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..::Debt, love... FIGHT!::..

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Capítulo 1 - Ciento cincuenta y siete millones

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Si me dieran cien yens por cada vez que siento que vivo una injusticia sería rica.

Y eso sería un grandísimo alivio, porque ahora mismo apenas me quedan siete mil yens en efectivo para poder terminar la semana. No me alcanza. Otra vez.

Con un suspiro lastimero vuelvo a meter mi libreta de ahorros dentro de la mochila, bien resguardada dentro de una funda impermeable, que a su vez introduzco en un bolsillo interior con cremallera.

Ciento cincuenta y siete millones.

Paladeo la cifra, como si revolcarme en mi miseria sirviera para algo.

Ciento cincuenta y siete millones.

Aprieto los dientes y me arrebujo en el fino abrigo de segunda mano que compré hace ya más de tres años. Tiene un desgarrón en una de las mangas, y por más que he intentando arreglarlo mis dotes como costurera no distan demasiado de mis dotes culinarias, soy nefasta en ambas.

Ciento cincuenta y siete millones.

Con diecisiete años no me parecía tanto, claro que en aquel entonces no tenía mucha idea de nada; Ni del costo de vivir sola, ni de lo duro que sería trabajar sin descanso, ni de los eventos inesperados que la vida de adulta me tenía reservados. Y de que todo, o al menos casi todo, se soluciona mucho mejor y más rápido si tienes dinero.

Camino con pasos decididos hacia el restaurante, abrimos a las diez y los primeros clientes no tardarán en llegar. La señora O. siempre empieza a cocinar a las seis de la mañana, es por eso que debo apresurarme. Corro el trecho que me resta hasta que estoy delante de las puertas, aún cerradas. Me aventuro por la calle lateral hasta la puerta de la cocina y la golpeo dos veces, espero hasta ver la malhumorada cara de la señora O. que me recibe con su habitual: "Buenos días Akane, date prisa".

No es que la señora O. sea arisca, es que cuando prepara los caldos de ramen está demasiado concentrada como para tener una conversación coherente. Es una cosa que admiro de ella, esa capacidad para abstraerse en su tarea, en su amor por la cocina hasta el punto que todo lo demás deja de existir.

Ese tipo de dedicación es algo que admiro, es algo que echo de menos.

Me dirijo hacia la sala de personal, ato mi cabello largo en una coleta baja y me pongo el delantal del uniforme con un nudo bien apretado a la cintura. Es un día cualquiera, el cielo está encapotado y se anuncian chubascos, seguro que a todo el mundo le apetece un buen plato de ramen.

Y es que aunque el pago sea un poco escaso, este es uno de los pocos trabajos que he podido mantener, ¡Y no es por falta de interés!

Mis cualidades siempre han sido cuestionables, sobre todo en lo que a destreza y equilibrio con una bandeja entre las manos se refiere. Aún me cuesta entender que la señora O. me diera una oportunidad. El primer día tiré casi una quinta parte de las comandas, en realidad fue un milagro que no me echara a patadas.

Supongo que se apiadó de mí. Es la historia de mi vida, sobrevivo gracias a la amabilidad de muchas personas, o a pesar de su empeño por hundirme.

—Akane, ¿puedes abrir? —dice la señora O. desde la cocina, y yo me dirijo presta a abrir las puertas del restaurante, colgar la cortina en la entrada y colocar los carteles en la calle que anuncian una oferta especial para el día de hoy: Extra de huevo y empanadillas gratis.

Mientras termino de colocarlo todo mi teléfono comienza a vibrar de forma insistente en el bolsillo trasero de mis pantalones. Me llevo el aparato a la oreja y lo sujeto con el hombro mientras hago equilibrios con la cortina lateral.

—¿Akane? —reconozco la voz de mi hermana Kasumi al otro lado de la línea.

—Perdona Kasumi, me pillas ocupada —digo terminando de enderezar el cartel.

—¿Y cuándo no lo estás? Te llamaba porque necesito un favor, ¿puedes hacer de niñera este sábado?

—El sábado es cuando más lleno está el restaurante, además ya me había comprometido el domingo temprano en el mercado. Tengo que ayudar con dos camiones de pedidos.

—Yo te pago mejor que esa gente. Ay hermana, no deberías trabajar tanto —Lamenta con un hondo suspiro—. Seguro que ni siquiera estás comiendo bien.

—No voy a cobrarte por cuidar a mi sobrina, y tengo ramen gratis —respondo entrando de regreso al restaurante y situándome tras las barra, abriendo y revisando la caja registradora.

—No puedes comer y cenar ramen, ¡no es sano!

—Por eso lo compenso saliendo a correr —razono satisfecha conmigo misma, pero mi hermana parece estar muy lejos de opinar lo mismo.

—Pásate por la clínica a saludar al menos —dice rendida, yo asiento, como si ella pudiera ver el gesto.

—Prometo ir la semana que viene. Dale recuerdos a Tofu.

Kasumi al fin se rinde a la evidencia.

—Akane… Ya sabes que en realidad puedes dejarlo, ¿verdad?

—Tengo trabajo, hablamos luego.

Dejo el teléfono sobre la barra con más acritud de la que me gustaría. Tomo aire, me golpeo las mejillas para espabilarme y darme ánimos.

