Capítulo 1: El impacto

El espacio era un vacío frío y silencioso, un lienzo negro salpicado de estrellas que Vegeta atravesaba como un depredador en su elemento. Era un mercenario de Freezer, un príncipe saiyajin reducido a ejecutar órdenes en los confines del imperio, y esa misión no era diferente: explorar un sistema estelar al borde del dominio de su amo, un rincón olvidado que apenas merecía su atención. Pilotaba una nave de reconocimiento, una esfera plateada diseñada para velocidad y sigilo, con Raditz y Nappa esperando su informe desde una base cercana. Todo iba según lo planeado, hasta que un pitido agudo rompió la calma del cockpit. "¡¿Qué demonios…?!" gruñó Vegeta, con los ojos oscuros entrecerrándose mientras las alarmas chillaban en su oído.

El panel de control parpadeaba con luces rojas, y un mensaje automático resonó en la cabina: Fallo crítico en el motor principal. Impacto inminente. Antes de que pudiera reaccionar, la nave se estremeció como si un gigante la hubiera golpeado, y una lluvia de meteoritos apareció en el visor, demasiado rápida para esquivarla. "¡Maldita sea!" rugió, con las manos apretando los controles mientras intentaba estabilizarla, pero era inútil. La esfera giró fuera de control, atravesando la atmósfera de un planeta sin nombre en una bola de fuego que iluminó el cielo verde y brumoso como un cometa furioso.

El impacto fue devastador. La nave chocó contra la superficie con un estruendo que hizo temblar la tierra, abriendo un cráter humeante entre árboles nudosos y lianas gruesas como serpientes. El metal se retorció con un gemido agónico, y Vegeta, atrapado en el asiento del piloto, sintió el golpe en cada hueso de su cuerpo. Su armadura saiyajin se agrietó bajo la presión, un brazo se torció en un ángulo imposible, y la sangre le corrió por el rostro, tiñendo su visión de rojo antes de que la oscuridad lo reclamara. Quedó inmóvil entre los restos, con el humo negro alzándose al cielo y el silencio del bosque envolviéndolo como una tumba.

A kilómetros de ahí, Lirien lo vio. Estaba en el porche de su cabaña, una choza humilde de madera y piedra al borde de un bosque espeso, apartada de la aldea más cercana por horas de camino. El cielo grisáceo, siempre cubierto de nubes, se había partido con una línea de fuego, y el estruendo que siguió hizo temblar las tablas bajo sus pies descalzos. Su cabello rubio ondeó con el viento mientras entrecerraba los ojos verdes, siguiendo el rastro de humo que se alzaba en la distancia. No sabía qué era, pero algo la empujó a moverse: quizás el instinto, quizás la necesidad de romper la monotonía de su dolor. Agarró un cuchillo y una bolsa de tela, y corrió hacia el bosque, con el vestido raído pegándose a sus piernas mientras las ramas le arañaban la piel.

Cuando llegó al cráter, el aire olía a metal quemado y tierra removida. Los restos de la nave eran una ruina humeante, con cables chispeando y piezas retorcidas esparcidas como los restos de una bestia muerta. Y ahí, entre el caos, lo encontró: un hombre extraño, malherido e inconsciente, con el pelo negro en punta cubierto de polvo y sangre. Su armadura estaba rota, su respiración era un jadeo débil, y su rostro, aunque feroz incluso en la inconsciencia, estaba pálido por la pérdida de sangre. Lirien se arrodilló a su lado, con las manos temblando mientras tocaba su cuello en busca de un pulso. Estaba vivo, apenas.

No sabía por qué lo hizo. Su vida ya no tenía sentido: su marido había muerto meses atrás, consumido por una fiebre que no pudo curar, y su hijo, un pequeño de ojos brillantes como los suyos, se había ido una semana después, dejando su cabaña vacía y su corazón hecho cenizas. Quería estar muerta, un deseo que susurraba en cada rincón de su mente, pero algo en ese hombre —esa chispa de vida aferrándose a un cuerpo roto— la detuvo. Con un esfuerzo que le dolió en los brazos, lo arrastró fuera del cráter, su peso muerto haciéndola jadear mientras lo llevaba paso a paso hacia su refugio. El bosque la envolvió en su abrazo húmedo, y cuando llegó a la cabaña, lo dejó caer sobre el lecho de paja, con el sudor corriendo por su frente y las manos temblando de agotamiento.

