanto peculiar. Charlotte Roselei se llamaba.

Recordaba que su respuesta había sido «en parte». Entonces, si ella era uno de los motivos por los que no quería volver, ¿por qué se había comportado de aquella manera tan absurda cuando Charlotte claramente había hecho un movimiento directo? No consideraba que su hermano fuera alguien cobarde. De hecho, sabía bien que se movía normalmente por instinto, que hacía las cosas sin pensar y luego, si acaso, se arrepentía, que no le importaba lo que dijeran los demás. ¿Qué le había pasado para tener esa reacción?

—¿No has pensado nunca en dejarlo?

—¿El qué? —preguntó él, como distraído.

—¿El qué va a ser, tu idiotez? —Yami se rio con una carcajada que no le dijo apenas nada. Estaba pensativo, sin el ánimo risueño y bromista habitual que lo caracterizaba. Arqueó una ceja para que se lo aclarase—. Hablo del tabaco.

Al fin, la miró. Sonrió levemente; su gesto y su ki le transmitían su indecisión, su temor, le pedían ayuda. Él nunca lo admitiría en voz alta, pero Ichika era buena leyendo a las personas y haciéndolas creer que pasaban desapercibidas, que ella no podía saber lo que pensaban, para que no se sintieran vulnerables y expuestas.

—Claro que lo he pensado, incluso una vez lo intenté. Pero no puedo.

—Qué poca fuerza de voluntad. Te tenía por alguien más…

—¿Capaz? —interrumpió. Ichika solo asintió con seriedad—. Pues ya ves, no lo soy.

Lo vio apoyando los codos sobre los muslos, restregándose el rostro con las manos con frustración. Él sabía que ya no estaba recriminándole por ese mal hábito. Era increíble que tuviera que utilizar ese tipo de técnicas con una persona que rozaba la treintena y que no tenía pelos en la lengua. Bueno, ella sabía adaptarse bien a diversas situaciones, pero temía que su hermano le diera largas, así que sabía que pronto acabaría abordando la situación.

—Me cuesta bastante manejarme con las palabras, así que te lo agradezco mucho, pero será mejor que lo dejemos por hoy.

Se iba a levantar para marcharse, seguramente para seguir ahogándose en su propia soledad, pero Ichika no lo dejó. Le sostuvo el antebrazo y él, en silencio, se volvió a sentar lentamente. Hizo el amago de sacarse otro cigarro del paquete que tenía guardado en el bolsillo, pero la mirada helada y reprobatoria de su hermana lo hizo desistir.

—Me dijiste que ella era alguien muy importante para ti —atajó de forma directa.

—Y no te mentí —le respondió él con rapidez y seguridad.

—¿Entonces qué fue eso?

Lo vio irguiéndose en el sillón, mirándola como extrañado. Su hermano, al igual que ella, podía sentir el ki de los demás y si en ese momento hubiese estado mínimamente concentrado hubiera sabido sin dudar que, desde la ventana del pasillo superior, sus chicos lo espiaban.

—Lo vimos todos. Lo que pasó en la puerta de la base con tu compañera. ¿Por qué te comportaste así?

—¿Y si te digo que no lo sé?

Ichika sonrió de forma tenue, casi imperceptible. Ya sabía qué le sucedía a su hermano. Estaba inseguro con respecto a Charlotte. No podía discernir si se trataba de sus sentimientos en sí o de si era alguien inexperto en ese ámbito, pero se le hizo gracioso que su hermano, con apariencia tosca y bruta, con actitud despreocupada y en ocasiones soez y con un carácter que rebosaba pasotismo y sarcasmo estuviera tan preocupado por algo que en principio era tan sencillo.

Para ella, el amor romántico y correspondido era pura lógica. Dos personas se atraen, se acercan sin dudas y el resto lo hace el tiempo y sus emociones. Pero una visión tan simplista sobre el sentimiento humano más complejo que se puede experimentar solo la podía tener alguien completamente ajeno a él.

—¿Has hablado al menos con ella?

—No.

—¿Nada? —preguntó con asombro, alzando incluso un poco la voz.

—Nada de nada.

—¿Otro tipo de comunicación? ¿Ni una carta?