"¡Vamos Akane!" —Me grito internamente. No debo perder de vista mi objetivo ni por un solo momento.

Ciento cincuenta y siete millones.

Los primeros clientes no tardan en aparecer y les ofrezco mi mejor sonrisa.

—¡Bienvenidos! —exclamo apresurándome en servir dos vasos de agua y tomar nota.

El trabajo en el restaurante nunca decae, y eso me obliga a estar atenta. Me obliga a no pensar. Cuando ya llevo más de una docena de servicios aparece mi compañero. Miro el reloj, llevamos tres horas abiertos.

—¿Todo bien? —pregunto mientras termino de apuntar una comanda.

—Hoy tenía clases hasta el mediodía, se me olvidó decírselo a la señora O. —dice con una sonrisa de disculpa, sabe que me ha dejado sola, pero tampoco puedo culparle, ¿cómo hacerlo con esa divina sonrisa?

Shinnosuke está en el último año de universidad, apenas le quedan unas pocas asignaturas para graduarse. Además de eso trabaja en el restaurante, pero es que también imparte clases en una academia. Dice que está ahorrando para poder irse de viaje, a dar la vuelta al mundo. Supongo que eso es lo que hace la gente de mi edad con el dinero.

Suspiro intentando que no se me note el terrible problema que me supone enfadarme con él, por más que lo intente.

—Está bien, pero te toca lavar los platos. Date prisa —digo dedicándole yo también una sonrisa coqueta, o al menos intento que lo parezca. Coquetear se me da de pena.

Inmediatamente me invade la vergüenza y me apresuro a atender una mesa que parece haber terminado de comer.

Shinnosuke se viste con un delantal, lleva una camiseta corta que le marca los brazos. No es un chico especialmente musculado, pero a mí me gusta mirarlo llevando las bandejas, también me gusta cuando resopla, o cuando se olvida de qué pedidos van a qué mesa. A su manera es mucho más desastroso que yo.

Hago un breve descanso para comer, la señora O. me sirve un plato de fideos con salsa de soja, arroz y una sopa de miso, el cual devoro como la pobre hambrienta que soy. Cuando termino limpio mi plato y regreso a la tarea.

Cuando me ve aparecer Shinnosuke me guiña un ojo, sé que le alivia que yo también esté en sala. Continuo atendiendo mesas, sacando platos, cobrando cuentas… La tarde cae a la par que mis fuerzas. La campanilla de la puerta vuelve a sonar.

—¡Bienvenid…! —saludo una vez más y a medio camino mi sonrisa se detiene.

La puerta se cierra tras él y parpadeo. Su figura imponente ocupa la totalidad del estrecho pasillo que discurre entre las mesas. Me mira, trago saliva y ocupa una de las banquetas de la barra. Me obligo a mover los pies, tomar unos cuantos platos y llevarlos a la pila, donde Shinnosuke se empeña en sacarles brillo.

—¿Ocurre algo? —pregunta levantando la vista, yo tomo aire. Supongo que pedirle que tome la comanda por mí no es algo que deba hacer.

—No, nada.

Lleno un vaso de agua fría y me dispongo a atender a mi curioso cliente. Tomo aire y me dirijo de regreso a la barra, le sirvo un vaso de agua fría y le miro atenta.

—¿Qué deseas tomar? —pregunto sacando mi libreta, él me mira y parece sopesarlo.

—El especial del día —contesta con una voz juvenil, ligeramente ronca y muy masculina. Yo siento un cosquilleo en las rodillas, pero estoy bastante segura de que se trata de terror.

El chico que ha entrado en el restaurante es claramente un pandillero. Pelo largo recogido en una estrecha trenza, golpes en la cara, pendientes, ropa ancha y llamativa. Todo él parece rodeado de una extraña aura que solo anuncia peligro.

Pero lo peor de todo son sus ojos. ¿Cómo puede un japonés tener unos ojos de ese perturbador color? Azules y acerados, afilados en los bordes, casi suspicaces. Trago saliva y me obligo a moverme.

—Un especial del día —jadeo cuando alcanzo la ventana que da a la cocina, tomo aire, más bien vapor de los efluvios de las ollas y los guisos y cuento hasta cinco, intentando serenarme.

Un luchador, ese tipo raro es un luchador. Estoy segura.

Otro tipo de emoción me invade, un sentimiento desapasionado salpicado de tristeza. ¿Es envidia?

La señora O. coloca un perfecto cuenco de ramen en la barra y un plato de empanadillas, los tomo y me dirijo hacia él. Cuando le dejo la comida delante intento que las manos no me tiemblen demasiado.

—Aquí está, espero que lo disfrutes —digo, y sus ojos esquivos se fijan durante un segundo en mí. Entiendo que me evalúan con una fijeza implacable, con la sabiduría aprendida de una vida que depende de medir bien a los extraños.

—Gracias —dice sin embargo, agarra sus palillos y empieza a comer.

Yo suspiro y me dirijo a atender a los demás clientes, pero siento sus ojos, su poderosa aura que se apodera de todo lo que toca su mirada. Poco a poco el local comienza a vaciarse, Shinnosuke termina con los platos y ayuda a recoger las mesas, lo cual le agradezco mucho.

