Disclaimer: Ni Saint Seiya The Lost Canvas ni sus personajes originales me pertenecen, pues son origen y propiedad de Masami Kurumada y Shiori Teshirogi. Esto es una creación original y alternativa basada con amor y aprecio en sus personajes. Todos los derechos reservados.
Universo Alterno, AU. Personajes principales: Agasha / Minos de Grifo (aca Minos Van der Meer).
Rating T (PG-13) por escenarios de crudeza o sexualidad ligera, palabras rudas en ocasiones.
Notas de autora al final de la historia en apartado "NOTAS".
Muchas gracias por amar esta historia y apoyarla tanto. Finalmente, es de ustedes porque ustedes la llevaron a flote en su debido momento. ~LiaraP.
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El negocio perfecto
-Capítulo 1: Un día de trabajo-
"Si no te ha sorprendido nada extraño durante el día, es que no ha habido día".
John Archibald.
Ahí estaba yo. De nuevo, como los últimos 365 días de este año que ha sido un infierno.
Eltiiinesperado se anunció y el elevador hizo un movimiento brusco antes de detenerse. Las grandes puertas se abrieron, el largo pasillo se mostró ante mí: Otro día de arduo trabajo.
¿En qué estaba pensando cuando acepté este puesto? Sólo había sido un mes… ¡Un mes nada más de alegría! Un mes donde la esponjosa nube perduró para luego desinflarse y dejarme caer a este vacío monótono.
"¡Estudia comercio, estudia comercio!"
Gracias mamá, gracias papá… De no ser por ustedes y mis ansias de agradarlos en todo, jamás habría estudiado una carrera que, para empezar, nunca me gustó y que, en segundo lugar… Me trajo aquí.
"Eres afortunada… Al menos encontraste trabajo rápidamente".
¿Cuántos de mis excompañeros y amigos aún sufrían por ser parte de esa cruel lista de desempleo? Y yo… bueno yo al menos estaba en esta bonita oficina, de silla y escritorio lustrados, con piso aspirado, cortinas de telas finas y música acondicionada a un ambiente saludable… Oh, bueno, así es como debería estar. Miré el interior, luego de adentrarme en la estancia, una sola palabra podría describirla.
DESASTROZA.
¿Dónde estaban mis arduos intentos por hacer de ese lugar un espacio placentero?
¡Qué demonios hacíaeseidiota cuando me marchaba! Aah, porque, como si no fuera suficiente problema ser tratada como sirvienta, aquella bonita oficina que debía limpiar todos los días ni siquiera me pertenecía. Mi lugar de trabajo era un escritorio maltrecho, puesto cerca de la puerta que acababa de pasar. Mis herramientas eran tan sólo un teléfono inalámbrico y una computadora a la que únicamente le servía el Office. Esto… esto frente a mí pertenecía al preciado hombre que tanamablementeme había hecho parte de su equipo de trabajo. Mi jefe, oh, mi jefe… Quizá la desordenada vida que llevaba estaba siendo reflejada ante mis ojos.
¡Vaya patán! ¡Vaya engreído esclavizador de mujeres recién egresadas de la…
—Buenos días.
Lo admito: me dejó helada. Su voz siempre era seria, a veces arrogante, pero siempre cortante como el hielo, bueno, al menos cuando no se dirigía a un cliente.
Me viré, traté de sonreírle.
—Buenos días, Señor Mi…
—¿Qué haces ahí parada? Déjame pasar —me hice a un lado, deseosa de decirle una buena maldición. El cretino se adelantó a mirar el tugurio que era su oficina—. Qué desorden. Ayer tuve que remover los documentos que dejaste en mi archivero, pero no encontré lo que quería.
Eso explicaba la revolución de papeles en el piso y el escritorio. Pero, pero… ¿acaso había desacomodado todas las carpetas? Meses de trabajo, ¡a la basura!
Me mordí los labios… Paciencia, Agasha, paciencia.
—¿Qué buscaba exactamente,señor?—lo vi sentarse, echó de un manotazo los papeles del escritorio para tener espacio para su portafolios.
—Eso no te incumbe… Será mejor que te apresures y limpies todo de nuevo. Los clientes vendrán dentro de media hora y no los dejarás ver este desastre, ¿cierto? —me sonrió, con esa mueca burlesca que pondría a temblar a cualquier mujer…
Y ¡claro que me haría temblar! ¡De pura ira!
Pero, no, no, no… ¿No era yo una profesionista? ¿No era toda una maestra de mis emociones? Asentí, sonriente –estúpida abnegada– y le dije que sí, que en seguida todo estaría en orden. Di media vuelta, calmando la rabia en mis venas, pensando en las valiosas prestaciones, en mi invaluable salario.
—Por cierto… —me detuvo a medio umbral—: Creí haberte dicho que me gusta el café sin azúcar, el que me trajiste ayer estaba dulce. Haz algo bien por una vez y tráeme uno tal como lo quiero, ¿oíste?
Un volcán quedaría corto contra la explosión en mis entrañas, igual que una princesa sería nada con mi expresión calma…
—Como usted diga, señor Minos… —salí de ahí, rumbo a mis herramientas de trabajo no oficiales.