—Ni una carta, ni una reunión; nada. No hemos coincidido. Ella no ha venido aquí, yo no he ido a buscarla… Así que sí, absolutamente nada.

Observó cómo se echaba hacia atrás, se colocaba las manos detrás de la cabeza y miraba el techo. Ichika tampoco es que fuera la mejor dando consejos, pero no quería que su hermano se arrepintiera de dejar pasar una oportunidad como aquella. No conocía en absoluto a Charlotte, pero podía ver que lo quería genuinamente, y eso que sus interacciones habían sido mínimas.

—Eres un desastre.

—Gracias por los ánimos.

Por primera vez en toda la conversación, Ichika pareció ver un atisbo de verdad en la sonrisa que el gesto de su hermano formó tras pronunciar aquellas palabras.

—Lo tienes fácil, ¿no? Se le nota mucho.

—Eso me han dicho. Aunque yo estuve mucho tiempo sin darme cuenta.

—Se nota que no eres el más listo de la familia.

Le revolvió el pelo e Ichika se sintió como si fuera de nuevo una niña pequeña, aunque fingió un gesto lleno de molestia que le arrancó una carcajada seca a su hermano.

—Es que ese puesto lo tienes tú.

—No quería decirlo yo… —dijo Ichika, sonriendo—. No sé qué te impide acercarte a ella, en serio.

—No estoy seguro, pero creo que me paralizan sus sentimientos. Es difícil de explicar.

Ichika estaba segura de que le estaba mintiendo. Había algo más que lo estaba frenando, pero o no se lo quería contar o simplemente no se había dado cuenta aún, así que lo dejó estar. No quería presionarlo, pues su hermano era una persona de pocas palabras y ya bastantes le había arrancado, así que debía sentirse satisfecha en cierto modo.

—No necesitas explicármelo a mí, sino a ella. Aunque ahora mismo no encuentres las palabras, tal vez si lo hablas con ella te salen solas. Pero tienes que probar. Y tienes que ser tú el que vaya a buscarla, porque el otro día no estuviste muy acertado y ha podido hacerse ideas equivocadas.

—Vamos, que la cagué, ¿no?

—Buen resumen. Pero no es algo que no puedas solucionar.

Ichika posó la mano en el hombro de su hermano, se levantó del sillón y decidió que era hora de irse y dejarlo solo para que reflexionara. Se despidieron de manera algo escueta y, cuando iba por la puerta, se giró para mirarlo. Lo vio sacándose el paquete de tabaco del bolsillo con ansiedad para fumar, y echándose de nuevo en el sillón después de encenderse el cigarro para mirar el techo.

Realmente ella no podía hacer más, así que solo le quedaba a él actuar.


Cuando notó que el ki de su hermana se alejaba cada vez más hasta llegar a su provisional habitación, Yami apuró el cigarro con una intensa calada y comenzó a fumarse otro en cuanto apagó el anterior. La voz de Ichika parecía ser siempre la voz de la razón. Llevaba algunos días pensando justamente qué le había pasado con Charlotte y todavía no había hallado la respuesta. Sin embargo, de lo que sí estaba seguro era de que no había sido totalmente sincero con su hermana pequeña.

A Yami nunca le había importado la opinión que los demás tuvieran de él. Cuando llegó al Reino del Trébol, la discriminación que sufrió sí fue algo bastante duro, pero con el paso de los años aprendió a ignorar los comentarios, las miradas, las actitudes de gente que verdaderamente lo odiaba sin motivo alguno más que su lugar de procedencia, algo que le parecía sumamente estúpido.

Cuando la orden creció y se convirtió en la peor de todo el reino, tampoco le importó su mala fama ni que todos pensaran que su capitán era un irresponsable, porque sinceramente lo era y no se iba a negar su propia naturaleza.

Fumaba, bebía, apostaba y no solía tener comportamientos que se pudieran considerar ejemplares o propios de alguien tan prestigioso y estimado como lo eran los capitanes de las órdenes de aquel reino. Pero nunca le importó.

Suponía que a Charlotte tampoco, pero conforme iba pensando sobre la situación se iba dando cuenta de que tal vez aquel fuera el motivo por el cual nunca se había atrevido a confesarle sus sentimientos. Que tal vez le daba vergüenza o reparo que la vieran cerca de él por su más que cuestionable reputación. En torno al Capitán de los Toros Negros había muchos prejuicios e incluso algunas leyendas, aunque no podía negar que algunos estaban fundamentados.

