Prólogo
Desde que el tiempo comenzó a contarse, la tragedia ha seguido el mismo compás. Es una melodía inmortal, una sinfonía que atraviesa los siglos sin desvanecerse, sin perder su filo, sin ofrecer escapatoria. Los amantes condenados nunca tienen una segunda oportunidad. No importa cuán desesperadamente se aferren a la vida, cuán feroz sea su amor, cuánto desafíen lo que está escrito. El final siempre los alcanza.
Los barcos siguen navegando hacia costas que nunca los recibirán. Las promesas se pronuncian con la certeza de que serán rotas. Las miradas se encuentran por última vez con la agónica comprensión de que la despedida es inevitable. Y al final, la muerte es la única liberación posible.
Tal vez por eso ciertas historias resuenan a través del tiempo, repitiéndose una y otra vez bajo distintos nombres, en distintos escenarios, con los mismos desenlaces. Son los ecos de Tristán e Isolda, de Orfeo y Eurídice, de Medea y Jasón. La tragedia de aquellos que, sin importar cuánto luchen, están destinados a perderlo todo.
Hay nombres que siempre se pronuncian juntos, como si estuvieran destinados a perderse el uno en el otro. Y sin embargo, al final, la distancia los separa. Tristán sin Isolda. Orfeo sin Eurídice. Yo sin...
Lo supe desde el principio. Desde la primera vez que sentí el peso del amor y la condena anudarse en mis costillas como un vendaval implacable. Desde la primera vez que comprendí que hay historias que no pueden ser reescritas, que el destino no es algo que se pueda torcer con la voluntad o la desesperación. Desde la primera vez que entendí que esta no era una historia de redención, sino una elegía para lo inevitable.
Hay reglas que no pueden romperse sin consecuencias. Leyes que rigen el destino de quienes han osado desafiar lo que estaba sellado desde el comienzo. Algunos se aferran a la ilusión de que hay un margen, una posibilidad de cambiar la narrativa, de esquivar el golpe final. Pero las tragedias no son historias de posibilidad. Son historias de certeza.
No hay pureza en esto. No hay inocencia en lo que somos. Hay guerra, hay sangre, hay el peso de decisiones que nunca podrán deshacerse. Desde el primer momento en que elegimos este camino, desde la primera muerte, desde el primer pacto sellado con la certeza de que no habría retorno, la historia ya estaba escrita. Ninguno de nosotros puede escapar de lo que hemos construido con nuestras propias manos.
Tal vez haya un instante suspendido en el tiempo donde nada pesa, donde la condena se difumina por un instante, donde la vida no es un castigo sino un destello de belleza infinita. Tal vez, en el último suspiro, en la última mirada, en la última nota de esta ópera trágica, haya una comprensión final, un eco de lo que pudo haber sido. Pero no hay salvación en la comprensión. No hay respiro en la aceptación.
El Liebestod de Tristán e Isolda resuena en la penumbra, el último canto de una historia que nunca pudo tener otro desenlace. En la muerte, Isolda se entrega al éxtasis, a la eternidad suspendida en el viento. Y tal vez, en ese último instante, en esa última nota, exista la única verdad que alguna vez importó.
Si el final ya está escrito, ¿será mi mano quien toque la última nota, o será la suya?
Las luces del escenario comienzan a atenuarse. La última escena se acerca. Y aunque la historia ya esté decidida, aunque el telón esté a punto de caer, aunque el destino ya haya extendido su mano, no puedo detenerme.
Todavía hay una última nota por tocar.
Todavía hay una última palabra por decir.
Y si esto es todo lo que queda, entonces seguiré hasta que el eco de la última voz se pierda en el vacío.
