Los personajes y esta versión no me pertenecen, el creador es Sir Arthur Conan Doyle y la adaptación de la BBC. Solo el argumento es de mi autoría.
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Por: GeishaPax
V: Los elegidos
La mañana siguiente despertó envuelta en una luz tenue, apenas filtrada por los ventanales de Baker Street. La ciudad aún bostezaba, indiferente al hecho de que una conspiración tal vez se tejía entre bastidores.
Sherlock ya se había levantado. Se escuchaban sus pasos en la cocina, entre el tintinear de utensilios y el inconfundible aroma del café turco que solía preparar cuando pensaba demasiado. Irene se estiró en el sofá, con el cuerpo aún cansado por los ensayos y la cabeza nublada por sueños en los que ni siquiera el violín podía calmar la inquietud.
John entró con su abrigo ya puesto, sujetando la tablet donde llevaba las rutas y datos que había coordinado con Mycroft.
—¿Lista para el escenario? —preguntó, después de haber dejado a Rosie en casa de la niñera mientras Irene recogía su bolso.
—Más lista que ayer —contestó ella, forzando una sonrisa.
—Nos veremos luego. Sherlock y yo tenemos algo que seguir —dijo John, palmeando ligeramente el hombro de su amigo antes de salir. No mencionó a Mikhail ni la nota. Irene no preguntó.
Sherlock se acercó a Irene, midiendo sus gestos con una precisión distinta a la de otros días. La observó anudarse la bufanda y recogerse el cabello con esa calma contenida que usaba cuando algo la perturbaba y no quería que se notara.
—¿Te recojo esta vez? —preguntó sin más.
Ella lo miró, y durante un segundo, todo pareció suspenderse en ese gesto simple.
—Sí —respondió, bajito—. Me gustaría.
No hubo más que decir. La puerta se cerró tras ella con suavidad. Y Sherlock Holmes, por un segundo apenas, se permitió preocuparse.
Las piezas se movían.
Mikhail. La nota.
La caja caída.
Y Geoffrey.
Lo que antes parecía una partida abandonada, ahora tomaba forma.
Y él odiaba no saber aún quién movía primero.
En el cuarto subterráneo del MI6, donde el silencio tenía peso y las luces no titilaban jamás, Mycroft aguardaba frente a una pantalla que mostraba mapas en constante movimiento. La puerta se abrió sin anuncio; John y Sherlock entraron sin necesidad de formalidades.
—Tenemos algo —dijo Mycroft, apenas girando la cabeza—. Una pista relacionada con la firma de la nota. Vuelos privados, una anomalía en la aduana, y una célula conocida por moverse bajo múltiples identidades.
—¿Mercenarios? —preguntó John.
—Rusos. Algunos con entrenamiento israelí. Otros, presuntamente desertores. Alguien está pagando mucho para mantenerlos en Londres sin dejar huella.
—¿Y qué tiene que ver con Mikhail?
—Todo. La nota estaba redactada en un dialecto de Grozniy, con modismos que no se usan desde hace décadas. Lo firmó un tal "M.", pero uno de nuestros satélites captó un encuentro clandestino anoche en un muelle del Támesis. Mikhail estaba allí. No solo no está muerto... está organizando algo.
Sherlock cerró los puños un segundo. Miró su reloj. Faltaban diez minutos para recoger a Irene, pero algo en su cuerpo ya sabía que eso no iba a suceder.
Mycroft continuó:
—Uno de nuestros informantes recibió un mensaje interceptado. Algo va a ocurrir esta tarde. No sabemos qué, pero el punto de reunión es móvil. Una persecución es lo único que nos puede llevar a ellos ahora.
Sherlock ya se movía antes de que Mycroft terminara de hablar.
—John, contigo. Mycroft, necesito acceso a las cámaras del sector 9 y 14, y un helicóptero en diez minutos.
—¿Y Clara? —preguntó Mycroft, deliberadamente usando el nombre público de Irene.
Sherlock dudó apenas.
—Ya no es momento de dividirnos. Si no detenemos esto hoy, no habrá ensayo mañana.
La persecución comenzó en los callejones de Southwark, luego entre los tejados de Brixton, y terminó en una emboscada violenta en las vías del tren al este de la ciudad. Sherlock y John, cubiertos de polvo, sangre y sudor, atraparon a uno de los hombres. No Mikhail, pero sí alguien que lo conocía.
Mientras tanto, el ensayo concluía en silencio. Irene salió entre luces apagadas y el equipo técnico murmurando entre sí. Ninguna señal de Sherlock. Ningún mensaje. Solo el chofer de Mycroft, con expresión rígida y una frase escueta:
—Cambio de planes. El señor Holmes no podrá pasar por usted.
Y por primera vez en semanas, Irene sintió ese frío de antes, ese vacío entre líneas sin explicación.
La noche había caído sobre Londres con un tipo de oscuridad particular: una que no solo apagaba luces, sino también certezas. Irene descendió del coche con lentitud, aún vestida con el vestuario de ensayo, los tacones en una mano, el abrigo en la otra. Cruzó la puerta de Baker Street con pasos leves, como si no quisiera interrumpir el eco del silencio.
El departamento estaba vacío. Las luces tenues, la tetera apagada, ni un abrigo de Sherlock colgado en el perchero. John había dejado una nota sobre la mesa, pero estaba escrita con prisa: "Crisis. Sherlock está bien. Volveremos."
La palabra "crisis" no la tranquilizaba.
Irene dejó sus cosas con suavidad. No sabía si sentarse, si ducharse o si simplemente desaparecer por unas horas dentro de la cama. En lugar de eso, se quedó de pie en medio del cuarto, mirando hacia donde solía estar Sherlock cuando ella regresaba.
La taza de él seguía ahí, vacía.
El Stradivarius seguía apoyado contra el sillón.
Y la caja... esa maldita caja, ahora cerrada y en silencio, también estaba en su sitio.
Se abrazó a sí misma. No por el frío, sino por esa sensación cada vez más familiar: la de no saber en qué punto de su historia estaban. Sherlock era un hombre que desaparecía por causas justas. Eso lo sabía. Lo aceptaba. Pero incluso así... había algo punzante en el hecho de que no le dijera nada. De que la dejara esperando en un ensayo importante, después de tanto.
Y sin embargo...
No se enojó.
Se sintió sola.
—Clara... —susurró para sí misma, como si el nombre que usaba ahora pudiera protegerla del que aún le dolía. Se dejó caer en el sofá, acurrucándose en el mismo rincón que Sherlock a veces usaba para pensar.
No dormiría, pero esperaría. Como se esperan los eclipses. O los temblores.
Mientras tanto...
En una sala iluminada por neones fríos, un hombre esposado respiraba con dificultad. Frente a él, Sherlock apoyaba los nudillos sobre la mesa metálica. John observaba desde la pared, brazos cruzados.
—No tenías que correr si no tenías nada que esconder —dijo Sherlock con voz calma, pero afilada.
El hombre escupió a un lado, sin mirarlos.
—Yo solo llevo cosas.
—¿Cosas como nombres? ¿Mensajes de Mikhail?
El prisionero levantó los ojos, brevemente.
—Mikhail no manda mensajes. Ya no.
—¿Entonces quién sí?
—Él los graba. Los deja en cajas. Una por uno. Para los elegidos.
Sherlock y John intercambiaron una mirada rápida.
—¿Qué cajas? —preguntó John.
El hombre sonrió.
—Si tienen una, ya están en el juego.
Y bajó la mirada.
El hombre fue arrastrado fuera de la sala por dos agentes con trajes oscuros. La puerta metálica se cerró con un clic firme. Sherlock se quedó unos segundos en silencio, mirando el espacio vacío donde había estado el detenido. Luego se dejó caer sobre la silla de interrogatorio.
John se acercó, cruzando los brazos.
—¿Cajas? ¿"Para los elegidos"? Suena como algo sacado de un mal thriller conspirativo.
—Excepto que esto no es ficción —murmuró Sherlock, entrecerrando los ojos—. Irene recibió una. Geoffrey estaba en el ensayo. Mikhail ha estado fuera del radar por meses y de pronto aparecen sus rastros entre actores, músicos y... artistas.
—¿Crees que el teatro es el escenario del próximo juego?
Sherlock no respondió de inmediato. Se llevó las manos al rostro, como si intentara encajar las piezas con el tacto.
—Moriarty entendía la teatralidad. Pero Mikhail... Mikhail cree en la devoción, ese alter ego del nuevo Moriarty. En la manipulación por reverencia. Y si ahora está usando la figura de Clara... significa que ve algo en Irene que puede detonar ese tipo de control.
John lo miró con más atención.
