Disclaimer: Todo Dragon Ball pertenece al legendario Akira Toriyama (Q.E.P.D.), yo solo me cuelo por aquí para crear historias entre tanta batalla y contrarrestar algunos… deslices (ejem-ejem Toyotaro cof-cof).
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Capítulo 2 Fue una guerrera del pasado (Kioran)
Proverbios 16:18:
«Antes del quebranto va la soberbia, y antes de la caída, la altivez de espíritu».
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Estaba cegada por el sol, tan abrasador que apenas podía distinguir los rasgos de la mujer que la observaba con abrumadora ternura, como si ella fuese lo más preciado en el universo. Pero lo que realmente la perturbaba no era la intensidad de la luz, sino la sonrisa. Una sonrisa amplia y cálida, sin rastros de otra cosa que no fuera devoción. La piel de la mujer, tostada por el sol, irradiaba calidez, y sus ojos negros brillaban con un amor incondicional que Kioran no lograba comprender. Lentamente, la mujer se inclinó hacia ella, y sus labios llenos rozaron su frente con un beso tan efímero que casi parecía una ilusión.
«Recuérdame…»
Kioran despertó sobresaltada, el corazón golpeando en su pecho. Su respiración era entrecortada, y sus ojos, aún confusos por el sueño, se movieron rápidamente en busca del árbol contra el cual solía apoyar la espalda para dormir; fue entonces que se dio cuenta de que durante la inconsciencia había rodado lejos de su posición original.
Pero eso carecía de importancia. La sonrisa de la mujer seguía persistiendo en su mente, una imagen amable que la inquietaba profundamente. Por más que intentaba recordarla con detalle, el rostro permanecía oculto bajo el resplandor cegador de ese sol lejano. Esa figura, esa presencia, la perseguía, siempre al borde de su memoria, aunque no sabía exactamente por qué. Solo sentía la angustia de no poder recordar.
Se incorporó rápidamente con un gruñido frustrado, secándose el sudor frío de la frente.
«¿Otra vez?», pensó, maldiciendo entre dientes. La hierba húmeda bajo su cuerpo se le pegaba a la piel, incomodándola aún más. No le gustaba que su mente se entretuviera en esas fantasías. La mujer de sus sueños no era más que una sombra de su pasado, un reflejo difuso de algo que nunca tuvo, algo que jamás había sido suyo. Sabía muy bien que no había espacio para los sentimientos en su vida. Desde pequeña, había aprendido que el afecto era una debilidad, un lujo que no podía permitirse si quería sobrevivir.
Al intentar enfocar la vista, la fijó por reflejo sobre sus antebrazos. Encajó los dientes de golpe. Ahí seguían esas jodidas cicatrices, que con la extraña luz de ese planeta parecían resaltar aún más. Su mente era un caos, repleta de imágenes imprecisas, a excepción de esa mujer que iba y venía de su mente.
Y esa sonrisa... esa sonrisa que siempre volvía.
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Veinticuatro años atrás…
Kondai era una guerrera saiyajin de clase baja, una más entre las filas de subordinados que Freezer utilizaba para sus despiadadas invasiones. A diferencia de muchos de sus compañeros, que preferían no cuestionar la autoridad del emperador, Kondai había creído firmemente en las advertencias de Bardock. Fue un guerrero que terminó por desafiar la lógica de su raza al proclamar que Freezer planeaba traicionarlos. ¿De dónde sacaba esas cosas? La idea de que el Gran Freezer, el emperador todopoderoso, pudiera ser una amenaza no era algo que sus congéneres estuvieran dispuestos a escuchar. Pero Kondai, con el instinto propio de una madre protegiendo a su cría, no podía ignorar esas palabras.
Con el corazón apretado por el miedo, más por el bebé que crecía en su vientre que por su propio destino, Kondai tomó la decisión más difícil de su vida: escapar del planeta Vegeta.
El día de su huida, el cielo del planeta ardía con el resplandor de la nave de Freezer. Sabía que, si era descubierta, no habría perdón para ella ni para su hija. Sin embargo, Kondai estaba decidida. A pesar del terror que la acompañaba, se aferró a la esperanza de encontrar un rincón del universo donde pudiera dar a luz y criar a su bebé, lejos de las garras de aquel tirano.
Y lo consiguió, al menos por un tiempo.