El extraño chico sigue en la barra, parece que se está tomando su tiempo. Finalmente se levanta para pagar, veo sus manos poderosas sacar una cartera de tela negra con los bordes gastados. Y a pesar del golpe que luce en la mandíbula y de la tirita cerca de su ojo, a pesar de que todo en él me grita que tenga cuidado, en el fondo creo que no debo ser tan superficial como para caer en el truco de juzgar por las apariencias.

Le dedico una gigantesca sonrisa cuando veo que no ha dejado nada en su plato.

—¿Te ha gustado? —pregunto ladeando ligeramente la cabeza.

Y él detiene sus gestos, se humedece los labios y aparta la mirada. Asiente brusco y deja el dinero sobre la barra. Se queda unos instantes pensativo y después se va sin más. Cierra la puerta con delicadeza al salir a pesar de su tamaño y de parecer un bruto pandillero.

Shinnosuke silva a mi espalda.

—Menudo bicho raro —dice mientras continúa barriendo la sala.

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De camino a casa y con la noche bien entrada, repaso mi agenda mental. Si consiguiera cuadrar mejor mis turnos en el restaurante podría tener un tercer trabajo por horas, algo sencillo repartiendo publicidad, aunque sea mal pagado.

Entro en los baños públicos, quedan cerca de la casa de huéspedes en la que ya llevo viviendo seis años. La encargada me saluda mientras yo le dejo los habituales doscientos cuarenta yens. A mí me hace precio especial, a los demás les cobra trescientos veinte. Ella al igual que otros muchos comerciantes del barrio me han cogido cariño por mis circunstancias, y yo no estoy en posición de rechazar dicha amabilidad.

Me quito la ropa y me entretengo en asearme bien, hasta que siento que el olor a jabón se impone al del ramen, hasta que en mí no queda rastro alguno del sudor ni de la dura jornada laboral. Me permito unos minutos de asueto en la bañera, a estas horas estoy sola y suspiro de felicidad. Esto es lo más parecido a un descanso que me puedo permitir.

—Vaya, vaya… Así que es aquí donde se esconden las plebeyas —Oigo esa nauseabunda voz y abro de golpe los ojos.

Que esa maldita bruja venga a molestarme en el único lugar en el que puedo relajarme es el colmo.

—Hola Kodachi, ¿se han roto las ocho bañeras de tu mansión? —pregunto con sorna, a lo que ella arruga el gesto y veo que siente auténtica repulsión por el lugar. Se lleva una mano al rostro y se tapa delicadamente su nariz esculpida a base de bisturí con el dorso de los dedos.

Ha tenido la delicadeza de seguir las normas y solo lleva una toalla anudada al torso. Al menos parece que hoy no viene en busca de pelea física, solo verbal. O eso espero.

Kodachi se sienta en uno de los taburetes con un escalofrío y comienza a asearse, en breve me acompaña en la bañera, y aunque se mete con delicadeza calculada creo que está disimulando una nausea.

—¿A qué has venido? —pregunto en tensión, sé exactamente qué esperar de Kodachi Kuno.

—La chabola en la que vives es terrible, y te pasas el día en ese restaurante que huele a caldo de cerdo. No sé cómo mi hermano pretende que…

—¿Qué quieres, Kodachi? —insisto antes de que siga con su insufrible perorata sobre mi vida.

—Los vecinos se han quejado al administrador, y el administrador me ha transmitido las quejas a mí. Al parecer esa "casa" es un nido de gatos callejeros y la madera está llena de carcoma. Solo vengo a recordarte tus obligaciones.

Cojo aire, trago saliva e intento hablar lo más claramente posible.

—No sé cómo puedo ayudarte, sabes bien que esa casa ya no es mía.

Kodachi se acerca por la bañera, parece una anguila deslizándose por el agua, igual de peligrosa y escurridiza.

—Y tú sabes bien que tienes un acuerdo con mi hermano, ¿cuando piensas cumplirlo?

—Lo estoy intentando —insisto masticando las palabras.

—No lo suficiente.

—El día que tengas que ganar tu propio dinero sin el respaldo de unos padres ricos podrás darme lecciones, pero mientras tanto…

—Mientras tanto ese roñoso dojô se llena de mierdas de gato y termitas —concluye con un matiz de superioridad en sus palabras que obvio solo lo otorga el saber que jamás te va a faltar de nada en la vida, por más que seas una vaga redomada—. No voy a consentirlo.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? —pregunto poniéndome en pie, desnuda ante ella y llevándome las manos a la cintura, ella también se levanta.

—¿Quieres pelear aquí o afuera? —dice hirviendo de ira.

—Fuera —sacudo la cabeza y me dirijo como un rayo a por una toalla, me coloco mis ropas y vuelvo a dejar suelto mi pelo. Esa pirada hace lo propio y ambas atravesamos las puertas de los baños públicos como una exhalación, hasta el recuadro de descampado en construcción que se encuentra a una manzana.

La niña rica se sitúa delante de mí, lleva una bolsa cruzada en el pecho y de ella saca dos mazas de gimnasia rítmica. Por supuesto ya venía preparada para luchar conmigo, lleva sus leggings ajustados y el maillot encima. Es una loca de manual. Con lo cansada que estoy.