—¿Y tú qué ves?
Sherlock bajó las manos.
—Una mujer que aprendió a reconstruirse sin necesitarme.
—Pero que te eligió, aun así.
Hubo un leve silencio, como si hasta el aire esperara la respuesta.
—Y no se lo digo —admitió Sherlock, con un susurro casi imperceptible—. No sé cómo. Cada vez que trato, las palabras se atascan en mi sistema como un mal diagnóstico. Y mientras tanto... ella sigue entrando sola por esa puerta.
John lo observó. Sus ojos ya no buscaban solo respuestas; también querían ofrecer consuelo.
—Vas a tener que decírselo eventualmente. Lo que ves en ella. Lo que te pasa cuando se va.
Sherlock asintió apenas, la mirada ya en otra parte.
—Primero hay que saber qué quieren de ella. Luego... le contaré.
John suspiró y, dándole una palmada en el hombro, se enderezó.
—Vamos. Antes de que decida ensayar el tercer acto en el Támesis por su cuenta.
La calle estaba en silencio. Londres dormía bajo una neblina suave, como si incluso el tiempo dudara en avanzar. En el 221B de Baker Street, todo parecía en orden.
Excepto por la cerradura.
Una mano enguantada giró con precisión quirúrgica el picaporte. Ni un sonido. La puerta se abrió como si estuviera habituada a obedecer. Y él entró.
Los pasos eran felinos, sin apuro. Cada mueble, cada objeto, cada sombra... lo reconocía todo. El mismo piso de madera crujiente junto a la estantería de química. El abrigo oscuro colgado detrás de la puerta. El violín, aún con la resina nueva a un lado.
Todo en su lugar. Menos él.
Avanzó como si la casa aún fuera suya.
No buscaba nada. No necesitaba robar ni sembrar miedo inmediato. Solo dejar constancia. Una marca.
La habitación del piso superior estaba vacía. Pero en la principal, la de Sherlock, una puerta entreabierta dejaba escapar un hilo de luz suave.
Se asomó.
Irene dormía sola. Recostada de lado, envuelta en las sábanas con el ceño apenas fruncido. Como si incluso en los sueños cargara con preguntas sin respuesta. Su respiración era pausada. Vulnerable. Real.
La caja seguía en su sitio, cerrada sobre el buró.
El intruso se detuvo frente a ella.
No hubo amenaza en su postura, solo análisis. Algo lo intrigaba. Observó a Irene por más tiempo del que cualquier extraño debería. No era lujuria ni rivalidad. Era fascinación. Un nuevo factor en la ecuación. Uno que no encajaba... aún.
Con un gesto pausado, sacó un sobre negro del bolsillo interior de su abrigo. Sin sellos ni adornos. Solo una caligrafía blanca en el centro:
"Ella los hará bailar."
Lo dejó sobre la cómoda, en perfecta simetría con el vaso de agua.
Y se fue, deshaciendo su camino como si nunca hubiera estado.
No hubo rastro. Solo la certeza silenciosa de que alguien había entrado. Y había decidido no romper nada... todavía.
Había sido un día largo, lleno de conversaciones y observaciones que le dejaban más preguntas que respuestas. Al entrar a la casa, la atmósfera era igual de solemne que siempre, pero había algo en el aire, una frialdad distinta que no pudo precisar en un principio.
Cerró la puerta con un suspiro cansado, sin hacer ruido. El sonido del timbre de la vieja casa resonó levemente en sus oídos, pero no despertó a nadie. Se dirigió al salón, y, al pasar por la habitación, vio una silueta recostada en la cama. Irene dormía profundamente, ajena a todo. Su respiración tranquila contrastaba con la inquietud que él sentía. No había señales de que alguien estuviera allí, pero algo lo hizo detenerse.
Miró el vaso de agua junto a la mesa de noche. Algo no cuadraba. El vaso, ligeramente inclinado, tenía una marca en el borde, como si alguien lo hubiera tocado, pero Irene estaba demasiado lejos de él. Entonces, sus ojos se posaron en una nota, que reposaba al lado del vaso, doblada con un cuidado que no coincidía con la forma en que generalmente las notas llegaban a sus manos.
Con un suspiro, Sherlock se acercó, recogió la nota y leyó la breve inscripción con ojos fijos, como si intentara desentrañar cada palabra en busca de un patrón oculto.
"Ella los hará bailar."
Su mente comenzó a trabajar con rapidez. La caligrafía, la elección de las palabras, el lugar en el que se había dejado el mensaje... Todo apuntaba a un único hecho: alguien había estado en la habitación. Pero ¿quién? Y, más importante aún, ¿por qué Irene?
Guardó la nota en su bolsillo, y se dio cuenta de lo que ya sabía: Irene no había despertado en ningún momento. Era como si el extraño que había dejado el mensaje hubiera salido sin dejar rastro, sin que ella se diera cuenta, sin que él hubiera llegado a tiempo para enfrentarlo. A pesar de su habilidad para resolver misterios, Sherlock no podía evitar sentir que, en ese preciso instante, el peligro había escapado de sus manos.
John, como siempre, se había ido a su casa, y el vacío que dejaba su ausencia era más palpable de lo que Sherlock quería admitir. En ese momento, el detective se dio cuenta de que no estaba solo por voluntad propia. Irene y él se habían visto envueltos en algo mucho más grande, mucho más oscuro. Y mientras ella dormía tranquila, él no podía evitar sentir que se estaba acercando a algo que ni siquiera él podría prever.
Dejando la habitación, Sherlock se dirigió al estudio. Allí, bajo la luz tenue de la lámpara, comenzó a organizar sus pensamientos. Pero algo le decía que no podría descansar hasta descubrir quién había estado allí, y qué significado realmente tenía aquel mensaje.
Sabía que la respuesta estaba más cerca de lo que pensaba.
Se dejó llevar por el ritmo de su pensamiento, aislándose de todo lo demás, sumergiéndose completamente en su palacio mental. No escuchó los suaves pasos que se acercaban desde el pasillo, ni la puerta que se abría lentamente. Solo se dio cuenta de su presencia cuando su sombra se proyectó sobre el escritorio.
Irene se había despertado de su sueño. Había sentido la ausencia de Sherlock en la cama, y al no encontrarlo, había decidido ir a buscarlo. No esperaba encontrarlo tan ensimismado, tan absorbido por sus pensamientos como para no notar su presencia.
—Sherlock... —dijo ella suavemente, una pregunta sin necesidad de palabras.
Sherlock levantó la vista, notando que estaba siendo observando. No dijo nada al principio, simplemente dejó la carta sobre la mesa, como si eso fuera lo más natural del mundo. Irene se acercó un poco más, viendo la intensidad en sus ojos. Estaba claro que algo no estaba bien, algo en lo que Sherlock no podía o no quería compartir.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, ahora completamente alerta, su voz suave pero llena de inquietud.
Sherlock tardó un momento en responder, como si cada palabra que fuera a decir necesitara ser cuidadosamente medida.
—Alguien estuvo aquí. Y dejó un mensaje —respondió con calma, aunque su mente seguía trabajando rápidamente. Lo que había pasado en la casa, lo que había encontrado, todo eso no encajaba del todo. La amenaza estaba ahí, y la solución parecía estar justo al alcance, pero aún no.
Irene frunció el ceño, mirando la carta, y luego a Sherlock. Sabía que algo grave estaba ocurriendo, pero también comprendía que él necesitaba su espacio, su tiempo, para ordenar sus pensamientos. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse por qué la implicaban a ella, por qué ese mensaje parecía tan personalizado.
—¿De qué se trata, Sherlock? —preguntó, esta vez sin poder ocultar la ansiedad en su voz.
Sherlock respiró profundamente, y luego se levantó, dejando la carta sobre el escritorio mientras se acercaba a la ventana. No quería alarmarla, pero sabía que no podía ocultarle lo que estaba ocurriendo.
—No lo sé todo aún —dijo finalmente—. Pero lo que sé es que Moriarty está jugando con nosotros. Y no es algo que podamos ignorar.
Irene lo observó en silencio, su mirada fija en su rostro. No tenía todas las respuestas, pero sentía la presión de la situación. Algo grande estaba ocurriendo, y Sherlock no estaba preparado para compartirlo todo, no todavía.
Pero eso no impidió que él se volviera hacia ella, sus ojos encontrándose con los de Irene.
—No quiero que te involucres más de lo que ya lo estás —añadió, su voz grave, pero con una sincera preocupación que apenas se alcanzaba a notar. Irene le sonrió levemente, reconociendo ese toque de vulnerabilidad en él, tan raro y tan necesario.