Podría ser que hoy usara trapeadores, escobas y aspiradora… Pero en cuanto tuviera el año y medio requerido para una carta de recomendación, ya veríamos quién le lamería las botas a quién.
Caminé segura, pero detuve mis pasos antes de llegar al cuartito de limpieza. Desvié mi camino hacia la máquina deespresso, a mi jefe no le gustaba esperar por su café.
~O~
Apagué la aspiradora, ¡al fin! Gracias al cielo, mi trabajo había terminado unos cuantos minutos antes de que iniciaran mis labores oficiales, así tendría algo de tiempo para desayunar, al menos un café.
—¿Terminaste? —mi entrañableamoseguía en su escritorio, el que por cierto ya estaba reluciente.
—Sólo sacaré estas bolsas —apunté los dos pequeños bultos llenos de papeles y desperdicios.
—Sigues siendo muy ruidosa. ¿Cambiaste la aspiradora como te lo indiqué?
¿Habría algo que satisfaga a este monstruo?: —Sí, señor. Lo hice, pero el espacio aquí es muy pequeño como para no hacer ruido.
Apenas quitó sus ojos de los apuntes a los que estuvo viendo durante mi intendencia. Me miró un instante, analizando mis palabras…
—Entonces trata de venir más temprano y limpia antes de que yo llegue.
Enarqué una ceja. —¿Me pagaría horas extra?
Pero él sólo sonrío, levantando los papeles en sus manos para acomodarlos mientras murmuraba algo como:
—Qué dulce inocente eres… Apresúrate —me dijo con voz más sonora—. Ve a tirar eso y regresa con otro café. Después podrás recibir mis llamadas.
¿Para qué me sorprendía? Tomé las bolsas como me dijo y las llevé al cubículo donde más tarde el camión las recogería. Subí al piso nuevamente y le llevé su preciado cafecito. Me dirigí a las ventanas, mis manos se aferraron a las grandes cortinas.
—Déjalo así —me detuvo—. Detesto la luz directa de esta temporada.
Ah, sí, olvidaba que ese hombre tenía las cualidades de un vampiro.
Caminé de regreso a mi lugar, una curiosa imagen me hizo frenar. Me acerqué de nuevo a su escritorio y me acuclillé junto a una de las delgadas hileras de madera que lo sostenían. Saqué el pedazo de tela que había estado atascado allí, lo observé con atención y luego de muchas reflexiones de lo que podría ser ese diminuto encaje lo supe: lencería. ¿En qué parte del cuerpo cabría algo tan pequeño?
—Oh, lo encontraste… —estaba encima de mí, sin que me percatara de su cercanía. Me arrebató la prenda—. Menos mal, esperaba hallarlo antes de que Pandora llegara —murmuró como para sí, luego volvió a verme, sonriendo con una complicidad desagradable—. Quizá pueda darte esas horas extra que tanto quieres después de todo. Pero, si esto sale de tu pequeña boca, entonces descubrirás el horror de ser demandada por el mejor abogado del condado ante el crimen de difamación. Así que, Agatha…
—Agasha—me atreví a corregir. Él continuó como si nada.
—¿Podrías volver a las labores por las que te pago?
Salí, sin decir nada. ¿Qué más me daba si el honorable hombre de sociedad engañaba a su prometida en su propia oficina? Y, ¿qué importaba su trato desagradable? Si ya de por sí era detestable, no pensaba aumentar su mal genio inmiscuyéndome en sus asuntos. Me senté a mi escritorio y encendí mi computadora, tenía lista la libreta de apuntes y el teléfono comenzó a sonar al poco tiempo. Con la cabeza dolorida y el estómago vacío, recomencé mi verdadero trabajo. Las llamadas aumentaron para eso del mediodía, las citas para el señor Minos estaban hechas, la agenda estaba repleta y tuve que rechazar en su nombre a muchas personas. Cuando creí que el teléfono no sonaría más, un timbrazo me retumbó en el cráneo.
Saludé, con mi protocolaria cortesía:
—Oficina de Minos Van der Meer…
—Comunícame con él ahora mismo —no me dejaron terminar. ¿Para qué preguntar quién era? La voz demandante ya me la sabía de memoria.
Apreté el botoncito del conmutador, el chirrido me indicó que mi jefe había respondido: —Señor, la señorita Pandora quiere hablar con usted.
—Dile que estoy ocupado —frío, como siempre.
—Ya se lo dije —mentí, ¡al carajo, yo no era mensajera!
—Pues díselo otra vez —cortó la comunicación. Suspiré.
—¿Señorita? —oí su¡qué!brusco—. El Señor Minos está ocupado justo en este momento, le pide que llame de nuevo dentro de una hora…
—¡Dile a ese imbécil que estaré ahí en quince minutos! ¡Y así esté ocupado o no, me verá!
Colgó, eltun-tun-tunde la línea fue lo único que me hizo compañía. Otro suspiro se me escapó. ¿Qué clase de personas controlaban nuestro capital? Pensé en avisarle de la inminente furia que pronto llegaría, pero, ¿qué le diría?
Señor, su novia viene para acá como una bestia salvaje… Aah, y dijo que usted es un imbécil.