Durante días, lo cuidó. Limpió sus heridas con hierbas amargas que recolectaba del bosque, cosió los cortes profundos con hilo burdo y le dio agua gota a gota con un trapo húmedo. Él deliraba en su sueño, gruñendo nombres que ella no entendía —"Freezer", "Nappa", "Raditz"— mientras su cuerpo luchaba por sanar. Lirien lo observaba en silencio, sentada en una silla tallada a mano junto al fuego, con el cuchillo siempre cerca por si despertaba como una amenaza. Pero no había miedo en ella, solo un vacío que la hacía inmune a la idea de morir.

Cuando Vegeta abrió los ojos, el dolor lo golpeó como una ola. Su visión borrosa se enfocó en el techo de madera desgastada, y el olor a tierra y humo llenó sus pulmones. Intentó moverse, pero su cuerpo protestó con un latigazo de agonía, y su orgullo saiyajin lo hizo incorporarse de golpe, ignorando el mareo que lo tambaleó. Frente a él estaba ella, Lirien, con un cuenco de agua en las manos y esos ojos verdes clavados en él, sin un rastro de temor. Su rostro era hermoso pero agotado, con ojeras marcadas y una tristeza que parecía tallada en su piel dorada.

— ¿Quién eres tú? —gruñó Vegeta, con la voz rasposa y cargada de veneno. Se apoyó en la pared con una mano temblorosa, su armadura rota crujiendo mientras la miraba con desprecio—. ¿Dónde estoy? ¡Habla, o te arrancaré la cabeza aquí mismo!

Lirien dejó el cuenco en la mesa con un movimiento lento, casi deliberado, y lo miró sin parpadear.

— Me llamo Lirien —dijo, su voz firme pero apagada, como si las palabras le pesaran—. Estás en mi casa. Te saqué de los restos de esa cosa que cayó del cielo. Estabas medio muerto.

Vegeta frunció el ceño, con los dientes rechinando mientras procesaba sus palabras.

— ¿Me salvaste? —escupió, con una risa seca que sonó más como un gruñido—. ¡Estúpida! ¿Crees que necesitaba tu ayuda? ¡Soy un saiyajin! ¡Debería matarte por tocarme sin permiso!

Se tambaleó hacia adelante, con una mano alzándose como si fuera a cumplir su amenaza, pero el dolor lo hizo jadear y apoyarse en la pared otra vez. Ella no se inmutó. Se puso de pie, enfrentándolo con una postura recta que contrastaba con su vestido gastado y sus manos callosas.

— Hazlo entonces —dijo, con un tono que cortó el aire como un filo.

Sus ojos verdes se clavaron en los suyos, sin rastro de miedo, solo un vacío helado que lo dejó paralizado.

— Mátame. Mi marido y mi hijo están muertos. La fiebre se los llevó, y yo debería haber ido con ellos. Si quieres matarme, hazlo. No me importa.

Vegeta se quedó quieto, con la mano aún en el aire y los ojos abiertos de par en par. Su amenaza se desvaneció en el aire, y por primera vez en su vida, sintió el peso de una mirada que no temblaba ante él. Esa mujer, esa Lirien, no tenía miedo. No había súplica, no había sumisión, solo una resignación cruda que lo descolocó como un golpe invisible. Bajó la mano lentamente, con el ceño fruncido y el orgullo saiyajin chocando contra una confusión que no podía nombrar. "¿Qué clase de criatura eres tú?" murmuró, más para sí mismo que para ella, con el aliento atrapado en el pecho.

Se tambaleó hacia ella, con una mano alzándose, pero el mareo lo golpeó como un martillo. El mundo giró, sus piernas cedieron, y cayó al suelo con un golpe sordo, perdiendo el conocimiento otra vez mientras la oscuridad lo reclamaba.