—No puedo dejar que lo enfrentes solo —respondió ella, sin dudarlo. Sherlock la miró en silencio, como si evaluara sus palabras, pero en el fondo sabía que su decisión ya estaba tomada.
La noche seguía su curso, con la amenaza acechando en las sombras, pero por un momento, el aire en el estudio se calmó, y las tensiones se disolvieron entre la compañía de ambos. Aún quedaba mucho por resolver, pero no estaban solos en esto, al menos no mientras el otro estuviera cerca.
Era temprano por la mañana cuando Sherlock, ya completamente despierto, salió del estudio y bajó las escaleras con paso apresurado. Irene aún dormía, aunque no con la misma tranquilidad que antes. Sus pensamientos seguían girando en torno a la amenaza, a los mensajes, y a la creciente intriga de lo que Moriarty —o alguien más— estaba planeando.
Al llegar a la planta baja, se dirigió directamente a la cocina, donde la señora Hudson, como siempre, estaba preparando el desayuno. Con su actitud despreocupada, parecía ajena al mundo del misterio que rodeaba a los Holmes.
—Buenos días, señora Hudson —saludó Sherlock, aunque su tono estaba lejos de ser amistoso. Se acercó a la mesa, sin esperar que le ofreciera nada. Sabía que lo que necesitaba no era café ni pan tostado, sino algo mucho más... práctico.
La señora Hudson levantó la vista de su desayuno y lo miró con una ligera sonrisa, como si ya supiera que algo más estaba por venir. "Sherlock y sus peculiaridades matutinas", pensó.
—¿Qué te trae por aquí tan temprano, querido? —preguntó con tono juguetón.
Sherlock no perdió tiempo con cortesías. Se acercó un paso más y, con una mirada directa, le dijo:
—Necesito un auto. Uno que no levante sospechas.
La señora Hudson levantó una ceja, intrigada pero no sorprendida. Sabía que las solicitudes de Sherlock a menudo no eran sencillas, pero siempre tenía alguna razón. Sin embargo, esta vez, había algo distinto en su tono.
—¿Un auto? —preguntó, frunciendo el ceño con sospecha—. ¿Y por qué exactamente lo necesitas, Sherlock?
Él se acercó un poco más, bajando la voz, como si las paredes pudieran escuchar. —Irene tiene que salir a sus ensayos. Es mejor que no llame la atención, y no quiero que la sigan. Un auto sencillo, no uno de esos que se te ocurren en las películas.
La señora Hudson le miró unos segundos, evaluando la situación. Sherlock, como siempre, estaba metido en algo peligroso. Y ella, acostumbrada a este tipo de peticiones, sabía que no podría negarse.
—No te preocupes, cariño —dijo, con un tono que se mezclaba entre la confianza y la complicidad—. Tengo justo lo que necesitas.
Sherlock la miró expectante, esperando una explicación.
—Mi difunto esposo, solía tener una pequeña colección de autos... exclusivos, claro. Son los menos ostentosos que los que tengo, pero te servirán. Puedo prestarte uno, pero sólo porque eres tú, Sherlock. Y sólo porque parece que esta vez no es solo una de tus "aventuras".
Sherlock asintió, satisfecho con la respuesta. Sabía que la señora Hudson había tenido ciertos contactos en su tiempo, especialmente con su difunto esposo, y no dudaba de su habilidad para conseguir lo que necesitaba.
—Gracias —respondió, con una ligera inclinación de cabeza. No estaba acostumbrado a mostrar mucha gratitud, pero en este caso, no era el momento de discutirlo.
Con eso dicho, Sherlock se dio media vuelta y salió de la cocina, con la intención de avisar a Irene antes de que se despertara, pero su mente ya estaba girando sobre lo siguiente: cómo mantenerla a salvo sin que sus movimientos fueran rastreados.
A unas horas de distancia, Irene se encontraría con el auto de la señora Hudson, más discreto de lo que podría imaginarse. Sherlock ya tenía todo planeado, pero como siempre, todo seguía siendo un enigma que requería una solución.
El tiempo había transcurrido, y las semanas se deslizaban ante ellos con una calma inquietante. Las investigaciones de Sherlock y Watson sobre el misterioso grupo armado no daban frutos tan rápidos como Sherlock esperaba. Mientras tanto, Irene, que ya no llevaba la férula en el brazo y había logrado una completa recuperación física, estaba enfocada en algo mucho más cercano: el estreno de la obra en la que había trabajado incansablemente.
Aunque sus ojos seguían reflejando las sombras de los días pasados, había algo renovado en ella. Tal vez era la certeza de que, a pesar de las complicaciones en su vida personal y las amenazas de las que no podía hablar, el escenario sí era su refugio. La única certeza que la mantenía centrada.
Sherlock y Watson estaban en el estudio, rodeados de papeles y notas dispersas, cuando Sherlock se levantó de su silla con gesto frustrado. La investigación sobre el grupo armado había avanzado poco, y el misterio sobre los mensajes de Moriarty parecía hacerse más denso con cada pista que encontraban. La sensación de que algo se les escapaba era abrumadora. No era algo que Sherlock estuviera acostumbrado a tolerar.
—Nada concreto —dijo Watson, mirando su reloj con un suspiro. Sherlock no lo escuchó. Estaba observando una nota que había llegado esa mañana, una que hablaba de un posible vínculo entre el grupo armado y los planes de Moriarty. Sin embargo, la falta de información concreta lo mantenía en constante tensión.
—Necesito más tiempo, John —dijo Sherlock, su mirada fija en la mesa llena de archivos—. Pero no hay tiempo que perder, contradictorio, lo sé. El estreno de la obra de Irene está a la vuelta de la esquina, y no podemos permitirnos que las amenazas se hagan realidad.
Watson lo miró, comprendiendo el nivel de presión que Sherlock sentía. No era solo el caso lo que los mantenía alerta, sino también el bienestar de Irene. A pesar de que ella no estaba involucrada directamente en la investigación, todo estaba conectando de alguna forma.
—Te ayudaré con lo que pueda —dijo Watson, levantándose de su silla y acercándose al escritorio—. Pero ya sabes que no puedo hacer mucho más aquí. Si quieres, puedo ir con Mycroft. Puede que haya algo en sus archivos que nos ayude.
Sherlock asintió sin palabras, sumido en sus pensamientos. Sabía que necesitaría más que una simple pista para resolver el rompecabezas. Mientras tanto, la vida de Irene seguía adelante. Y aunque le molestaba tener que mantenerla en la oscuridad sobre ciertos aspectos de la investigación, sabía que no podía permitir que ella se viera envuelta en algo tan peligroso.
La Mujer se encontraba preparándose para la noche de estreno, se encontraba frente al espejo.
Su cabello estaba recogido con cuidado, y el maquillaje impecable resaltaba la belleza que había aprendido a mostrar sin pretensiones. El vestido que llevaría esa noche era una obra de arte, una pieza que había sido diseñada especialmente para la ocasión. No importaba cuánto lo deseara, los nervios nunca se esfumaban antes de un estreno, y el ligero temblor en sus manos lo demostraba.
Aunque en su mente seguía habiendo una nube de dudas sobre lo que estaba sucediendo alrededor de ella, se concentró en lo que sabía hacer mejor: ser una actriz. En el escenario, podía ser quien quisiera ser. Podía escapar de la confusión, al menos por unas horas.
Su teléfono vibró en la mesa, sacándola de sus pensamientos. Era un mensaje de Sherlock.
"Te veré en el estreno. Espero que todo salga bien."
Sus ojos recorrieron las palabras, pero no pudo evitar preguntarse qué más estaba pasando fuera de su mundo de luces y telones. ¿Había más en juego de lo que él le había contado? ¿Estaba tan cerca de algo peligroso sin siquiera saberlo?
Irene respiró profundamente y guardó el teléfono en su bolso. Lo único que podía hacer ahora era hacer lo que hacía mejor: actuar. El resto, ya no estaba en sus manos.
Esa noche, el teatro estaba lleno. Las luces del escenario brillaban intensamente, y el bullicio de los espectadores llenaba el aire. Los murmullos de expectación se mezclaban con las risas suaves y los saludos de los asistentes a la gala. Irene estaba detrás del telón, en su vestuario, con su maquillaje impecable y la concentración de una profesional.
Cuando el telón se levantó, su figura emergió, deslumbrante. La actuación fue impecable, como siempre lo era, pero una parte de ella seguía vigilante, casi como si estuviera esperando algo. Sus ojos se movían por el público, reconociendo a aquellos que había conocido, entre ellos Sherlock y, por supuesto, Mycroft. Pero mientras se desenvolvía en su papel, no podía evitar preguntarse si algo estaba por ocurrir en cualquier momento.