Sí, claro…
Preferí esperar. La Medusa contemporánea –como suelo llamarla a veces– apareció cuando estaba en medio de una resolución con un cliente. Despedí al pobre hombrecillo antes de que pudiera escuchar la contienda que pronto se suscitó. Gritos, gritos y más gritos se escaparon tras las dos puertas ya cerradas. Oí la sorpresa de mi jefe ante la llegada de su encantadora prometida y no pude contener mi sonrisa al imaginarme al cretino apabullándose por la repentina aparición. Pero la histeria se apagó poco a poco, hasta no quedar nada. Llámenlo curiosidad si quieren, pegué mi oreja al muro, un vaso me sirvió para contener mejor el sonido… ¿Por qué estaba todo tan calmado? Me pareció escuchar lágrimas, luego acusaciones, más sollozos y palabras suaves de consuelo… Un forcejeo, algo cayendo al suelo, voces, sonidos chillantes, un quejido…
Me eché hacia atrás, abochornada por las imágenes que mi mente completó a ese extraño cúmulo de ruidos. Menos mal que mi hora para comer hubiera llegado, mi curiosidad no era tan grande como para terminar por conocer un evento tan irreverente. Tomé mi bolso y bajé a la primera planta, esperaba que mi almuerzo durara lo suficiente para que mi jefe terminara sus "negocios". Una vaga idea atravesó mi pensamiento… Imaginar el desorden que quedaría en la oficina aumentó aún más el agujero en mi estómago.
Traté de ignorar esa posibilidad. El olor de papas fritas y carne asada abrió mi apetito, haciéndome babear tras el mostrador del WcDonalds. La cajera me sonrió permanentemente hasta traer mi orden y dejarme ir, no sin antes ofertar todos losshotextra que le fuesen posibles. Diciendo, "no gracias" una y otra vez, me apresuré. Quería terminar mi comida decentemente, sin tener que llevarme nada a mi escritorio.
—Espere, espere… —gritó la muchacha—: Olvidó su cambio.
Eso me frenó en seco. Tenía demasiados gastos como para derrochar mi dinero. Mis pies giraron en su eje sin ningún cuidado y regresé. Mis pasos fueron en lo absoluto descuidados. Me topé con otro cuerpo que no previó mi repentino cambio de planes, las bandejas en ambos pares de manos se tambalearon, papas y hamburguesa hicieron un estrépito cuando chocaron contra el suelo. Mi almuerzo estaba arruinado.
Un chiquillo vino a limpiarlo todo, el gerente salió un instante sólo para poner mala cara y regresar a su trabajo en los hornos. Me disculpé una y otra vez, agachada junto al niño para limpiar. Recordé que mi estupidez había afectado a otro cliente, acuclillado también junto a mí.
—Lo lamento mucho… —nuestras voces sonaron al unísono, mirándonos al mismo tiempo.
Él sonrío, divertido por esa coordinación. Yo traté de devolverle el gesto, pero, ¡por todos los cielos! Qué mueca más estúpida habré puesto… Jamás pensé enfrentarme a una mirada tan dulce, llena en cambio de pesar por haber desparramado nuestra comida. Sé que esto no es un drama televisivo, aunque, juro que casi escuché una suave y entrañable música de fondo cuando me sonrió desconcertado y…
—¿Señorita? —la realidad volvió.
Parpadeé un par de veces, sentí la firmeza en mis pies, ¿cuándo me había incorporado? Observé a mi interlocutor, parecía haberme repetido algo varias veces sin que yo hubiese dado respuesta.
—¿Se encuentra bien? —murmuró, observándome con detalle.
—Aah, sí-sí… —asentí demasiado fuerte—. Es decir, sí… —estabilicé mi tono—. Yo, eeh, lamento mucho esto. Le pagaré…
Alzó su mano, negando asiduamente: —¿Pagarme? No lo creo… Pero, acepte mis disculpas. Fui descuidado al caminar tan apresurado.
—No, no diga eso. Fui yo quien se giró de repente. Por favor, permítame pagarle su comida… —metí la mano a mi bolso. Mi corazón se derritió al sentir sus dedos en mi brazo, atrajo mi atención hacia sus ojos.
—Hágame un favor… Ponga sus manos así, ¿quiere?
Dobló los brazos, con las manos palma arriba, como lo haría si esperara la carga de algún objeto. Confundida, lo obedecí, perdida tal vez en su mirada atenta que de pronto giró hacia atrás, a un sujeto que recién terminaba de recibir su orden. Mi homólogo le sacó la bandeja de las manos y sin permitirle objetar, la colocó en las mías. Su sonrisa se ensanchó.
—Buen provecho —dio media vuelta, pasando un brazo a los hombros de su acompañante que ya estaba quejándose ante el robo de sus alimentos. Los vi dirigirse a la larga fila de clientes donde se perdieron. Los ojos avellana me miraron una última vez, invitándome a disfrutar de mi comida sin preocuparme de nada.
Un jaloneo bajo mis pies me obligó a reaccionar. El niño de la limpieza trataba de sacar un pedazo de lechuga que había quedado debajo de mi zapato, levanté apenas la suela y él lo quitó. Su presencia descompuso la nueva música de romance que quiso recomenzar. Recordé quién era, en dónde estaba y que los cuentos de hadas no existen. Miré el reloj en mi muñeca… ¡Mi hora de comida estaba a punto de terminar! Le ordené al niño a mis pies que guardara mi comida en una bolsa para llevar. A regañadientes, el chiquillo se puso en pie y llevó mi bandeja a una mesa donde guardó varias hamburguesas y bolsitas de papas. Me entregó el paquete, aguardando una recompensa.
