Disclamer: Los personajes de Shingeki no Kyojin pertenecen a Hajime Isayama.
ARCO I " EL JUICIO A LOS HÉROES"
Capítulo I
"El eco del retorno"
Lo que se espera de un monarca varía según el género de quien posea dicha investidura. En mi caso, por ser mujer, lo que esperan es mi caída. Según algunos, es antinatural que una mujer esté al mando de una nación, y menos aún una tan joven. Si fuera una reina consorte, lo que se esperaría de mí sería que fuera una esposa virtuosa, amorosa, que ofreciera ayudas sociales y suavizara la imagen ruda y tosca del rey. Pero como no estoy casada con un rey, se me exige todo lo anterior, además de una falsa sonrisa y que firme ciegamente los decretos dispuestos por los hombres en mi nombre. Según ellos, los temas políticos podrían confundirme.
Los altos mandos se indignaron cuando escogí a un granjero como consorte y no a un miembro destacado de la sociedad, descendiente de Ymir. Pero no pudieron impedirlo: sus leyes están diseñadas para los hombres. Tuvieron que concederme todos los privilegios que otorga la monarquía como si fuera uno de ellos, ya que no existen leyes establecidas para una monarca mujer. Esto me causa risa y los tiene furiosos, porque las normas sociales no pueden limitar ciertas conductas del monarca. Podría tener hasta un harén si así lo deseara, y no podrían hacer nada al respecto. Qué ironía, ¿verdad? No puedo negar que esto me divierte profundamente.
Tuve que rechazar una larga lista de propuestas matrimoniales de nobles superfluos que pretendían obtener el título de rey para luego relegarme. Estoy cansada de que me subestimen. Fui echada a un lado desde niña, rechazada por mi familia. Tuve que ocultarme y cambiar mi nombre. Mi padre intentó manipularme por interés propio, incapaz de sacrificarse. La milicia quiso obligarme a heredar el Titán Bestia. Ahora el Gobierno Real pretende seguir viéndome como una persona dócil. Creyeron que, por estar en confinamiento tras el nacimiento de mi hija, podían hacer lo que quisieran. Y ahora, sin la maldición de los titanes, traman en mi contra, cuestionando el valor de mi sangre real.
Esta historia que inicia ahora no trata sobre la lucha contra los titanes, ni sobre cómo descubrimos al resto de la humanidad, ni sobre el Fundador arrasando con el mundo, ni sobre los embajadores de la paz. Esta historia trata de cómo primero Paradis, y luego el resto del mundo, conoció a la gran monarca del Nuevo Imperio Eldiano: Historia Reiss, la enemiga de la humanidad.
—¿Qué significa para usted la paz, Lady Azumabito? —la reina tocaba con sus dedos el broche que adornaba el cuello de su camisa, mientras su mirada se perdía en el gran ventanal de su despacho.
La señora Azumabito mantenía la cabeza ligeramente inclinada, sosteniendo una taza de té negro entre sus manos.
—La ausencia de guerra, me temo, Majestad —respondió la asiática con cierta timidez.
—No parece convencida, mi lady. - ¿Desea usted conocer mi concepto de la paz?
—Por supuesto, Majestad —Azumabito colocó la taza nuevamente en la mesa y se dispuso a escuchar a la joven reina.
—Sencillamente, no conozco ese concepto —la reina seguía mirando el jardín de rosas multicolores que adornaba su patio interior.
Un breve silencio se impuso en la estancia.
—He hecho esta pregunta a varios de mis súbditos, y hasta ahora ninguno ha podido responderme. ¿Sabe por qué, Lady Azumabito? —dirigió sus grandes ojos azules hacia ella.
—Me temo que no sabría decirle, Majestad.