Despertó de nuevo en mitad de la noche. La cabaña estaba envuelta en sombras, con solo el resplandor débil del fuego en el hogar iluminando las paredes de madera. El dolor volvió, un latigazo que le recorrió el cuerpo desde el brazo roto hasta las costillas magulladas. Estaba otra vez en el lecho de paja, con una manta raída cubriendo sus piernas y el olor acre de los ungüentos primitivos llenándole las fosas nasales. Lirien estaba ahí, sentada en una silla junto al fuego, con las manos quietas en su regazo y esos ojos verdes fijos en él. El silencio era pesado, roto solo por el crepitar de las llamas.

— No puedo creer que hayas sobrevivido —dijo ella, rompiendo el mutismo. Su voz era baja, casi un murmullo, pero había una nota de asombro en ella—. Cuando te traje aquí, pensé que morirías. Pero eres muy fuerte. Nunca había visto algo así.

Vegeta giró la cabeza hacia ella, con el rostro torcido en una mueca de desprecio. Soltó una risa corta, áspera, que resonó en la cabaña como un latigazo.

— ¿Fuerte? ¡Hmph! Comparado contigo, soy un dios, débil —gruñó, con la voz cargada de veneno—. Tu energía es patética. Supongo que todos en este planeta miserable son igual de insignificantes que tú. ¡Un montón de insectos viviendo en la suciedad!

Sus ojos oscuros brillaron con arrogancia, esperando que ella retrocediera, que temblara como todos ante su furia. Pero Lirien no se inmutó. Lo miró en silencio, con los labios apretados en una línea fina y las manos inmóviles en su regazo. Sus palabras resbalaron por ella como agua sobre piedra, sin dejar marca. No había ira, no había miedo, solo un vacío que parecía absorber todo lo que él arrojaba.

— Piensa lo que quieras —dijo al fin, con un tono plano que cortó el aire—. No me importa.

Se levantó, dándole la espalda para avivar el fuego, como si él no fuera más que un eco en su soledad. Vegeta frunció el ceño, con los dientes rechinando mientras la miraba. Esa indiferencia lo golpeó como un puñetazo invisible. Nadie lo había enfrentado así, sin miedo, sin reacción. Siempre había súplica o terror, pero esta mujer… esta Lirien… era un muro que sus insultos no podían derribar. "¿Qué demonios le pasa?" pensó, con el orgullo saiyajin rugiendo en su pecho.

Seguir insultándola era inútil, como gritarle al viento. Cerró la boca, con un gruñido bajo atrapado en la garganta, y dejó que el silencio se asentara entre ellos.

Entonces, su mente cambió de rumbo. Estaba atrapado en este planeta primitivo, con su nave destrozada y sin forma de contactar a Raditz o Nappa. El dolor le recordaba que aún estaba débil, pero no podía quedarse ahí, pudriéndose en esa cabaña miserable. Necesitaba salir, encontrar una nave o algo para reparar la suya, y esa mujer era su única ventaja. "Puede serme útil" pensó, con los ojos entrecerrándose mientras la observaba avivar el fuego. "Conoce este lugar. Si quiero largarme, tendré que usarla." No dijo nada más esa noche, dejando que el agotamiento lo hundiera en un sueño inquieto, pero la idea ya estaba sembrada: ella sería su herramienta, por ahora.

Pasaron días desde que Vegeta despertó en la cabaña de Lirien, y su cuerpo saiyajin, forjado en batallas y endurecido por una genética superior, empezó a sanar con una rapidez que desafiaba las leyes de ese planeta primitivo. Las heridas profundas en su torso y brazos, que al principio sangraban bajo los ungüentos burdos de Lirien, ahora eran solo cicatrices rosadas, y el dolor agudo se había reducido a un eco sordo que podía ignorar. La paja del lecho crujía bajo su peso cada vez que se movía, y el aire húmedo del bosque se colaba por las rendijas de la madera, cargado del olor a tierra y hojas podridas. Estaba casi recuperado, y la inmovilidad lo estaba volviendo loco. No podía quedarse más tiempo atrapado en esa choza miserable, dependiendo de una humana que lo miraba como si él fuera un enigma en lugar de una amenaza.