La ovación del público fue ensordecedora. El sonido de los aplausos llenaba el aire, y los cantantes, entre ellos Irene, salieron al escenario para hacer su reverencia. Con una sonrisa satisfecha, Irene se inclinó, su figura resaltando bajo los focos del escenario. La noche había sido un éxito rotundo, pero en ese instante, cuando los aplausos se alzaron, un fenómeno extraño ocurrió.
En un parpadeo, todas las luces del teatro se apagaron. Un silencio absoluto se apoderó de la sala, que solo fue roto por un murmullo confuso entre los asistentes. Los espectadores comenzaron a murmurar, buscando una explicación. No hubo gritos de pánico, pero la incertidumbre se apoderó de todos.
Un segundo, tal vez dos, fueron suficientes. La oscuridad se sintió densa, como si algo o alguien estuviera acechando en las sombras. Luego, cuando las luces se encendieron nuevamente, la sensación extraña se mantuvo en el aire.
Irene ya no estaba allí. En su lugar, solo quedó la penumbra, las luces iluminando una escena vacía. Los otros cantantes, que momentos antes celebraban su actuación, también habían desaparecido. Nadie pudo ver ni escuchar nada fuera de lo común, solo el vacío imponente de la desaparición repentina.
El teatro estalló en caos.
Las personas comenzaron a levantarse de sus asientos, tratando de entender qué había ocurrido. Los empleados de seguridad comenzaron a moverse rápidamente por el teatro, asegurándose de que todo estuviera en orden. Pero nadie parecía saber qué había pasado con los artistas, especialmente con Irene. Su desaparición había sido tan repentina como la oscuridad que se deshizo de manera inexplicable.
Sherlock, que había estado en la primera fila, observó la escena con calma, pero sus ojos brillaban con la intensidad de la preocupación. Su mente trabajaba a toda velocidad, conectando fragmentos que otros no podían ver. Irene había desaparecido.
Mycroft, que también estaba presente entre los asistentes, se adelantó hacia Sherlock, con una expresión seria y grave.
—¿Qué diablos acaba de pasar? —preguntó, su tono profundo lleno de preocupación.
Sherlock se giró hacia él, manteniendo la compostura.
—No lo sé todavía, Mycroft. Pero no es un accidente. Irene no es la única que ha desaparecido. Los otros artistas también. —dijo Sherlock, mirando alrededor, sus ojos buscando detalles que otros no percibían.
Antes de que pudieran profundizar en la conversación, un miembro de seguridad se acercó rápidamente a ellos, con la mirada nerviosa.
—Señores Holmes, tenemos un problema. La salida trasera está bloqueada y no hay rastros de los artistas. Hemos revisado las cámaras de seguridad, pero... —el guardia vaciló—. la grabación está vacía.
Sherlock no reaccionó inmediatamente. Todo encajaba en una pieza mayor, pero no estaba listo para darla por resuelta aún. Había algo mucho más oscuro detrás de todo esto. ¿Quién había sido el responsable de este acto tan audaz? ¿A esto se referían con bailar en aquella nota?
La ansiedad se apoderó de los asistentes, mientras las luces titilaban brevemente de nuevo. Los murmullos se intensificaron, pero Sherlock permaneció imperturbable, observando la escena con una frialdad helada. No podía permitir que la desesperación lo cegara. Si Irene había sido tomada, sabía que la clave para encontrarla estaba en los detalles más minúsculos.
—Esto no es una desaparición común —dijo Sherlock en voz baja, para sí mismo—. Alguien ha creado una distracción perfecta, un vacío, donde no hay ni rastro.
Se acercó rápidamente al escenario, observando las líneas de luz que aún seguían encendidas. No podía ser un apagón común; las luces no se apagan por sí solas en un teatro de estas características sin un mecanismo externo. Algo había sido manipulado.
—¿Alguien ha visto algo? —preguntó a los pocos que se habían quedado atrás, aún atónitos por lo que había ocurrido.
Uno de los asistentes, un hombre con una chaqueta elegante, respondió titubeante.
—Hubo... hubo una especie de ruido, un clic, como si algo se hubiera activado. No lo vi, pero lo escuché, justo antes de que todo se oscureciera.
Sherlock asintió, procesando la información con rapidez.
—Un mecanismo oculto, probablemente un dispositivo de control remoto. Si la desaparición fue tan rápida, debe haber sido planeada y ejecutada con precisión. Nada en esta sala ha ocurrido al azar.
Sin perder tiempo, Sherlock comenzó a examinar cada rincón del escenario. Sus dedos se deslizaban por las paredes, los asientos, y el suelo, en busca de cualquier pista que pudiera haber quedado atrás. De repente, se detuvo frente a un pequeño objeto brillante que había caído entre las tablas del escenario. Lo recogió cuidadosamente con los dedos, observando la pieza con atención.
Era una microcápsula, del tipo usado en tecnología avanzada de sigilo. Este tipo de artefactos solo se podía conseguir en mercados muy específicos, y era un tipo de herramienta que raramente se usaba fuera de ciertos círculos. Había sido activada para emitir una señal que interfirió con los sistemas de luz.
—Esto no es solo un secuestro —murmuró Sherlock. —Esto es un mensaje.
Sherlock levantó la vista hacia el público, notando a un hombre delgado y de aspecto imperturbable, parado cerca de la salida, observando la escena sin inmutarse, no lo veía del todo, pero estaba seguro que los ojos eran de él.
—¿Qué has hecho? —preguntó Sherlock, sin moverse de su lugar, sin apartar la mirada de aquel hombre.
Este no respondió de inmediato. En su lugar, su rostro permaneció impasible. Luego, con una ligera inclinación de cabeza, el hombre se dio la vuelta y desapareció por la puerta trasera del teatro, tan rápido como había aparecido.
La microcápsula era el centro de un enigma aún más complejo. Sherlock la sostuvo entre sus dedos, casi como si el peso del objeto diminuto fuera una pista crucial que podría desvelar todo el misterio de la desaparición de los cantantes de ópera. En apariencia, era pequeña y sencilla, pero sabía que no era común. La tecnología implicada no solo era avanzada, sino específica, algo diseñado para desactivar o bloquear sistemas con precisión quirúrgica.
Sherlock observó la cápsula más de cerca, su mente trabajando a toda velocidad. ¿Cómo se podía desaparecer un grupo de personas en pleno acto en un teatro sin dejar rastro? No había señales de pánico, ni huellas, ni caos. De alguna manera, alguien había logrado manipular las circunstancias con tal maestría que todo el mundo había sido evacuado o transportado sin que nadie se percatara de cómo. La cápsula era parte de esa maniobra.
—La cápsula es un dispositivo de interferencia —dijo Sherlock en voz baja, con un tono de concentración. —Emite una señal específica que altera los sistemas de comunicación y las luces de manera sincronizada. Esto indica que el objetivo era un apagón controlado, seguido de un secuestro rápido.
John, que había estado en silencio observando todo, frunció el ceño.
—Pero ¿cómo logras que todo un grupo de cantantes desaparezca sin que el público lo note? —preguntó, aún sin comprender por completo lo que Sherlock intentaba decir.
—Es sencillo, en realidad —respondió Sherlock, moviéndose hacia el borde del escenario y mirando detenidamente los cables de iluminación. —Lo que los testigos han notado como "un clic" es la señal de la cápsula, que activa el apagón de las luces, mientras que el sonido disfraza la manipulación de las cámaras de seguridad y de las salidas de emergencia. Un sistema interconectado perfectamente diseñado. El objetivo no es solo oscurecer la vista, sino también bloquear el seguimiento visual y electrónico en todo el teatro.
Se detuvo un momento, procesando más ideas, y luego añadió:
—Cuando las luces se apagan, los sistemas de seguridad entran en modo de emergencia. Es un mecanismo diseñado para evitar que la gente se asuste y se descontrole. Mientras tanto, en la oscuridad, los cantantes fueron trasladados rápidamente hacia un punto de extracción.
John lo miró, comenzando a entender la magnitud de lo que Sherlock sugería.
—Entonces, alguien sabía exactamente lo que estaba haciendo. No solo apagaron las luces, sino que también movieron a los cantantes antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía.
—Exactamente —confirmó Sherlock, sus ojos brillando con intensidad—. El grupo de cantantes fue evacuado, pero no en cualquier dirección. Lo que hizo la cápsula fue interrumpir las cámaras y el sistema de seguridad, lo que permitió que todo el proceso ocurriera sin ningún tipo de registro, y en la oscuridad, los cantantes fueron movidos sin que nadie notara nada. Los miembros del público, sin embargo, se quedaron allí, completamente ajenos a lo que ocurría en el escenario.