—Por la misma razón que usted no puede responder con certeza: ninguno ha experimentado la paz. Ni quienes vivimos encerrados tras las murallas ni los del mundo exterior. Porque la naturaleza humana es la misma en ambos espacios. Este es un mundo cruel, lleno de tragedias. Incluso Eren buscó su propia versión de un mundo ideal creyendo que nos otorgaría libertad. Ese era su concepto de paz. Pero esa visión, a la que por un momento me opuse pero no intervine, no puede ser la ideal para todos. ¿Se imagina por qué, mi lady?
—Porque todos tenemos ambiciones diferentes, me atrevería a decir, Majestad.
—Exactamente. El orgullo y el egoísmo también nos gobiernan. Ya no tenemos una guerra contra los titanes, ni entre nosotros, ni entre naciones. Ahora enfrentamos una lucha ideológica, más cruel aún, porque ambos bandos piensan y se comunican, aunque prefieran no hacerlo.
En ese instante se escuchó un leve golpe en la puerta. El mensajero entró tras el consentimiento de la reina. El joven soldado hizo una reverencia y colocó su mano derecha en el pecho.
—Majestad, ya están todos reunidos en el salón —ella asintió y el joven se retiró tras hacer el saludo militar.
—Su alteza, antes de retirarnos me gustaría conocer su respuesta respecto al tema de los embajadores, si es posible.
—Aún no tengo esa respuesta, mi lady. Agradezca que por el momento Mikasa esté protegida. Le recomiendo que no fuerce la situación ni se exponga asumiendo un bando. Reserve sus opiniones. Vivimos entre cuervos que no dudarán en sacarnos los ojos si se presenta la oportunidad —dicho esto, la reina se puso de pie y se dirigió a la salida.
Azumabito caminó detrás de ella hacia el salón, donde ya estaban reunidos los miembros del gabinete del Gobierno Real, el clero y los altos mandos militares. Al entrar, todos se pusieron de pie e hicieron una reverencia colocando la mano derecha en el pecho. La reina tomó asiento en un extremo de la mesa, y los convocados hicieron lo mismo. El extremo opuesto a la reina permanecía desocupado.
El ambiente era tenso, el aire se podía cortar con una cuchilla. Historia sabía perfectamente que estaba entre hienas. Tras dar a luz, se encontró con muchas rivalidades entre el cuerpo militar y el nuevo movimiento jaegerista. Tuvo que asumir una actitud firme para reorganizar su gobierno, que muchos intentaban hacer colapsar con ella. Algo le había quedado claro: tenía fuertes y temibles opositores dentro de su gabinete. Por eso, realizó cambios en su equipo de seguridad personal y en puestos clave, colocando personas de su confianza.
El general Prats, jefe de las fuerzas armadas jaegeristas, carraspeó antes de hablar. Su bigote se unía a una barba gris muy bien alineada. Ajustó sus lentes y dirigió la mirada a la reina.
—Majestad, muchas son las preguntas y pocas las respuestas en relación a esta solicitud de los llamados emisarios de la paz —hablaba con lentitud, cada palabra medida—. Me temo, su alteza, que no estamos seguros de las verdaderas intenciones de estos miembros de la Alianza. ¿Cómo confiar en que no hayan adoptado las ideologías de las naciones exteriores y vengan con planes ocultos para entregarnos a nuestros enemigos? Son considerados traidores a su patria. Varios de ellos causaron la destrucción de nuestros muros, permitiendo la entrada de los titanes, provocando una vil masacre y una desestabilización política y social. Entonces, ¿cómo podemos ahora sonreírles y fumar la pipa de la paz bajo las estrellas como si nada hubiese ocurrido? ¿Qué tipo de paz vienen a ofrecer? ¿Aquella en la que depongamos nuestras armas y seamos nuevamente enjaulados? ¿Que nos sometamos a otros reinos? ¿Por qué tendríamos siquiera que escucharlos?