Era un sensación extraña. Charlotte era una mujer noble, con modales exquisitos, con una reputación intachable como capitana y guerrera y él era todo lo contrario, así que no le extrañaba que el contraste que produciría un acercamiento público entre los dos la frenara. Era cierto que su papel como miembro de la nobleza sí era cuestionado, pues era una mujer en edad de casarse, tener hijos y asegurarse así la perpetuación de su linaje. En resumen, todas esas chorradas que Yami creía que eran una estupidez y que Charlotte repudiaba abiertamente.

Aunque, tal vez… había otro motivo. Su pasado era complejo. Charlotte apenas lo conocía y aunque él a ella tampoco, estaba seguro de que no tenía tantos fantasmas persiguiéndole, ni más sombras que luces, como sí era su caso.

Sin embargo, Ichika tenía razón. Quizás en su cabeza las palabras no tenían sentido, no tomaban forma, se amontonaban y no lograba hilar un discurso coherente para que saliera de su boca, pero podría ser que en su compañía fuera capaz de expresar lo que quería desde hacía un buen tiempo.

Miró el reloj que colgaba de la pared, en el centro de la sala. Era un poco tarde, la noche había caído mientras estaba conversando con su hermana y era posible que fuera precipitado presentarse en ese momento en la base de las Rosas Azules. Pero, en realidad, a él nunca le habían importado ese tipo de cosas, porque el que mandaba en su actuar era puramente su instinto.

No quería alterar a las chicas de Charlotte. Sabía cuál era la ventana de su despacho y, con suerte, ella seguiría allí trabajando aún, así que entraría por allí. No era la mejor idea, pero se sintió ansioso ante la expectativa de verla, así que decidió que lo haría.

Se levantó del sillón y se dirigió hacia la puerta, sin comunicarle a los pocos integrantes de los Toros Negros que quedaban en la base ni a su hermana que se iba. De todas formas, ella lo notaría y a los demás no les importaba.

Salió de la base y miró al cielo. Aún había algunas nubes que presagiaban pequeños chubascos, así que tendría que darse prisa. Se iba a ir en escoba porque no iba a entrar por la puerta, pero justo antes de acercarse al lateral de la base para cogerla, sintió el ki de Charlotte acercándose. Se concentró de nuevo, porque no tenía mucho sentido que ella estuviera por allí y tal vez su delirio y sus ganas estuviesen creando sensaciones que no existían, pero tras unos segundos se convenció definitivamente de que Charlotte estaba cerca e iba hacia la base.

Salió a su encuentro a paso ligero. Ella estaba saliendo del bosque que se encontraba cerca del edificio, así que estaba claro que había ido andando. Al verlo, se detuvo un instante, su ki se contrajo con inseguridad, pero enseguida aceleró el paso y pronto la tuvo tan cerca que se tuvo que detener.

La miró fijamente, como si esa fuera la primera vez que sus ojos se posaban en sus facciones. El azul de sus pupilas parecía temblar. Llevaba el uniforme puesto, aunque sin la armadura ni el casco, el cabello liso y espeso recogido en el moño que llevaba cuando estaba trabajando y el flequillo trenzado. Estaba seria, pero no porque estuviera molesta, sino más bien se la veía algo cohibida por su presencia.

—Hola…

—No te esperaba por aquí.

Se sonrojó al instante, bajó la mirada al suelo y Yami se arrepintió de ser tan directo y de nunca ser capaz de elegir las palabras correctas. Hacía algunos días que no se veían, su último encuentro había sido muy raro, debido básicamente a su comportamiento, y ese reencuentro era crucial para no espantarla más.

—Lo sé —dijo titubeando, aunque siendo capaz de levantar el rostro—. Es tarde, ¿verdad? Estaba patrullando y, bueno, no quería volver a la base, así que… decidí venir a ver qué tal estabas. Pero si tienes algo más que hacer…

—No, claro que no —se apresuró Yami a decir, esta vez con más acierto—. De hecho, yo iba a salir hacia tu base.

—¿Y eso? —preguntó ella, posiblemente pensando que se trataría de algo de trabajo.