—Si venzo hablarás con mi hermano y renunciarás al trato.

—Eso no va a pasar —digo apretando los puños y adoptando una posición de defensa.

Y ataca. La veo venir, es rápida, pero yo lo soy mucho más, esquivo sus mazas que lanza de forma mortal contra mi cabeza y tras agacharme intento encajar un puñetazo en el abdomen, fallo por muy poco.

Kodachi se aleja dando saltitos y vuelve a atacar, esta vez se saca una cinta de vete tú a saber dónde y me golpea con ella, la maldita cinta corta como un cuchillo, eso lo sé bien. La esquivo, pero no sin que antes consiga alcanzarme en la manga de mi viejo abrigo, ruedo por el suelo y chasqueo la lengua. Jadeo al saber que esta vez no va a haber forma de arreglarlo, me acabo de cabrear.

Corro hacia ella y lanzo una serie de golpes encadenados, patadas, puñetazos, consigo golpearle en una mano y suelta la cinta. Da una voltereta hacia mi izquierda intentando huir, pero esta vez no voy a consentirlo, la agarro de un brazo y ejecuto una llave de captura tal y como me enseñó mi padre. Kodachi gime y yo armo un poderoso puñetazo más que dispuesta a estrellarlo en su falsa nariz.

Lanzo el golpe, y me detengo.

El sudor corre por mi sien y un agujero se abre en mi estómago ante las más que factibles consecuencias. No puedo hacerlo, no sin enfrentarme a Kuno. No sin arriesgarlo todo.

Cuando comprende que no voy a golpearla, Kodachi se permite reír con su insufrible gorjeo.

—¿Qué pasa, pobretona? ¿Ya te has dado cuenta que no puedes ganar?

La dejo ir, y ella retrocede. Al menos el instinto no le falla, estoy a una provocación más de mandarlo todo al carajo.

—No quiero verte la cara, Kodachi —digo dándome la vuelta de regreso a la casa de huéspedes. Estoy francamente agotada.

Y en mi cansancio no me percato de que hay una sombra, una persona que ha observado toda la escena con interés y una sonrisa en los labios.

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A pesar de todo salgo a correr.

El sol aún no se ha alzado en el horizonte y el rocío del alba es frío y desolador, formando cúmulos y nubes bajas que apenas me dejan ver mientras avanzo en mi carrera.

Ciento cincuenta y siete millones.

Me detengo como siempre frente a la que una vez fue mi casa, el viejo dojô, el orgullo de mi familia. La propiedad se alza poderosa a pesar de los años, pero en la puerta de gruesa madera hay claveteadas tablas y un aviso de prohibido el paso.

Me cercioro de que nadie me vea y entonces doy un salto y me cuelo en su interior. No lo hago todos los días, pero hoy especialmente tengo la necesidad de saltarme las normas. La visión es desesperante. Los hierbajos han crecido salvajes y las piedras del camino han quedado totalmente ocultas por matojos, hojas secas y basura.

Las puertas están cerradas y clavadas, imposible abrirlas, así que me dirijo hacia la única construcción a la que aún puedo acceder. El dojô tiene una tabla de madera móvil en la fachada, un hueco. Yo misma la partí y reparé antes de que ocurriera todo, y con mis escasos dieciséis años y mis nulos conocimientos de carpintería hice lo que mejor pude. Jamás llegué a pensar que esa madera suelta al fondo de la sala sería tan útil.

La muevo escasos centímetros y la madera cede, veo el agujero. Es un hueco escaso, pero a mí me sobra. En un instante estoy de regreso en mi hogar.

El dojô huele a madera vieja, a cerrado. Está oscuro y dudo que si doy la luz se prenda, en todo caso no necesito que los vecinos vuelvan a llamar alarmados a Kuno, así que me muevo en las penumbras con la seguridad de hacerlo en un lugar conocido.

Suspiro mientras mis pies hacen crujir las familiares maderas, en la penumbra previa al amanecer comienzo a practicar mis katas. No se me han olvidado, así como el sentimiento del arte, la concentración de la pelea. Eso es lo que más echo en falta, regresar a mi dojô, limpiarlo y entrenar en él. Ahora tengo que conformarme con hacerlo en descampados al refugio de las primeras horas del día.

Termino minutos después y con un suspiro silencioso me despido de mi hogar. Vuelvo a caer en la calle y regreso hasta mi habitación al trote, no sin antes una visita breve a los baños públicos.

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Me apresuro a abrir el restaurante, y agradezco la rutina. Es sábado y los sábados tenemos muchísimo trabajo.

Shinnosuke llega tarde para no variar.

Me da tiempo de sobra para colocar las mesas y las sillas, sacar los carteles, actualizar la oferta del día (hoy con tempura de calabaza y tofu de pescado), limpiar la barra, reponer los servilleteros y los palillos.

Mi compañero de trabajo aparece casi una hora más tarde, y me desarma de nuevo con esa maldita sonrisa y sus ojos dulces.

—Perdona, me quedé hasta tarde estudiando —dice, y sus ojeras le delatan, cómo culparle si él también está trabajando duro por cumplir sus sueños.