—Durante más de una década hemos trabajado arduamente para revertir el daño en nuestro territorio, sembrando la tierra, recuperando los muros, restaurando los distritos, construyendo viviendas y levantando un contingente militar capaz de enfrentar a cualquier nación que intente venir por nosotros. Les pregunto, distinguidos señores: ¿para qué los necesitamos? ¿Acaso necesitamos realmente esa paz que vienen a ofrecer? Si antes nos temían como titanes, ahora nos temen por nuestra fuerza militar —hizo una breve pausa para beber agua.
—Nuestro gran líder y fundador del Nuevo Imperio Eldiano, Eren Jaeger, allanó literalmente el camino para nuestra conquista del mundo. Tenemos la fuerza y los recursos para erradicar a todo aquel que quiera destruirnos. Porque créanme cuando les digo que esas naciones, una vez recuperen su fuerza y se unan, reanudarán la cacería contra nosotros. Ya no por nuestros poderes titánicos, sino por nuestros recursos naturales y fuerza militar. Pero esta vez no tendremos al Fundador que aplane el camino por nosotros, porque fue asesinado por aquellos en quienes confió. Así que, quien no esté a favor de Eldia, está en su contra. ¡Por la paz de Eldia, debemos seguir peleando!
—¡Pelea, pelea! ¡Por la paz de Eldia! —exclamaron todos los presentes al unísono.
La reina observaba con calma la disertación del general. Las expresiones de su rostro la distraían por momentos: tenía el rostro quemado por la constante exposición al sol. Su mirada aparentaba ser relajada, pero cuando hablaba con determinación, sus gestos se volvían grotescos.
Al terminar su discurso, Historia apoyó su codo sobre el respaldo de la silla. Paseaba su pulgar entre los dedos índice y medio con suavidad. Observó sus manos: hace ocho años estaban encallecidas por el uso de espadas, por sujetar las riendas de su caballo. Su vida había dado un giro enorme, de miembro del Cuerpo de Exploración a reina de Paradis.
—General, dígame, ¿qué es para usted la paz? —preguntó, mientras un leve murmullo recorría la sala por la inesperada pregunta.
—Majestad, la paz es... la ausencia de amenazas internas y externas. Es la capacidad de dormir sin temor a que el enemigo cruce nuestras murallas. Es mantener el control absoluto de nuestro territorio —respondió Prats sin vacilar.
—Veo. Entonces, para usted la paz equivale al control —replicó la reina, mirándolo con atención.
Un nuevo murmullo recorrió la sala.
—¿Y si le dijera que el control absoluto no es paz sino una forma diferente de opresión? ¿Y si le dijera que ese tipo de paz no es duradera? Porque la historia, caballeros, nos ha demostrado que los imperios se levantan y caen una y otra vez, por la misma razón: creer que la fuerza es suficiente para mantener el orden —Historia se puso de pie—. Voy a recibir a los emisarios.
El silencio fue total.
—Majestad... —intentó objetar uno de los miembros del clero.
—Mi decisión es firme. Si vienen con intenciones ocultas, ya lo descubriremos. Si traen un mensaje de paz, lo escucharemos. Si nos traicionan... sabremos qué hacer. Pero mientras sea reina, Eldia no vivirá con miedo, ni gobernará desde el resentimiento.
La reina dio media vuelta, ignorando los susurros del clero y la cúpula militar. No esperó respuesta alguna. Continuó con paso firme y sin decir una palabra más, abandonó la sala.
Dos meses después
El sol se asomaba por la ventanilla del lado este del camarote. El reflejo, a través del cristal, golpeaba justo su rostro. Pasó la mano derecha por sus ojos y luego retiró su cabello rubio hacia atrás. No quería levantarse, pero tenía que hacerlo. Entró directo al baño para orinar, sentía la vejiga muy cargada. Estaba asustado, no lo negaba. Una nefasta sensación de escalofríos navegaba por su piel; el dolor estomacal y las náuseas lo mantenían debilitado. No era por el barco, pues ya se había acostumbrado a estar en alta mar.