Abrí los ojos, adoptando la expresión de cierto amo capitalista:
—Qué dulce inocente eres…
Caminé a la puerta no sin antes reír y decirle—: Ellos tienen mi cambio, pídeselos.
Su expresión fúnebre cambió por otra más agradecida. Eso fue suficiente para marcharme, no sin antes girar el rostro una última vez en dirección al tumulto de personas agrupadas en el mostrador. Vislumbré apenas una cabellera verde, pero aquellos ojos dulces, carentes de ceja e impaciencia, ya no volvieron a asomarse. Empujé la puerta y corrí a mi odiosa oficina. Por motivos obvios, me vi en la necesidad de comer con el escritorio como mesa. Recorrida en una esquina donde no ocurriera ningún desastre, abrí la bolsa de papel y examiné su contenido. Apenas me percataba de la gran cantidad de hamburguesas que había allí dentro.
Sin perder más tiempo, devoré una junto a las papas fritas que quedaron reducidas a nada. Si por el hambre o mis pensamientos llenos de la reciente emoción, no lo sé, el caso es que ningún ruido escandaloso se dejó oír al otro lado de las puertas. Terminé mi soda de manzana –lo único del choque de bandejas que se había salvado– y limpié cualquier rastro que denotara un almuerzo clandestino tanto en mi lugar de trabajo como en mí. Guardé bien el resto de las hamburguesas y papas a la francesa, mi hermano me vería como su héroe cuando se las llevara esa noche.
El chirrido de las manijas se escuchó minutos después, justo cuando volvía a recibir mis acostumbradas llamadas. No emití gesto alguno, pero el descaro con el que esa mujer salió de la habitación fue exageradamente indignante. ¡Podría haberse puesto mejor las medias! ¡Qué vano intento por aparentar decencia! Se detuvo a media entrada y jaló a mi jefe de las solapas que de por sí ya estaban arrugadas. Como si yo fuera una pared más, no tuvo empacho en encajarle un beso que yo no pensaría en dar ni en la más secreta de mis guaridas mentales. El señor Minos la correspondió de la misma manera. Me habría gustado recibir la inoportuna y salvadora llamada de algún cliente, pero nada hubo en mi auxilio. No pude hacer más que entregar una atención fingida a mi computadora, oyendo el tronido de aquellas ventosas humanas.
LaseñoritaPandora río. Lo soltó al fin (¡gracias al cielo!)
—A las ocho, no lo olvides —le acarició la boca con su retocado manicure. Luego se contoneó como una modelo ebria para marcharse de una condenada vez. Sonrió en las puertas del elevador que se cerraron para llevarla al antro denigrante del que vino.
Giré apenas mi rostro, observando de soslayo a mi jefe mientras se acomodaba la corbata. Su expresión cambió, de pronto, cuando su amada hubo desaparecido. La sonrisa y mirada sibaríticas se tornaron en un gesto adusto, casi hastiado por algo que no pude saber. Me dirigió una mirada penetrante.
—No más llamadas, ¿oíste?
Se metió a su oficina, cerrando de un portazo, justo cuando terminaba de decirle "como usted ordene…". Raros son estos ricachones, ambivalentes, volubles, disasociados. En pocas palabras, unos locos. Si el señor Minos tenía una prometida sexy, desvergonzada y además llena de dinero, ¿por qué buscar otras opciones clandestinamente? ¿Mero placer? ¿Ansia por demostrar una virilidad machista? Tal vez todos los hombres eran iguales en ese sentido… No, no podía generalizar. Si no todas las mujeres teníamos el mismo "valor" –desvergüenza– de usar encajes en vez de ropa interior, los hombres no eran, en su totalidad, unos ególatras llenos de bajos instintos.
A un joven como el que había visto en la tienda de comida rápida, alguien con una mirada como esa, no podía atribuirle ni por error un calificativo de tal índole.
Aah… ¿Quién podría ser? La prisa y mi torpe timidez me habían impedido pedirle su nombre al menos. A juzgar por sus rasgos, parecía apenas un poco mayor que yo. Podría ser un nuevo empleado, las sucursales de los edificios allegados al nuestro estaban solicitando personal desde hacía semanas. ¿Trabajaría en alguno? Podría investigarlo, pedir informes a algunos conocidos de otras compañías.
Tan perdida estuve en esos divagues que no resentí las horas que faltaban para terminar mi turno. Cuando miré al reloj de péndulo pegado en la esquina contraria me di cuenta de que era momento de terminar mis labores. Estiré mis brazos sobre mi cabeza, resoplando: Al fin acababa mi día. Inspeccioné la recepción una última vez, quité pelusas del sofá y la mesita de espera, oculté basurillas bajo el tapete debajo de ésta. Mis documentos estaban bien dispuestos por jerarquía e importancia; mañana podría revisarlos y hacer nuevas llamadas. Sólo faltaba una cosa.
Eché una mirada al teléfono. Con ganas de gritarle miles de maldiciones, apreté el botón de conexión a otra línea.
—¿Qué pasa?—habló con indiferencia.