—Hoy no puedes dejarme sola en la sala, es sábado —Le echo una ligera reprimenda, la cual acepta con su buen humor habitual.

—Lo sé, ¿quieres fregadero o solo mesas? —pregunta mientras se dirige al fondo del restaurante para cambiarse.

—Mesas —contesto agradeciendo que me libre del suplicio de limpiar los platos.

Y al poco empieza la acción. Los clientes llegan en un goteo continuo desde primera hora de la mañana, para el medio día el restaurante es un maremagnum de cuencos de ramen, comandas, platos en la pila y vasos de bebida. No tengo tiempo ni de comer, mucho menos de sentarme ni cinco minutos.

Pasa del medio día cuando de nuevo él aparece. Tiene nuevos golpes en la cara, y viste una camisa ancha y desabotonada. Sus cabellos revueltos y atados en una trenza indómita, y me mira.

—Bienvenido —Le sonrío, y él cabecea mientras vuelve a ocupar un lugar en la barra, un sitio individual.

—El tipo raro ha vuelto —escucho murmurar a Shinnosuke a mi espalda, y yo frunzo el ceño, me quedo con las ganas de decirle que no debe hablar mal de los clientes.

Echo los hombros hacia atrás y me aproximo a él con un vaso de agua fría.

—¿Qué va a ser hoy? —pregunto intentando que la fatiga no transparente en mi sonrisa ni en mis gestos, él se aclara la garganta.

—El especial del día —dice con su voz masculina y áspera.

—Marchando —respondo girándome con la comanda. Enseguida le sirvo lo acordado, y él me mira en silencio y después se dedica a comer con envidiable apetito. Mi estómago ruge traidor, él se detiene y frunce el ceño mientras me evalua.

—¿No has comido? —pregunta, y yo me sonrojo sin poder evitarlo. Que un desconocido se preocupe por mi salud es caer muy bajo.

—No he tenido tiempo… Los sábados hay mucho trabajo —Me excuso intentando no encontrarme con esos afilados ojos azules. Él revuelve pensativo su plato con los palillos y yo doy un paso atrás recuperando mi sonrisa—. Si me disculpas, tengo comandas.

Y me voy sin esperar una nueva respuesta, ¿qué debe haber pensado de mí? ¿Que soy una pobre muerta de hambre en un trabajo con una paga miserable? En cuanto se vaya el grueso de la clientela le pediré algo de la cocina a la señora O. Desde luego que no voy a desmayarme de hambre, estoy acostumbrada a los apuros.

El pandillero se levanta al rato y deja el dinero en la caja cerca de la barra. Se gira antes de salir por la puerta y yo le despido con una educada inclinación de cabeza. No doy un bocado hasta varias horas más tarde.

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El domingo es aún peor.

Mi trabajo en el mercado consiste en ayudar a varios puestos de frutas y verduras descargando camiones y colocando la mercancía. Es un trabajo duro, pero pagan bastante bien, además, el esfuerzo de levantar y transportar las cajas mantiene mis músculos en perfecta forma física. Es como ir al gimnasio durante cinco horas seguidas, o eso me digo a mí misma mientras termino de vaciar el último camión y me paso una toalla por la frente.

El transportista me tiende el habitual sobre.

—Trabajas duro para ser una chica —dice mientras se enciende un cigarrillo, yo le asesino mil veces con la mirada pero me muerdo la lengua. Necesito el dinero, no puedo permitirme lujos como responder a una letanía machista.

Cuento los billetes.

—¿Nos vemos la semana que viene? —pregunto guardándome el sobre en los pantalones, él asiente y regresa a su camión.

—Akane —Una de las mujeres de los puestos de verduras me hace señas, me acerco y me entrega una bolsa llena de verduras frescas—. Toma, llévatelo a casa, también hay naranjas —dice guiñándome un ojo, yo sonrió radiante.

—¡Muchísimas gracias! —exclamo inclinándome y emprendo el camino de regreso deseando quitarme el sudor en los baños públicos. Pero no tendré tanta suerte.

Justo antes de llegar, aún con el sudor pegado a mi piel y mientras la tarde cae apacible encuentro a la última persona que me gustaría ver. Y me está esperando.

—No es buen momento, Kuno —digo intentando ignorarlo y pasar de largo, pero él sólo tiene que interponerse para frenar mi avance. Es mucho más alto que yo, pero si mi vida no dependiera de él estoy bastante segura de que podría tumbarlo en un combate justo.

Viste impecable, con su traje de ejecutivo y su perfecto abrigo de paño, sin arrugas ni manchas. Hasta sus zapatos parecen recién lustrados.

—Has estado evitando mis llamadas —dice con aparente dolor, pongo los ojos en blanco y me cruzo de brazos.

—Estoy agotada, di lo que tengas que decir y deja que me vaya —suplico con aburrimiento.

—Entonces iré directo al grano: Has entrado en el dojô.

Intento que en mis facciones no trasluzca mi estupor, me atuso el pelo intentando ganar tiempo.

—No sé de qué estás hablando —miento sintiendo la bilis en la boca, ¿cómo se ha enterado?

—Puse cámaras, los vecinos se han estado quejando de algunos "gatos" callejeros. Diría de una gatita en particular.