—¿Cómo seremos recibidos? —Un pensamiento fugaz de ellos siendo linchados o colgados por quienes tantas veces arriesgaron sus vidas lo indignaba.
Un fuerte espasmo se apoderó de su estómago y no lo pudo evitar. Se sostuvo del borde del retrete y vomitó hasta que no le quedó nada. Se incorporó, un poco agitado, y enjuagó nuevamente su boca y su cara. Respiró profundamente varias veces y exhaló con fuerza por la boca.
El viaje no era tan largo, pero estaba sumamente cansado. Se colocó la chaqueta de su traje y se dispuso a encontrarse con los demás en el comedor. En la mano llevaba la carta de Historia. Los chicos ya estaban listos, esperándolo alrededor de la mesa. Connie estaba en la ventana, con la mirada perdida en el horizonte. Jean, como siempre, tratando de no perder un detalle en su arreglo personal. Armin tomó asiento al lado de Reiner, quien de inmediato le quitó la carta de Historia de las manos.
—Mmm... ahhh. Nunca me canso de la caligrafía de Historia. Aún tiene su olor... —Era la quinta vez que la leía.
—¡Qué manía tienes! ¿Cuántas veces debo decirte que es una mujer casada? ¡Deja de perseguirla, idiota! —Jean no paraba de acomodarse el cabello; intentaba verse perfecto.
—Me pregunto… ¿intentas verte bien para alguien, Jean? Te veo particularmente interesado en tu aspecto —la dulce voz de Pieck denotaba cierta curiosidad.
—Me arreglo para todas esas chicas cultas que me verán en los libros de texto —respondió Jean mientras aún luchaba con uno de sus castaños mechones.
—¿No querrás decir para las que leen libros sobre caballos? —corrigió Reiner, sarcástico.
—Qué pena que no te concedieron el deseo de morir y tengas otra oportunidad de una nueva vida, Reiner —le respondió Jean.
En ese momento, Annie entró al comedor. Llevaba su rubio cabello suelto, peinado hacia un lado.
—¡Paradis a la vista! —anunció mientras se acercaba a Armin—. Oye Armin, ¿todavía piensas que esto funcionará? Traicionamos la isla, derribamos los muros, matamos a Eren Jaeger —quien es adorado por todos en Eldia— y ahora venimos como embajadores del mundo para negociar la paz...
—A mí, en lo personal, no me sorprendería que nos volaran ahora mismo con todo y barco —el comentario de Pieck fue relajado y poco optimista.
—¡Ey chicos! Ya dejen de asustar. Confíen en Historia, ella se ocupó de proteger a nuestras familias —alegó Connie en defensa de la reina—. Estoy seguro de que también nos protegerá.
—Lástima que somos tan débiles ahora —Annie lamentaba no tener las fuerzas de antes. Se sentía insegura, temerosa. Tal vez a Armin, Jean y Connie les favorezcan con protección o indulgencias si pagan alguna condena, ¿pero y nosotros? ¿Quién garantiza nuestra seguridad? —esos pensamientos fatales rondaban su cabeza con fiereza.
—Esto no terminará nunca, Annie. Siempre estaremos en conflicto. Pero al vernos juntos, seguramente querrán saber nuestra historia... cómo es que aquellos que una vez se mataban entre sí hoy aparecen en Paradis, juntos, buscando la paz. Entonces, les contaremos todo lo que vimos y oímos —"al menos, eso espero y deseo", pensó.
En el horizonte ya se avistaba el barco. La llegada de los embajadores de la paz era el tema central en todo Paradis. Unos estaban opuestos, otros expectantes, algunos curiosos, otros alegres. La reina se mantenía inexpresiva. No se dejaba leer tan fácilmente. Era imposible saber cómo terminaría todo esto.
Historia había decidido recibirlos personalmente en el muelle. A pesar de la oposición de sus consejeros, esta acción la haría ver ante los demás como si hubiese tomado partido por un bando, lo que insistentemente alegaba la señora Rode. Y, como siempre, seguían subestimándola.