Kioran nació en el planeta Freezer Nº 105, un lugar en los confines del universo que el emperador había considerado tan insignificante que apenas si recordaba su existencia. Durante los primeros dos años de su vida, Kondai la crio en el exilio, siempre vigilante, siempre temerosa de ser descubierta. Sabía que, si alguien las encontraba, las condenarían como traidoras. Y ese temor, que la acompañaba día y noche, eventualmente se materializó.
Una tarde, cuando el sol apenas comenzaba a descender en el horizonte, el cielo color lavanda anunció la llegada de dos naves. Las pequeñas cápsulas se estrellaron contra el suelo, levantando una nube de polvo. Desde ellas emergieron dos figuras imponentes: Raditz y Nappa, saiyajines al servicio del imperio de Freezer. Estaban de paso, buscando un lugar para descansar antes de continuar con una misión de conquista en otro mundo que el emperador les había encomendado. Mas al detectar una energía cercana mediante sus Scouters, decidieron investigar.
Pronto encontraron a Kondai, una hembra saiyajin desertora junto a su pequeña hija, y sus intenciones quedaron claras. No habría misericordia para la traición. Raditz y Nappa intercambiaron una mirada cargada de malicia. Para ellos, castigarla iba a ser simplemente un motivo de diversión.
Kondai supo lo que iba a suceder. No necesitaba palabras; su instinto se lo confirmó. Aun así, no iba a rendirse sin luchar. Se lanzó al combate con todo lo que tenía, su energía ardía en cada golpe, pero era solo cuestión de tiempo antes de que su destino la alcanzara. Raditz, con apenas siete años, pero ya moldeado por la crueldad de su raza, decidió que lo más eficiente sería eliminar primero a la madre. Y lo hizo, no sin antes darle una soberana paliza que resonaba en cada grito de dolor que Kondai no pudo contener.
—Deja a la mocosa viva —le ordenó Nappa, observando la escena con su habitual indiferencia. Todavía tenía algo de cabello sobre la cabeza en aquellos días, lo que hacía que su semblante resultara incluso más inquietante—. Te la vas a llevar al planeta que el Gran Freezer nos ordenó atacar. Yo regresaré con Vegeta.
Raditz, cubierto de la sangre de Kondai, no pudo ocultar su desdén. Escupió al suelo, limpiándose la cara con la manga de su armadura. La idea le resultaba repugnante.
—¿¡Qué!? —gruñó, sus ojos llenos de rabia—. ¿Y qué demonios voy a hacer cargando con una cría estúpida como ella?
Nappa soltó una carcajada áspera, sin molestarse en disimular el sarcasmo en su tono.
—¡Me importa una mierda! —respondió, todavía riendo—. El planeta Bomoru está lleno de cavernícolas incivilizados. No vas a tener ningún problema en aniquilarlos mientras tú y la mocosa se transformen en Ōzaru. Además, ¿de qué te quejas? Vas a llevarte tú solito el botín de la venta. ¡Deberías estar agradecido!
La risa de Nappa se desvaneció en el aire mientras Raditz, irritado, zapateaba el suelo para manifestar su desacuerdo.
—No me hace ninguna gracia tener que hacer de niñera —murmuró entre dientes—. Si tan solo el bastardo inútil de Kakarot hubiera cumplido con su misión…
Antes de que pudiera terminar, Nappa lo interrumpió con un grito autoritario:
—¡Ya deja de quejarte! —vociferó, cortando el aire con un gesto brusco—. Y cierra el hocico, que voy a dormir. Cuando despierte me iré; ve tú cómo te las arreglas. ¿Entendiste, carajo?
Raditz apretó los dientes con fuerza, conteniendo la furia que hervía en su interior. No tenía más remedio que obedecer, pero el resentimiento echaba raíces en su interior. No le gustaba nada la idea de tener que cargar con la niña, pero sabía que no estaba en posición de desafiar las órdenes de Nappa.
Sin más opciones, miró de reojo a la pequeña, que observaba la escena sin comprender del todo la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Su vida acababa de cambiar para siempre, pero el niño saiyajin, desde ese minuto, la consideró un simple instrumento que podría usar o desechar según le conviniera.
