Los personajes y esta versión no me pertenecen, el creador es Sir Arthur Conan Doyle y la adaptación de la BBC. Solo el argumento es de mi autoría.

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Por: GeishaPax

IV: El arte de lo no planeado

La mañana londinense llegaba cubierta por un velo gris, tan suave como la manta que Irene llevaba sobre las piernas. Estaba sentada en el sofá de Baker Street, una taza de té tibio en la mesa y una serie de sobres frente a ella, tan insistentes como el hombre que los enviaba. Tomó uno, de papel grueso y letras doradas que pretendían ser elegantes.

-Convocatoria privada a audiciones para La Duquesa Perdida -leyó en voz alta, con tono sardónico-. Producción de la Royal Company. Teatro musical.

Hizo una pausa, observando la misiva como si fuera una criatura absurda.

-Harold Colridge realmente cree que soy una mujer con tiempo para coreografías -añadió, dejando escapar un suspiro.

Sherlock, que desde hacía minutos giraba su violín entre los dedos sin intención real de tocarlo, alzó la vista. Estaba sentado en su sillón habitual, el cuerpo ligeramente encorvado hacia adelante, estudiándola con atención apenas disimulada.

-¿Cantaste alguna vez? -preguntó con tono neutro.

-En el baño. En clave menor.

Ella dejó la invitación a un lado como si quemara, como si la posibilidad de volver a los escenarios, aunque tentadora, fuera también un eco de una vida demasiado lejana. Sherlock no dijo nada por un instante. Solo giró ligeramente la cabeza hacia la ventana, donde una luz gris azulada se colaba por los visillos.

-Hace buen clima -dijo finalmente-. O eso dice el pronóstico.

Hubo un silencio, uno de esos que en otros les habría resultado incómodo, pero que entre ellos vibraba de forma diferente, como una cuerda a punto de ser pulsada.

-Podríamos salir. Caminar. Sin destino.

Irene giró el rostro hacia él, con una ceja arqueada, los labios apenas curvados. Había sorpresa en sus ojos, y algo más suave también, casi imperceptible.

-¿Esto es parte del plan? -preguntó- ¿O me estás pidiendo una cita?

-No -dijo él, y luego, como si esa única palabra no fuera suficiente, añadió-: Es decir... no como parte de la farsa. Solo pensé que... tomar aire podría ser útil. Y tú y yo no hemos salido como... personas normales.

Ella lo miró durante un largo instante. No se rió, no ironizó. Solo lo observó. Luego, con la misma naturalidad con la que se ajustó el abrigo, dijo:

-Personas normales. Qué concepto tan lejano para nosotros dos.

Y se puso de pie.

-Vamos. Pero si empiezas a analizar el paso de cada transeúnte, te abandono en el parque.

-Negociado -respondió él, sin poder evitar el amago de una sonrisa.

Juntos salieron de Baker Street por primera vez en semanas sin disfraz, sin plan ni amenaza inmediata. Solo dos figuras caminando hacia un Londres frío, bajo una fachada de normalidad que, al menos por ese momento, ninguno de los dos quiso romper.

Caminaron en silencio al principio, pero no era incómodo. Irene mantenía las manos en los bolsillos de su abrigo y Sherlock, con las suyas cruzadas a la espalda, avanzaba a su ritmo habitual: un poco más lento de lo necesario, como si midiera el peso de cada paso.

Llegaron a Regent's Park. No había multitudes, solo el murmullo tenue de las hojas y el sonido lejano de un saxofón, tocado por algún músico callejero fuera de vista. El aire olía a tierra húmeda, a flores que se rehusaban a morir con la estación.

-Nunca me gustaron los parques -murmuró Irene.

-Porque son previsibles o porque son públicos -replicó Sherlock sin mirarla.

Ella sonrió.

-Ambas. Pero ahora... no lo sé. Supongo que aprecio lo que antes me parecía aburrido.

-¿Y eso es madurez o fatiga?

-¿Y tú lo preguntas como científico o como hombre?

Hubo una pausa. Él entrecerró los ojos como si analizara la pregunta desde distintos ángulos.

-No estoy seguro. Últimamente confundo ambas cosas -admitió.

Caminaron hasta una banca de hierro forjado, apartada, con vista a un pequeño estanque. Irene se sentó primero, Sherlock después, con unos centímetros de distancia entre ellos. No se miraban, pero compartían el mismo paisaje.

-Harold Colridge no se detendrá, ¿verdad? -preguntó ella, aún mirando el agua.

-No. Tiene una idea fija, y esas son peligrosas. Sobre todo si se combinan con dinero y necesidad de titulares.

-No quiero volver a ser nadie más -dijo Irene en voz baja-. Me gusta esta versión. Clara Steephens me permite respirar.

-Y sin embargo, eso también es una mentira.

-Como todos los nombres.

Sherlock asintió.

-¿Quieres desaparecer de nuevo?

Ella negó despacio.

-Esta vez no. Pero tampoco quiero que me aplaudan por una máscara.

-Entonces... -él giró apenas el rostro hacia ella-... déjales ver otra cosa. No la cortesana, no la fugitiva. Algo real.

-¿Y si no saben apreciarlo?

-Que se jodan.

Ella se rió, la risa suave y sin reservas, como hacía mucho no lo hacía.

-Qué romántico, Holmes.

-Estoy haciendo mi mejor intento.

El viento movió su cabello, él desvió la mirada. Algo se estaba desmoronando y construyendo a la vez entre ellos, pero ninguno estaba listo para nombrarlo aún. Y eso estaba bien.

Porque por primera vez, ni Sherlock Holmes ni Irene Adler sentían la necesidad de correr.

El sol caía entre los árboles con una delicadeza inusual para Londres. Sherlock jugaba con una hoja seca entre los dedos, absorto en la textura, mientras Irene descansaba la espalda en la banca, la mirada en el cielo sin decidir si hablaba o no.

-¿Te das cuenta que esta es la primera vez que salimos sin una excusa profesional? -dijo al fin, sin cambiar de postura.

-Lo noté en cuanto salimos por la puerta. El silencio no era de tensión... era desconocido.

-Y aun así viniste.

-Porque lo desconocido no siempre es una amenaza. A veces es... una variable interesante.

Ella giró ligeramente el rostro hacia él, como tanteando si podía sondear más allá de la frase.

-¿Interesante, como un caso?

-Interesante como una pregunta sin resolver.

-Sherlock -dijo con suavidad, casi un suspiro-, no estoy segura de cuánto más pueda sostenerme entre los márgenes de este plan. Me estás cuidando y eso es... nuevo. Pero a veces no sé si es por mí o por la necesidad de que todo funcione.

Él no respondió de inmediato. La hoja entre sus dedos ya estaba hecha trizas.

-No eres una misión, Irene. Eres... un eco constante en mi pensamiento. Incluso antes de que reaparecieras.

Ella bajó la mirada. Eso no era una declaración, pero tampoco era nada.

-Y tú -dijo ella, con voz más baja-, tú eres el único hombre que ha hecho que me cuestione mi habilidad de fingir.

Sherlock la miró entonces, como si ese comentario le hubiese quitado el aire un segundo.

-Entonces estamos en equilibrio -murmuró.

-¿O en peligro?

-A veces es lo mismo.

Un instante después, ella se inclinó hacia él, no para besarlo, sino para apoyarse apenas en su hombro. Él no se movió, ni para alejarse ni para corresponder. Pero su cuerpo no se tensó.

Por un momento, solo fueron dos personas sentadas en una banca, en un parque cualquiera, bajo la luz honesta del atardecer.

Y para ellos, eso ya era un pequeño milagro.

-Sherlock... -Irene rompió el silencio sin apartarse de su hombro-. Necesito saber qué somos.

Él tragó saliva. No era una pregunta que no esperara, pero la palabra somos le quemaba de una forma distinta. El plural lo obligaba a reconocerse en algo más allá de sí mismo.

-¿Qué somos? -repitió él, sin sarcasmo, casi con una extrañeza real-. La respuesta inmediata sería... compañeros en una construcción estratégica de una narrativa útil. Pero eso no es lo que preguntas.

-No. Eso no. Me refiero a nosotros, cuando nadie está mirando.

Ella se incorporó apenas para poder verlo de frente. Sus ojos no tenían truco ni artificio. Tampoco exigencia. Solo esa necesidad humana de definir terreno cuando se siente que se camina a ciegas.