Rodeada por un comité de delegados y por la señora Azumabito, la reina vio desembarcar a sus visitantes. Al igual que ella, ya no eran unos niños ingenuos que luchaban arriesgando sus vidas pensando que solo era contra los titanes. Ese mundo que una vez fue tan pequeño hoy había extendido sus fronteras a una escala mayor y los había convertido en hombres y mujeres fuertes, a pesar de ya no tener ningún poder titán.
Los visitantes se acercaron tímidamente. Miraban a todos lados, esperando ver, al menos, a algunos militares apuntándoles. Ella, aunque había ganado en estatura, aún se veía más baja que ellos. Armin trataba de disimular la alegría que sentía al verla tan hermosa como siempre. No se esperaba que fuera ella misma quien los recibiera. De hecho, ninguno lo esperaba.
Armin se encontraba en el centro, entre Jean y Connie. Detrás de ellos estaban Reiner, al centro, con Annie a su derecha y Pieck a su izquierda.
Historia dio un paso al frente, manteniendo su rostro serio pero relajado. Ellos hicieron una reverencia y luego colocaron su mano derecha en el pecho, haciendo el antiguo saludo militar. La reina movió ligeramente su cabeza y extendió su mano derecha hacia Armin. Él la miró con timidez, dio un paso hacia adelante, tomó su mano y la besó. Ella pudo sentir el temblor y el frío de sus manos; estaba realmente asustado.
—Bienvenidos sean todos al Nuevo Imperio de Eldia. Espero que hayan tenido un viaje confortable —les dijo con voz amable, firme y pausada.
—Gracias, Majestad. Nos alegra estar de regreso en casa —"Estamos alegres... y aterrados también", pensó para sí—. No esperaba que nos recibiera usted misma, Majestad. Es un honor —Armin la miró directamente a los ojos. Trataba de encontrar alguna señal de que estaban a salvo, pero la mirada de Historia no proyectaba nada.
—Espero que no hayan olvidado a la señora Azumabito —les dijo, mientras le hacía una señal para que se acercara.
—Por supuesto que no, señora Azumabito. Me alegra mucho que haya logrado ponerse a salvo. Nos quedamos con el pendiente —Armin intentaba relajarse, pero su voz temblaba.
—Me alegra verles también, chicos. Ya son todos unos hombres y mujeres. Sé de alguien que también está muy ansiosa de verlos —les brindó la única y amable sonrisa hasta el momento.
—¿Mikasa? —el corazón de Armin dio un vuelco. Estaba ansioso por verla y no pudo evitar dejar salir una sonrisa. La asiática afirmó, sonriendo.
La reina recorría con sus grandes y redondos ojos azulados al resto del grupo, pausadamente. Connie y Jean no habían cambiado tanto, aunque reconoció lo apuestos que se veían. Ellos le saludaron con una reverencia. Annie también había crecido algo, pero mantenía la mirada tímida. Todavía no recordaba bien la última vez que la vio. No conocía a la morena, pero ya imaginaba quién era.
Sus ojos luego se detuvieron en quien suponía era Reiner. Este sí estaba totalmente cambiado, apuesto y casi irreconocible. Estuvo mucho tiempo enojada con él, pero agradeció que cumpliera la voluntad de Ymir haciéndole llegar aquella carta. Él notó que ella lo observaba y no pudo evitar que su rostro enrojeciera. Ella le hizo una seña con la cabeza y él, idiotamente, solo atinó a esbozar una sonrisa. Se quedó paralizado.
—Muy bien, ahora iremos al Palacio del Distrito Shingashina y tendremos una breve reunión allí —Historia hizo una señal, y avanzaron hacia los carruajes.
La reina subió a su carruaje junto a la señora Azumabito y la señora Rode, su consejera. Los chicos abordaron el carruaje que iría justo detrás del suyo.