Pronto, Raditz comprobó que la pequeña, aunque no tenía más de dos años, se comunicaba de manera sorprendentemente efectiva. Sabía su propio nombre y parecía entender lo que ocurría a su alrededor, pero no mostraba signos de conciencia sobre la cruel separación de su madre. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba con rapidez cuando, de manera brusca, Raditz la agarró del brazo, exigiendo en tono severo que le indicara dónde estaba su refugio para poder conseguir el control remoto de la nave y programarla.
Lo que Raditz no sabía —y nunca llegaría a comprender— era que Kioran, desde el momento en que presenció la muerte de su madre, había reprimido automáticamente ese recuerdo. Un mecanismo de supervivencia que su joven mente activó de manera instintiva. Era como si ese evento jamás hubiera ocurrido, enterrado bajo capas de temor y confusión. A pesar de su corta edad, Kioran comprendió con una claridad dolorosa que no podía permitirse el lujo de desafiar a Raditz. Aunque él no parecía mucho mayor que ella, sus ojos brillaban con una ferocidad propia de una criatura salvaje, una que no dudaría en aniquilarla si mostraba cualquier signo de resistencia.
Esa certeza le dejó un regusto amargo cargado de impotencia que se aferró a su joven corazón y que nunca la abandonaría. Durante todos los años que viajaron juntos, esa sensación se mantuvo, un constante recordatorio de que estaba atrapada bajo la autoridad de alguien que la consideraba poco más que un estorbo.
Bajo la mano dura de Raditz, Kioran fue convirtiéndose en una guerrera saiyajin implacable. Sin embargo, por mucho que perfeccionara sus habilidades, una sensación constante la perseguía, una que no lograba sacudirse: la de ser insuficiente. Había algo profundamente arraigado en ella que la hacía sentir inferior, como si, por ser una hembra, nunca alcanzaría el reconocimiento que los últimos hombres de su raza parecían lograr sin esfuerzo.
Raditz había sido el responsable de inculcarle esa visión del mundo. Desde que tenía memoria, él le había enseñado que el único propósito de su raza era la guerra. Los más fuertes ascendían, mientras que los débiles no tenían cabida en el universo; simplemente morían. Así de sencillo. Sin embargo, esa brutalidad aplicaba a los hombres. Las mujeres, en cambio, raramente eran vistas como guerreras de élite. Para Raditz, la utilidad de una mujer saiyajin era limitada, y Kioran no era la excepción. La había criado para cumplir órdenes específicas: obedecer a los machos, servir a la realeza y eliminar a cualquiera que se interpusiera en su camino.
—¡Recuerda siempre tu maldito lugar! —le decía Raditz cada vez que ella deslizaba algún cuestionamiento sobre el trabajo que desempeñaban—. Nuestra misión es servir al príncipe Vegeta y al Gran Freezer. ¡Eso es todo lo que importa!
Independiente de las poco ortodoxas enseñanzas de Raditz, en el pecho de Kioran la admiración que sentía por Vegeta fue in crescendo. Desde la primera ocasión que tuvo conciencia de quién era y lo que significaba para su raza, esa admiración creció, evolucionando con el tiempo desde un respeto casi reverencial hacia algo diferente.
Cuando alcanzó la adolescencia, ya se trataba de deseo puro y visceral. Lo deseaba como no había deseado nunca a nadie. Los rasgos afilados de Vegeta, su sonrisa sardónica, su cuerpo esculpido como si fuera de piedra... Todo en él evocaba un poder que la atraía sin remedio. En sus fantasías, se imaginaba a sí misma complaciéndolo, satisfaciendo cada uno de los apetitos que un príncipe como él podría tener en una hembra joven como ella.
Sin embargo, para Vegeta, Kioran no era sino un objeto sin importancia. La trataba como si fuese poco más que un mueble, ignorándola por completo cada vez que coincidían. Jamás la miró con atención, ni siquiera el día en que, armándose de valor, Kioran decidió acercarse a él mientras bebía un exótico cóctel en el único bar del planeta Freezer Nº 86.
—Príncipe Vegeta, soy Kioran —dijo con una reverencia profunda, cargada de respeto.
Vegeta ni siquiera se molestó en girarse para mirarla. Simplemente siguió bebiendo, una ceja apenas enarcada en señal de vaga curiosidad, pero sin apartar la vista de su bebida.
—Príncipe —insistió, irguiéndose con una mezcla de nerviosismo y resolución—, ya soy una mujer.