—Lo dudo mucho —concluyo con ganas de cerrarle la boca, me muerdo los labios e intento esquivarle, pero él me detiene. Su mano se cierra sobre mi brazo y me oprime, sin dejarme ir.

—Pareces una vagabunda —dice mirando mi aspecto sudado, la manga de mi abrigo rota, mis zapatillas deportivas gastadas. Sé que todo lo que ve le espanta, y eso me alegra muchísimo.

—Cortesía de tu hermana —contesto intentando liberarme, él me suelta, en el fondo entiende que no debe cabrearme.

—No tiene por qué ser así, ya lo sabes —dice con un tono de voz dulce, melosa, aproxima una mano a mi mejilla que yo aparto con repulsión—. Podríamos llegar a un acuerdo mejor.

—En tus sueños, Kuno —escupo, es el enésimo insulto. Harta, estoy harta. Me alejo por la calle cuando le escucho alzar la voz.

—¿Cuánto has conseguido ahorrar en estos años? ¿Diez? ¿Quince millones? Sabes que no es suficiente, Akane Tendô. En algún momento lo entenderás, y yo estaré esperándote.

Intento no escucharle y echo a correr. Estoy cansada, estoy sucia, tengo hambre. Corro hasta que estoy segura de haberle dado esquinazo.

Ciento cincuenta y siete millones.

Ese es el precio que acordé con Kuno Tatewaki por mi casa y mi dojô. Con diecisiete años me pareció una cifra igual de enorme que cualquier otra y pensé en mi estúpida candidez que solo me llevaría unos años reunirlos.

Kuno se equivoca, no tengo ni diez ni quince millones, tengo casi veinte. Ahorro cada mísero yen que cobro e intento no gastar ni uno, y este es el resultado. Aún insuficiente. Si tan solo hubiera un banco que quisiera financiarme las cosas serían bien distintas, pero a una mujer joven, soltera y con trabajos precarios nadie le da un crédito.

No me hago ilusiones, sé que aún me queda mucho trabajo por delante, pero si me esfuerzo, si insisto y no desfallezco lo conseguiré.

Regresaré a casa.

Me detengo, la frustración corre dentro de mí como un río, la siento imparable. Aprieto los puños y descargo toda mi ira, todos mis días, sueños y sudor contra uno de los postes de alumbrado. Siento el golpe contra mis huesos, el crujido contra mi piel. Retiro mi lastimada mano y aprieto los dientes.

No puedo pegar a Kuno, así que de momento tendré que conformarme con esto.

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—Akane, ¿puedes abrir? —La señora O. me avisa desde la cocina, yo sonrío como todos los días.

—Ya voy —digo con mi canturreo alegre, Shinnosuke vuelve a llegar tarde.

Me duele la mano derecha. Me la he vendado en un intento de ocultar la piel abierta de los nudillos, las heridas y los moratones. No me he tomado ningún analgésico, tampoco es como si los fuera a comprar solo por una mano lastimada. Coloco los carteles afuera, pongo uno bien grande con el especial del día.

Me llevo las manos a la cintura y miro mi trabajo satisfecha, hoy también hará frío, seguro que vendemos un montón de ramen.

La jornada da comienzo y las órdenes no tardan en llegar. Los boles de ramen se acumulan en el fregadero mientras yo hago equilibrios con la bandeja entre mis manos e inevitablemente termino por empaparme los vendajes en la pila. Chasqueo la lengua ante el escozor de las heridas. Aún así no tengo tiempo que perder, alzo la vista cuando escucho la puerta abrirse y me encuentro con los afilados ojos azules de mi curioso cliente.

—Bienvenido —intento sonreír saliendo de detrás de la barra. Me seco las manos en el delantal con un pequeño quejido, y justo entonces Shinnosuke se digna a hacer acto de presencia.

Cierra la puerta de prisa y pasa a mi lado.

—Te lo compensaré —susurra a mi oído, consiguiendo que me sonroje, pero le miro terca, sin querer renunciar a mi enfado ni a mi mal humor. Tomo aire, lleno un vaso con agua y se lo pongo delante al misterioso luchador, el cual no parece haberse perdido ni un solo detalle de nuestra conversación.

—¿Qué va a ser? —pregunto, y su mirada viaja desde el vaso, después a mi mano vendada y termina en mí.

—Estás herida —señala lo evidente, yo oculto el brazo a mi espalda y mi boca se vuelve una línea recta.

—Tú también —respondo alzando el mentón, refiriéndome al moratón de su mandíbula y a las tiritas que tiene junto al ojo izquierdo.

—¿Cómo te has hecho esas heridas? —insiste, yo esquivo su mirada. No sé si es curioso o un maleducado.

—Me peleé con un poste, ¿y tú?

Él se ríe, y lo hace con una sonrisa tímida y para mi turbación, perfecta.

—Yo solo me peleé —confiesa sin quitarme ojo—. Tu compañero no es muy puntual… —continúa señalando a la puerta de servicio por la que ha desaparecido Shinnosuke, yo me encojo de hombros, es imposible negar lo evidente.

—Es que está ocupado.

—Tú también lo estás —medita torciendo la cabeza en un gesto que se me antoja felino, peligroso. No entiendo cómo he dejado que nuestra conversación llegue hasta este punto, pero me aclaro la garganta e insisto.