—¡Ahh, esta tensión me está matando! ¡Estoy sudando demasiado! —Jean tomaba su pañuelo para secarse la frente y el cuello.
—Estoy segura de que nos lleva directo a la horca. Esa bienvenida se vio taaan amistosa —comentó Pieck con sarcasmo.
—Sigo pensando que esto fue una muy mala idea, Armin. Si salimos vivos de aquí, pienso retirarme. Ya no quiero seguir haciendo esto —Annie acomodaba un mechón de cabello hacia un lado.
—No sigan, chicos, por favor. Hemos estado en peores circunstancias. No quiero dudar de lo que vinimos a hacer aquí —Armin trataba de lidiar con sus nervios y el enorme deseo de vomitar que tenía.
—Estás pálido, Armin. ¿Te sientes mal? —le preguntó Annie al notar que sus labios estaban cenizos y su frente perlada de sudor.
—No, estoy bien. Solo tratemos de ir en silencio. Necesito relajarme y ustedes me ponen más nervioso —respondió mientras se secaba la frente y respiraba profundamente.
Armin miraba sorprendido a través de las ventanas del carruaje. Era tan extraño ver la entrada a Shingashina sin murallas… Se veía más amplio y diferente. Estaban haciendo remodelaciones en varias propiedades y construyendo más casas, canales de riego. Era hermoso ver las áreas dispuestas para la siembra. Habían erigido un gran portal con el nombre del distrito, custodiado por miembros de la milicia. Aunque todavía no estaban seguros de cómo era ahora la distribución militar, los soldados usaban el uniforme de la policía militar con el emblema del caballo al frente y el nuevo símbolo: dos armas cruzadas sobre las alas de libertad en las mangas. El mismo que vio en la gabardina militar de Historia.
La reina había escogido astutamente Shingashina, por ser el lugar donde eran menos hostiles hacia ellos y, de cierta forma, les respetaban por lo que hicieron con la Legión de Reconocimiento. Era el sitio más seguro para recibirlos por el momento. Varios contingentes militares fueron apostados sobre los edificios del trayecto. El área había sido despejada para evitar incidentes y la vigilancia se había duplicado en todo el distrito.
Al desmontarse, dos columnas de la guardia del palacio señalaban el camino alfombrado hasta el interior. En lo alto de la escalinata se encontraban el general Prats y el clérigo Roderich, esperándolos. Cuando la reina llegó al tope de las escaleras, ambos hicieron una reverencia, luego el saludo militar, y finalmente saludaron a los visitantes con una leve inclinación de cabeza.
—Sean bienvenidos, embajadores de la paz, al Nuevo Imperio de Eldia. Nos estaremos reuniendo en unos momentos en el salón principal —la voz del general era aparentemente pasiva, mientras que el clérigo los miraba como si fueran insectos.
La encargada de protocolo también los recibió. Era una mujer morena, de baja estatura y gafas. Se esforzaba en verse delicada en sus movimientos. Les solicitó que la siguieran mientras iba parloteando todo el camino sobre la estructura física y el ruido de las remodelaciones que se llevaban a cabo. Cada paso que daban aumentaba los latidos de sus corazones. Miraban a todos lados temiendo un ataque sorpresa. Pieck se distrajo observando los finos cuadros que adornaban las paredes; el suelo estaba tan impecable que casi podía reflejarse en él. La iluminación le daba un aspecto menos lúgubre al lugar.
Al llegar al salón de espera se acomodaron en los muebles y rápidamente se les sirvió un refrigerio. Acto seguido, la mujer les entregó el itinerario de actividades. En treinta minutos se reunirían nuevamente con la reina.
—Les dejaré para que continúen refrescándose. Nos vemos en breve —esbozó una forzada sonrisa y cerró tras de sí la puerta.
Jean y Connie no dudaron en lanzarse hacia el refrigerio. Estaban sedientos. Se sirvieron varios vasos de la bebida refrescante y devoraron los bocadillos.