—Porque quería verte.

Se quedaron en silencio un par de segundos, pero a Yami le parecieron un abismo. En su último encuentro, Charlotte estaba muy resolutiva, más asertiva que nunca, se comportaba de una forma que jamás le había visto. Sin embargo, ahora parecía más avergonzada, más retraída, aunque no le extrañaba. Era el momento de que él también se mostrara tan directo como siempre, así que, a pesar de que era de noche, le pareció buena idea proponerle que se fueran a la capital a dar un paseo juntos.

Sin embargo, justo cuando iba a hablar, una gota le cayó en el hombro. A esa le siguieron unas cuantas más y comenzó a llover sin demasiada fuerza, pero si se quedaban ahí o salían a pasear acabarían empapados.

—¿Quieres entrar y hablamos?

Charlotte asintió con la cabeza, aunque no la veía muy convencida. Lo entendía. Le debía una conversación —le debía, realmente, mucho más que eso— y no la podía postergar más.

Sospechaba que la Capitana de las Rosas Azules había concluido, motivada por su comportamiento, claro está, que Yami no tenía los mismos sentimientos que ella albergaba por él en su corazón. Y puede que aquello fuera real, puede que Yami no estuviera enamorado de Charlotte en ese entonces, pero sí que se sentía muy distinto cuando estaba a su lado y quería ahondar en esas emociones para descubrir qué eran.

Tras entrar en la base, Yami la condujo hacia su habitación subiendo las escaleras. Él no tenía despacho y aunque la base estaba medio vacía no quería arriesgarse a que alguien la viera allí, porque se lo acabaría contando a los demás y no quería que los interrumpieran.

La invitó a sentarse en la silla que estaba junto al escritorio y observó que su pelo estaba un poco mojado, al igual incluso que el suyo, así que salió a por un par de toallas y las llevó a la habitación. Por el pasillo se secó el pelo, haciendo que los mechones del flequillo le cayeran por la frente, pero le dio igual. Entró en la habitación de nuevo, le ofreció la toalla y ella se quedó muy quieta, mirándolo con desconcierto, y su ki vibró extrañamente, tanto que no lo pudo descifrar. Pero inmediatamente después le aceptó la toalla y empezó a secarse el cabello.

La vio deshaciéndose el moño, la trenza y sacando un cepillo que llevaba en el grimorio, que había dejado sobre el escritorio. Le resultaba muy curioso que algunas mujeres fueran tan previsoras como para llevar ese tipo de utensilios consigo a diario. «Cualquier improvisto puede surgir en cualquier ocasión, capitán», le había dicho Noelle una vez en la que la había visto guardarse algo en el grimorio que no le serviría para nada durante una misión, aunque ya ni siquiera se acordaba de qué era.

Se sentó en la cama y en ese instante el cabello le cayó por completo sobre la espalda. Él se quedó mirándolo embelesado. Lo tenía muy largo, parecía suave y hasta le llegó un aroma floral cuando empezó a cepillárselo con cierta dificultad.

—¿Te ayudo? —le preguntó de repente, sin entender bien por qué lo había hecho.

Charlotte se giró, arqueó una ceja.

—¿Qué?

Su pregunta asombrada le arrancó una carcajada que, de nuevo, la logró avergonzar. Se levantó y ella lo imitó. Le hizo un gesto con el dedo para que se diera la vuelta, se acercó aún más y Charlotte le pasó el cepillo. Empezó a cepillar las hebras de cabello dorado despacio, con cuidado, como recordaba haberlo hecho en el pasado.

—Solía peinar a mi hermana cuando era pequeña.

—Entiendo… —susurró Charlotte.

Tenía el pelo tan sedoso como había imaginado, ya que ni la lluvia ni el recogido se lo habían enmarañado en exceso. Acabó pronto. Todavía lo tenía algo húmedo, pero se secaría pronto.

—Date la vuelta.

Charlotte obedeció al instante. Sus ojos se elevaron, produciéndole incluso algo de vértigo. Le recogió el flequillo con los dedos, lo dividió en tres partes y se lo trenzó. Ella se lo ató rápidamente con una goma pequeña.

—Ahí estás, tan guapa como siempre.