-Sé que las muestras de afecto... lo físico fuera de un contexto funcional o teatral, no te son naturales -dijo Irene con una calma difícil de sostener-. Pero también sé lo que pasa cuando estás cerca y decides dejar de pensar. Cuando tu cuerpo responde antes que tu cerebro. Y no estoy hablando de juegos ni de roles.

-Lo sé. -Su voz fue baja, casi una rendición-. Contigo... eso se desarma. El control, la lógica, el filtro.

-Y conmigo tampoco hay personaje -continuó ella-. No soy La Mujer. No soy la sombra que engañó a reyes ni la que escapa del escándalo. Contigo no quiero dominar nada. Solo quiero existir.

Un silencio pesado se instaló entre ellos. Esta vez no era incómodo, pero sí afilado. Como una hoja detenida justo antes del corte.

-A veces... me aterra lo que despiertas en mí -dijo Sherlock, apenas audible-. Porque no puedo categorizarlo. No hay plan para esto.

Irene sonrió con una dulzura inesperada, que en ella parecía aún más rara que una mirada seductora.

-A mí también me da miedo -respondió-. Y no quiero que me toques solo porque estás excitado. Quiero saber que, aunque te cueste, también puedes elegirme con ternura. No para la estrategia. Para ti.

Sherlock no dijo nada, pero su mano -insegura al principio- buscó la de ella sobre el banco. No fue un gesto elegante ni instintivo. Fue torpe. Humano.

Ella la sostuvo con fuerza suficiente para que supiera que lo había hecho bien.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, respiraron juntos sin la presión del espectáculo.

El murmullo de la ciudad apenas alcanzaba a colarse por el parque semivacío. Todo parecía suspendido, como si Londres, por un instante, respetara ese raro equilibrio entre dos seres acostumbrados al caos.

Fue entonces que un crujido entre los arbustos interrumpió la calma. Irene giró levemente la cabeza, alerta pero sin sobresalto. Sherlock, en cambio, reconoció la silueta antes de que emergiera por completo de la penumbra.

-Barnaby -dijo sin levantarse-. No deberías estar aquí si no es importante.

El hombre que apareció era delgado, sucio, envuelto en capas de ropa que parecían contener tanto el invierno como años de abandono voluntario. Pero sus ojos estaban vivos. Demasiado vivos. Y se fijaron directamente en Sherlock con urgencia.

-Lo sé, señor Holmes. Pero... esto no podía esperar.

Irene se irguió con más atención, mientras el vagabundo extendía un sobre arrugado que sacó de su abrigo. Sherlock lo tomó con rapidez, sintiendo ya la tensión en el aire.

-¿Qué es esto? -preguntó, examinando el sello sin abrirlo aún.

-Una carta. No firmada. Pero la manera de escribir, el código... Es como las antiguas comunicaciones de él.

Sherlock levantó la mirada.

-¿Moriarty?

Barnaby asintió con un estremecimiento casi imperceptible.

-O alguien que quiere que pienses que lo es. Hay más movimientos en las sombras. Silencios que no cuadran. Ruidos que no deberían existir.

-¿Dónde encontraste esto?

-Un niño de mi red lo interceptó cerca de una estación. Iba dirigido a ti. Conocía la ruta exacta por donde pasabas.

Irene frunció el ceño. La complicidad del momento anterior se evaporó, sustituida por la tensión conocida. Aquella que tenía que ver con peligros reales, enemigos invisibles y juegos mortales.

-¿Lo has leído? -preguntó ella.

Sherlock miro al vagabundo que solo negó. Luego rompió el sobre con cuidado y extrajo una hoja pequeña. Su mirada descendió sobre el papel, y la expresión que le siguió no fue de sorpresa. Fue algo más oscuro. Un reconocimiento. Una amenaza familiar.

-¿Qué dice? -susurró Irene, adelantándose apenas.

Sherlock respondió sin alzar la vista:

-"El juego continúa. El público ya está mirando. Sonríe."

Barnaby dio un paso atrás, como si su parte del trato ya estuviera cumplida.

-Hay más. Puedo seguir buscando. Pero si él ha vuelto... señor Holmes, usted ya sabe: nadie está a salvo del todo.

-Nadie lo estuvo nunca -respondió Sherlock con frialdad.

Irene lo miró. Ya no como a su extraño compañero emocional. Sino como al hombre en guerra con fantasmas que nunca mueren del todo.

-Volvemos a casa -dijo ella en voz baja-. Pero esto... esto no lo dejamos pasar.

Sherlock guardó la nota con cuidado. El juego había cambiado. Otra vez.


De regreso al 221B, el silencio entre ellos no era incómodo, pero sí espeso. Ambos procesaban la nota. Irene, en el asiento junto a Sherlock, no apartaba la vista del reflejo de las luces en la ventana del taxi. Él, en cambio, la observaba de reojo, debatiéndose.

Cuando entraron al piso, Sherlock dejó el abrigo colgado y fue directo al escritorio. Irene, aún tensa, lo siguió con la mirada, percibiendo que algo se estaba gestando.

-No es solo la nota, ¿verdad? -preguntó ella.

Sherlock tardó un segundo. Luego, sin mirar atrás, respondió:

-No. No lo es.

Sacó un archivo del cajón inferior del escritorio. Lo sostuvo un instante entre las manos. No era muy grueso, pero sí antiguo. Polvo acumulado. Esquivado muchas veces.

Se volvió hacia ella, y por primera vez en esa noche, bajó la guardia.

-Irene... hay alguien con quien creo que debes hablar. O... a quien debo llevarte. Es hora.

Ella entrecerró los ojos. No había necesidad de preguntar mucho. Solo una persona podía alterar a Sherlock con ese tipo de decisión. Su voz, sin embargo, fue serena.

-Eurus.

Sherlock asintió.

-Desde que comenzó este teatro público, desde que decidimos... jugar este juego, ella ha estado demasiado silenciosa. Y Eurus nunca permanece callada sin un propósito. Creo que ella sabe algo. Quizá... algo que ni siquiera he considerado.

-¿Y crees que hablar conmigo podría hacerla hablar?

-No es solo eso -dijo él, acercándose-. Eurus entiende los vínculos humanos desde un lugar retorcido, pero también... los siente, aunque no lo admita. Si te ve conmigo, de esta forma, como parte de mi vida, quizá... acceda a abrir otra puerta. Y no quiero que estemos ciegos si algo realmente grande está por venir.

Irene lo observó, en parte con reserva, en parte con la misma osadía que lo había llevado a robar un teléfono protegido por la Inteligencia Británica.

-¿Es una invitación formal a conocer a tu familia?

Sherlock la miró, con una expresión seca pero cargada de ironía.

-Solo si firmamos un acuerdo previo de que no intentará matarte.

-Bueno... considerando que yo tampoco le garantizaré lo contrario, supongo que estamos en paz.

Una pausa. Casi una sonrisa compartida. Luego, ella dio un paso hacia él, más cerca.

-¿Cuándo vamos?

-Mañana.

-¿Y esta noche?

Sherlock bajó la mirada hacia su mano, aún sosteniendo el papel del archivo, luego alzó los ojos otra vez, directo a ella.

-Esta noche, te pido que te quedes tranquila. No por el plan. No porque sea estratégico. Solo... porque lo quiero.

Irene asintió, suave. Pero dentro de ella, algo se afianzó. El mundo podía girar hacia el caos, Moriarty podía resucitar o disfrazarse... pero al menos, esa noche, había una certeza.

Sherlock había dicho "quédate", pero no la condujo a la habitación para desnudarla ni se sumergió en su violín como otras veces. En lugar de eso, lo vio moverse con una determinación que no acostumbraba en escenas domésticas: buscó una botella de vino guardada en el fondo de un estante, abrió un cajón, rebuscó entre utensilios y papeles hasta encontrar una vela sin usar. La encendió con una cerilla, como si fuera una ceremonia. Luego, se volvió hacia Irene, quien lo observaba recostada en el sofá, sin ocultar su creciente curiosidad.

-¿Qué estás haciendo? -preguntó con una media sonrisa.

-Estoy intentando darle una noche normal a una mujer que, en lo absoluto, lo es -respondió él, casi murmurando.

Irene se incorporó, aún sin moverse del todo, como un felino atento.

-¿Tú, Sherlock Holmes, queriendo una noche normal?

Él alzó una ceja.