—¡Ahh, pero sí parecen bestias! —Annie se tapaba la cara con una mano, en señal de desaprobación.
—Es que son animales, ¿no ves? No les valen las lecciones de modales. ¡Qué desagradable! —Reiner se levantó y se asomó por el ventanal que daba al patio interior del palacio.
—¡Oigan! No es para ustedes solos, chicos. ¡Recién desayunamos en el barco! —Pieck se dirigía hacia ellos dando saltitos, dispuesta a probar algo.
—Si voy a morir, mejor que sea con el estómago lleno —las migajas salían de la boca de Connie mientras hablaba.
—¡Ahh, por favor, chicos, no hagan eso! ¡Compórtense!... Necesito ir al baño, estoy mareado —Armin trataba de aflojar el nudo de su corbata.
Annie se levantó y le acercó una bebida. Podía ver que sus labios estaban cenizos.
—Toma, Armin. Trata de refrescarte. Estás muy nervioso. Has hecho esto muchas veces, deberías manejarlo mejor.
—No es lo mismo, Annie. Este es mi hogar. Podría aceptar ser ejecutado por manos extrañas… pero no por mi propia gente. Gracias, pero no puedo comer nada. Necesito vomitar.
El rubio se levantó, abrió la puerta que daba al pasillo del baño, entró y abrió el grifo para mojarse la cara. Apoyó las manos contra la pared, tratando de reponerse. Pero, aunque lo evitó, no pudo aguantar más. Se reclinó sobre el retrete y expulsó lo poco que tenía en el estómago. Enjuagó su boca y su cara. Pasó sus manos mojadas por el cabello para echarlo hacia atrás. Se miró en el espejo: su aspecto era demacrado. Las ojeras estaban pronunciadas, evidenciando las últimas noches sin dormir. Estaba más preocupado por sus amigos que por él mismo. Los había arrastrado hasta aquí sin saber cómo terminaría todo esto.
La reina los había tratado con cordialidad, pero no era la calidez de la Historia que una vez conoció. El no poder identificar o leer el significado de sus expresiones era lo que más le preocupaba.
La reina envió por los invitados mientras conversaba trivialidades en su despacho con el general Prats y el clérigo Roderich. A ambos se les notaba que hacían un esfuerzo por mantener la compostura. Hasta cierto punto, eso le divertía a la reina: poder obligarlos a estas incomodidades, así como ellos lo hacían con ella.
En esta ocasión, solo fueron convocados Armin, Jean y Connie. Una vez los chicos llegaron, fueron ubicados a cierta distancia uno del otro. El general los observaba a través de sus lentes. Su mirada, aunque cordial, era inquisitiva. El clérigo, por su parte, no disimulaba su desaprobación.
Historia puso ambas manos sobre su regazo, tratando de mantener la postura que su investidura exigía, y se dirigió a los presentes:
—Muy bien, señores. Nuevamente, les doy la bienvenida a Paradis. Estoy consciente de que han estado bajo mucha presión y estrés estos últimos días. Solo les he convocado a ustedes tres porque son ciudadanos de Paradis, y no confiamos en sus aliados. Me gustaría presentarles formalmente a los representantes de las dos instituciones más importantes actualmente en la isla: al jefe de las Fuerzas Armadas de Paradis, el general Frederick Prats, y al obispo principal del Nuevo Culto, el pastor Roderich.
Ambos inclinaron levemente sus cabezas, y los chicos correspondieron al saludo.
—Hoy no tendremos una audiencia formal, ni serán sometidos a interrogatorio alguno. Sin embargo, comparecerán ante la Asamblea General en dos días. Allí tendrán la oportunidad de presentar sus defensas y argumentos. Tendrán un abogado a su disposición si así lo desean. Espero que entiendan que están en una situación muy delicada.