John frunció el ceño, desconcertado.
—Pero ¿por qué hacer todo esto? ¿Por qué tanto trabajo para secuestrarlos de esta manera?
Sherlock no respondió de inmediato. Caminó unos pasos por el escenario, su mente en ebullición. Los detalles comenzaban a encajar, pero había algo aún más inquietante detrás de todo eso. Algo que no podía ver de inmediato.
—El secuestro no es el objetivo principal —dijo finalmente, girándose hacia John. —La clave aquí es el mensaje. El objetivo es que todos vean la desaparición. Todo este teatro, todo este montaje. Y eso implica a Irene.
John lo miró, con el ceño aún fruncido.
Sherlock hizo una pausa, pensativo.
—Todo esto está relacionado con ella —dijo finalmente—. Lo que ocurrió en ese escenario no fue un accidente. Irene es la pieza que mueve este tablero, y su aparición no fue casual. Es un mensaje, uno que apunta directamente a ella. La microcápsula, el apagón, la desaparición: todo fue una distracción para hacerla parte de algo mucho mayor.
John, ahora más preocupado que nunca, miró a Sherlock.
—¿Qué quieres decir con eso?
Sherlock no respondió de inmediato. Solo miró hacia el fondo del escenario, donde el vacío parecía resonar en la oscuridad.
—No lo sé todavía. Pero lo que sí sé es que Irene no está a salvo. Y el responsable de todo esto quiere que lo descubramos por nosotros mismos.
Irene despertó, sintiendo el peso de su propio cuerpo sobre una superficie dura y fría. Parpadeó varias veces, intentando aclarar su mente aturdida. La oscuridad aún reinaba a su alrededor, y la confusión se apoderó de ella cuando intentó recordar cómo había llegado allí. No estaba en el teatro. De hecho, no estaba en ningún lugar familiar. Solo silencio. Un silencio inquietante.
Se levantó lentamente, sintiendo un dolor leve en su cabeza, como si la caída fuera algo más que un simple tropiezo. Miró alrededor. Estaba sola. No había señales de los demás cantantes, ni del público, ni siquiera de algún miembro del equipo de producción. Solo paredes grises y frías, y una puerta cerrada que no ofrecía ninguna esperanza de escape inmediato.
Irene dio unos pasos vacilantes, y entonces lo vio: una figura que se acercaba a ella, caminando de manera tranquila, casi relajada, pero con una presencia tan peligrosa que la hizo detenerse en seco. El hombre sonrió, una sonrisa fría, torcida, que no alcanzaba a iluminar sus ojos. Su rostro era reconocible, pero las cicatrices a lo largo de su mejilla izquierda le daban un aire aún más inquietante.
Era Jim Moriarty, pero no el que Sherlock había conocido. Este tenía una cicatriz distintiva, una que atravesaba su rostro como un recordatorio de las heridas sufridas en el pasado. Aun así, la maldad que irradiaba de él no había cambiado. La sonrisa era la misma, pero ahora venía acompañada de algo más: un aire de arrogancia, de control total.
—Bienvenida, Irene —dijo Moriarty, su voz suave pero cargada de amenaza—. Me alegra que te hayas despertado, porque tenemos mucho de qué hablar. No te preocupes, no has sido movida por accidente. Lo que ocurre ahora es parte de un plan mucho más grande.
Irene intentó dar un paso atrás, pero su cuerpo se sentía débil, como si la fuerza hubiera desaparecido de repente.
—¿Qué... qué has hecho? —preguntó, tratando de mantener la calma, aunque la incertidumbre la atacaba. —¿Dónde están los demás? ¿Por qué estoy aquí?
Moriarty se acercó más, sus ojos fijos en ella, penetrantes, calculadores.
—Los demás no importan ahora, querida. Solo tú. Todo esto es para ti. Tú eres la clave. Verás, no te trajimos aquí solo para jugar a los secuestros. No, eso sería demasiado simple. Lo que estoy haciendo es algo mucho más interesante: te estoy dando una oportunidad, una oportunidad para ser parte de algo más grande de lo que has podido imaginar.
Irene, aunque asustada, no permitió que su voz temblara cuando habló.
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué es esto?
Moriarty sonrió aún más, un gesto de satisfacción en su rostro.
—Eres una pieza muy valiosa, Irene. Todo este teatro, todo lo que has hecho, cada actuación, cada paso que has dado, fue parte de un plan mucho más largo. No solo te trajimos aquí para mostrarte lo que somos capaces de hacer. No, tú vas a ser parte de nuestra obra maestra. Vas a ser el centro de atención, la estrella de nuestro show. Si juegas bien tus cartas, podrías obtener más poder del que jamás imaginaste.
Irene dio un paso atrás, su mente comenzando a procesar las implicaciones. El horror que sentía por lo que Moriarty le decía no hacía sino intensificar la confusión que sentía. Había algo más grande en juego, algo más peligroso, y ella era el peón en todo esto.
—¿Qué tipo de juego es este? —preguntó, su voz ahora más firme a pesar del miedo. —¿Qué quieres de mí?
Moriarty la observó en silencio durante un momento, y luego, con una sonrisa, se acercó aún más, hasta quedar tan cerca de ella que su aliento cálido rozó su mejilla.
—Es muy sencillo, Irene. Vas a ser el punto focal de algo muy, muy grande. He estado observándote, estudiándote. Sabía que podrías ser útil. Lo único que necesitas hacer es aceptar tu nuevo papel. No te preocupes, la recompensa será grande. Pero... como siempre, el camino estará lleno de sacrificios.
El sonido de las puertas se abrió de golpe, y la luz cegadora iluminó la habitación, pero Moriarty no mostró ninguna sorpresa. Irene apenas podía mantener los ojos abiertos por la intensidad de la luz.
—Nos vamos, Irene. Tienes trabajo que hacer —dijo Moriarty con una calma perturbadora—. Y recuerda: no te será fácil. Pero todo esto será por una buena causa... para ti, y para mí.
Irene intentó apartarse, pero su cuerpo no respondía con la rapidez que necesitaba. La única opción que tenía era escuchar, mientras él le susurraba un futuro aún más oscuro, lleno de engaños y manipulaciones.
Irene apenas podía mantener los ojos abiertos. Estaba desorientada, el aire a su alrededor pesado, la luz deslumbrante que había cegado por un momento se atenuó. La sensación de malestar crecía en su interior, y un temblor extraño recorría su cuerpo. El suelo bajo sus pies era inestable, como si todo a su alrededor flotara, y el lugar donde se encontraba se difuminaba en su mente.
Un sonido metálico retumbó a lo lejos, el chocar de algo pesado contra el suelo, y luego el murmullo apagado de voces. Al abrir los ojos, vio una figura que se acercaba, un rostro desconocido que la observaba con una mezcla de preocupación y profesionalismo. La figura era un médico, o al menos lo parecía, con una bata blanca y una máscara que cubría la mitad de su rostro.
Pero Irene no estaba en ningún hospital familiar. No reconocía el lugar. Lo único que podía percibir con claridad era el frío en sus extremidades y el calor abrasante que recorría su frente.
—¿Dónde... estoy? —susurró, su voz quebrada por el esfuerzo de hablar.
El médico se inclinó sobre ella, su mirada grave y cautelosa.
—Estás en un centro de aislamiento, señora Adler. Es mejor que se quede tranquila. Lo que estás experimentando son los primeros síntomas. No te preocupes... aunque debemos esperar los resultados.
Irene intentó sentarse, pero su cuerpo parecía no responder. El cansancio la invadía por completo, y el sudor frío resbalaba por su frente. A su alrededor, las camas estaban ocupadas por otros cuerpos, algunos quietos, otros convulsos, pero todos conectados a monitores y con máscaras faciales. La escena era surrealista, y la sensación de incomodidad se intensificaba.
—¿Qué está pasando? —preguntó de nuevo, su voz temblando.
El médico no respondió de inmediato. Solo la miró, ajustando los parámetros en el equipo cercano. Fue entonces cuando una figura familiar apareció en el umbral de la sala, y su mirada calculadora y fría se posó en Irene. Jim Moriarty. El mismo hombre con la cicatriz. La sonrisa torcida en su rostro se amplió.
—Parece que te has acomodado bien, Irene —dijo con tono burlón—. Qué bueno que estés comenzando a mostrar los efectos. Todo va según lo planeado.
Irene lo miró, completamente confundida.
—¿Qué me has hecho? ¿Qué es este lugar?
Moriarty caminó hacia ella lentamente, sin apresurarse, como si estuviera disfrutando cada segundo de su sufrimiento.