-Estoy haciendo un experimento. Observación de campo. Evaluación del comportamiento afectivo bajo parámetros no adversos. Ya sabes... "normalidad".

-¿Eso implica vino, luz tenue y esa música que apenas se oye en el fondo?

-Significa que no vamos a hablar de amenazas, duques, ni de mi hermana psicópata esta noche -dijo, esta vez acercándose-. Solo tú. Y yo. Y... una botella bastante decente de Rioja.

Ella lo dejó hacer. Lo observó, incluso, con cierta ternura velada. No era su terreno habitual, pero no le resultaba incómodo. A Irene le sorprendía cómo Sherlock, en sus propias reglas, intentaba cuidar de ella sin paternalismo. Nunca prometía lo que no podía controlar, pero cuando estaba presente, lo estaba por completo.

Se sentaron en el suelo, entre cojines. El vino se sirvió en copas que no hacían juego. Hablaron poco al inicio. Él parecía observar cada gesto de Irene como si descifrara un idioma nuevo. Ella no tenía que actuar, y eso la desarmaba un poco.

-¿Qué pasaría si todo esto se acabara mañana? -preguntó ella de pronto-. Si se descubriera que Moriarty nunca estuvo del todo muerto y todo el plan se viniera abajo.

Sherlock sostuvo su copa con una mano, pero no bebió.

-Entonces haría lo que siempre he hecho: adaptarme. Pero esta vez... me importaría más lo que pase contigo que conmigo.

Irene parpadeó. Sus labios se curvaron apenas, en algo que no era una sonrisa, sino un reconocimiento silencioso.

-Eso sí es nuevo.

-Estoy en modo normal, recuerda. -Y luego, tras un breve silencio-. ¿Lo estoy haciendo bien?

-Extrañamente... sí.

La vela parpadeaba. Afuera, el bullicio de Londres parecía más lejano que nunca. El caso, el show, la amenaza, todo quedaba a un lado por unas horas. Porque cuando alguien como Sherlock Holmes decide dejar de pensar solo con la mente por una noche, el mundo puede suspenderse... y temblar a la vez.

La noche seguía avanzando, sin prisa. El vino ya no estaba lleno, pero tampoco urgía acabarse. Irene había estirado las piernas sobre el suelo alfombrado, una pierna tocando sutilmente la de Sherlock. El calor de su proximidad no era nuevo, pero en este contexto -sin sombras detrás, sin planes ni máscaras- tenía un matiz desconocido. Uno que ambos notaban.

-¿Te diste cuenta de que no hemos discutido en toda la noche? -dijo ella, casi en tono de burla tierna.

-No estoy seguro de si eso significa que estamos mejorando... o que algo va muy mal -respondió él, y bebió un sorbo con fingida preocupación.

Irene se rió por lo bajo, bajando la mirada antes de alzársela con calma, directa.

-Sherlock... ¿todo esto de ser "normal", lo haces solo por mí?

Él dudó, como siempre lo hacía cuando una pregunta no tenía una sola respuesta lógica.

-Lo hago porque tú no me lo pediste -dijo finalmente-. Y porque es una forma de... demostrar algo sin tener que decirlo.

Irene se inclinó hacia él, acortando la distancia solo lo justo.

-¿Y qué estás demostrando?

-Que no soy tan incapaz como todos pensaban -susurró-. Que quiero estar aquí. Contigo. Sin plan. Sin disfraz.

Ella respiró hondo. No había nada teatral en su expresión. Dejó la copa en el suelo y lo miró de una forma que pocas veces se permite: sin estrategia, sin provocación.

-Yo no soy una ilusión, Sherlock. No soy la sombra de un juego. Ni la mujer fatal de un cuento.

-Lo sé -dijo él, serio ahora-. Eres tú. Sin adornos. Y aún así... o quizá por eso, sigues desarmándome.

Un silencio pesado, pero cómodo, cayó entre ellos. Él extendió la mano y le acarició la mejilla. El contacto fue lento, casi torpe, pero lleno de intención. Ella no lo detuvo. Al contrario. Cerró los ojos un instante y apoyó la frente contra la suya.

-Es extraño -susurró Irene-, cómo me haces sentir expuesta y segura al mismo tiempo.

-Tal vez porque estamos aprendiendo a no escondernos.

Se quedaron así. No necesitaban más palabras. Las respiraciones se acompasaron, los dedos entrelazados sobre la alfombra. No hubo promesas, ni finales felices prefabricados. Solo la verdad de ese momento: la rendición de dos mentes brillantes que, por una noche, dejaron de pensar para solo estar.


La entrada a Sherrinford tenía algo de irreal incluso para Irene. Rodeado por el mar, con aquella arquitectura fría e imponente, era un contraste brutal con la noche anterior. Sherlock había estado en silencio casi todo el trayecto, los dedos crispados de John sobre el volante en cada curva antes de tomar el helicóptero.

Al llegar, los protocolos de seguridad fueron rápidos. Ella no preguntó. Él no explicó. No hacía falta. El ascensor los descendió al corazón de la prisión con un zumbido metálico. Al fondo, tras el cristal, Eurus los esperaba.

Watson y Mycroft observaban desde la sala de vigilancia. John con los brazos cruzados y el ceño fruncido; Mycroft como una estatua, con la mirada tan fija que parecía intentar predecir cada palabra.

-¿Estás segura? -preguntó Sherlock al detenerse frente a la puerta del último compartimiento.

-Nunca -respondió Irene, ajustándose el abrigo-. Pero tampoco de muchas otras cosas que he hecho contigo.

Sherlock sonrió, aunque sin humor, y asintió al guardia. La puerta se abrió.

La celda de Eurus era blanca, aséptica, un limbo sin tiempo. Sentada con las manos entrelazadas sobre el regazo, su expresión fue casi un poema de placer al verlos.

-Hermano... y La Mujer. Qué combinación tan deliciosa, así que ya no es virgen.

Irene mantuvo la espalda recta. Sherlock no dijo nada, pero dio un paso adelante, en posición protectora casi instintiva.

-He leído sobre ti -continuó Eurus, sus ojos fijos en Irene-. Aunque no en los periódicos. En sus ojos. En sus errores.

-No soy un acertijo. -dijo Irene con voz firme.

-No. Eres una respuesta que aún no comprendo. Por eso estás aquí, además de la creciente curiosidad de saber que tipo de gustos físicos tiene Sherlock, particularmente en la visión de belleza que tiene en su concepto sobre las mujeres.

Sherlock miró a su hermana.

-No estamos aquí por más juegos. Solo quiero que veas que no hay máscara en esto. Que no todo lo que amo necesita romperse para entenderse.

Eurus entrecerró los ojos, estudiando a ambos. Después sonrió, y esa sonrisa fue incómoda.

-Lástima. Siempre fui mejor con las piezas rotas.

-Y aun así sigues sola -dijo Irene.

Eso logró lo imposible. Eurus dejó de sonreír. No hubo réplica inmediata. Solo un parpadeo lento. Sherlock tensó los hombros, preparado.

La tensión se sostuvo en el aire como una cuerda que nadie se atrevía a cortar.

-Será interesante... lo que vendrá -murmuró finalmente Eurus-. Y cuando todo lo demás se derrumbe, cuando las máscaras de normalidad se agrieten... espero que él sepa quién eres. Realmente.

-Él ya lo sabe -respondió Irene.

Y Sherlock, por una vez, no tuvo que decir nada. No respondió con palabras. Se sentó.

El detective dejó que el silencio se instalara unos segundos antes de hablar. No estaba dispuesto a regalar dramatismo. Pero Eurus, como siempre, lo sorbía desde el aire.

-Mycroft recibió tres sobres -comenzó, con tono neutro.

Eurus levantó una ceja, interesada.

-¿Sorpresas en su santuario? Alguien se está atreviendo.

-Uno blanco -continuó-. Sin remitente. Dentro, una sola frase: "Todo disfraz carga con la verdad debajo. -M"

Eurus se enderezó apenas, los ojos afilados.

-Ah. Él.

Sherlock asintió con un leve movimiento.

-Irritante como siempre, pero también preciso. El trazo, la economía del mensaje. Moriarty.

-Y el momento -añadió Eurus-. Justo cuando La Mujer resurge. Cuando tú vuelves a moverte.

Irene no dijo nada, pero sus dedos se cerraron sutilmente sobre el borde de su vestido.