Historia hizo una pausa para hacer sonar una campanita. Luego, continuó:
—He dado mi palabra de garantizar su seguridad mientras estén en Paradis, y así será. Tanto para ustedes como para sus amigos. Serán bien atendidos, pero debido a sus antecedentes, no puedo permitirles andar libremente por el distrito. En cuanto a ustedes tres, tendrán escolta y serán alojados en la residencia de la señora Azumabito.
La puerta se abrió, y dos uniformados se presentaron.
—Espero que recuerden a Gustav y Anka —anunció la reina.
Ambos jóvenes, vistiendo la gabardina verde, hicieron reverencia a la reina y ejecutaron el saludo militar.
—Majestad, estamos a sus órdenes —dijo Gustav, mostrando elegancia en su porte. Se le veía mucho más maduro, con el cabello negro peinado hacia atrás y una barba bien arreglada visible en la barbilla. Anka, en cambio, mantenía su rostro inexpresivo. Llevaba su castaño cabello recogido en la nuca, con una coleta ladeada hacia un hombro.
—Sí, claro. Por supuesto que los recuerdo —respondió Armin, aliviado de ver rostros familiares.
—Gracias, Gustav y Anka. Como les había comentado, estarán a cargo de la seguridad de nuestros invitados mientras permanezcan en Paradis. No toleraré descuido alguno referente a esto.
—¡Recibido! —respondieron ambos al unísono, haciendo el saludo militar antes de retirarse.
Jean observaba en silencio. Extrañaba estas cosas. Si bien era cierto que deseaba establecerse, le provocaba cierta nostalgia la vida militar.
—Majestad, si me lo permite… bueno, no tiene por qué temer por mis aliados. Le aseguro que no representan peligro para la isla —la voz suave de Armin estaba quebrada por los nervios; no sonaba seguro de lo que decía.
—No puede garantizar eso, señor Arlert. Y no tengo más que agregar al respecto —el rostro de Historia era inexpresivo. Armin no podía reconocer en sus gestos nada de la chica que una vez conoció.
—Espero que puedan descansar, señores embajadores. Vienen unos días agitados —interrumpió el general Prats. Su comentario tenía la clara intención de mantenerlos inquietos.
—Eso es todo. Nos estaremos viendo nuevamente en la Asamblea —finalizó la reina.
Todos se pusieron de pie para hacer la reverencia y el saludo militar. Historia hizo sonar la campanita y, nuevamente, entró la encargada de protocolo para encaminar a los visitantes. El general y el clérigo los observaron mientras subían al carruaje.
—Cambie ya esa cara, pastor Roderich. Son unos mocosos. ¿No ve cómo se cagaban del miedo? ¡Embajadores ni mierda! Ya me ocuparé yo mismo de tirar la palanca en la horca. Será pan comido —el general dejó escapar lo que parecía ser una risa ahogada mientras encendía un cigarro.
—No tiene que ser tan vulgar, general. Pero en el nombre de Jaeger… espero que así sea —respondió el clérigo.
Una vez en el carruaje, Armin sentía una opresión en el pecho. Desató el nudo de su corbata; no podía respirar.
—¡Con un demonio, Armin! ¡Los van a ejecutar! ¡Díaaaablos! —Connie desataba también su corbata, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡No puedo creerlo! ¡Lo sabía! ¡No debimos venir! Esa no es la Historia que conocíamos. ¡Caímos en una trampa! ¡Maldición! —Jean golpeaba el techo del carruaje insistentemente.
Armin no escuchaba nada. Las gotas de sudor le corrían por la frente. Jean y Connie lo ahogaban con sus gritos y preguntas. Sentía que iba a explotar.
—¡Aaaaaahhhhhh! ¡Ya! ¡Cállense! ¡No lo sé, no lo sé! ¡Déjenme respirar! ¡Déjenme pensar, por favor! —su voz se quebró y un llanto amargo salió desde lo más profundo de su ser.