Se quedó mirándola de nuevo. Había vuelto a lograr que se sonrojara sin remedio. Pero algo en sus sonrojos, en sus gestos nerviosos, en su mirada vacilante tenía un poder de atracción que le resultaba sumamente difícil de explicar. Si seguían tan cerca no podría aguantarse más las ganas de besarla. Y no lo consideraba apropiado, porque antes debían aclarar varias cosas. Así que tras ella darle las gracias, se separó dos pasos para poner cierta distancia.

—¿Quieres té? —le preguntó, porque fue lo primero que se le pasó por la cabeza.

Charlotte asintió tímidamente y él se fue hacia la cocina a prepararle el té, pero no el que se tomaba allí, sino uno procedente del País del Sol. Al fin y al cabo, debía cumplir con su palabra, pues le había prometido que hablarían de sus asuntos mientras tomaban té, ya que ella no podía soportar el alcohol.

Mientras lo hacía, cayó en la cuenta de que era un completo estúpido y, por primera vez en mucho tiempo, se arrepintió de no haber seguido su instinto.


En cuanto escuchó el chirrío de la puerta cerrándose, Charlotte dejó caer el peso de su cuerpo sobre la silla en la que había estado sentada unos momentos antes. Se sujetó el pecho, pues su corazón latía apresurado y sin indicios de que el ritmo fuera a aminorar en un corto plazo de tiempo. Sabía que estaba completamente sonrojada, pero había estado evitando que su nerviosismo se mostrara durante demasiado rato y no había podido aguantar más.

Desde que había visto a Yami entrar con el pelo húmedo y cayéndole sobre la frente se había quedado paralizada. Y después habían venido sus atenciones, su risa sin malicia alguna, la forma tan delicada en la que le había cepillado el pelo y trenzado el flequillo, la percepción de su aliento contra su mejilla, contra su cuello. Si no se había desmayado había sido de puro milagro.

Esa mañana se había levantado sin ánimo, como solía sucederle desde hacía unos días. Concretamente, desde que dio un paso importante que le costó mucho y no obtuvo ninguna respuesta. No sabía qué era peor; que Yami ni siquiera se hubiera inmutado tras su acercamiento o que le hubiera dicho directamente que no la podía corresponder.

Desde luego, la segunda opción era mucho menos cruel, porque así zanjaría completamente el tema y le daría libertad para cerrar ese capítulo de su vida y tratar de empezar a sanar. Sin embargo, al no recibir respuesta tras atreverse al fin, se sentía abrumada a todas horas, porque su razón le decía que no había más que hacer, que Yami no sentía nada más por ella que cordialidad y camaradería, pero su corazón seguía mostrándole la rendija de la esperanza continuamente. Porque de sus labios no habían salido palabras de rechazo y eso significaba que había una posibilidad, por minúscula que fuera, de que sucediera algo entre ellos.

Dejó que pasaran unos días para darle algo de espacio. El final de la guerra estaba reciente, su hermana estaba pasando un tiempo con él tras mucho tiempo separados y seguramente seguía asimilando la noticia de que estaba enamorada de él, así que comprendió que pudiera sentirse algo confuso.

Sin embargo y aunque no habían pasado demasiados días, necesitaba una respuesta clara, necesitaba que, si de verdad no estaba dispuesto a conocerla más allá de la categoría de compañeros, se lo dijera. Así que esa misma mañana, tras mirarse al espejo al terminar de hacerse el moño, decidió que no pasaría ni un día más sin que fuera a pedirle respuestas.

No esperaba que el trabajo se le alargara tanto y se le hiciera de noche. Salió bien temprano a patrullar, tuvo que atajar algunas situaciones delicadas que se encontró en las calles de la capital, comió con sus chicas y por la tarde tuvo algunas reuniones que se alargaron de más.

Cuando salió del edificio en el que había tenido las reuniones, se decepcionó completamente al comprobar que era de noche. Se acobardó, empezó a flaquear y pensó que era mejor dejarlo para otro día. Sin embargo, tras darse la vuelta para dirigirse hacia su base, se dio cuenta de que si no iba en ese preciso instante a la base de los Toros Negros a ver a Yami, tal vez ya no sería capaz de armarse del valor necesario para afrontar aquella situación nunca más.