-El segundo -siguió Sherlock- fue rojo. Sin remitente. Adentro, una flor seca. Magnolia.

Eurus sonrió. Lenta, como si disfrutara el giro de una copa de vino.

-El Este. Ellos también observan. La flor no es amenaza... todavía. Es reconocimiento. Ella volvió al tablero.

-El tercero permanece cerrado -añadió Sherlock-. Negro. Con el sello de la Casa Real. Mycroft decidió no abrirlo aún.

Eurus soltó una carcajada corta, elegante y sin rastro de alegría.

-Claro que no. Ese lleva cuchillas, no tinta.

Hubo un momento de pausa, antes de que Sherlock sacara el sobre marrón que había recibido en el parque, de manos de uno de los suyos.

-Este es mío.

Eurus tomó el papel sin pedir permiso, como si siempre hubiera sido suyo. Leyó en voz baja:

"El juego continúa. El público ya está mirando. Sonríe."

-Oh, esto es delicioso -susurró-. Esto no es solo de él. Hay otra voz detrás, escondida en el ritmo. Pero la estructura es de Moriarty. Su necesidad de espectáculo. Su fascinación contigo.

-¿Tienes alguna pista? -preguntó la dominatriz.

Eurus la miró con una expresión que, por un instante, no fue ni cruel ni manipuladora. Solo... inquisitiva.

-Podría ayudar. Pero quiero todos los fragmentos. Cada pieza. Me estás dando migajas, y yo quiero el festín. ¿Sherlock?

Sherlock la sostuvo con la mirada. La había venido a buscar por una razón. Y ambos lo sabían.

-Está bien. Te lo contaremos todo.

Eurus se relamió los labios con satisfacción.

-Entonces, hermano... ¿jugamos?


En la sala de vigilancia, Mycroft cerraba un archivo con sus iniciales. John miraba en silencio la pantalla.

-¿Crees que Eurus esté dando respuestas... o simplemente sembrando más acertijos?

-Las dos cosas -respondió Mycroft, seco-. Y no nos queda otra más que seguir el rastro.


Eurus observó a Irene con una mirada aguda, como si cada palabra de ella fuera una pieza de un rompecabezas que quería completar. Sherlock había intentado mantener la conversación centrada en Moriarty y sus movimientos, pero Eurus tenía una forma particular de desviarlo hacia lo que realmente le interesaba.

-Entonces, Irene... -dijo, su tono suave pero cargado de intriga-. ¿Qué opinas de todo esto? De nosotros. De Sherlock y de lo que está sucediendo ahora. ¿Te parece interesante o te asusta?

Irene, al principio, se quedó inmóvil, sorprendida por la pregunta directa de Eurus. Había estado acostumbrada a las intrigas de Sherlock, pero Eurus tenía una forma muy distinta de jugar a la mente. Miró a Sherlock por un instante, buscando algún indicio de qué debía decir, pero él estaba completamente centrado en las palabras de su hermana.

-Es complicado -respondió Irene con cautela, su voz calmada, pero con una leve inquietud que no podía ocultar-. No estoy segura de lo que está pasando, pero... sí es fascinante, lo admito. Aunque no sé si quiero entender todo lo que está involucrado en esto.

Eurus sonrió con una expresión que era mezcla de diversión y genuina curiosidad.

-Fascinante, sí... -sus ojos brillaron por un momento-. Eso es lo que más me está gustando de ti, Irene. No dejas de sorprenderme. Estás dentro de todo esto, pero aún puedes mirar desde afuera, ¿verdad? Como si estuvieras jugando un juego sin saber del todo las reglas.

Irene no respondió de inmediato, pensando en cómo Eurus veía las cosas. Era una pregunta compleja, pero no estaba dispuesta a dar respuestas fáciles. En su mente, todo lo que envolvía a Sherlock, Eurus, y Moriarty tenía más capas de las que podía comprender aún.

Eurus, al parecer disfrutando de la incertidumbre en los ojos de Irene, prosiguió.

-Entonces, dime... ¿de verdad crees que Sherlock está buscando resolver algo? ¿O es solo una excusa para seguir corriendo detrás de una sombra que nunca podrá atrapar?

Sherlock, quien había estado observando en silencio, frunció ligeramente el ceño. Pero no dijo nada. Parecía haber algo en la mirada de Eurus que le desbordaba la paciencia.

Irene, ahora más centrada, respondió lentamente:

-No lo sé. Quizás no se trata de resolver, sino de... entender. Entender lo que está pasando. A veces, las respuestas no son tan importantes como saber por qué algo sigue pasando.

Eurus la observó con una mezcla de admiración y desafío.

-Es curioso cómo ves las cosas, Irene. Muy... filosófico. Pero dime algo más. -Sus ojos se estrecharon un poco más-. ¿Qué harías si te dijera que todo esto es parte de un juego más grande? ¿Un juego donde, tal vez, ni Sherlock ni tú tengan el control? ¿Estarías dispuesta a seguir jugando, incluso sabiendo que no puedes ganar?

Irene se sintió atrapada, no solo por las palabras de Eurus, sino por la percepción que parecía tener sobre todo lo que sucedía. Por un momento, su mente se nubló, pero logró recuperar la compostura.

-A veces... hay que jugar para entender, incluso si no hay forma de ganar -respondió, con la firmeza que no sabía de dónde venía.

Eurus asintió, como si hubiera encontrado una respuesta interesante, pero no completamente satisfactoria.

-Eso es lo que me gusta de ti. No te asustas por lo incierto. -Eurus se inclinó un poco hacia adelante, su voz baja y grave-. Pero, ¿te atreverías a adentrarte en este caos por completo? ¿A acompañar a Sherlock, incluso sabiendo que, al final, es posible que no haya salida?

Irene no respondió de inmediato. La pregunta de Eurus parecía tocar algo más profundo, algo que no quería reconocer del todo. Miró a Sherlock, quien seguía en silencio, y pensó en lo que realmente significaba estar en este punto de su vida, rodeada de mentiras, secretos y manipulaciones.

Finalmente, Irene levantó la vista y, con voz suave pero decidida, respondió:

-No sé qué depara el futuro, Eurus. Pero, si lo que estamos haciendo es una locura, entonces... supongo que es la mía también.

Eurus sonrió, satisfecha, como si hubiera obtenido una pequeña victoria.

-Lo sabía. -Se recostó en la silla, entrelazando sus dedos-. Este es el tipo de juego que me gusta. Ver cómo otros se arrastran hacia lo inevitable, sin ni siquiera saberlo.

La tensión en la sala aumentó, pero ahora había algo diferente. Aunque Irene no lo sabía, las piezas se estaban moviendo en una dirección más peligrosa de lo que había imaginado. Sherlock, Eurus, Moriarty... Todos tenían sus propios juegos, y ella había quedado atrapada en el medio, sin siquiera saber cómo había llegado allí.

Y en ese preciso instante, Irene comprendió que, al menos por el momento, no podría escapar del juego.

Eurus se levantó despacio, como si cada movimiento formara parte de una coreografía mental premeditada. Se acercó a la puerta reforzada de la celda sin traspasarla, pero lo suficiente para que Sherlock e Irene sintieran su presencia más cerca.

-Pueden irse, la amenaza será mayor pero estarán a salvo. -dijo con una sonrisa ligera, casi melancólica-. Por ahora.

Sherlock mantuvo la mirada firme. Irene, más en alerta que antes, simplemente asintió, sin saber si se marchaban con más preguntas que respuestas.

-Pero vuelvan -añadió Eurus, justo cuando el guardia activaba los seguros-. Juntos. Es más entretenido así. -Giró la cabeza levemente hacia Irene-. Me agradas. No es común... y tampoco es un cumplido gratuito.

Sherlock apretó la mandíbula, conteniendo el impulso de leer más de lo que quería oír. Pero había algo genuino, incluso perturbadoramente sincero, en esas palabras.

-Gracias por... no intentar desestabilizarme del todo -dijo Irene, apenas audible.

Eurus sonrió con un aire teatral.

-Todavía no.

La puerta se cerró con un sonido sordo y definitivo. Un eco que cargaba la extraña mezcla de promesa, amenaza y curiosidad que solo Eurus podía sembrar.


221B Baker Street. Noche.

La lluvia caía suavemente en los cristales. Sherlock se despojó del abrigo con movimientos distraídos, mientras Irene se acomodaba en el sofá con una manta. Ambos permanecieron en silencio, como si la visita a Eurus aún flotara en la habitación.