—Has estado muy ocupada con tu vida, tus actuaciones, pero no te diste cuenta de lo que realmente estaba pasando detrás de las cortinas, ¿verdad? Este... —hizo un gesto hacia las camas a su alrededor— es solo el primer paso. Una pandemia, Irene.
Irene intentó incorporarse, pero su cuerpo la traicionó. La fiebre la estaba consumiendo, y la confusión aumentaba a medida que escuchaba las palabras de Moriarty.
—Lo que estás experimentando es solo el comienzo. El virus ha mutado, y tú, querida, eres el paciente cero. Tu enfermedad... se propaga, se esparce... Y yo, como siempre, soy el director de la función.
Irene, luchando por mantener la claridad mental, se dio cuenta de lo que estaba pasando. Moriarty había manipulado toda esta situación para crear una crisis global. Él quería desatar el caos, y para eso, necesitaba algo más que un simple plan criminal. Quería una pandemia, y lo había conseguido. Irene era el vector.
—¿Por qué? ¿Por qué yo? —preguntó, aunque su mente se sentía turbada.
Moriarty se acercó aún más, sus ojos brillando con satisfacción.
—Porque eres perfecta para esto, Irene. Una mujer brillante, poderosa en su propia forma. Si alguien puede ser el foco de una catástrofe de tal magnitud, eres tú. Tu enfermedad no solo se extenderá rápidamente, sino que nadie sabrá cómo detenerla. Serás el centro de atención, la pieza clave en mi juego.
El médico, que aún estaba cerca, comenzó a ajustar la mascarilla de Irene y a prepararla para más tratamientos. Pero su mente estaba nublada por las palabras de Moriarty. Mientras tanto, el plan de Moriarty avanzaba.
El virus estaba en ella. Y pronto, el mundo entero lo sabría.
Irene no tenía tiempo que perder. Aunque su cuerpo la traicionaba, su mente comenzaba a trabajar, buscando una forma de revertir lo que parecía inevitable. La verdad era clara: Moriarty la había usado para poner en marcha un plan mucho más grande y peligroso, pero ella no iba a dejar que él tuviera la última palabra. No sin luchar.
Aun en su estado debilitado, Irene comprendió que no había sido elegida al azar. Moriarty la había tomado por su proximidad a Sherlock, sabiendo que, al enfermarla, podría destruirlo desde adentro, desestabilizarlo de maneras que él ni siquiera podría anticipar.
Pasaron varias horas antes de que algo inusual comenzara a suceder. Los cantantes de la ópera, los mismos que habían estado en el escenario con Irene, comenzaron a ser trasladados a diferentes hospitales en la ciudad. Los primeros informes eran alarmantes: todos presentaban síntomas graves, fiebre alta, tos persistente y dificultad respiratoria. No había evidencia clara de qué estaba causando estos síntomas, pero los médicos no tardaron en identificar que algo estaba muy mal.
Los hospitales locales estaban comenzando a llenarse con pacientes con síntomas similares, aunque todavía no podían precisar qué variante del virus estaba en juego. Lo único que sabían era que algo extraño estaba ocurriendo, algo que no podían rastrear ni anticipar. Aún no había contagios masivos, pero la situación era tensa, y los médicos temían lo peor.
En cada hospital, el personal luchaba por estabilizar a los pacientes, sin tener idea de qué exactamente los había enfermado. La ansiedad se apoderó de las salas de emergencias, mientras los médicos trataban de hacer frente a lo que parecía ser una enfermedad desconocida, quizás una nueva variante del SARS, pero sin ningún diagnóstico definitivo. Las pruebas estaban siendo procesadas, pero aún no había respuestas claras. Lo que parecía estar sucediendo era solo el inicio, un misterio que se extendía más allá de lo que los hospitales podían manejar.
Mientras tanto, Sherlock y Watson se encontraban en una carrera contrarreloj. Habían analizado cada pista, cada sospecha, pero no lograban dar con el paradero exacto de Irene. El virus que Moriarty había liberado se propagaba rápidamente, y aunque aún no había habido un brote masivo, los primeros síntomas estaban comenzando a aparecer entre algunos de los cantantes de la ópera. La situación era más grave de lo que parecía.
Sherlock no podía permitirse perder tiempo. La información que había recibido de los hospitales lo inquietaba, y sabía que si no lograba comprender lo que estaba sucediendo con los pacientes y los síntomas, Irene corría un riesgo aún mayor. Así que, junto a John, se preparó para adentrarse en el laberinto de pistas que Moriarty había dejado atrás, consciente de que cada minuto perdido podría ser crucial.
El juego que Moriarty había puesto en marcha tenía un objetivo mucho más grande de lo que Sherlock podía imaginar. Irene, aunque aún cautiva, estaba siendo utilizada como una herramienta para un plan que implicaba mucho más que una simple venganza. En el fondo, Sherlock sabía que debía actuar rápido, pero la idea de perderla lo destrozaba por dentro.
Sherlock se había sumergido en su pensamiento, buscando alguna pista que lo guiara hacia Irene. La tensión crecía en cada minuto que pasaba. Los hospitales reportaban más casos de personas infectadas, pero ninguno de los médicos tenía una respuesta clara sobre qué variante de SARS estaba afectando a las víctimas.
En ese momento, el teléfono sobre la mesa vibró. Sherlock lo levantó sin pensarlo. En la pantalla apareció el rostro familiar de Moriarty. Una sonrisa sádica que parecía burlarse de todo lo que Sherlock había logrado.
— Sherlock... — dijo Moriarty con un tono demasiado complacido. — ¿Te has divertido viendo cómo todo se desmorona a tu alrededor? La ciudad está esperando su final, como un reloj que ya ha dado su último tic. Pero aún puedes salvarla, puedes salvar a Irene... si estás dispuesto a pagar el precio.
El silencio llenó la habitación. Sherlock, imperturbable, estaba acostumbrado a las amenazas, pero algo en esa llamada lo había inquietado.
— ¿Y si no quiero jugar más, Jim? — respondió con frialdad, desafiándolo, pero también consciente de que cada palabra contaba.
Moriarty rió, un sonido suave pero venenoso.
— No tienes elección, Sherlock. La pregunta es: ¿te atreverás a hacer lo necesario?
La llamada se cortó abruptamente. Sherlock se quedó mirando la pantalla en blanco, pero algo en su mente encajó. El mapa, las piezas, la conversación. Todo se reducía a un solo lugar, una única dirección. La última jugada.
Con un gesto rápido, Sherlock dejó el teléfono sobre la mesa y recogió su abrigo. Ya no había tiempo que perder. Tenía que llegar antes de que la ciudad se ahogara en el caos.
El almacén estaba oscuro, solo iluminado por unas luces amarillentas que titilaban como si la electricidad misma estuviera temblando. Sherlock se acercó con cautela, sus ojos escrutando cada rincón. A lo lejos, vio una figura solitaria.
Era Moriarty.
— ¿Cómo te sientes, Sherlock? — la voz de Moriarty resonó en el espacio vacío, cargada de arrogancia.
Sherlock, sin inmutarse, dio un paso al frente, su mirada fija en el hombre frente a él.
— ¿Dónde está ella? — preguntó con voz grave, sin dejar de avanzar.
Moriarty sonrió de nuevo, su figura emergiendo de las sombras.
— Tienes que ganar la apuesta, Sherlock. Y esa no es solo la vida de Irene. Es mucho más grande que eso.
Un escalofrío recorrió la columna de Sherlock, pero no vaciló. Sabía que no podía darle el lujo de tener miedo. Todo estaba en juego.
De repente, el sonido de una puerta al fondo del almacén se abrió lentamente. A través de la rendija, Sherlock alcanzó a ver una silueta familiar. Irene.
Estaba en una silla, débil, casi inconsciente. Su rostro pálido. Sus ojos, nublados por la fiebre, se abrieron apenas al escuchar su nombre.
— Sherlock... — susurró, su voz rasposa, pero llena de una determinación inquebrantable.
La imagen de Irene, tan frágil, tan vulnerable, hizo que algo se quebrara en el interior de Sherlock. No había tiempo para dudas, no había tiempo para juegos.
Moriarty observaba la escena con una sonrisa, sabiendo que había ganado la primera parte de su plan. Sherlock respiró hondo, sabiendo que esta vez no iba a ser un simple intercambio de palabras. El reloj seguía corriendo, y el precio de la victoria era mucho más alto.
— La cuenta atrás ha comenzado, Sherlock. No solo de Irene depende el futuro de Londres. También del mundo.
Sherlock apretó los puños, preparado para todo. La guerra ya había comenzado.