Necesitaba sentir un poco de certidumbre con respecto a sus sentimientos por primera vez en más de una década, así que se encaminó hacia aquel edificio alejado de la capital. Le llevó un rato, pero no le importó demasiado. Por lo menos, la lluvia respetó el trayecto. Se sorprendió mucho al verlo acercándose a ella cuando estaba a punto de llegar, pero pronto recordó que Yami podía leer la energía vital de los demás.

Tras un breve intercambio de palabras y una interacción un tanto incómoda y extraña, se había puesto a llover, así que no le había quedado más remedio que entrar en la base. Lo que no se imaginaba era que Yami iba a llevarla a su habitación ni que iban a estar tan cerca.

Y ahora allí estaba, sentada en una silla esperando a que le trajera una taza de té que ni siquiera le apetecía tomar, porque tenía los nervios atorados en la garganta. Aún no había sido capaz de decirle nada, pero no era de extrañar, porque su comportamiento para con ella no es que hubiese sido el más usual.

Sin embargo, no podía negar que le había agradado sentirlo tan cerca, tan delicado. Yami tenía una apariencia tosca y bruta, pero esa noche había descubierto que podía ser muy cuidadoso si se lo proponía.

Suspiró, se incorporó en la silla y se tranquilizó un poco. Al menos, el ritmo frenético del bombeo de su corazón se había estabilizado al fin. Se permitió observar un poco la estancia. El escritorio estaba vacío. Sonrió al compararlo con el suyo, que estaba siempre repleto de papeles. Solo tenía dos cajones y parecía viejo y desgastado. Era del mismo color de la silla en la que estaba sentada, que no se veía tan deteriorada, así que supuso que Yami no le daba mucho uso. Apoyado sobre el escritorio había un pequeño espejo ovalado, con el que había intentado peinarse antes de que Yami le ofreciera su ayuda. La cama estaba pegada a la pared, aunque era bastante grande, al menos todo lo que las dimensiones del cuarto le permitían. La decoración no llegó a disgustarle, aunque no era muy sofisticada, pero al menos la habitación estaba ordenada y limpia, a pesar de que en la mesita de noche había un cenicero con varias colillas.

El contraste entre los dos era evidente. Pero ese hecho no le molestaba para nada. Tal vez, Charlotte se había enamorado de él precisamente porque era distinto de cualquier hombre al que hubiera conocido —aparte de porque la liberó de la maldición, evidentemente—, porque se mostraba de una forma totalmente contraria a su propia personalidad y eso le parecía interesante. Era descuidado, violento y brusco, eso era cierto, pero lo más importante es que siempre había sido un buen hombre. Ayudaba a todos cuando lo necesitaban sin pedir nada a cambio, aun con su mala cara, era leal, atento cuando se lo proponía y se le notaba que amaba a los demás con intensidad y que era capaz de hacer cualquier cosa para protegerlos. Y todo eso lo honraba mucho, hacía que lo admirara profundamente y sin duda alguna el amor sin admiración carece de sentido.

La puerta se abrió y Charlotte, más calmada, simplemente se quedó mirándola. Yami entró con dos vasos con una forma que nunca les había visto a las tazas, porque se suponía que iban a tomar el té. En su base las tazas para el té eran blancas con el borde dorado e iban acompañadas de platos iguales. Hasta para esas nimiedades eran completamente distintos.

Yami le ofreció uno de los vasos y ella lo sujetó. El calor que desprendía la reconfortó. Observó el contenido; definitivamente, ese té era distinto al que bebían en el Reino del Trébol, pues no tenía el mismo color ni olor.

—Este té no te lo vas a encontrar en cualquier lado. Pruébalo y me dices si te gusta.

Charlotte tomó un sorbo pequeño y lo saboreó. Estaba bueno. Era distinto, eso sí, pero le gustó. Sonrió y le asintió. Yami se sentó entonces en la cama, bebió un poco de té y lo dejó en la mesita de noche.

—Bueno, pues ya estamos tomando el té, así que… ¿Qué tal si hablamos de eso que querías decirme? —le preguntó ella, envalentonada.

Yami sonrió ante su decisión y aquello la hizo feliz. No estaba tan nerviosa como antes ni tampoco como se imaginaba que lo estaría bajo esas circunstancias. Solo estaba expectante, pero aquello no le producía ansiedad, sino curiosidad.