—Señor, ya es hora de que me vaya —podría decirle unas cuantas verdades, pero no era el tiempo.
—Ooh, ¿tan pronto?—chistó—.Bien… Antes de que te marches, entra.
Cortó sin darme oportunidad de nada. Mi desgane creció, pero tenía que obedecer. Llamé a la puerta y abrí. Lo encontré sentado, atento a unas lecturas, luego a teclear en su computadora. Su indiferencia a mí perduró varios minutos, aproveché para mirar el lugar. Afortunadamente, no había el desorden que esperaba. Pero él siguió en silencio. De pronto, sus ojos se alzaron hacia mí, medio sorprendidos por reparar en mi presencia.
—Siéntate un momento.
Así lo hice. Me quedé bien sentada, por primera vez, en una de esas sillas acolchadas, con la espalda derecha y mis manos quietas sobre mi bolso encima de mis rodillas. El tiempo pasó, no supe exactamente cuánto, aunque el tic-tac del reloj jamás me pareció tan extenuante. El tecleo en la laptop cesó de pronto, mi jefe examinó el texto recién escrito y sonrió brevemente. Me miró apenas mientras hablaba:
—Mi asistente personal se rompió una pierna hace dos semanas. Tengo una reunión muy importante esta noche y necesito que alguien conteste las llamadas de los clientes que prefieren hablar durante la tarde. Así que decidí que tú irás en su lugar, ¿alguna objeción?
Regresó su atención de lleno al monitor. Tecleó una que otra vez para corregir cualquier detalle de su vanaglorioso trabajo. Mientras que yo… Yo sentía un bullir de palabras en mis labios. Pero, como siempre, nada de eso salió.
—Bien, si no es así… —él continuó la conversación que en vez de eso era casi un monologo. Abrió uno de los cajones de su elegante escritorio y sacó su billetera, estiró el brazo para pasarme una pequeña tarjeta—. Compra algo que puedas usar para una fiesta. No pierdas el tiempo en tonterías como estereotipos o modas. Sólo lleva algo que no me avergüence, ¿entendiste?
Esa fue la gota que derramó el vaso.
—¿Y qué tal si me niego? —espeté, me arrepentí de inmediato. ¡Qué torpe!
Su cara se levantó de la pantalla y se inclinó a mí para verme, analizarme. Se quitó los lentes con un movimiento suave, sus dedos se entrelazaron para sostener el firme mentón. No mentiré, su sonrisa, aunque calma en apariencia, me congeló.
—Si te niegas, querida mía, será mejor que no pienses en presentarte mañana…
Tragué, mi garganta estaba seca. Ni en mis miedos más lúgubres imaginé una expresión como esa. Pero, fue el temor a perder mi trabajo lo que sujetó mi lengua a mi bajeza.
Carraspeé para no soltar una vocecita chillona o demasiado patética. Sin atreverme a hablar, preferí alargar el brazo y tomar la tarjeta de crédito. La sonrisa del señor Minos pareció satisfecha.
—Anota tu dirección. Pasaré por ti a las siete, ni un minuto más, ¿oíste? Si me haces esperar considérate despedida. Puedes irte.
Regresó a su labor en la laptop. Salí sin decir otra palabra. De nuevo entre las calles atestadas de personas, miré mi reloj: tenía menos de cuatro horas para encontrar un vestido que noavergonzaraa mi preciado dueño. Avancé por las tiendas que me eran conocidas, la mayoría adaptables a mi bolsillo de humildes ganancias y mesadas familiares. Pero, de pronto recordé que llevaba conmigo una mina de oro dentro de un pedacito de plástico. Ooh, qué dulce es la venganza cuando se hace inocentemente.
Así que sin más dejo de culpa, me aventuré por las prestigiosas marcas de diseñador. Un bonitoTarik Edizse ajustó a mi cuerpo que ya gozaba de ciertos privilegios que trae tener una complexión delgada y natural, nada muy enflaquecido, y todo bien formado a los veintitantos. La última vez que había usado algo así fue durante mi graduación y, en ese entonces, tanto mi cuerpo como el vestido distaban muchísimo de lo que ahora veía frente al gran espejo del probador. Las vendedoras hicieron bien su trabajo, promoviendo inmediatamente un juego de joyería y unos zapatos altos que complementaran perfectamente al vestido negro de escote en la espalda. Alguien propuso la idea de terminar las cosas con el peinado y el maquillaje necesarios. ¿Cómo negarme? Nada de eso lo pagaría yo…
Lo que vi en el espejo, al final, volvió a sorprenderme. ¿Quién era esa mujer de cabello suelto y rubor en las mejillas? Siempre me he detestado por tener la apariencia de una niña, mi carencia de femineidad siempre fue mi punto débil. Y ahora… ¡qué dirían mis exnovios si me vieran! Seguramente nada, dado que no tengo ninguno… En fin, en fin. No podía sentirme más orgullosa, y deprimida al mismo tiempo. ¿Así que vendía mi valor moral por un condenado vestidillo? Pero, ¡qué importaba! ¿No era esto lo que buscaba al entrar en la carrera de Comercio Internacional y luego al postularme para asistente –secretaría en realidad– del gran magnate Minos Van der Meer? ¡Ya quería ver la cara de mis padres cuando miraran llegar a su hija fea y sin clase totalmente transformada!