—¿Y qué hay con eso? —respondió Vegeta, su voz goteando sarcasmo, sin el menor esfuerzo por ocultar su desdén.
—Y-yo... —la confianza de Kioran se desmoronó bajo el peso de su desprecio—. Pensé... que tal vez podría... satisfacer...
—No me interesan las hembras en celo como tú —la interrumpió Vegeta, dedicándole apenas una mirada de reojo. Sus ojos negros brillaban con un desprecio tan intenso que le cortó la respiración—. Pero háblale a Nappa —agregó, soltando una carcajada cruel—. ¡Ese bastardo no tiene escrúpulos!
La risa de Vegeta resonó en los oídos de Kioran, penetrando hasta lo más profundo de su orgullo. Apretó los dientes con fuerza. Debería haberse sentido ofendida, lo sabía. Ese era el sentimiento que cualquiera esperaría en una situación así. Pero no pudo. No lo sintió, porque, en el fondo, sabía que Raditz siempre tuvo razón: ella, una guerrera de clase baja, jamás tendría la más mínima oportunidad de acercarse a su mítico príncipe.
La dura realidad se revelaba con todo su sadismo. La imagen de entregarse al príncipe, de ser digna de su atención, no era más que una quimera, una fantasía imposible. Y cuanto antes aceptara esa verdad, mejor para ella.
Pero Kioran, en ese entonces, era demasiado joven, y su energía parecía inagotable. El fuego que ardía en su interior no se iba a extinguir así como así, y en su desesperación por aplacarlo, decidió seguir el consejo de Vegeta: fue a buscar a Nappa. Después de todo, Raditz también le había recomendado que lo hiciera, aunque de una manera muy vulgar, especialmente cuando le dijo con una risa burlona que Nappa era «un tipo muy alto», y por eso, «probablemente te dejará satisfecha por años», una frase que Kioran no terminó de comprender.
—Ah, pero ni se te ocurra permitir que se venga dentro de ti —la advirtió en tono sardónico—, a menos que quieras parir a un crío bastardo.
«¡De ninguna manera me voy a preñar!», pensó Kioran al oír semejante blasfemia. La idea de quedar embarazada de Nappa o cualquiera que no fuese el príncipe Vegeta le resultaba repulsiva. Con esa resolución en mente, se presentó ante él, con la mirada encendida por una mezcla de determinación y confusión juvenil.
Nappa, por su parte, había bebido más de la cuenta. Se notaba en el tambaleo ligero de su cuerpo y en la risa fácil que se le escapaba por cualquier cosa. Su tamaño imponente no hacía más que aumentar la tensión, mientras Kioran se acercaba, decidida a terminar lo que había empezado.
—Vamos a aparearnos —espetó la muchacha, con una firmeza que rozaba lo autoritario.
Para un macho saiyajin, una provocación de ese tipo no necesitaba más leña para encender sus instintos. Nappa, embotado por la bebida, no se molestó en disimular su reacción. No le importaba que fuera ella quien diera la orden, ni el hecho de que apenas había alcanzado la apariencia física esperada de una mujer saiyajin. Lo único que le importaba era que seguía siendo una hembra, él un macho, y los instintos básicos de su raza se hicieron cargo del resto.
Sin más, la empujó hacia un pasillo oscuro al fondo del bar, aunque esconderse no era realmente necesario. En ese lejano planeta, las criaturas que lo habitaban, parecidas a medusas, no tenían el más mínimo interés en las relaciones sexuales entre seres antropomorfos como ellos. La privacidad era una cuestión de comodidad, no de pudor.
La boca de Nappa descubrió rápidamente un punto detrás de la oreja de Kioran que lamió hasta hacerla temblar. Su enorme mano derecha descendió hasta uno de sus senos, apretándolo con fuerza por encima de la armadura que aún vestía. Fue entonces cuando, entre el calor del momento y el alcohol que nublaba su mente, se dio cuenta de que ni siquiera la había desnudado.
—Quítatela —gruñó, mordiéndole el lóbulo con un deseo casi animal.
—No puedo si estás encima —jadeó Kioran, sorprendida por el placer inesperado que él le estaba provocando. Contra todo pronóstico, Nappa estaba haciéndola sentir bien, mucho mejor de lo que hubiera imaginado.