—¿El especial del día? —pregunto con mi mejor sonrisa fingida, él gruñe con voz ronca, en un tipo tan grande ese sonido debería intimidarme, pero no lo hace ni un poquito.

—Sí —concluye rendido, no sin antes volver a mirar hacia la mano que intento ocultar.

La señora O. me hace entrega en seguida de un bol hasta arriba con extra de fideos, otro bol de arroz y tempura de berenjena.

—Señora O., era una orden especial del día. No lleva extra de fideos ni arroz —digo confundida, la señora O. alza una ceja como si la que no se enterara de los pedidos fuera yo.

—Es un cliente habitual, y es obvio que necesita energía.

—Ha venido tres veces —suspiro tomando los platos sobre la bandeja, con la jefa no vale la pena discutir, ella sabe cómo cuidar su negocio. Llevo la comanda al pandillero y él mismo se sorprende por la cantidad—. Invita la señora O. —aclaro con un cabeceo hacia la cocina, él suaviza su afilada mirada.

—Quítate las vendas, están empapadas. Así solo conseguirás que se te infecten las heridas —dice con voz autoritaria, lo peor es que sé que tiene razón.

—Lo haré en mi descanso.

—Ah, ¿tomas descansos? —sonríe como si acabara de contarle un chiste. El muy imbécil parece creer saberlo todo sobre el restaurante con haber aparecido un par de veces.

—Cuando tengo tiempo.

—Tu compañero sí toma sus descansos —dice mordaz, y yo casi pego un brinco en el sitio ante la impertinencia, ¿qué está insinuando?

—Cómete los fideos, se van a quedar blandos —concluyo girándome para atender otras mesas, y eso no parece hacerle ninguna gracia ya que le escucho mascullar una maldición cuando me estoy alejando.

Se lo merece por entrometido. Es mi pequeña victoria del día, hacer enfadar a un tipo enorme, a un luchador de aspecto terrorífico. Al poco me giro para mirarlo discretamente, se me antoja como una pantera de portentosa musculatura, todo contenido debajo de esas ropas anchas que no consiguen ocultar su anatomía. Y como si supiera exactamente lo que estoy haciendo él también se gira, y me caza como el depredador que es, nuestros ojos se encuentran y parece sorprendido.

Mi corazón salta un paso, sin saber por qué enrojezco y me apresuro a limpiar una mesa. El bochorno es tan grande que solo quiero que me trague la tierra. Me escondo unos minutos en la cocina y espero a que se termine su ramen y se marche de una vez.

—Akane, ¿te estás escondiendo? —pregunta la señora O., yo me llevo un dedo a los labios intentando que me siga el juego, pero lamentablemente su gesto de advertencia me hace salir de nuevo a la sala arrastrando los pies.

Y él se ha marchado. Por un lado siento alivio, y por otro muy distinto algo parecido a la desazón. Shinnosuke está atendiendo a unos clientes que acaban de entrar y yo voy hacía su habitual sitio, ese que ocupa en una banqueta en la barra y retiro los platos vacíos. Al levantar el bol encuentro una servilleta de papel con algo escrito.

"Límpiate la herida AHORA"

Alzo las cejas mientras vuelvo a leer el mensaje, inmediatamente siento el picor de mis nudillos, la piel irritada debajo de la venda. Me guardo la servilleta en el bolsillo del pantalón y me tomo un descanso. Por más que me fastidie, ese tipo sabe de lo que habla.

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..

—¿No te importa cerrar? Es que mañana tengo que entregar un trabajo —dice Shinnosuke con su habitual mirada de cordero. Yo pongo los ojos en blanco, se supone que le pagan lo mismo que a mí. En todo caso no sé a quién engaño, soy débil a sus palabras amables—. Te debo una, dime qué quieres a cambio —dice serio, y se me ocurren tantas, tantas cosas.

—Un helado —contesto sin embargo, enrojeciendo hasta la raíz del cabello—. Hace meses que no tomo un helado.

—¿Sólo eso? —sonríe satisfecho por el trato—. Bien, el próximo domingo…

—Los domingos trabajo en el mercado —Le interrumpo rápidamente.

—Pues pasado mañana, cuando cerremos a las siete —prosigue.

—Ah, ese día debería ir a ver a mi hermana, llevo semanas sin hacerle una visita —razono llena de congoja—. ¿Qué tal el martes de la semana que viene? Aunque cerremos a las nueve hay un par de sitios que…

—Ese miércoles tengo un examen —dice él frunciendo el ceño.

—Oh, bueno, entonces más adelante.

—Eso, más adelante —sonríe mientras se despide y sale por la puerta, yo me dejo caer en una banqueta, ¿qué mierda ha sido eso? ¿En serio mi vida es tan triste que ni tiempo tengo de aceptar una invitación para tomar un postre?

Simplemente patético.

Me golpeo las mejillas intentando recuperarme, la señora O. también se ha marchado, así que limpio las mesas, coloco las sillas encima, barro todo el establecimiento y después friego bien. Para cuando quiero darme cuenta ya son pasadas las diez de la noche. Huelo a sopa y hoy solo he comido tres bocados de unas empanadillas que sobraron.