Una mañana, mientras el cielo grisáceo se teñía de un amanecer pálido, Vegeta salió de la cabaña sin decir una palabra. Sus botas crujieron contra el suelo cubierto de musgo, y su armadura rota —aún funcional en partes— reflejó la luz tenue mientras se detenía en el claro frente a la casa. Lirien estaba en el porche, cortando raíces con un cuchillo de piedra, cuando lo vio. Sin previo aviso, Vegeta flexionó las piernas y se elevó en el aire con un zumbido sordo, una ráfaga de viento agitando las hojas a su alrededor. Ella dejó el cuchillo a medio camino, con los ojos verdes abriéndose de par en par y el aliento atrapado en el pecho. ¿También puede volar? pensó, con la mente tambaleándose ante la imagen de ese hombre desafiando la gravedad como si fuera lo más natural del mundo. Él no la miró, perdido en su propia furia, y desapareció entre las copas de los árboles, dejando solo un eco de su poder en el aire.

Vegeta surcó el cielo del planeta con una velocidad que hacía temblar las nubes bajas, buscando algo —cualquier cosa— que lo sacara de ese infierno atrasado. Pero lo que vio lo enfureció aún más. Aldeas insignificantes salpicaban la superficie: chozas de barro y madera, techos de paja podrida, y habitantes vestidos con pieles burdas que lo miraban boquiabiertos desde abajo, como si fuera un dios o un demonio caído del cielo. No había naves, no había tecnología, ni un solo destello de metal que sugiriera una civilización capaz de ayudarlo. Solo bosques interminables, ríos fangosos y montañas desnudas bajo un cielo que parecía burlarse de su predicament. ¡Maldita sea! pensó, con los puños apretándose mientras volaba más alto, la sangre hirviéndole en las venas. ¡Este lugar es un basurero! ¿Cómo demonios voy a salir de aquí?

Regresó a la cabaña horas después, aterrizando con un golpe que hizo temblar el suelo y envió una nube de polvo al aire. Su rostro estaba torcido en una mueca de frustración, y el sudor le corría por la frente mientras gruñía para sí mismo. Lirien estaba afuera, colgando tiras de carne seca en un tendedero improvisado, y levantó la vista al verlo. Él la ignoró al principio, pateando una piedra con tanta fuerza que se incrustó en un árbol cercano, pero luego su mente dio con una idea. El scouter, ese visor roto que aún colgaba de su oreja, podría ser su salvación. Si lograba repararlo con algo —cualquier cosa— de este planeta miserable, tal vez podría enviar una señal a Raditz y Nappa. No estaba en condiciones óptimas, pero era su única esperanza.

Se giró hacia Lirien, con los ojos oscuros brillando con una mezcla de furia y determinación.

— ¡Tú! —rugió, señalándola con un dedo acusador—. ¡Llévame al lugar del accidente! ¡Ahora!

Su voz resonó en el claro como un trueno, y el viento agitó su pelo en punta mientras esperaba una respuesta. Lirien dejó la carne en el tendedero y lo miró en silencio por un momento, con esa calma inquietante que lo sacaba de quicio. Luego asintió, sin discutir, y empezó a caminar hacia el bosque con pasos firmes, su vestido raído ondeando tras ella. Vegeta gruñó, frustrado por su lentitud, y antes de que ella pudiera dar más de unos pasos, la agarró por la cintura con un movimiento rudo, levantándola del suelo como si no pesara nada.

— ¡Iremos más rápido volando! —gruñó, elevándose en el aire con un zumbido que hizo temblar las hojas—. ¡Vamos, dime en qué dirección está!

Lirien jadeó, con el cuerpo tensándose en sus brazos mientras el suelo se alejaba bajo sus pies. Señaló hacia el noreste con un dedo tembloroso, sus ojos abiertos de par en par mientras Vegeta se lanzaba hacia adelante, cortando el aire con una velocidad que le robó el aliento. El mundo se volvió un borrón de verdes y grises, y por primera vez en meses, algo perforó el vacío que la envolvía: una mezcla de sorpresa, miedo y una maravilla que no podía nombrar.