Él se apartó solo lo necesario para darle espacio y permitirle quitarse la parte superior de la armadura. En cuanto la pieza cayó al suelo, Nappa volvió a la carga, empotrándola contra la pared con fuerza. Sus manos, expertas en el arte de tomar lo que quería, amasaron sus pechos con intensidad una y otra vez. Kioran no tenía queja alguna de sus habilidades; en ese sentido, sabía exactamente lo que hacía.
Sin embargo...
A medida que ambos profundizaban el contacto físico, algo empezó a cambiar dentro de ella. Lo que al principio había sido excitación comenzó a mezclarse con una sensación de incomodidad que crecía con cada segundo. No sabía qué era exactamente, pero algo en su interior no se sentía bien. Por muy habilidoso que Nappa fuera con sus manos, Kioran comprendió que aquel fuego que la había llevado hasta allí no se iba a apagar solo con eso. Le faltaba algo intangible, algo que no podía identificar, pero que comenzaba a alterarse en su mente casi tanto como su propia cola, que se agitaba inquieta, como si tratara de advertirla.
Ese pensamiento se aferró a su cerebro, y por más que intentó apartarlo, no pudo. Algo esencial le faltaba a esa experiencia, algo que el cuerpo de Nappa, por mucho que lo intentara, no podría darle.
—Apártate —susurró entonces, con la voz apenas audible, pues su cuerpo seguía respondiendo al placer. Pero no era suficiente. No era lo que buscaba—. ¡Que te apartes! —gritó finalmente, empujándolo con todas sus fuerzas.
—¿Qué bicho te picó, mujer? —protestó Nappa, tambaleándose hacia atrás, sorprendido por su repentina resistencia.
—Me arrepentí, y me largo. ¡No me sigas porque te mato! —espetó, con los ojos encendidos de furia.
—¿Estás loca? —gritó, incrédulo—. ¡Vamos a terminar lo que empezamos ahora mismo!
Estaba claro que Nappa, en su estado de embriaguez y excitación, apenas podía pensar con claridad. Su entrepierna se había convertido en un enorme tizón encendido, a punto de estallar, pero Kioran ya había tomado su decisión. Sin perder un segundo, recogió la parte superior de su armadura y se la puso apresuradamente, sus movimientos rápidos y precisos.
—Se. Acabó. —Marcó cada palabra con los dientes apretados, dejando claro que no había vuelta atrás.
Por fortuna, el alcohol había nublado lo suficiente la mente de Nappa como para que no pudiera reaccionar con su rapidez habitual. Fue eso lo que permitió a Kioran salir corriendo antes de que él pudiera detenerla. La adrenalina recorría su cuerpo mientras escapaba, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho.
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Presente…
De aquello ya habían transcurrido poco más de ocho años. Raditz no perdió la oportunidad de burlarse de ella durante largo tiempo, no porque Kioran hubiera confesado lo sucedido, sino porque Nappa, una vez sobrio, exigió castigarla por su «atrevimiento». Y lo habría conseguido si ella no hubiera sido previsora, marchándose del planeta pocas horas después de aquel encuentro. Cuando finalmente se reunió con Raditz, él, entre hirientes risas burlonas, le soltó:
—Si vas a comportarte como una hembra, llega hasta el final.
La muchacha era muy consciente de su error, el cual le pesó durante mucho tiempo. No volvió a dejarse llevar por sus hormonas de la misma manera. A partir de entonces, aprendió a controlar esos impulsos que en principio habían nublado su juicio, descubriendo que tenía el poder de satisfacer sus deseos por sí misma. Aquello se convirtió en una liberación personal que aprovechaba cada vez que Raditz la dejaba sola en algún planeta, una situación que se empezó a dar con mayor frecuencia a medida que transcurrían los años.
A través de esos momentos de soledad, Kioran se dio cuenta de que, aunque no necesitaba a nadie más para aplacar sus necesidades físicas, el vacío que sentía seguía ahí, latente. Algo dentro de ella siempre faltaba, algo que ni Nappa ni ningún otro macho podría llenar. Y así, en esa lucha interna, aprendió a cerrar las puertas a cualquier otro tipo de conexión más allá del combate y la supervivencia.