Me quito el delantal, me pongo mi viejo abrigo, apago las luces.

Ciento cincuenta y siete millones.

Tomo las llaves, me echo mi mochila al hombro.

Ciento cincuenta y siete millones.

¿Cuántos años son? Cuento con los dedos, me duele la mano. La sangre transparenta a través de la venda seca, pero al menos ya no escuece.

—Diez, veinte, treinta… cuarenta años —concluyo terminando de echar cuentas.

No es suficiente, ni aunque ganara el triple lo sería. Es imposible y llevo sabiéndolo demasiado tiempo, pero jamás me he permitido caer en la desesperanza, porque si me rindo ahora… Si tiro la toalla todo mi esfuerzo habrá sido en vano.

Kuno no lo permitirá, no dejará que tarde otros cuarenta años en devolver la deuda, eso también lo sé.

Solo quiero pisar el suelo de madera de mi dojô, quiero regresar a esa casa donde un día fui feliz con mi familia; con mi madre, con mi padre y mis hermanas. Necesito volver.

Algo cae desde mi rostro hasta el suelo, me llevo una temblorosa mano a la mejilla y observo con estupor que se trata de una lágrima.

¿Aún puedo llorar? Pensaba que había perdido esa capacidad hacía mucho tiempo. No he vuelto a derramar una lágrima desde el día que nos expulsaron de nuestra casa, hace ahora ocho años.

Salgo del restaurante y cierro la puerta, para cuando giro la llave ya no puedo ver nada.

Es como mi enfado, como ese río, sólo que peor. Es una compuerta que desborda, una emoción que crece y se derrama, siento que todas las lágrimas que llevo guardándome años se precipitan desde mis ojos hasta alcanzar el frío suelo de asfalto.

Qué lamentable. Me guardo las llaves en el bolsillo y me paso la manga del abrigo por la cara intentando detenerlo, pero es imposible, ahora que por fin ha empezado ya no lo puedo parar.

Me encorvo sobre la puerta intentando que pase cuanto antes, que el silencio nocturno engulla mi tristeza, que se lo lleve todo y me deje serena, seca y sola.

—Estoy harta —gimo apretando los dientes, sintiéndome caminar cerca del abismo. No quiero caer, no puedo romperme. Necesito volver a casa.

Resbalo hasta el suelo y me froto fuerte los ojos intentando espantar las obstinadas lágrimas, pero estas regresan mientras mi respiración se torna rápida por mis patéticos gimoteos. Y es entonces cuando percibo la sombra.

No sé cómo no me he dado cuenta antes, porque es enorme. La oscuridad oculta sus facciones, pero no sus andares ágiles. Se agacha a mi lado y me mira lleno de genuina preocupación.

El pandillero tiene el ceño fruncido en un gesto férreo, alza una mano pero se detiene, yo me siento como su presa, un pobre animal herido.

Aprieta los dientes y resopla.

—Vas a ser un problema —dice frustrado.

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¡Hola a todas!

También tendréis disponible en esta plataforma el nuevo trabajo que Isabelescask y yo estamos realizando de forma conjunta.

Para la experiencia completa con todas las preciosas ilustraciones, por favor visitad:

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Gracias por todo el amor y los comentarios!

NOTA DE LA AUTORA.

Cuando vi por primera vez los fanarts de Isabel me emocioné mucho. Eran refrescantes, vívidos y llenos de expresión. Una historia había nacido en su cabeza, y ella la transformaba en imágenes de manera prodigiosa. Es algo que siempre he admirado mucho, la capacidad del artista para dibujar las imágenes que imagina. Yo carezco de habilidad para dibujar, y mis dotes como escritora se circunscriben al fanfiction, es por eso que cuando se presentó la oportunidad de llevar esas imágenes a un fic me llené de dudas. Me sentía responsable de las ideas de otra persona, y eso era un concepto nuevo, pero al mismo tiempo representaba un reto.

Le di muchas vueltas, pedí consejo a mis betas (SakuraSaotome y Lucita-chan) y escribí ideas a vuelapluma, hasta que finalmente pude presentarle a Isabel el concepto y las líneas argumentales que estructuran esta historia. No sé si me siento orgullosa de este trabajo, aún no desde luego, porque siento que he afeado los preciosos y frescos dibujos de Isabel, dotándolos de una carga de drama y sufrimiento que sustentan una trama con ángulos afilados, aunque no exenta de humor y romance.

Espero que nos acompañéis en esta aventura, yo estoy deseando ver hasta dónde nos lleva.

Lum

NOTA DE LA ILUSTRADORA.

¿Se imaginan mi emoción cuando mi escritora favorita de RanAkane se ofreció a escribir este fanfic? ¡UUUFFF! Creó todo un universo de tres escuetos renglones que tenía y unos cuantos sketches sin sentido. Y así que aquí estamos, con un proyecto divertido entre las dos, escribiendo y dibujando, creando un fanfiction/fanart por puro amor a Ranma.

Espero que las ilustraciones lleguen expresar lo que Lum escribe, y también espero ir mejorando conforme vayan avanzando los capítulos.

Disfruten mucho esta historia, que le hemos puesto mucho amor.

Isa