El viento le golpeaba el rostro, enredando su cabello rubio en mechones salvajes que azotaban sus mejillas. Sus manos se aferraron instintivamente a los hombros de Vegeta, sintiendo la dureza de su armadura rota bajo los dedos, y su corazón latió con una fuerza que había olvidado. El bosque pasaba debajo de ellos como un mar infinito, las copas de los árboles brillando bajo la luz pálida del sol, y el cielo, eseNine gris que siempre había sido su techo, ahora estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Está volando, pensó, con la mente girando mientras el aire frío le llenaba los pulmones. Está volando como si fuera un pájaro, como si el cielo le perteneciera. Para Vegeta, era algo trivial, un acto tan natural como respirar, pero para ella, atrapada toda su vida en la tierra húmeda de su planeta, era un milagro que desafiaba todo lo que conocía.

El asombro la envolvió como una ola. Sus ojos verdes recorrieron el horizonte, captando cada detalle —las montañas lejanas, el brillo del río serpenteando entre los árboles— con una claridad que la hizo temblar. Por un instante, el peso de su dolor se aligeró, reemplazado por una sensación que no podía describir: una mezcla de vértigo y fascinación que la hacía sentirse viva, aunque fuera solo por un momento. Miró a Vegeta, su perfil afilado contra el cielo, y vio algo más allá de su furia y su arrogancia: un poder que la dejaba sin palabras, un hombre que parecía arrancado de un sueño imposible. Él no la miró, concentrado en el vuelo, pero ella no pudo apartar los ojos de él, atrapada entre el miedo de caer y la maravilla de estar ahí, suspendida en sus brazos.

El cráter apareció en la distancia, una cicatriz negra en la tierra, y Vegeta descendió con un movimiento brusco, aterrizando con un golpe que hizo temblar el suelo. Soltó a Lirien sin ceremonias, dejándola tambalearse mientras recuperaba el equilibrio, y gruñó algo incoherente mientras se dirigía a los restos de la nave. Ella se quedó quieta por un segundo, con el pelo desordenado y las mejillas enrojecidas por el viento, mirando su espalda mientras el eco de ese vuelo resonaba en su pecho. ¿Quién es este hombre? pensó, con una chispa de algo nuevo —curiosidad, tal vez atracción— encendiendo un rincón de su alma apagada.

El cráter era un caos de metal retorcido y tierra quemada, una tumba humeante que marcaba el fin de la nave de Vegeta. El aire olía a cenizas y cables chamuscados, y el sol pálido del planeta se filtraba a través de las nubes bajas, proyectando sombras afiladas sobre los escombros. Vegeta se arrodilló entre los restos, con las botas hundiéndose en el suelo blando mientras rebuscaba con furia entre las piezas destrozadas. Sus manos, aún marcadas por cicatrices frescas, apartaban fragmentos de metal y vidrio roto, y cada movimiento estaba acompañado por un gruñido o una maldición que resonaba en el silencio del bosque. "¡Maldita sea!" rugió, arrancando un panel del cockpit con tanta fuerza que se partió en dos. "¡Esta basura está arruinada! ¡Completamente inútil en este planeta infecto!"

La nave era un cadáver irreparable. Los motores estaban fundidos, el casco hecho pedazos, y cualquier esperanza de despegar con ella se desvanecía como humo entre sus dedos. Golpeó el suelo con un puño, haciendo temblar la tierra, y el eco de su frustración se perdió entre los árboles. Pero entonces, entre los restos del asiento del piloto, algo captó su atención: un destello verde entre el cuero quemado. Era su scouter, el visor que había llevado en la oreja durante el descenso descontrolado. Por algún milagro —o pura suerte—, se había desprendido en la caída y alojado en una grieta del asiento, protegido de la destrucción total. Vegeta lo tomó con dedos temblorosos, quitándole el polvo y la suciedad mientras lo examinaba. Estaba agrietado, con el cristal rayado y el marco doblado, pero entero. Esto podría funcionar, pensó, con una chispa de esperanza cortando su furia.