En cuanto a su relación con Raditz, era bastante acertado calificarla de compleja y contradictoria. Por un lado, pensaba que dependía de él para sobrevivir, razón por la que seguía a su lado, pero, en realidad, su vínculo era una maraña de dependencia emocional que no lograba entender. Una parte de ella lo odiaba, aunque no pudiera precisar exactamente por qué. También le temía profundamente, pero, al mismo tiempo, seguía buscando su aprobación de manera casi desesperada. Era una mezcla de emociones que la confundían, pero Kioran no perdía tiempo analizándolas. No era propio de una guerrera saiyajin detenerse a pensar en esas cosas.
Lo que más la perturbaba, sin embargo, era su sueño recurrente. Aquella extraña mujer que aparecía en su subconsciente, una figura borrosa cuya sonrisa la perseguía en cada rincón de su mente. De alguna manera, Kioran intuía que esa mujer podía ser su madre. Pero Raditz, con su típico desprecio, nunca resolvía sus dudas con claridad.
—Esa era una debilucha — solía decir, cuando le daba la gana responder alguna cosa —. Murió porque no servía para nada.
Tal respuesta, siempre cargada de indiferencia, no hacía más que profundizar una conclusión dolorosa en la mente de Kioran: si su madre había sido tan débil, probablemente ella también lo era. Esa idea la carcomía en silencio. Sentía que no tenía otra opción más que aferrarse a Raditz, el único vínculo que le quedaba en su vida. Él no tenía ninguna conexión sanguínea con ella, no había actuado nunca como un mentor ni como un hermano, sino como un instructor que la moldeaba a su conveniencia, utilizándola para sus propios fines.
Así, Kioran vivía bajo la sombra de aquel desagradable saiyajin, sabiendo que, aunque lo despreciaba, no podía escapar de su influencia. Su necesidad de sobrevivir y su deseo de demostrar que no era tan débil como su madre la mantenían atada a un destino que se sentía incapaz de controlar.
De repente, una ráfaga de viento sacudió el aire, interrumpiendo sus pensamientos. La hierba bajo ella crujió, y Kioran percibió un cambio claro en la atmósfera. Algo, o alguien, se aproximaba. Antes de que su mente pudiera procesarlo, su cuerpo ya había reaccionado; rápidamente se puso de pie, en alerta, preparada para cualquier ataque.
Entonces lo vio. A pocos metros de distancia, un portal se abrió, distorsionando el espacio frente a ella. De él emergió un joven vestido de una manera que Kioran nunca había visto antes. Tenía el cabello de un tono lavanda desvaído, similar al cielo en ese planeta, y su complexión fornida contrastaba con su estatura media. Una espada colgaba de su espalda, y sus ojos, increíblemente azules, la observaban con una calma que ella no había experimentado jamás.
—Kioran —dijo el hombre, pronunciando su nombre con una familiaridad desconcertante, como si ya la conociera desde hacía tiempo.
Su tono no tenía nada de amenazante, pero Kioran, movida por la desconfianza que la vida junto a Raditz le había inculcado, se colocó el Scouter de inmediato para evaluar el poder de pelea del recién llegado. La lectura no mostraba nada impresionante, pero algo en su instinto la detuvo. Esa tranquilidad, esa calma, no podían provenir de alguien débil. Tenía que haber mucho más de lo que el Scouter indicaba.
Así que no intentó luchar. Se quedó inmóvil, tensa, con el cuerpo preparado para cualquier eventualidad, pero sin moverse, esperando ver qué sucedería a continuación.
—¿Quién demonios eres? —inquirió tras unos segundos.
Había algo en el rostro de aquel joven que le resultaba vagamente familiar, aunque no podía precisar por qué. Su presencia irradiaba una calma perturbadora, pero al mismo tiempo, una determinación indomable que la inquietaba profundamente.
—Mi nombre es Trunks —comenzó él—, y vengo del futuro.
Kioran soltó una risa sarcástica, burlona, como si aquellas palabras fueran una broma de mal gusto.
—Me estás jodiendo —dijo, con la risa aún resonando en su garganta.
Trunks alzó una mano en su dirección, un gesto tanto conciliador como una sutil advertencia, como si le indicara que mantuviera la calma.
—Sé más de lo que imaginas sobre ti —continuó con una serenidad que la descolocaba—. Sobre tu pasado. Sobre tu madre.
El corazón de Kioran se detuvo por un instante.
«¡¿Mi… madre?!»
Ninguna palabra la habría desconcertado más. Su respiración se aceleró de manera involuntaria, y aunque intentó mantener la frialdad en su postura, algo en su interior tembló con fuerza. Aquella mención inesperada la desarmó por completo.