Sherlock observó a Irene con una mezcla de rabia contenida y desesperación. El tiempo ya no era un lujo. Moriarty había dejado claro que no se trataba solo de una vida, sino de mucho más: un plan que se extendía más allá de lo que cualquier mente lógica podría haber anticipado. La ciudad, el mundo, estaban en riesgo. Irene, su confidente, su igual, estaba allí, al borde de la muerte, como la pieza central de ese macabro juego.
Con un paso decidido, Sherlock se acercó a ella, su mente trabajando a una velocidad vertiginosa. Cada segundo contaba. Necesitaba respuestas, y necesitaba tiempo, algo que Moriarty parecía estar dispuesto a robarle.
— Irene, — dijo, su voz suave pero llena de urgencia, — ¿puedes oírme?
Ella levantó la cabeza lentamente, su mirada difusa, pero al reconocerlo, sus ojos se iluminaron por un instante, como si la luz de la esperanza aún no se hubiera extinguido por completo.
— Sherlock... — su voz era débil, pero había un destello de su antigua fortaleza en sus palabras. — ¿Lo has entendido ya?
Sherlock se arrodilló junto a ella, su mente trabajando febrilmente, analizando la situación, los síntomas, el entorno. La fiebre alta, la palidez extrema, el agotamiento físico. Sabía que algo no cuadraba. La enfermedad parecía avanzar rápidamente, pero el tipo de SARS que habían identificado en los hospitales aún no estaba completamente claro. Lo que sí sabía con certeza era que el tiempo no era un aliado, y menos con Irene tan vulnerable.
— No, aún no lo he entendido completamente, — dijo Sherlock, con la mirada fija en sus ojos. — Pero voy a hacerlo, te lo prometo. Aguanta, Irene. Todo esto no tiene por qué terminar aquí.
Moriarty observó la escena desde el otro lado del almacén, su rostro iluminado por una sonrisa cruel.
— Todo tiene que terminar, Sherlock. Porque cuando todo termine, lo que vendrá después no será un juego. Será el fin.
Sherlock lo miró, sus ojos afilados como cuchillos. Moriarty estaba disfrutando cada momento, pero no iba a dejar que eso lo distrajera.
— ¿Qué esperas que haga, Moriarty? — preguntó, con la misma calma helada que lo caracterizaba. — ¿Vas a seguir jugando con ella, con todos, hasta que todo se derrumbe?
Moriarty soltó una risa baja, casi burlona.
— Eso ya lo has dicho antes, Sherlock. Pero esta vez, los jugadores son otros. Irene será el último peón en este tablero, y tú... — hizo una pausa, mirando a Sherlock con ojos de locura. — tú serás el gran fracaso. El hombre que no pudo salvar a los suyos.
Con un gesto de la mano, Moriarty hizo que dos de sus hombres se acercaran, arrastrando una pequeña caja hasta el centro del almacén. La caja se abrió, revelando una máquina de alta tecnología, un dispositivo que emitía luces intermitentes.
— Este es el comienzo de la pandemia, Sherlock, — dijo Moriarty con voz envenenada. — Y la fuente de todo esto está aquí, en tu querida Irene. La variante de SARS más letal jamás vista, y tú... tú serás el primero en contagiarte.
Sherlock frunció el ceño, observando el dispositivo. De alguna manera, ese aparato parecía ser el motor de todo lo que Moriarty había planeado.
— Eso no va a suceder, — dijo, con la misma determinación que siempre lo caracterizaba. — No lo permitiré.
En ese momento, Sherlock se levantó rápidamente, acercándose a Irene. La miró por un segundo, sabiendo que no podía perder más tiempo.
— Irene, necesitas salir de aquí. Lo que tienes dentro... — comenzó, pero ella lo interrumpió, con los ojos entrecerrados por la fiebre.
— No tienes que decirlo, Sherlock. Sé lo que está en juego. Sé lo que Moriarty quiere hacer. — Su respiración era dificultosa, pero aún había claridad en su voz. — Haz lo que sea necesario para detenerlo. No quiero ser...
— No me hables así, — la interrumpió Sherlock, con un tono tan firme que Irene levantó la vista. — No voy a perderte, Adler. No mientras tenga algo que decir al respecto.
En ese momento, Sherlock comenzó a analizar a toda velocidad las piezas del rompecabezas. Cada movimiento de Moriarty, cada palabra, cada detalle. Estaba claro que el dispositivo no era solo un arma biológica, sino algo más. Algo que podía poner en riesgo a todos los que estaban cerca.
— Si la fuente es Irene... — murmuró para sí mismo. — Entonces debo evitar que se active. Irene es el componente A, no tan letal, la máquina es el componente B, en fulminante.
Rápidamente, Sherlock se acercó al dispositivo y lo examinó con una mirada meticulosa. Moriarty lo observaba desde la distancia, pero no hizo ningún movimiento para detenerlo. Sherlock sabía que, de alguna manera, Moriarty confiaba en que lo haría. Pero Sherlock no era un hombre que se dejara llevar por las expectativas de su enemigo.
— Voy a detenerlo, Moriarty. No vas a ganar.
Moriarty frunció el ceño, molesto por la intervención.
— No tiene importancia, — dijo con una sonrisa. — El daño ya está hecho, Sherlock. Lo que Irene lleva en su cuerpo... es solo el principio.
Sherlock se giró rápidamente hacia él, con una expresión decidida.
— Eso ya lo veremos.
Con un gesto rápido, Sherlock sacó su teléfono y envió un mensaje a Watson. Necesito ayuda ahora, en el almacén de King's Cross. Prepárate para lo peor.
A lo lejos, Moriarty observó la escena, su sonrisa desapareciendo. El juego estaba lejos de terminar, pero esta vez, Sherlock tenía algo que decir al respecto.
La tensión en el aire era palpable. Sherlock, con la mente funcionando a toda velocidad, se dio cuenta de que el dispositivo que había encontrado en el teatro horas antes, el mismo que le había parecido tan fuera de lugar en ese entonces, tenía ahora un propósito mucho más siniestro. Era la clave, la pieza que podría desactivar la amenaza de Moriarty, la pieza que había estado buscando sin saberlo.
Irene seguía inmóvil, demasiado débil para reaccionar, su respiración errática debido a la fiebre que avanzaba rápidamente. Aunque Sherlock no podía permitirse pensar en ello, no podía ignorar la posibilidad de perderla. El dispositivo de Moriarty estaba tan cerca de su activación que podía casi escuchar el zumbido del desastre. Pero entonces recordó el pequeño aparato que había guardado en su bolsillo, la microcápsula que había encontrado horas antes en el teatro, una pieza que en su momento no había entendido completamente, pero que ahora, con cada segundo que pasaba, parecía tener un propósito mucho mayor.
Con rapidez, Sherlock sacó la cápsula de su bolsillo y la observó con atención. No era un artefacto cualquiera; tenía marcas específicas que indicaban su propósito. Lo miró detenidamente, y a medida que sus ojos recorrían las líneas y símbolos, una idea le surgió con claridad: ese aparato tenía la capacidad de bloquear la señal del dispositivo de Moriarty.
Sin dudarlo, se acercó al aparato que zumbaba con una intensidad creciente, listo para liberar una catástrofe global. El rostro de Moriarty estaba iluminado por la satisfacción de saber que su plan estaba a punto de alcanzar la perfección. No lo había anticipado, pero Sherlock sabía lo que tenía que hacer.
—No todo está perdido, Moriarty, — murmuró Sherlock sin apartar la vista del aparato. La fría calma de su voz era un desafío directo a la arrogancia del criminal. — Tu juego ha llegado a su fin.
Moriarty sonrió, casi divertido. — ¿De verdad lo crees, Sherlock? El daño ya está hecho. No hay vuelta atrás. El virus se activará, y la ciudad será tuya, la pandemia ya ha comenzado...
Sherlock no escuchaba. Su mente había entrado en modo de resolución. Con una destreza casi quirúrgica, conectó la cápsula al aparato de Moriarty. Sabía que el dispositivo tenía la capacidad de interrumpir las frecuencias del aparato de activación del virus, pero también que el riesgo de fallar era enorme. Un pequeño error, y todo estaría perdido.
Con un clic, el aparato comenzó a emitir un tono bajo, un sonido pulsante que creció en intensidad hasta que, finalmente, se detuvo. Un brillo de luz azul cegó la sala, y el zumbido de la máquina cesó de inmediato.
Moriarty observó, incrédulo, como su plan comenzaba a desmoronarse. — ¿Qué has hecho? — Su voz estaba llena de furia, pero también de sorpresa.