Sherlock se acercó a su escritorio y extrajo de su bolsillo un pequeño papel que había ocultado hasta ahora. Lo extendió sobre la superficie barnizada con lentitud.

-Me lo entregó uno de los míos, tras la charla con Eurus. No lo quise mostrar allá. -Su voz era baja, pero cargada de gravedad.

Irene se levantó, se acercó y leyó junto a él.

En el centro de la hoja, garabateada con tinta vieja, estaba una sola línea:

"Si la Reina Blanca ha movido ficha... el Alfil ya no juega solo."

Sherlock cerró los ojos un instante.

-Esto viene de alguien muy específico en la red. Alguien que no habla sin que alguien más haya movido primero. Eurus... también sospecha de algo. No nos lo dijo todo.

Irene se cruzó de brazos, el frío regresando a su espalda.

-¿La Reina Blanca?

-Eurus cree que es una referencia a la figura que protegía a Moriarty desde las sombras... o que lo dirigía a veces. Hay más en juego de lo que creíamos.

Sherlock tomó asiento. Por primera vez en la noche, parecía cansado.

-Y si el Alfil ya no juega solo... tal vez alguien más acaba de entrar al tablero.

La calma de Baker Street se volvió densa. No con miedo, sino con esa pausa antes del estruendo. Irene se sentó junto a él, y sin necesidad de palabras, ambos entendieron que el juego que antes parecía dormido, ahora estaba despierto.

Y observando.

Un golpe seco y elegante resonó en la puerta de Baker Street. Sherlock levantó una ceja y dejó el periódico a un lado. Irene, sentada en el brazo del sillón, giró con desconfianza. No era la señora Hudson. No eran pasos conocidos.

Sherlock abrió con parsimonia. Del otro lado, Harold Colridge, crítico teatral del Times, sonreía con una mezcla de satisfacción y prisa contenida.

-Señor Holmes -saludó con una inclinación breve-. Me temo que vengo sin cita... pero con algo mejor: oportunidad.

-Siempre es un alivio ver que el Times aún paga transporte a domicilio -replicó Sherlock, sin moverse del umbral.

-No estoy aquí como periodista. Hoy, solo como emisario del teatro británico.

-Qué suerte para el teatro -intervino Irene, en voz baja, sin levantarse.

Harold apenas le lanzó una mirada curiosa. La reconocía vagamente. Clara Steephens, se hacía llamar. La mujer que había fascinado a media gala sin esfuerzo. No sabía mucho más... y, por ahora, no necesitaba saberlo.

-La Sociedad de Críticos, junto con la dirección del Royal Court, está montando una pieza original para la temporada de verano -explicó, mientras entregaba un sobre-. La protagonista es una figura enigmática, con capas de dobleces emocionales y un pasado que nunca se nombra del todo. El perfil... se ajusta de forma inquietante a la señora Steephens -añadió, con un gesto diplomático hacia Irene, extendiendo un sobre.

Ella no lo tocó. Sherlock lo tomó, lo examinó sin abrirlo.

-¿Y por qué venir aquí? -preguntó, sin apartar la mirada.

-Porque la han visto. Porque, desde la gala, el boca en boca no ha parado. Hay apuestas, rumores. Nadie la ubica del todo. Y eso... eso es oro para la escena. El misterio vende, señor Holmes.

-¿Y qué clase de público planean tener?

Harold sonrió.

-Embajadores, críticos internacionales, curadores de arte, incluso algún miembro joven de la realeza. Nadie dirá su nombre. Pero todos quieren estar ahí.

Sherlock y Irene intercambiaron una mirada. Había algo más detrás de esa función. Algo disfrazado de espectáculo. Y Harold no tenía idea de cuán cerca estaba del peligro... o de la verdad.

-Lo pensaremos -dijo Sherlock finalmente, y cerró la puerta con suavidad.

Un silencio se asentó en la sala.

-Irene... eso no fue solo una invitación. Fue una llamada.

Ella asintió, sin sonreír.

-Entonces supongo que la función... apenas empieza.

-No -dijo Sherlock, apenas cerró la puerta-. No me gusta. No me gusta lo que no dicen.

Sin dudar, caminó hacia el escritorio y marcó un número en su móvil. Mycroft respondió en menos de dos tonos.

-¿Ha llegado el sobre? -preguntó el hermano mayor, con ese aire de saberlo todo de antemano.

-No solo un sobre. El crítico, en persona. Harold Colridge, del Times. Vino con una propuesta teatral, aparentemente inofensiva. Royal Court, papel principal para "Clara Steephens". Pero hay más. Quiero que revises a los patrocinadores, la producción, quién diseñó ese libreto y qué figuras están confirmadas en la audiencia.

-¿Tan serio lo consideras?

-No lo considero. Lo estoy analizando. Hay demasiada atención en torno a Irene... atención que no cuadra con un impulso artístico espontáneo.

Irene, sentada, observaba en silencio. Sabía que vendría el turno de Mycroft.

-¿Y vas a permitir que se exponga a esa escala? -inquirió el mayor de los Holmes-. ¿Después de todo lo que ha ocurrido? ¿Quieres que intente complacer una estrategia que ni siquiera comprendes?

-Yo no necesito que me permitan nada -interrumpió Irene, con voz serena y firme.

Sherlock se giró ligeramente, sin detener la llamada.

-Está escuchando -agregó, como advertencia diplomática.

-Mejor -respondió Mycroft, con tono cortante-. Clara Steephens puede haber logrado engañar a unos cuantos millonarios y miembros de la nobleza, pero estamos hablando de un escenario real, bajo presión, con crítica especializada. No es lo mismo manipular que sostener una actuación de dos horas en vivo sin experiencia suficiente, noche tras noche.

Irene se levantó sin prisa. Se dirigió justo al centro de la estancia principal. Sherlock apenas ladeó el rostro, anticipando el movimiento. La Mujer, sin más, comenzó a cantar. Una pieza antigua, francesa, sin preparación ni acompañamiento. Su voz llenó la estancia con una emoción contenida, cruda, de esas que no buscan impresionar, sino desnudar.

Cuando terminó, hubo silencio al otro lado de la línea. Irene giró apenas el rostro hacia el móvil.

-¿Algún otro comentario, Mycroft?

Una exhalación seca, apenas un gruñido. Luego, la voz resignada de siempre.

-Enviaré el informe en una hora.

Sherlock sonrió apenas. Cerró la llamada.

-Irene... acabas de humillar a un funcionario del gobierno británico desde un salón con cortinas de segunda mano.

Ella se encogió de hombros.

-Eso sí fue teatro.

Y por primera vez en días, Sherlock soltó una carcajada real.


La puerta de Baker Street se abrió con un crujido familiar. John Watson entró con Rosie de la mano, envuelta en su abrigo rojo y con las mejillas aún sonrojadas por el frío de Londres. Sherlock no se molestó en levantar la vista de su microscopio.

-¿Vienes a traerme más preguntas sin sentido o café?

-Ambas -replicó John, dejando una bolsa de papel sobre la mesa-. Y una pequeña sorpresa.

Rosie corrió hacia la alfombra, donde ya había dejado algunas piezas de su rompecabezas favorito. Sherlock la observó unos segundos y luego desvió la mirada, con algo parecido a ternura escondida en su expresión.

-¿Dónde está Irene? -preguntó John, sacando el periódico doblado de su abrigo.

-Ensayo -respondió Sherlock, casi como si la palabra le supiera a vinagre-. Hay demasiados ojos en la puerta últimamente. Creímos prudente que esta vez fuera sola. Harold Colridge ha puesto a medio gremio teatral en su contra si fracasa... y a la otra mitad babeando por verla en escena.

John asintió, desplegando el periódico sobre la mesa con un golpecito marcado.

-Entonces ya lo viste.

En la sección de cultura, ocupando casi media página, un titular en elegante tipografía decía:
"Clara Steephens debuta en pieza original del Royal Court. Misteriosa, magnética, y por fin real."

Sherlock no hizo comentario alguno. Solo se levantó y tomó el periódico para leer el texto completo con ojos clínicos.

-¿Eso es todo? -preguntó, aún sin mirarlo.

-No. Tengo algo más.

John sacó el móvil del bolsillo. Entró a una aplicación y se la mostró con una sonrisa cómplice.

-Hice una cuenta. Instagram. " TheDetectiveDuo".