Pero no tuvieron mucho tiempo para sorprenderse, ya que, casi inmediatamente a mi llegada en taxi, la bocina de un auto resonó fuera de casa. Me asomé entre las cortinas, ahí estaba el flamanteMercedesde vidrios polarizados. Papá y mamá se asomaron también.
—¿Deberíamos hablar con él? —dijo mi papá muy serio. Yo alcé los brazos.
—¡Por favor, papá! No es una cita.
Pero él persistió con su cara seria, quizá el escote en mi espalda era demasiado. Mamá en cambio parecía encantada.
—Salúdalo de nuestra parte… —aduló su auto, su porte, que ni veía bien desde allí, y su favor al comprarme un atuendo así. ¡Claro, un favor!
Continuaron hablando hasta que llegué a la puerta, casi corrí, tropezando con mis propios pasos, temerosa de hacer esperar demasiado al "Gran Señor-me-creo-el-dueño-de-tu-alma". Un bocinazo más me confirmó su impaciencia. Cuando abrí la puerta de casa, la puerta del chofer se abrió también. Reconocí a Byaku, ataviado en su smoking y su porte de nobleza.
—Por favor… —me dijo, abriendo para mí la puerta trasera.
Me deslicé por el asiento, no pude decirles nada más a mis padres quienes sólo nos vieron avanzar. Me sentí aturdida nuevamente, percibiendo el movimiento del auto entre las calles. El peso de una mirada me obligó a quitar mi atención del forro de los asientos para llevarla a un costado. Capté los agudos ojos violáceos que seguían los detalles de mi vestido aunque su poseedor continuara de perfil. Su desdén silencioso me enfureció. Tensé la espalda, indispuesta a verlo.
—Espero que mi elección de vestido no le decepcione mucho —creo que mi boca era más osada si evitaba su mirada. Lo oí reír, una exclamación breve, mordaz.
—No… Admito que no está tan mal.
¡Desgraciado, barbaján idiota!
—¿Quiere darme su teléfono? —cambié el tema, antes de que no pudiera resistir mis deseos de patearle su atractivo rostro.
Él sacó el celular de su bolsillo: —Anota cada llamada y agenda las citas si es que las hay. No me pases ninguna si no es estrictamente necesario —tomé el teléfono y lo guardé en mi cartera—. Lo olvidaba —rompió el silencio que se había creado—: No contestes en medio de una conversación ni tampoco en la mesa. Cada llamada le tomarás afuera, en el jardín.
Asentí. El automóvil se detuvo luego de varios minutos. Una concurrida recepción esperaba al salir. Me alegró saber que no había errado en mi elección de vestido, el resto de las mujeres parecían iguales o más ostentosas. Pero, no tuve el valor de abrir la puerta. Me quedé allí, deseando hundirme en el frío asiento a mi espalda. ¿Cómo se supone que debía comportarme? Tan perdida estaba en mi embeleso de ropas y dinero que no había pensado en esas reglas de etiqueta que podrían salvarme o cortarme el cuello en un gran ridículo.
—Por cierto… Regrésame la tarjeta —lo miré, sus expresión seguía siendo exigente, examinándome todavía.
Hundí mi mano en la cartera y saqué su invaluable objeto. Nuestros dedos se rozaron un instante, sólo un breve segundo que me obligó a mirar sus ojos y descubrir la intensidad en ellos. Sonrió, guardando el recuadro de plástico azul.
—Más vale que no me decepciones, Agasha.
Salió del auto, conmigo siguiéndolo de cerca. Subiendo los escalones, detrás de él como si fuese una escolta y no una compañía, me di cuenta de algo muy curioso y desagradable al mismo tiempo: era la primera vez que no se equivocaba con mi nombre.
~O~
Las reuniones elegantes nunca fueron mi fuerte. Recuerdo que en mis prácticas profesionales pude asistir a varios cursos de etiqueta y reglas de salón. Pero, esas sólo eran palabrerías comparadas a esto. El inmenso salón, los detalles elegantes, los artistas en vivo parapetados en un escenario y que continuaban cantando sin parar pese a que nadie les prestaba… ¿Qué debía hacer? ¿Ignorarlos también? ¿Aceptar las bebidas que los meseros de porte erguido me ofrecían?
—Deja de perder el tiempo y haz tu trabajo —ahí estaba, aunque parecía atento al séquito que pronto lo rodeó, no perdió de vista mi interés por todo—. Mantente cerca pero no interfieras en mis conversaciones. Recuerda a qué has venido…
Se alejó de mí, la bella y sensual señorita Pandora lo interceptó cuando nos dirigíamos al centro del salón. Si el escote en la espalda de mi vestido me había parecido enorme, supe que tendría que tranquilizarme, el suyo era prácticamente una línea en medio de los senos, ¡mil gracias al diseñador por ocurrírsele poner tela y no abrir más esa abertura! Mi jefe le rodeó la cintura para luego perderse con ella entre el resto de invitados.
El celular sonó, mi trabajo comenzaba.