—Raditz no te ha contado la verdad —prosiguió el recién llegado—, pero yo puedo hacerlo. Si vienes conmigo ahora, te diré todo lo que necesitas saber. Qué pasó con ella, por qué murió... Y puedo darte otra cosa: un propósito. Sé que buscas ser más. Yo... nosotros —se corrigió— podemos dártelo. Te mereces elegir tu destino, Kioran.
Era una propuesta tan tentadora que casi le dolía. Con tan solo unas pocas frases, ese joven que decía venir del futuro había tocado sus heridas más profundas: la verdad sobre su madre, y su necesidad desesperada de encontrar un propósito en su vida. Todo lo que había deseado saber estaba ahí, al alcance de su mano. Pero Kioran no podía evitar pensar que cuando algo sonaba demasiado bueno, probablemente no era real.
Retrocedió un paso, el escepticismo nublando su juicio.
—¿Por qué debería confiar en ti? —preguntó finalmente, aunque su voz no sonaba tan firme como hubiera deseado.
Trunks la miró directamente a los ojos, y su intensidad parecía atravesarla, como si pudiera ver a través de todas sus barreras.
—Porque vine a ofrecerte una oportunidad que Raditz nunca te dará. Iremos a un lugar donde, por fin, podrás descubrir quién eres.
—¿A cambio de qué? —inquirió ella, manteniendo el escepticismo en su tono.
—De unirte a los Patrulleros del Tiempo, una organización encargada de proteger la integridad de las líneas temporales —explicó Trunks, como si fuera lo más natural del mundo.
Kioran frunció el ceño, su incomodidad evidente.
—No estoy entendiendo una mierda —gruñó, todavía confusa y frustrada.
—Pero tampoco tienes nada que perder —afirmó, su voz suave, pero cargada de una certeza que retumbaba en el aire.
Kioran lo observó en silencio, sus pensamientos luchando entre el caos y la duda. Cada palabra de Trunks resonaba profundamente en su interior, como si de alguna manera, todo lo que había buscado en su vida estuviera súbitamente al alcance de su mano. Algo visceral que iba mucho más allá de la lógica empezó a despertar en ella.
Sabía que la decisión que tomara en ese momento lo cambiaría todo. Su vida, tal y como la conocía, pendía de un hilo. La promesa de respuestas, la tentación de descubrir quién era realmente, la atraían sin remedio, pero la desconfianza y el miedo a lo desconocido la mantenían paralizada.
Sin embargo, aquel joven tenía razón: no tenía nada que perder.
Dio un paso hacia adelante, y luego otro, sintiendo el peso de su elección cargarse sobre sus hombros.
—Está bien. Pero no intentes engañarme, porque te mato —susurró, su voz apenas audible, pero cargada de una resolución que no había sentido en años.
Trunks asintió, sabiendo que ese era solo el primer paso. El portal aún se mantenía abierto, su luz titilando como un umbral hacia lo desconocido. Sin mirar atrás, Kioran lo atravesó, consciente de que, una vez al otro lado, ya no habría marcha atrás.
El viento que había traído a Trunks se llevó los últimos vestigios de duda que quedaban en su mente, mientras el portal se cerraba tras ellos, dejando el destino de la guerrera en manos del tiempo.
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N. de la A.: ¡Hola! Hoy, por ser el primer día, he subido dos capítulos juntos, porque el primero era más una introducción que otra cosa.
Además, quiero inaugurar una importante sección que nos acompañará durante la historia: «Si este fic tuviera japoñol». ¿Por qué? Partiendo porque no lo hay XD y también porque hay uno que otro juego de palabras por ahí que pertenecen a ese idioma.
Hoy la sección comienza comentando que Kioran no utiliza honorífico con nadie, excepto con Vegeta, al que llama «Vegeta-ōji» o «Vegeta-sama». Los demás sin nada XD es un poco impertinente, hay que decirlo.
Curiosamente, Trunks al conocerla no la llamó con honorífico. No la respeta xD jajajajajaj
Bueno, aquí me despido por hoy. Nos vemos el próximo viernes con el siguiente capítulo (o antes, en una de esas vuelvo a publicar pronto, quién sabe XD).
Amor y felicidad para todos,
Stacy Adler.