-¿Subiste fotos? -preguntó Sherlock, entre escéptico y horrorizado.

-Sí, pero nada comprometedor. Algunas de nosotros caminando, investigando... Incluso una de la gala. Está teniendo bastante respuesta, y curiosamente, la gente parece querer que el misterio sea real. No sospechan de Clara... aún.

-¿Y esto te parece buena idea?

-Me parece que si el mundo ya nos está mirando, podríamos al menos controlar el ángulo. Además, Rosie dice que tienes cara de búho en la mayoría de las fotos. Mira.

Rosie, desde la alfombra, levantó la vista y soltó una carcajada con la inocencia brutal de los niños.

Sherlock bufó suavemente, pero no apartó los ojos de la pantalla. En una de las imágenes, él estaba mirando hacia Irene con una expresión que no había ensayado. No era parte de ningún disfraz. Era él.

Y ese, pensó, era el verdadero peligro.

-A veces pienso que deberías haber sido publicista -murmuró Sherlock, devolviéndole el móvil a John.

-Y yo pienso que deberías dejar que te tomen más fotos cuando sonríes. Son tus únicas pruebas de humanidad.

Sherlock miró por la ventana. Rosie tarareaba algo sin sentido. Irene estaba allá afuera, en otro escenario, bajo otra luz. Y sin embargo, el juego seguía aquí.

-Vamos a necesitar más café -dijo.

-Ya lo traje -respondió John, satisfecho-. Pero prepárate, en Instagram están preguntando si Clara y Sherlock están juntos. Y no planeo mentir en los comentarios.

-Tú verás cuántos crímenes quieres que resuelva esta semana -dijo Sherlock, mientras tomaba su taza.

Y en la cocina, entre el vapor del café y el sonido suave de una niña jugando, se escondía otra pausa antes de la tormenta.


La sala está sumida en una quietud ligera. Solo el sonido de los pasos de Irene, con sus tacones resonando contra el suelo de madera, interrumpe la calma. Ella acaba de bajar del escenario tras una escena pesada, respirando con dificultad, las palmas de sus manos aún temblando por la intensidad de la interpretación. La directora da la señal de corte desde su silla en la parte trasera.

-¡Corten! -se escucha en la distancia, y un suspiro de alivio escapa de Irene.

Pero cuando se dirige hacia el camerino, un sonido repentino la hace detenerse. Alguien está allí, esperando en la penumbra del pasillo. La figura, masculina, tiene la presencia de alguien acostumbrado a estar a la sombra. Un instante de silencio. La voz, suave pero firme, la hace girar hacia él.

-No es lo mismo, ¿verdad? El escenario... la vida... nunca tan vivida como cuando te sumerges de verdad en ella.

Irene se queda rígida. No era un rostro desconocido, pero es una cara que ha evitado ver, que le recuerda lo que no quiere recordar. Geoffrey.

-¿Qué haces aquí? -pregunta, con tono firme, casi desinteresado, pero los ojos aún delatan algo de inseguridad.

Geoffrey sonríe ligeramente, sin moverse de su lugar. No es una sonrisa amable, es casi una ironía suavizada.

-No todo el mundo duerme. Algunos prefieren estar donde todo es más interesante.

Se acerca lentamente, sin prisa, como si no hubiese pasado el tiempo desde la última vez que coincidieron. Sus ojos, oscuros y profundos, nunca dejan de seguirla, como si intentara leerla con solo un parpadeo.

-El teatro es un buen lugar para esconderse, pero también para ser visto. Especialmente cuando hay ojos que siempre te han estado mirando, aunque no lo quieras admitir. Y ahora, querida... tú estás en el centro de un juego que creías haber dejado atrás. La pregunta es: ¿te das cuenta de lo que eso implica?

Irene lo observa, pero esta vez algo en su mirada se endurece. No hay miedo, solo determinación.

-¿De qué estás hablando? -su voz es baja, casi como si estuviera hablándose a sí misma. La incomodidad la invade, pero aún mantiene su postura.

Geoffrey la mira con más atención ahora, como si le interesara más lo que no dice que lo que realmente está sucediendo.

-La misma pregunta que te haces. Moriarty no se ha ido. No del todo. Y si algo sé, es que siempre hay un modo de volver a entrar... -pausa-. Pero no he venido aquí para hablar de él, Irene. No hoy.

Geoffrey le extiende una pequeña caja negra, del tamaño de una baraja. La mueve lentamente en el aire, casi invitándola a tomarla.

-Abre esto cuando llegues a Baker Street. Y no digas nada. Solo míralo. Verás que todo lo que temías está mucho más cerca de lo que creías.

Irene lo observa en silencio, pero hay un destello de comprensión. No es una amenaza directa, pero las palabras caen con el peso de algo más profundo. La caja es entregada sin más. Geoffrey da un paso atrás y la mira con esa sonrisa casi desafiante.

-Nos vemos pronto, Clara.

Y con eso, se desvanece en la oscuridad del pasillo tras la cortina, sin dejar rastro de su presencia, como si nunca hubiese estado allí.


Unas horas después, el ambiente en Baker Street estaba cargado de concentración. Sherlock y John habían extendido mapas de vuelos, registros migratorios y listas de pasajeros en la mesa del salón. El brillo del monitor reflejaba en los ojos de Sherlock mientras trazaba rutas con el dedo, enlazando nombres que nadie más hubiera relacionado.

-Vuelo desde Praga. Entrada diplomática sin revisar en Heathrow -murmuró, arrastrando una línea con un marcador rojo-. Nombre falso, pero el acompañante tiene una cicatriz documentada en los informes de Mycroft.

-Y aquí hay otra coincidencia -dijo John, acercando su portátil-. Vuelo desde Bangkok, mismo día. Pero alguien pagó ambos boletos desde una cuenta en Estonia. Podría ser una celada.

Sherlock giró su silla lentamente, su mente ya tres pasos adelante, cuando la puerta se abrió.

Era Irene.

Entró sin anunciarse, sin dramatismo, sin su habitual carisma cuidado. Llevaba el abrigo sobre los hombros como si pesara el doble de lo normal. Su bolso resbaló de su mano y cayó al suelo. Los rizos caían sueltos, desordenados, y su rostro... su rostro no tenía maquillaje, ni sonrisa. Solo el cansancio brutal de alguien que había dado más de lo que pensaba que tenía.

John fue el primero en reaccionar.

-Irene... ¿todo bien?

Ella asintió, pero no dijo palabra. Sherlock la miró fijamente. Había visto a Irene fingir todo tipo de estados emocionales, incluso debilidad, pero esto... esto no era teatro.

-¿Ensayo? -preguntó él.

-Sí -respondió, apenas en un murmullo-. Estuvo... demandante. Más de lo que esperaba.

Se acercó al perchero, pero no logró colgar el abrigo. Fue John quien lo tomó suavemente y lo dejó colgado por ella. Sherlock no se movió.

-¿Quieres té? -preguntó John, pero Irene negó con la cabeza.

-Solo dormir. Buenas noches.

Caminó hacia el pasillo junto a la cocina casi en silencio, con pasos lentos y arrastrados. Ni una pizca del brillo desafiante, ni la sensualidad medida con precisión. Solo una mujer agotada.

Sherlock no volvió la vista al monitor hasta que escuchó el sonido leve de la puerta cerrándose.

-Nunca la había visto así -dijo John en voz baja.

-Ni yo -respondió Sherlock, tras un segundo de pausa. Pero su mente ya empezaba a inquietarse-. Y eso... eso me preocupa más que cualquier amenaza.

El archivo sobre vuelos quedó a un lado. Irene dormía, sí. Pero el escenario, dentro y fuera del teatro, acababa de cambiar. Y Sherlock Holmes lo sabía mejor que nadie: el cansancio verdadero en alguien como ella, no era solo físico.

El reloj avanzaba con lentitud. Sherlock y John seguían concentrados, la mesa del salón cubierta por hojas, recortes de vuelo y registros de entradas internacionales. Rosie dormía en el sillón, su respiración suave contrastando con el aire denso del cuarto.

Sherlock se levantó con el andar lento y sin apuro que solo usaba cuando pensaba demasiado. Se acercó al perchero para mover el bolso de Irene, que se había volcado parcialmente junto a una de las sillas. Al tomarlo por una de las asas, el peso se desplazó de manera desigual.