Se puso de pie, sosteniendo el scouter frente a él, y presionó el botón lateral con un movimiento brusco. Nada. El visor no emitió su zumbido característico, ni mostró las líneas de datos que esperaba. "¡Vamos, maldita cosa!" gruñó, golpeándolo contra su palma como si pudiera despertarlo por pura fuerza. Presionó de nuevo, con más insistencia, pero el silencio del dispositivo lo enfureció aún más. Un destello de ki brotó de su cuerpo, un aura blanca y crepitante que iluminó el cráter y arrancó chispas del metal a su alrededor. "¡Funciona, pedazo de chatarra!" rugió, con los dientes rechinando mientras el poder escapaba de él en pulsos descontrolados, haciendo temblar las hojas de los árboles cercanos. ¿Qué demonios voy a hacer ahora? pensó, con la mente girando entre la rabia y la desesperación. Sin el scouter, no había forma de contactar a Raditz o Nappa. Estaba atrapado, perdido en este mundo miserable sin salida.

Lirien lo observaba desde el borde del cráter, con los brazos cruzados y el viento agitando su cabello rubio en mechones desordenados. Estaba a unos metros, apoyada contra un tronco, con el vestido raído ondeando ligeramente y esos ojos verdes fijos en él. No había temor en su mirada, ni un parpadeo ante los destellos de ki que habrían hecho huir a cualquier habitante de su planeta. Su rostro era una máscara de indiferencia, como si la furia de Vegeta, su poder crudo y su violencia, fueran solo un espectáculo lejano que no podía tocarla. El vacío que llevaba dentro —la pérdida de su marido y su hijo, el peso de una vida que ya no quería— la hacía inmune a su amenaza, y eso lo golpeaba como un eco que no podía ignorar.

Vegeta se giró hacia ella, con el scouter aún en la mano y el pecho subiendo y bajando por la rabia. Sus ojos oscuros se clavaron en los de ella, buscando algo —miedo, sumisión, cualquier cosa— que le diera sentido a la situación. Pero no encontró nada. Solo esa calma helada, esa falta absoluta de reacción que lo desarmaba.

— ¿Qué estás mirando, mujer? —gruñó, dando un paso hacia ella con el ki aún crepitando en sus puños—. ¡Esto es tu culpa! ¡Tu planeta de mierda no tiene nada que me saque de aquí! ¡Debería reducirte a cenizas por hacerme perder el tiempo!

Su voz era un latigazo, cargada de desprecio, pero ella no se movió. No retrocedió, no tembló, solo lo miró como si sus palabras fueran hojas secas cayendo al suelo.

El silencio se asentó entre ellos, pesado y cortante, y Vegeta sintió algo extraño: una punzada en el pecho, una sensación que no podía nombrar. Por primera vez en su vida, alguien lo enfrentaba sin miedo, sin súplica, y eso lo descolocaba más que cualquier enemigo en el campo de batalla. ¿Qué pasa con esta mujer? pensó, con el ceño fruncido mientras la miraba fijamente. En su mundo, en su vida bajo Freezer, todos temblaban ante él: guerreros, esclavos, incluso Nappa y Raditz en sus peores días. Pero Lirien no. Ella estaba ahí, inmóvil, con esa indiferencia que lo desafiaba sin palabras, y por primera vez, Vegeta sintió curiosidad. No era normal. No era lógico. ¿Qué la hacía así? ¿Qué había detrás de esos ojos verdes que lo miraban como si él no fuera nada?

Gruñó por lo bajo, apagando el ki con un esfuerzo consciente, y bajó el scouter a su lado. Insultarla era inútil; ya lo había intentado, y ella lo absorbía como si no existiera. Pero esa curiosidad, ese destello nuevo en su mente, lo hizo cambiar de táctica. Ella conocía este planeta, sus aldeas, sus recursos. Si quería salir de ahí, si quería hacer funcionar el scouter o encontrar algo útil, la necesitaba.

— Hmph —soltó, con un resoplido que rompió el silencio—. Parece que no voy a matarte todavía, mujer. Vas a ayudarme, quieras o no.

Se giró hacia los restos de la nave otra vez, dándole la espalda, pero su mente no dejó de girar. No entiendo a esta humana, pensó, con una mezcla de frustración y algo más, algo que se negaba a admitir. Pero voy a sacarle provecho.

Lirien lo observó en silencio, con el viento moviendo las hojas a su alrededor. No dijo nada, pero sus ojos no se apartaron de él, atrapados en la figura de ese hombre que era furia y poder, un extraño que despertaba algo en el vacío de su alma.