Pasé la siguiente hora caminando perdida entre los pasillos cercanos a la habitación principal, recibiendo llamadas, prometiendo citas en nombre del Señor Van der Meer. Como mi presencia no pareció molestar a nadie no vi razón para excluirme al frío del jardín. Yendo y viniendo con el celular pegado a mi oreja, mis pies palpitaron hinchados cuando estaba contestando la décima llamada. Pero, sólo a mí se me ocurría ponerme unos tacones de 15 centímetros… Anunciaron la hora de la cena justo cuando pensaba seriamente en sacarme esos monstruos.
Caminé, siguiendo a la muchedumbre que se dirigía al bello comedor. Me detuve, justo antes de tomar la silla más cercana. ¿Y si los asistentes personales éramos mortales indignos de estar a la mesa? Importunar las etiquetas de estos nobles invitados era lo que menos quería… No, problemas con mi jefe era lo que no pensaba tener esa noche. Alcé el cuello, buscando al ogro de cabello blanco o a su retocada novia. Si el señor Minos llegó a verme seguramente le pareció innecesario decir o señalarme nada. ¿Acaso permanecería de pie sólo porque él había olvidado indicarme algo al respecto? ¡Ni hablar! Busqué la silla que quería. Demasiado tarde; alguien se había apoderado de ella. No me fue mejor con las demás.
Otra media hora de pie… Tendría callos en todos los dedos después de esto.
Me apoyé en una columna a poca distancia de la esquina del comedor. Un grupo de meseros, a quienes envidié por sus zapatos bajos, dejaron las bandejas llenas de platos que suelen contener comidas lindas a la vista pero nada satisfactorias al apetito. Me estiré con discreción para mirar mejor. ¡¿Era en serio?! Un rollo de carne en medio del plato, adornado con una rama flaca de perejil… ¿así esperaban alegrarles el ánimo? Los ricos eran amargados porque siempre tenían hambre, sin duda. Ah, pero la elegancia no debía perderse… Cuchillo y tenedor sirvieron para cortar –aún más– la diminuta porción. Las copas se alzaron con un meñique encantador volando, rieron y hablaron de lo bien que estaba la bolsa para sus negocios.
Los meseros regresaron luego de recoger los platos, la mayoría increíblemente intactos, para traer el postre. Un puré, mermelada, qué sé yo, de frutos rojos y panecillos. Pequeño o no, mi estómago se quejó de haber sido alimentado solamente por una hamburguesa de WcDonalds… A punto de rogar una rebanada, el teléfono resonó en mi cartera. Resoplé y salí, mis pasos hicieron eco ante la estancia solitaria, musité para que mi voz no causara tal efecto.
El cliente exigió hablar con mi jefe pero lo contenté con la promesa de que él le llamaría al día siguiente. En cuanto terminé, hundí en lo profundo de mi cartera al condenado aparato, ¡nadie me impediría comer al menos un canapé! Me detuve al instante: mi jefe se dirigía con pasos frenéticos al jardín, persiguiendo a sudiva. Parecía tan furioso que no pude contener mi curiosidad. Los seguí, bajaron las escaleras hasta llegar al pasto. No tuve que acercarme mucho, sus gritos se oían demasiado bien.
—¡Repite eso!
El señor Minos había aullado la misma frase desde que lo vi allá arriba. Parecía a punto de un colapso, su amada en cambio se veía fresca, cruzada de brazos, sonriente.
Ella hablaba más bajo, pero siempre tuvo un tono ideal para llamar la atención.
—Se acabó, ya te lo dije… Supéralo.
Mi jefe se acercó a ella, brusco. ¿Se atrevería a golpearla? Mejoré mi atención.
—¿Acabarse? —se detuvo, creo que comenzó a reír—. No digas idioteces, ¿por qué habría de terminar? Faltan dos meses para la bod-a…
Se calló, con la boca abierta como un pez. Hasta yo me sorprendí cuando vi a Pandora con aquel objeto entre los dedos: sacado de quién sabe dónde, sostenía la misma prenda que yo había descubierto en la mañana. Mi jefe se quedó helado, la cara de su prometida (o, bueno, exprometida al parecer), lucía audaz, sin rencor o pena por saberse engañada. ¿No era esa una sonrisa de victoria en realidad?
—Así son las cosas, Minos… Qué pena. Quise terminarlo en la mañana pero tú estuviste muydispuestoa cambiar el tema —se le acercó al fin, le acarició el pecho—. No te angusties, fue divertido.
El permanecía quieto, ¡yo estaba presenciando algo inimaginable!
—¿Esperas una disculpa?
Pandora echó una de esas risitas molestas, —Aay, no, cariño… ¿Para qué disculparte con alguien que ya no es nada de ti? Descuida, lo anunciaré yo misma en el brindis que ofrecerán para mi cumpleaños —trató de besarlo, el señor Minos le encerró el cuello con una mano para detenerla.
—Largo de aquí —su tono fue profundo, incluso a mí me enchinó la piel.
Pero la Medusa contemporánea no se doblegó. Se alejó con ese mismo paso más desequilibrado que sensual sin percatarse de mi presencia cuando regresó por las escaleras contrarias. Contemplé a la figura inmóvil que ya era mi jefe, así de espaldas, no podría asegurar la clase de expresión que tendría pero… Su imagen encorvada y los puños crispados hablaban suficiente.