Un tac seco rompió el ritmo del silencio: una pequeña caja negra cayó al suelo desde uno de los compartimentos laterales, rebotando ligeramente antes de detenerse junto a la alfombra.

Sherlock se quedó inmóvil un segundo. No fue por sorpresa, sino por cálculo.

John, que seguía con el móvil en mano, murmuró:

-¿Qué fue eso?

No llegó a responder. La pantalla de su teléfono vibró con una notificación. Una imagen recién publicada por una cuenta de paparazzi especializada en teatro londinense. John entrecerró los ojos. Luego frunció el ceño.

La fotografía mostraba claramente a Geoffrey Norton, de pie frente a una figura femenina saliendo por la puerta de un camerino del teatro donde ensayaban The Sonata. La iluminación tenue no engañaba: era Irene. Él la miraba con expresión suave, casi cómplice. No había contacto físico, pero la escena cargaba una intimidad difícil de ignorar.

John se incorporó y cruzó la sala.

-Sherlock... Mira esto.

Pero Sherlock ya estaba agachado. Recogió la caja sin prisas. No era pesada. No tenía etiquetas. Tampoco cerradura. Algo en ella era más simbólico que funcional.

La giró en la mano con un dejo de desconfianza. No la abrió. Aún no.

Levantó la mirada cuando John le mostró la imagen en el móvil.

El silencio fue más pesado que cualquier comentario.

Sherlock sostuvo la caja con más firmeza. No era celos lo que se leía en su rostro, sino cálculo. Deducción. Preocupación que sabía ocultar detrás del temple gélido.

-No lo mencionó -dijo John en voz baja.

-No -confirmó Sherlock-. Y probablemente no porque lo haya olvidado.

Sus ojos seguían clavados en la fotografía, luego en la caja. Y finalmente, a la cocina que conducían al pasillo de la habitación.

Rosie se removió apenas en sueños.

-Sea lo que sea que haya pasado esta noche -añadió John-, no fue un ensayo normal.

Sherlock no respondió. Solo colocó la caja sobre la mesa sin abrirla.

Por ahora.

La caja permanecía sobre la mesa, imperturbable, mientras Sherlock y John intercambiaban miradas cargadas de suposiciones. El aire se había vuelto denso, como si incluso el silencio comenzara a sospechar.

Un leve crujido de madera anunció pasos. Irene apareció desde el pasillo que daba al baño, envuelta en una camiseta holgada y el cabello recogido de forma descuidada. Sus ojos estaban velados por el sueño, pero al notar la escena frente a ella, se detuvieron, alerta.

El vaso vacío en su mano bajó lentamente.

-¿Qué hacen con eso? -preguntó, la voz aún rasposa del descanso.

Sherlock no se movió.

-Cayó de tu bolso -dijo sin rodeos-. No la abrí.

Irene parpadeó, como si intentara ordenar sus ideas demasiado rápido para lo poco que había dormido.

John intervino con suavidad:

-Y esto... -alzó el móvil para mostrarle la imagen del paparazzi-, apareció hace unos minutos.

Irene frunció el ceño al ver la fotografía. No pareció sorprendida, pero tampoco cómoda.

-Geoffrey se apareció en mitad del ensayo. No me avisó. Quería "hablar", como si eso fuera algo que le debiera.

Sherlock entrecerró los ojos. No enjuiciaba, aún. Solo observaba.

-¿Y qué quería? -preguntó.

-No lo dijo con claridad -admitió Irene, cruzando los brazos con el vaso aún en mano-. Habló de tiempos pasados, mencionó brevemente a Moriarty. Fue vago. Como siempre. Y entonces me dio esa caja... sin explicaciones, que no la abriera hasta llegar.

John se acercó un poco.

-¿Por qué no la mencionaste al llegar?

Irene bajó la mirada.

-Estaba agotada, John. Me dolía todo. Solo quería una cama. No pensé que fuera... relevante aún.

Sherlock observaba sin emitir juicio. Luego, despacio, empujó la caja hacia ella por la mesa.

-Entonces ábrela -dijo, con voz neutra.

Irene lo miró. Luego a John. Luego a la caja.

Respiró hondo.

-Bien.

Dejó el vaso en la mesa, extendió la mano, y abrió lentamente la tapa.

El interior era simple: una única hoja de papel doblada en tres partes, escrita a mano. Nada más.

Irene desdobló con cuidado. Su mirada se deslizó sobre las líneas, y su rostro fue tensándose con cada palabra.

Sherlock notó el cambio en su postura antes de que dijera nada.

John también.

-¿Qué dice? -preguntó él, casi en susurro.

Irene no respondió de inmediato.

-Es... una dirección. Un nombre. Y una frase.

Les tendió el papel.

Sherlock lo tomó y leyó en voz alta:

-"Mikhail Orlov. Hannover House. Segundo piso. El canto siempre precede al disparo."

La habitación quedó en silencio.

-¿Qué diablos significa eso? -murmuró John.

Sherlock se recostó levemente en la silla, la mente ya activada como una maquinaria bien aceitada.

-Que Geoffrey no vino solo a remover recuerdos. Traía instrucciones. Y probablemente... advertencias.


La caja ya no estaba en la mesa. Irene la había cerrado con calma, como quien guarda una herida que aún no entiende. No quiso hablar más. Tampoco nadie presionó. La madrugada se deslizó con sigilo entre las paredes de Baker Street.

Sherlock permanecía sentado, sin mirar a John, sin abrir el violín, sin té. Solo su mente dando vueltas con una pregunta que no encontraba cómo formular.

Había enfrentado asesinos, traidores, genios del crimen... pero el silencio de Irene lo desarmaba como ninguna amenaza externa.

La había visto en mil gestos. En el filo agudo de su ingenio. En el caos contenido de su mirada. En la manera en que dominaba un escenario con una simple palabra. Y sin embargo, esa noche, se le escapaba. Como agua entre los dedos.

Miró hacia el pasillo donde ella había desaparecido minutos antes. Su puerta cerrada. Su sombra, ausente.

Quiso levantarse. Tocar, quizás. Decir algo simple. Algo torpemente humano.

Pero no lo hizo.

Solo se quedó ahí. Con el eco de la nota en la mente y la certeza de que el juego estaba lejos de terminar.


El aroma del café llegó antes que las voces. Rosie ya estaba despierta, John revolvía algo en la cocina y Sherlock hojeaba el papel que Irene les había entregado la noche anterior.

-¿Orlov te suena de algo? -preguntó John mientras servía dos tazas.

-Mikhail Orlov -repitió Sherlock-. Nombre común en ciertas esferas del tráfico de arte... pero Hannover House es un detalle más concreto. Estuve ahí hace años, investigando una desaparición que nunca se resolvió.

-¿Crees que esté relacionado?

-Ahora sí.

En ese momento, Irene apareció. Esta vez, vestida. El cabello aún húmedo de la ducha, pero los ojos más claros. Atenta.

No dijo buenos días.

-¿Ya empezaron?

Sherlock la observó con detenimiento, luego simplemente asintió.

-Vamos a Hannover House hoy. Mycroft ya está buscando el nombre de Orlov en sus archivos. Pero quiero ver el lugar primero.

Irene asintió, directa.

John se acercó y le ofreció la taza de café. Irene la tomó con una leve sonrisa agradecida.

Y entonces, mientras sorbía el primer trago, Sherlock la miró y dijo, sin saber del todo por qué:

-No supe cómo preguntarte anoche.

Ella lo miró.

-¿Preguntarme qué?

Él titubeó. Raro en él. Muy raro.

-Por qué no me contaste lo de Geoffrey.

El silencio volvió, pero esta vez fue compartido.

Irene bajó la mirada un momento.

-Porque aún estoy decidiendo si lo que me dijo importa. O si es solo otro eco del pasado intentando arrastrarme de vuelta.

Sherlock aceptó la respuesta con un leve gesto.

-¿Así que me dejan aquí? -preguntó Irene, abotonándose la gabardina negra mientras observaba cómo John ajustaba su reloj y Sherlock revisaba su abrigo.

-No te dejamos, tú decides ir al ensayo -respondió Sherlock sin levantar la vista.

-Alguien tiene que ganarse la vida, ¿no? -replicó ella con una media sonrisa, y John no pudo evitar una carcajada breve.

-Nos mantendrás informados si Geoffrey vuelve a aparecer -dijo John, más en tono de sugerencia que de advertencia.