Sherlock se giró hacia él, sin una pizca de emoción en su rostro. — He detenido lo que ibas a hacer. Y, por cierto, también he desactivado el virus que intentabas propagar. Todo tu plan, Moriarty, ha sido un fracaso.
Pero el criminal no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Su rostro cambió de la sorpresa a la ira, y antes de que Sherlock pudiera dar un paso más hacia Irene, Moriarty levantó una mano.
— ¡No tan rápido! — ordenó. Pero antes de que pudieran reaccionar, una figura emergió de las sombras.
John Watson había llegado, su presencia tranquila y firme entrando en la escena en el momento perfecto. El médico, siempre dispuesto a actuar, observó a Sherlock y a Moriarty, sabiendo que la batalla no había terminado, pero al menos ahora tenían la ventaja.
— ¿Todo bajo control, Sherlock? — preguntó Watson con una ligera sonrisa, aunque su rostro mostraba la tensión del momento.
Sherlock asintió brevemente, sus ojos nunca apartándose de Moriarty. — Todo controlado, Watson. Moriarty pensó que tenía todo bajo control, pero no contó con la última jugada.
La tensión en el aire era palpable, pero la resolución estaba cerca. Moriarty, quien había jugado su último truco, ahora se encontraba acorralado, sin poder hacer nada frente a la astucia de Sherlock.
El último movimiento de Moriarty fue una risa amarga, casi desquiciada. — Esto no ha terminado, Sherlock. No ha terminado...
Pero Sherlock, con un último vistazo a Irene, sabía que, al menos por ahora, habían ganado.
Y, con un movimiento tan rápido que Sherlock no pudo evitarlo, Moriarty sacó de su chaqueta una pequeña pastilla. Un veneno que ya había probado en su propio cuerpo, un veneno que en cuestión de segundos le haría dejar de respirar.
Sherlock, observando en tiempo real cómo Moriarty tomaba la pastilla, comprendió lo que estaba sucediendo antes de que ocurriera. Sin embargo, no hubo tiempo para detenerlo. Moriarty ya había hecho su elección. Mientras caía de rodillas con una sonrisa en su rostro, sus últimas palabras fueron claras y llenas de una amarga satisfacción:
— No ganarás, Sherlock. La guerra no termina...
Su cuerpo cayó pesadamente al suelo, la vida desvaneciéndose rápidamente. El veneno hizo su trabajo en minutos.
Sherlock, aún en shock por lo que había sucedido, no reaccionó de inmediato. Se acercó al cuerpo de Moriarty, pero el peligro ya se había ido. La ironía no se perdió en él: un hombre tan capaz, tan imparable, tan controlado, que prefería quitarse la vida antes que enfrentar su derrota.
John, quien había estado esperando una señal, dio un paso adelante, observando el cuerpo inerte de Moriarty.
— Sherlock, ¿estás bien? — preguntó, pero las palabras ya no parecían importar tanto como antes. La amenaza, la vida de Irene, todo parecía ya resuelto. Aunque sabían que Moriarty ya no podía causarles daño, la tragedia aún flotaba en el aire.
Sherlock se giró hacia John con una calma ominosa en su rostro, mirando una última vez a la figura de Moriarty en el suelo.
— No está muerto, Watson. No de la forma en que creemos. Su plan sigue en marcha...
La idea de que Moriarty hubiera planeado su propia muerte, como su antecesor, le dejó un rastro de inquietud en la mente. Pero más allá de eso, Sherlock se centró en lo importante: Irene.
El virus aún no había hecho su trabajo por completo, y lo peor estaba por venir.
— Tenemos que encontrar una cura. Ahora. — dijo Sherlock, con una determinación feroz. No permitiría que la muerte de Moriarty, aunque fuera de su propia mano, desmoronara la única posibilidad de salvar a Irene.
Sherlock miró a Irene una vez más, la preocupación ya visible en su rostro. Había resuelto el enigma del dispositivo y detenido el avance inmediato del plan de Moriarty, pero lo que quedaba era aún más urgente. Irene seguía débil, su respiración agitada, y el virus ya comenzaba a mostrar sus efectos. Cada minuto era crucial.
—No hay tiempo que perder —murmuró para sí mismo mientras se acercaba a ella, observando su rostro pálido, casi translúcido, y la fiebre que la consumía. A pesar de la rapidez con la que había logrado detener la crisis inmediata, el verdadero peligro seguía latente. Moriarty había desatado una infección, una amenaza biológica, y su primera prioridad debía ser la seguridad de Irene.
—Irene —dijo con firmeza, tomando su mano con una presión que no dejaba lugar a dudas de su determinación—. Vamos a salir de aquí, necesitas atención médica urgente.
Irene, débil y fatigada, apenas levantó la vista para mirarlo. Las palabras que había pronunciado momentos antes seguían resonando en la mente de Sherlock, pero ya no quedaba espacio para dudas ni reflexiones adicionales. El tiempo no era un lujo del que pudieran disponer.
Sherlock se levantó rápidamente y sacó su teléfono móvil. En cuanto la llamada fue atendida, su voz, ahora fría y decidida, no dejó lugar a explicaciones.
—Aislamiento inmediato. Llévenla al centro de tratamiento más cercano. Necesito que le hagan todas las pruebas necesarias para determinar la variante del virus. Ninguna exposición más. Este virus es más grave de lo que parece.
El silencio del otro lado fue breve antes de que la voz respondiera, comprendiendo la urgencia.
—Lo tenemos bajo control, Sherlock. Estaremos allí en minutos.
Sin perder más tiempo, Sherlock hizo lo que mejor sabía hacer: actuar con precisión. En cuestión de segundos, ya estaba organizando la salida del lugar de forma que minimizara cualquier posibilidad de contagio adicional. Su mente se mantenía alerta a cada posible complicación, consciente de que aunque Moriarty había fracasado en su intento de control inmediato, lo peor estaba aún por llegar.
—Irene, vamos a sacarte de aquí —dijo mientras se aseguraba de que todo estuviera listo para el traslado—. Necesitas pruebas rápidas. Ya casi, solo resiste un poco más.
Irene, aún luchando por mantenerse consciente, intentó esbozar una sonrisa, aunque sabía que no era tiempo de esperar algo tan trivial como consuelo. Lo único que deseaba en ese momento era el alivio de saber que Sherlock no la dejaría caer. Sin embargo, su mente también continuaba trabajando, cada palabra que había dicho antes seguía dando vueltas en su cabeza. ¿Qué pasaría después? Moriarty no había terminado con su juego, y aunque Sherlock había desactivado el dispositivo y detenido la propagación inmediata del virus, el hecho de que ella fuera la paciente cero todavía estaba presente, como una amenaza latente que podía desatar algo mucho peor si no se intervenía a tiempo.
El sonido de una sirena se acercó rápidamente a la distancia, y Sherlock se apresuró a abrir la puerta. Dos profesionales con equipo de aislamiento entraron con rapidez, alistando el espacio para trasladar a Irene. Sherlock se quedó un momento en la entrada, mirando el entorno con ojos críticos. Sabía que esto solo era el primer paso, que su trabajo no terminaba allí.
—Mantengan el aislamiento estricto, y por favor, no la dejen sola en ningún momento —ordenó a los médicos—. Cada minuto cuenta.
Irene fue colocada en una camilla y cubierta adecuadamente para evitar cualquier riesgo de contagio adicional. Sherlock, con una calma tensa, miró a los médicos para asegurarse de que todo estuviera en orden.
Antes de que pudieran salir, un médico se acercó rápidamente a Sherlock, la preocupación evidente en su rostro.
—Sherlock, necesitamos aislarle también a usted y a John. Ambos estuvieron en contacto cercano con Clara, y el riesgo de contagio es alto. Deben someterse a pruebas inmediatamente.
Sherlock lo miró un momento, comprendiendo la urgencia de la situación, pero no podía dejar que la atención se desvió. Sin embargo, sabía que no podía ignorar las consecuencias.
—Entendido. No hay tiempo que perder. Asegúrese de que todo esté listo para los dos.
El médico asintió rápidamente y se alejó para organizar las pruebas. Sherlock observó cómo Irene era colocada cuidadosamente en la ambulancia, su rostro pálido aún reflejando los efectos del virus. El temor seguía latente, pero ahora, más que nunca, Sherlock debía centrarse en el siguiente paso.
Con rapidez, él y John fueron conducidos a un área de aislamiento separada, donde serían evaluados por completo.
El sonido de las sirenas se desvaneció a lo lejos mientras Sherlock, ahora en cuarentena, sabía que todo lo que había hecho hasta ese momento era solo un preludio. La amenaza de Moriarty seguía acechando, y el verdadero desafío apenas comenzaba.