—Creía que eras una persona algo más centrada, Reina de las Espinas —sostuvo Yami y a Charlotte se le cambió la cara, porque no entendió a qué venía ese comentario.

—¿Por qué dices eso?

—Todavía no consigo entender cómo es posible que estés enamorada de mí.

Lo dijo serenamente, con una facilidad que le fascinó. Ella no había sido capaz de verbalizar sus sentimientos en diez años. La primera vez que lo hizo fue delante de sus chicas. La segunda vez ante él, pero estaba tan malherido que ni siquiera lo escuchó. Aun así, las dos ocasiones le resultaron complicadas de manejar. Y ahora él lo decía simple y llanamente, como si le estuviera preguntando cómo le había ido el día. Resultaba que no era tan difícil después de todo.

—Ya… Es raro. —Charlotte sonrió ante aquella naturalidad y lo vio con el mismo gesto adornándole los labios—. ¿Qué más piensas sobre eso?

—Es desconcertante, pero es una sensación que me gusta. Saber que me quieres de esa forma, quiero decir —le dijo sin reparos ni tapujos, y ella siguió sin comprender cómo podía ser tan natural. Le daba incluso envidia que supiera lidiar tan bien con situaciones de esa índole—. Pero antes de seguir con esta conversación, necesito contarte una cosa que tal vez te haga cambiar de opinión.

Charlotte frunció el ceño. Nada en el mundo podría hacer que sus sentimientos cambiaran, lo tenía ya más que comprobado. No lo habían hecho diez años de silencio, en los que pensaba que Yami jamás la correspondería, así que no lo haría nada ya.

—Dime.

Yami suspiró, apoyó los antebrazos en sus piernas, la miró con decisión, casi sin parpadear, y una sensación lúgubre se instaló en la habitación. Parecía algo grave, así que Charlotte se asustó un poco, pero confiaba en Yami. Siempre lo había hecho y siempre lo haría.

—¿Sabes, Charlotte? Hace muchos años, antes de abandonar el País del Sol, maté a mi padre.

El vello de la nuca se le erizó. No por las palabras en sí, no por la sorpresa que podría provocarle aquella confesión, porque bien sabía Charlotte que debía de haber un motivo por el cual Yami tuvo que tomar esa complicadísima decisión, sino por su tono de voz, por aquella manera en la que le había dicho implícitamente que nadie podría amar a alguien así de manchado.

—¿Por qué lo hiciste?

—Porque no podía seguir soportando las palizas que le pegaba a mi hermana. Si no hacía algo, la iba a acabar matando. Prefería que el que ocupara ese lugar fuera él, porque además se lo merecía. No me arrepiento de haberlo hecho, pero entendería que no quisieras estar con alguien capaz de hacer algo así.

Charlotte se levantó de la silla y un deje de decepción se deslizó a través de la mirada de Yami. Sin embargo, en un movimiento probablemente imprevisible para él, Charlotte se acercó a la cama, se colocó entre sus piernas, haciendo que él cambiara la postura e irguiera la espalda, y le alzó el rostro. Le posó las manos a cada lado del mentón, incluso se lo acarició despacio.

—Una de las cosas que más me gustan de ti es que estás dispuesto a darlo todo por aquellos a quienes quieres. Esto que me has contado solo me demuestra que siempre has sido una buena persona.

Tras finalizar la frase, se agachó ligeramente, cerró los ojos y lo besó. Yami la buscó alzando más el rostro, moviendo los labios, posándole las manos en la cintura y Charlotte entonces supo que había merecido completamente la pena esperar durante más de una década, porque la realidad de ese momento superaba todas sus expectativas y todas las fantasías que siempre había imaginado.


Continuará...


Nota de la autora:

Pues resulta que este fic no va a tener dos partes, sino al menos cuatro xd. En fin, se me ha ido un poco de las manos este capítulo, así que he decidido dejarlo aquí porque tenía al menos dos escenas más planteadas en esta parte, pero ya me iba a quedar inmenso. Ya llevaba unos días planteándome hacer tres partes, porque quería añadir algunas cosas, pero lo voy a tener que alargar más para que quede orgánico.

Espero que lo disfrutéis.

¡Hasta la próxima!