-Si aparece de nuevo con más poesía críptica, prometo tomar nota.

Irene se dirigió a la puerta, recogió su bolso y giró brevemente antes de salir.

-No se metan en problemas sin mí.

-Intentaremos decepcionarte -murmuró Sherlock.

Cuando se cerró la puerta detrás de ella, Sherlock se volvió hacia John con expresión seria.

-Lleva tu pistola.

John asintió, sin preguntas.


El edificio estaba al borde de Londres, en una zona que había conocido mejores décadas. Las ventanas altas y polvorientas, el portón de hierro forjado oxidado, y una sensación constante de que el tiempo aquí no transcurría con normalidad.

-Estuviste aquí antes -dijo John, mirando hacia la entrada.

-Hace ocho años. Un coleccionista de arte desapareció. El caso se cerró sin resolver. Pero ahora, con Orlov mencionado en la nota, es demasiado coincidente.

Sherlock empujó la reja. Esta se abrió con un chirrido agudo.

-Y qué buscamos exactamente? -preguntó John mientras avanzaban.

-Lo que Mikhail Orlov dejó atrás... o lo que vino a recoger.

Dentro, el aire olía a papel viejo, barniz envejecido y algo más... metálico. El polvo cubría vitrinas vacías, estatuillas rotas, y algunas cámaras desconectadas colgaban inertes de los techos.

-No parece que esté en uso -dijo John.

-Justamente por eso es perfecto. Nadie vigila lo que todos creen olvidado.

Sherlock examinaba los zócalos, los marcos de las puertas, las grietas del suelo como quien lee un diario antiguo.

Entonces se detuvo frente a una pintura ladeada.

-Esto estaba en otra parte antes -murmuró-. El clavo está torcido... la sombra es más clara detrás.

Movió el cuadro, revelando una pequeña caja metálica empotrada en la pared. Con cuidado quirúrgico, la abrió.

Dentro, solo una hoja:

"El siguiente movimiento no será en el escenario. Pero todos estarán mirando."

Sherlock la dobló, sin sorpresa.

-Está jugando -dijo en voz baja.

-¿Moriarty?

Sherlock negó lentamente.

-Esta vez... no creo que juegue solo.

John examinaba los restos del polvo removido cerca de la caja empotrada mientras Sherlock volvía a guardar la nota con gesto cuidadoso. Sus ojos no dejaban de recorrer el espacio, como si esperara que algo más apareciera entre las sombras.

-Voy a recoger a Irene -dijo, de pronto.

John lo miró, extrañado.

-¿Al ensayo?

-Sí. Algo en esto no encaja, y no me gusta que esté sola. Geoffrey reapareció, y ahora esta nota. No quiero que vuelva caminando a casa con algo más que agotamiento.

John asintió con lentitud.

-Tiene sentido. Entonces yo me encargo de Mycroft.

-No le digas nada a Rosie. No quiero que termine preocupada por la mujer de la "foto bonita del blog".

John rió por lo bajo, mientras salían del edificio.

-Demasiado tarde para eso. Rosie dice que Irene se parece a una villana de cuento... pero de las que se redimen.

Sherlock soltó una leve exhalación por la nariz, algo que, en él, equivalía casi a una risa.

-Tiene buen juicio.


Las luces del ensayo seguían encendidas cuando el coche negro aparcó frente a la entrada. Sherlock bajó sin esperar al conductor y caminó directamente hacia el acceso lateral. No era la primera vez que pasaba por allí, pero sí la primera que lo hacía para recoger a alguien que no fuera un testigo o un sospechoso.

Irene estaba en el borde del escenario, los pies colgando, las luces apagadas salvo por un foco cálido sobre su silueta. Tenía los tacones en la mano, las medias corridas, y la voz ligeramente ronca por la última escena que había repetido cinco veces.

Al oír pasos, giró con pereza y al ver a Sherlock, sonrió con cansancio.

-¿Cambio de planes?

-Decidí que merecías que alguien te esperara al salir -dijo él, simplemente.

Ella parpadeó, sorprendida.

-Eso casi sonó humano.

-No te acostumbres.

-¿Qué encontró el detective?

-Un mensaje. Nada más. Nada menos. Pero lo suficiente para que quiera que estés en casa esta noche.

Irene se puso de pie, bajando del escenario con algo de torpeza. Al llegar junto a él, se detuvo.

-¿Me esperaste mucho?

-Toda la vida -murmuró Sherlock, sin mirarla directamente.

Ella no respondió. Solo le ofreció el brazo con gesto teatral.

-Entonces no hagamos esperar al destino.

Y juntos salieron hacia la noche.


El sonido del agua caliente colándose en las tazas fue lo único que rompió el silencio durante unos segundos. Sherlock le acercó una a Irene, que seguía envuelta en la manta, con el cabello todavía húmedo después de la ducha.

-Gracias -murmuró ella, aceptándola.

Sherlock tomó asiento frente a ella. No se decían nada, pero el agotamiento de Irene aún era evidente en sus movimientos lentos. Aun así, su mirada buscó la de él, titubeante al principio... hasta que se decidió.

-¿Crees que sea buena idea seguir viviendo aquí?

Sherlock parpadeó. No como reacción de sorpresa, sino más bien como quien sabe que esa pregunta llegará eventualmente.

-¿Te incomoda vivir conmigo?

-No es eso -contestó ella, bajando un poco la voz-. Es solo que... esto ha dejado de ser parte del plan, ¿no? No sé si estoy aquí porque tiene sentido... o porque simplemente nos acostumbramos. Y... no quiero ser una molestia si...

-No eres una molestia -interrumpió él con firmeza, sin alzar la voz.

Irene lo miró, sosteniéndole la mirada.

-Sherlock... no estoy buscando drama -añadió con un tono casi neutro-. Solo quiero saber si tú también... te estás preguntando lo mismo. Porque si es así, puedo buscar otro sitio. No me iría por enojo, ni porque haya algo mal. Solo... no quiero quedarme por inercia.

Sherlock bajó la mirada, girando suavemente su taza entre las manos.

-No pensé que estuvieras considerando irte.

-No lo estoy... no del todo. Pero después de hoy, de todo esto, pensé que era justo preguntar.

Un silencio denso cayó entre ambos.

-Entonces dime -dijo ella, casi en susurro-, ¿estoy aquí porque aún somos algo más, o porque funciono como parte del caso?

Sherlock se quedó quieto.

Y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo una respuesta inmediata.

Sherlock apoyó la taza en la mesa, apenas con un leve clink de porcelana contra madera. No desvió la vista de ella esta vez. Le costaba tanto traducir sus pensamientos en palabras cuando se trataba de eso... de ellos.

-No hay caso -dijo al fin, con una lentitud que no era vacilación, sino precisión quirúrgica-. Hace semanas que todo esto dejó de ser parte de algún juego... incluso si a veces sigo tratándolo como uno.

Irene respiró hondo. No sonrió, ni se tensó. Solo lo escuchó.

-No estás aquí porque funcionas para mí -continuó él, la voz más baja, más íntima-. Estás aquí porque la idea de esta casa sin ti me resulta... incompleta. Incómoda.

Ella alzó apenas las cejas.

-¿Incompleta?

-Me acostumbré a que dejes los libros abiertos boca abajo, a que escondas las notas en mis expedientes, a que el aire huela a fresas cuando entras a la cocina. No supe cuánto pesaba el silencio aquí hasta que me di cuenta que ya no era el mismo sin ti.

La pausa fue tan larga como necesaria.

-No es inercia -concluyó-. Es elección. Al menos para mí.

Irene entrecerró los ojos, no como si desconfiara de él, sino como si buscara procesarlo todo. Lo conocía demasiado como para pedir palabras grandilocuentes... pero esas, dichas desde su forma torpe de sentir, eran todo lo que necesitaba.

-Entonces, ¿debo deshacer la maleta? -preguntó, apenas levantando una ceja.

Sherlock se inclinó hacia ella, los labios rozando la comisura de su boca con una ternura rara en él, casi imperceptible. Y aún así, fue más respuesta que cualquier otra.

-Ni se te ocurra moverla -murmuró.

Ella sonrió, por fin, y se acomodó junto a él en el sofá, como si la noche les diera permiso para bajar las armas.

Mañana tendrían que enfrentar preguntas, pistas, sombras del pasado.

Pero esa noche, Baker Street era un refugio. Uno elegido.