Sonreí. ¿Así que incluso él recibía la maravillosa justicia divina? ¡He ahí el merecido castigo por su soberbia, por su trato horrible, por esclavizar a inocentes! ¡Bienvenido al mundo de los mortales, señor Minos! Me habría reído tanto de haber estado sola… Pero, el fuerte sonido de unringtoneme traicionó. Mi corazón se apretujó en medio de mi pecho al saber que me descubriría, ¡y no tardó nada! Su rostro se tornó apenas, su perfil me contempló, ceñudo y perdido. El brillo en sus ojos delató algo extraño pero no supe exactamente qué fue. Lo único que pude hacer fue ignorar la nueva llamada y caminar hasta él. Había regresado su atención al suelo, al resto del jardín, no lo sé…
Abrí la boca para decir algo…
—Cinco años —fue un murmullo, no entendí.
—¿Señor?
—Cinco años soportando esta estupidez, sólo para… —apretaba su mandíbula, estaba segura. Soltó un gruñido que me asustó—: ¡Malditas sean las mujeres! Qué seres tan ridículos. No saben tomar una decisión y llevarla a cabo hasta el final. Pero si acaso cree esa bruja idiota que logró su cometido, se equivoca. Sí… Te equivocas, Pandora, te equivocas —comenzó a reír. Me alejé un par de pasos, ahora sólo me faltaba padecer el desequilibrio de este hombre.
El pasto crujió bajo mis pies, suficiente para que se volviera mirarme. ¿A dónde fueron sus ojos anegados de tristeza? La sonrisa curva, maquinando algo perverso que no quería ni preguntar, fue nueva para mí.
—Ven conmigo —dijo de pronto. Aferró mi brazo, fuerte como su orden a la que no me atreví a negarme—. Sígueme y haz lo que te digo, ¿entendido?
Tampoco a eso pude decir que no, y aunque estaba perdida por el miedo y el incierto que fue verlo ir de la pena a la locura, me quedé callada, avanzando con dificultad por donde él me indicó. Sólo esperaba que no deseara utilizarme como su bufón para pasarse el mal trago de esa noche. Llegar a la estancia llena de invitados me indicó lo contrario, quise alejarme de él pero su agarre se intensificó. Y su rostro… la expresión frenética estaba nuevamente calma, sonriéndole a medio mundo como si fuese el ser más benevolente de la Tierra.
Le dieron la bienvenida nuevamente, todos miraban de reojo al bicho raro que tenía a su espalda. Promovida por él, esta vez sí tuve una que otra silla ofrecida a mi favor. Pero él negó todas las atenciones que nos dieron y les pidió que se sentaran. Los meseros estaban sirviendo alguna bebida que no alcancé a ver, y los comensales adularon a la celebrada, a laseñoritaPandora que sobresalía, quizá por su escote, quizá por el color carmesí metálico de ese vestido, o tal vez por su expresión triunfante cuando vio llegar a mi jefe. Todos le pidieron ir al lado del elegante abogado frente a mí. Ella se negó, fingiendo una tristeza que sólo podía creerse ella.
—En realidad, debo anunciar algo muy triste…
—Sí, bastante triste —la interrumpió mi jefe. Todos lo miramos, expectantes, incluso la Medusa que parecía ahora una piedra—: La verdad es que, nuestro compromiso ha quedado disuelto.
Los ayes y tristezas no se hicieron esperar. ¿De qué sentirían pesar? ¿De que el "gran amor" muriera o de saber que ya no habría boda a la cuál asistir?
Ignoré mis divagues por la sorpresa. No esperaba que el señor Minos se atreviera a confesar algo por lo que casi se desquiciaba en el jardín. Por si fuera poco, su frente estaba en alto, nada apesadumbrado como lo pensé.
—Hay algo más que debo decirles —aclaró, incluso yo me torné interesada—, y se trata de la razón por la cual decidí cancelar mi compromiso con Pandora. Lo lamento —la miró, condescendiente—, es justo que ellos también lo sepan.
Silencioso, inclinó la cabeza, ¿no podía apresurarse? Mi estómago aún gorgoreaba por comida…
—Estoy enamorado de otra mujer —¿ah?—. Una que es amable, decente y de nobles sentimientos… —tomó suavemente la mano que antes había apretujado como el digno esclavizador que era: la mía. Me adelantó hasta él, sonriendo con alegría—. Y aquí está.
Nadie hizo ningún ruido… Pero, pero, pero… ¡Qué carajo!
Las palabras llenaron mi boca, pero él se abrazó a mi cintura, reconocí la amenaza de esos dedos encajados en mi piel. Si acaso me atrevía a negarlo… El rostro de todos debía ser reflejo del mío. Impávidos, sin habla. Temblé, incrédula a mi cruel destino. ¡Sólo era una condenada broma, sólo eso! ¡Yo era su bufón, su diversión! Pronto reiría y haría que los demás se carcajearan junto a él. Pronto, pronto… Pero mi espera se prolongó demasiado, esperando que alguien tuviera el suficiente cerebro para objetar a esa tontería. Observé la cara de Pandora, estaba más roja que su vestido.
El cretino a mi lado embebió su copa que luego alzó en su dirección: —¡Feliz cumpleaños, Pandora!
Y acto seguido, regresó su mano a la mía, para sacarnos de aquel sitió en donde nadie pudo decir nada. Escuché al teléfono sonar, pero no pude ni quise contestar.
